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abril, 1986:

Eugenio de Salazar, otra gloria de la Universidad de Sigüenza

 

Podríamos, considerarlo, humorísticamente, como un «mareado ilustre», o como un «almadiado» que él decía. Confiesa en sus escritos este personaje que cuantas veces puso su pie en un barco, se mareó profundamente, y más que sentirse molesto o inquieto por los efectos del mar en su sistema vegetativo, y por ende en el estómago, lo que sentía era estar muy próximo a «dar el alma», o sea, a irse de este mundo en poco tiempo. Y a eso le llamaba el «almadiar».

Eugenio de Salazar es una de las glorias de la literatura castellana. Posiblemente el lector se ponga ahora a buscar en los diccionarios y tratados de este arte de ligar palabras, y no encuentre rastro de él. La verdad es que en un siglo XVI español, donde tanta pluma bien cortada anduvo suelta, era difícil que todos encontraran un puesto en la orla de la eternidad. Pero no exagero, o al menos lo hago con total conformidad intima, si digo que este Salazar fue un portentoso escritor, un fino humorista, un exquisito decidor de noticias, de versos y, posiblemente, un buen amigo de sus amigos y un hombre de grata compañía.

Muchos le preguntarán ahora qué hace un escritor como Salazar en un Glosario como éste. Pues muy sencillo. Aunque no fuera alcarreño, sino madrileño de pura cepa, Eugenio de Salazar estudió leyes en la Universidad de Sigüenza, y tan bien le probó la ciudad del alto Henares, que allá se graduó de licenciado en tal materia hacia mil quinientos cincuenta y tantos. Había estado antes de estudiantón por Alcalá de Henares y Salamanca, pero no le probaron los aires bullangueros de tales sitios, y al parecer sólo pudo concentrarse en la mística ciudad del Doncel.  

Fue hijo de Pedro de Salazar, el cronista de Carlos, V, y de María de Alarcón. Nació en Madrid hacia 1530. Después de sus años estudiantiles y su licenciatura en Sigüenza, casó en 1557 con doña Catalina Carrillo, «dama principal, hermosa y discreta», como dicen sus biógrafos, y aun más diría yo sabiendo, como quedó demostrado, el amor apasionado que Salazar la tuvo toda la vida. En la corte del recién llegado Felipe II anduvo Salazar huroneando cargos, Como debía ser despabilado además de gracioso (y, por supuesto, inteligente), se colocó enseguida, mandando primero en algunos juzgados y ocupando luego el cargo de fiscal en la Audiencia de Galicia.

En 1567 se inició su carrera auténtica. Larga y florida. Nada menos que de gobernador le mandaron a Tenerife y La Palma, en Canarias. Cuatro años después fue nombrado Oidor en la isla de Santo Domingo, por lo que hubo de dar su primer brinco al Atlántico, cosa que le resultó ardua hasta hacerle decir, en muchas ocasiones, que «la tierra para los hombres, y el mar para los peces». Allí estuvo hasta 1580 en que pasó a Tierra Firme, y en la Audiencia de Guatemala ocupó el puesto de Fiscal. Al año siguiente se trasladó a México, primeramente como fiscal Y luego como Oidor. En la capital azteca, emporio por entonces de la cultura castellana, destacó Salazar como poeta y escritor, hombre imprescindible en la organización de actos y aun sabemos que para las exequias del rey Felipe que allá se hicieron cuando se enteraron de su muerte, él puso los emblemas y los versos que eran de rigor en tales ocasiones.

En México aún tuvo tiempo de seguir con los estudios, y se doctoró en 1591, llegando luego, al año siguiente, a ser Rector de aquella Universidad americana. Finalmente, en septiembre de 1600 el rey Felipe III le nombró ministro del Consejo de Indias. Y en aquella altura terminó, porque en octubre de 1602 murió y poco a poco se fueron apagando los ecos de su vida, de su figura y de su decir, que tanta fama habían alcanzado en vida, y tantos amigos le habían granjeado.

Eugenio de Salazar dejó escrita una voluminosa Silva de Poesía que aún permanece inédita, guardada en su original manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid. Don Bartolomé Gallardo, en su Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, publicó algunos versos y composiciones de Eugenio de Salazar que son francamente buenas. Una dedicada a la Laguna de México, que él aun conoció, y otras a su amada mujer Catalina, en todos sus renglones palpita el hombre culto, el, hombre alegre, el español poeta y eterno que de vez en cuando surge por nuestros pagos. Cuando tanto poetastro anda hoy suelto y largando ayes que ni se entienden, ahí tenemos la Silva de Salazar, muerta de risa en una estantería polvorienta. Así es la vida.

Pero donde se ve aún mejor la personalidad de este personaje es en su prosa, que él realizó en forma de Epístolas o cartas dirigidas a sus amigos, aunque con longitud y pormenor suficientes como para constituir, -y eso pretendían entidades literarias- de consistencia muy definida. Cuatro de esas epístolas fueron publicadas en 1866 por la Sociedad de Bibliófilos Españoles, y luego en 1926 Eugenio de Ochoa en su «Epistolario Español», tomo II, las volvió a poner en letra impresa. En ellas se ve toda la gracia, la facilidad con la pluma, la exquisitez de lenguaje y la cultura honda de este hombre. En la que escribió,  -era 1573-,  al licenciado Miranda de Ron, «en que pinta un navío, y la vida y ejercicios de los oficiales y marineros del, y cómo lo pasan los que hacen viajes por el, mar» ésta la quinta esencia de este escritor. Es curiosa, también, por que pinta al vivo la forma en que se viajaba a América en el siglo XVI, lo cual aún nos aumenta la admiración y nos arranca el aplauso hacia aquellos hombres y mujeres que llevaron España a América.

Y, en fin, nada más sobre este tan magnífico escritor corno poco conocido personaje. Que se cold, campechano y reidor, en nuestras páginas, sólo porque sus retinas tuvieron durante unos años la silueta «toda oliveña y rosa» de la catedral seguntina grabada. Que se apunte en la nómina de glorias de la Universidad de Sigüenza, que hasta ‘ahora se nos había olvidado.

El cabildo de abades de Guadalajara

 

Está aún  por hacer, con la profundidad y rigor que merecen, la historia de las Instituciones de la, ciudad de Guadalajara. Así por ejemplo, la de su Concejo  o ilustre Ayuntamiento.

La de sus merinos, corregidores y jefes políticos. Incluso la de su Cabildo de Abades o de clérigos y beneficiados. Instituciones políticas y sociales que han con­figurado, de una u otra manera, pero siempre con notable inten­sidad, el discurrir de la histo­ria de Guadalajara.

Como un simple adelanto o introducción eclesiástica, pero que denota en muchos puntos la forma de estructurarse la sociedad en tiempos antiguos: El Cabildo de Abades como se llamó oficialmente. Hubo otros cabildos o asociaciones de clérigos en diversos  pueblos de la provincia.

El cabildo de la Catedral de Sigüenza es el único que aún pervive. También los hubo en Atienza, desde muy pronto después de la Reconquista, y en Pastrana, cuando los Silva y Mendoza fundaron la Colegiata e instituyeron su cabildo. En Molina tam­bién tuvo una gran importancia y poder social el Cabildo de clérigos de la villa.

La fundación del Cabildo de Guadalajara es remotísima. No se conoce ni se conocerá nunca con exactitud la fecha en que comenzó su existencia. Fue, en cualquier caso, en el transcurso del siglo XII. Antiguos historiadores quisieron que fuera fundado por el reconquistador de la Wad  al  HaYara árabe, el Rey Alfonso VI. Cuando su sucesor Alfonso VII entregó el primer Fuero a Guadalajara, ya mencionaba una serie de prerrogativas a tener en cuenta con respecto a los eclesiásticos, como la exención de acudir a la guerra. Pero no se menciona ninguna de forma de asociación. Y es en el reinado de Alfonso VIII, monarca castellano que se ocupó con gran entusiasmo por la ciudad del Henares, cuando se puede dar por seguro el hecho del nacimiento de este Cabildo de Abades de Guadalajara.

Este monarca levantó, en su castillo o alcázar arriacense, en el que pasaba temporadas, una capilla dedicada a San Ildefonso. Y para atender su culto ofreció a los clérigos de Guadalajara, en asociación, una serie de ventajas económicas y políticas, a cambio de rezarle misa diaria y algunos otros ritos en ocasiones determinadas en favor de su alma. Fueron así denominados capellanes del Rey estos clérigos de Guadalajara. Más tarde aún, el monarca Alfonso X el Sabio concedió un privilegio a todos los sacerdotes arriacenses, en el sentido de estar exentos de pechos lo mismo que los caballeros de la ciudad. Aún más, su heredero Fernando III, extendió en 1228 un privilegio en el que decía que los clérigos de Guadalajara podían ser heredados legalmente por sus hijos. No merece la pena escandalizarse ante este aserto, pues el tema era público y generalizado en la época, y no venía sino a cumplir con una cuestión de estricta justicia hacia los hijos de dichos clérigos.

Todos los demás reyes, de Castilla y muchos personajes poderosos de la ciudad, dedicaron siempre, ayudas en forma de privilegios o de cantidades de dinero y bienes muebles e inmuebles al Cabildo de Abades. Así por ejemplo, la familia de los Pecha hizo grandes donaciones. Los Orozco, los Guzmán, etc., también lo hicieron. Los Mendoza, por supuesto, destacaron en estos favores, como en tantas otras cosas. El Cardenal don Pedro González de Mendoza les entregó el control de la iglesia de Santa María de Afuera, en Guadalajara, e Incluso obtuvo para ellos la prerrogativa de nombrar directamente párroco para la iglesia de San Julián, en el barrio de Cacharrerías. A cambio, los clérigos le dedicarían varias misas al año, en determinadas festividades relacionadas con San Pedro y la Santa Cruz, tan queridas del Cardenal mendocino.

Esta institución recibió varios nombres: así el oficial era Cabildo de Abades, pero también se denominaba popularmente como Cabildo de Clérigos o de Beneficiados. A él pertenecían, de forma automática, todos los sacerdotes que fueran párrocos, y beneficiados de las iglesias de la ciudad. Su cabeza principal era el Arcediano, que al mismo tiempo ocupaba silla en el Cabildo catedralicio de Toledo. Ese cargo lo ocupó, mediado el siglo XV, don Gutierre de Toledo, luego arzobispo primado. También fue arcediano de Guadalajara el propio Cardenal Mendoza, sobrino del anterior, y en esta estirpe de los Mendoza se mantuvo durante muchísimos años, ocupándolo aquellos segundones de la familia que no se dedicaban a las armas o al ejercicio cortesano.

Otros cargos eran el Abad del Cabildo, y el deán, elegidos entre sus miembros en fiesta «íntima» el día de San Pedro, que siempre fue considerado patrón de la «profesión». Los bienes que llegaron a atesorar los clérigos, en esta institución asociativa, fueron inmensos. Poseían casas en la ciudad, manzanas enteras, huertas en sus proximidades, fincas rústicas, viñedos, campos de pan llevar, y profusión incontable de censos enfitéuticos (el equivalente de los actuales depósitos bancarios a plazo fijo). Uno de los miembros del Cabildo se ocupaba como tesorero de llevar cuentas y administrar los bienes.

Esta institución desapareció como tal en el siglo XIX. Sus bienes fueron amortizados. Y de sus existencias, han, quedado pocos, muy pocos recuerdos. Esto puede extrañar a más de uno, pues lo lógico es que hubiera quedado abundante memoria y datos de una institución cuya existencia activa en la vida de la ciudad se mantuvo durante setecientos años. Y pocos datos más de los que acabo de referir se conocen al respecto a este Cabildo de Abades. La razón es muy sencilla sus inmensos archi­vos, cuajados de pergaminos, de legajos y de datos sin cuento, fueron revisados deprisa y por encima por don Juan Catalina García en el siglo pasado. Se almacenaban en las sacristías de San Nicolás y Santiago de Guadalajara. En esta segunda se conservaban, junto a sus Cons­tituciones y una copia del Fue­ro de Guadalajara de Alfonso VII, muchos pergaminos y los documentos primeros. En San Nicolás había más cantidad de legajos, cuestiones administra­tivas y áridas, pero todas de gran valor para el estudio de la histo­ria de la institución y de la ciu­dad toda. En julio de 1936, a po­co de haberse producido el al­zamiento del general Franco, y ya declarada la nación en guerra civil, algunos individuos pro­cedieron a sacar estos archivos a la calle, y en las puertas de los respectivos templos darlos al fuego. Sin comentarios.

En cualquier caso, el Cabildo de Abades de la ciudad de .Guadalajara fue un exponente claro del poder alcanzado por un estamento de la sociedad, concretamente el eclesiástico,  constituido durante la Edad Media, e incluso aún siglos después, en clase especial, diversa de la de nobles, de hidalgos o de pecheros. Su capacidad de autodefensa, y la rectitud de sus normas y administración, hicieron prosperar de forma notable esta institución. Un detalle más para tener en cuenta a la hora de valorar y examinar en toda su amplitud la historia de Guadalajara.