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febrero, 1986:

El viaje a la Alcarria de Cosme de Médicis

 

Cuando no hace todavía mucho tiempo, Camilo José Cela volvía, esta vez con choferesa negra llevándole en Rolls, a los caminos de la Alcarria, no hacia sino computar de enésima su aventura, poniendo un jalón más en lo que podría denominarse «la historia de los viajes a la Alcarria que en el mundo han sido». Pues ya desde la época de los romanos, cuando Antonino Pío se marcó el Henares de punta a cabo, y muchos siglos después el barón de Rosmithal o Jerónimo Munzer hicieron lo propio a lomos de sus mulas, estos pagos de la Alcarria han tenido visitantes, unas veces ilustres, otras no tanto, que luego han apuntado en sus cuadernos, en forma de recuerdos y a veces de fantasías, sus experiencias.

Sin entrar ahora en valoraciones ni mucho menos pararme a comparar lo escrito y dicho por unos y otros, quisiera en este momento recordar a otro ilustre viajero que tuvo la Alcarria, nada menos que en el siglo XVII, concretamente en 1668. Se trata del príncipe de Florencia Cosme III de Médicis, hijo de Fernando II, también monarca de aquel país, y que como una forma especial de entretenerse, saliendo de los habituales cauces cinegéticos de las monarquías ancestrales, se dio a viajar por todo el mundo occidental, correspondiendo su venida a España en los años 1668 y 1669. En el primero de ellos llegó a Guadalajara. Y expuso sus impresiones, oralmente, a sus acompañantes y amigos, siendo uno de sus cronistas Lorenzo Megalotti, quien luego se encargaría de escribir este viaje y darlo a la imprenta. Pier María Baldi, otro de la comitiva, hizo una bellísima serie de dibujos que ilustró la primera de las ediciones de este viaje.

Viniendo desde Aragón, Cosme de Médicis y su corte bajaron por el Camino Real, que en esos momentos de la segunda mitad del siglo XVIII transcurría ya por lo alto de la Meseta de Alcarria. En ese momento, a lo que se ve, estaba ya abandonado como Camino Real o principal para comunicar Castilla con Aragón el tradicional paso del Henares, utilizado desde la más remota antigüedad por romanos, árabes y castellanos. Cosme de Médicis baja desde la Serranía del ducado hacia la Alcarria, y lo hace por lo alto de la meseta, deteniéndose en ventas y mesones.

Llega a Gajanejos. Entonces se llamaba El Villar, o también Cacamos. «Era, nos dice Megalotti una aldea de setenta, fuegos del Conde de Oropesa, que es cuanto él posee en estos contornos. La tierra es una mezcla de cerros y llanura, de valles en su mayor parte silvestres, entremezclados con bellísimos bosquecillos de carrascos, en todo semejantes a los del día anterior. El Villar está situado en la cima de un cerro o por mejor decir en el lado de un profundo valle que se abre en medio de una gran llanura».

Se extiende luego en hablar de los pueblos del valle del Badiel. Y dice de algunos de ellos: «En el fondo del valle está Utande, aldea de la casa del Infantado de la rama de Pastrana. La tierra es bastante buena, y se cultiva a medias entre el señor y el concejo. No es como el Villar, cuyas tierras pertenecen todas a los habitantes, y ninguna al señor; no son sin embargo tan fértiles como las de Utande. El territorio paga regularmente el 20 por 100 al Rey. No vi perdices, ni conejos ni liebres, debido a una nevada que dos años antes duró cincuenta días y dejó cubierto el terreno». Y luego añade, con relación al  monasterio de benedictinas de Valfermoso: «Abajo en el valle, cuyas partes más altas están todas coronadas de bosquecillos de carrascos, poco más allá de­ Villar, hay un convento de monjas de San Benito, cuya abadesa es señora de la tierra. Aquí recluyó Felipe IV a la madre de don Juan de Austria, que murió allí de abadesa».

Camino adelante, Cosme de Médicis y su séquito llegaron a Torija. Con la imprecisión propia de estos extranjeros, que todo les llama la atención, va relatando lo que encuentra y describe sus impresiones. También en Torija se ejercitó Baldi en el dibujo, dejándonos una estampa panorámica de Torija que es muy conocida. Dice así Megalotti: «De Villar pasamos a Torija, pueblo grande de ciento setenta fuegos, amurallado con una grande y bella fortaleza de piedra viva, toda coronada de torres, que sirve de prisión y contiene un amplio alojamiento para el señor de la tierra. Los habitantes son bastante civilizados. La iglesia de Torija, por fuera y por dentro es bastante hermosa y tiene un campanil con reloj. Vimos algunas casas de tolerable apariencia y habitaciones razonables. La plaza es grande y rodeada de pórticos a la moda de Lombardía. Se hace una feria por San Lucas que dura mucho tiempo, pero no es muy rica».

En Torija se demoró algunos días el magnate toscano. Desde allí reco­rrió la comarca y bajó hasta Hita. A finales del siglo XVII, la antigua villa mendocina no era ni sombra de lo que supuso su florecimiento en la Edad Media. Y nos cuenta el cronista: «El camino durante el día estaba más cultivado que el de la mañana, pero tenía también gran parte silvestre. Se pasaron dos lu­gares, uno a media legua, del, camino en el fondo de un gran valle puesto a la falda de un cerro circundado por una especie de fortaleza antigua, el otro se pasó adelante deján­dolo sobre la mano derecha. El pri­mero se llamó Hita. El segundo Cerruejas (se trataba de Trijueque), y el uno y el otro pertenecen a la ca­sa del Infantado. Su Alteza antes de retirarse dio una vuelta por la comarca y volviendo a casa se acostó a la hora acostumbrada».

Son en definitiva algunas de las apreciaciones de gentes extranjeras que se pasearon por nuestra tierra hace siglos. Aunque desde una ópti­ca peculiar, de naturalista o aburri­do magnate que se entretiene en ver cada día un horizonte nuevo, no cabe duda que pone ante nuestros ojos la tierra que hoy vivimos, pero evocada con destreza y con la garra casi periodística de un italiano via­jero del Siglo de Oro. Es otro «viaje a la Alcarria» a inventariar para una posible Antología.

Auñón, un rincón de la Alcarria

el caserón donde habitaron los comendadores de Auñón, de la Orden de Calatrava

 

Llegará el viajero, que gusta de recorrer los caminos de la Alcarria y buscar con detenimiento los encantos, los monumentos y las historias de sus pueblecillos múltiples y escondidos, hasta el enclave de Auñón, situado como en el corazón de la comarca, en lo alto de un crestón rocoso que se encarama, asomado al cantil, sobre un vallejo que forma el arroyo que desciende desde la meseta hacia el foso del Tajo.

Para el viajero, la villa de Auñón guarda numerosos elementos que despertarán su interés; En la parte baja se encuentra la, iglesia parroquial, dedicada a San Juan Bautista, obra del siglo XVI, en su primera mitad. La torre fue construida hacia 1526, dando la traza y dirigiéndola el maestro  Juan Sánchez del Pozo. La portada meridional, guardada tras el atrio descubierto y rodeado éste de una barbacana de cal y canto, es obra sencilla renacentista. La portada de acceso al templo, orientada al norte, es un ejemplar de gótico tardío, tal como se usaba ornamentar a principios del siglo XVI. Arco semicircular escoltado de finas pilastras góticas y un tejaroz bajo el que se ve escudo de la Or­den de Calatrava, dueña del lugar en la época de construcción y patro­cinadora del edificio.

El interior es de tres naves, radas por gruesos pilares de sillar, a los que le adosan numerosas co­lumnillas que, tras descansar en co­llarines amplios, se transforman en, nervadas bóvedas de gran efecto de­corativo. Rematando la pared del fondo del, presbiterio, se, ve el gran retablo mayor, de estilo plateresco, muy deteriorado tras las agresiones que sufrió en el año, 1936. Fueron sus autores, en 1593, los escultores Sebastián Fernández y Benito de Sa­cedón, y el pintor de Huete, Tomás de Briones. El edificio es todo él de sillar, y, su ábside, de planta semicircular, se refuerza de contrafuer­tes.

Es interesante también la llamada Casa del Comendador, un edificio con fachada totalmente de sillar calizo, con portón adovelado semicircular, ventanas y un alero de piedra tallada. En este edificio puso el marqués de Auñón, a finales del siglo XVI, una pequeña comunidad de monjas clarisas, que duró muy poco. En una de las plazas altas del pueblo destaca la casa y capilla que fundó y ordenó construir don Diego de la Calzada, obispo de Saloma, en 1612. Natural de Mucientes (Valladolid), se encariñó con Auñón, y para él fundo una completa capellanía con sede, en esta capilla, dedicada a Nuestra Señora de la Concepción, y de Santa Ana. Hizo los planos o traza en 1609, Pedro Gilón, maestro mayor, de las obras del Obispado de Cuenca. Dejó el fundador abundantes caudales dinerarios para el mantenimiento del edificio y obra pía: una de las capellanías fundadas, la del Domine o Preceptor era para que la disfrutase un receptor a maestro de Gramática, «que debe enseñar esta ciencia de balde a los pobres del lugar, con obligación de llevar a los estudiantes a oír misa diariamente a la capilla». Es ésta una obra sencilla de estiló clásico, con gran escudo del fundador sobre la puerta.

Distribuidas por el pueblo se ven numerosas casonas nobiliarias, con grandes portalones adovelados, fachadas de sillería y con remate en algunas aparecen bellos escudos heráldicos, que corresponden a los Ruiz de Velasco, a los Báez de Saavedra y a un tal Merchante, correo que fue del rey. Del escudo, que tuvo la villa de Auñón que consistía en dieciséis picas, ya no queda ningún ejemplar. Buen número de construcciones populares, con arcos de piedra, enormes aleros de maderas talladas, rejas de buena forja, etc., se ven en un paseo reposado por el pueblo, en el que también resaltan algunas fuentes, pasadizos, el edificio del Ayuntamiento, etc. Merece, pues, una visita atenta y concienzuda.

De la antigua, muralla nada queda hoy. Solamente quedan leves restos de la torre-vigía del Cuadrón, en la vega del río, juntó al actual  embalse de Entrepeñas. Es ésta una torre que perteneció a un pueblo antiguo, de la Orden, de Calatrava también, y que hacia el siglo XII era más importante que el propio Auñón. Del convento de franciscanos que, junto a la ermita de San Sebastián, fundó don Melchor de Herrera, señor, de la villa, a finales del siglo XVI, tampoco, quedan restos apreciables. Es muy interesante, sin embargo, visitar el puente de origen medieval que cruza el río Tajo, a la salida de Entrepeñas: fue varias veces derribado y vuelto a construir, pero aun mantiene su viejo encanto.

Una de las tradiciones más queridas de Auñón es su devoción por la virgen de El Madroñal. Se refiere que en los años de la reconquista de la zona por Alfonso VI, un pastor de los contornos encontró una imagen de la Virgen en el tronco de un madroño, y hasta que no se construyó una ermita en el sitio exacto de la aparición no cesaron de ocurrir prodigios, traslaciones milagrosas de la imagen, etc. Asienta hoy esta ermi­ta en lo alto de unos riscos que dan sobre el curso hondo del Tajo, hoy convertido en embalse de Entrepe­ñas. En un rellano de la abrupta montaña, en la margen derecha del gran río, y entre espesos bosques de pino, roble y encinas, aparece el edificio de la ermita, construido a principios del siglo XVII, lo mismo que las edificaciones que la rodean, for­madas por casa del santero, alber­guería, etc., y un patio anterior con fuentes, Arboledas, formando  un conjunto encantador, de increíble belleza, que inspira una profunda sensación de paz, a quien lo contem­pla, El interior de la ermita, que es de grandiosas proporciones y  tiene un retablo barroco con camarín posterior, es interesante, especialmente por  las muestras que el fervor popular, ha ido dejando colgadas en sus paredes, en forma dé exvotos, cuadros relatando milagros, etc.

Junto a esta ermita tuvieron casa y heredad desde el siglo XII, los monjes cistercienses de Monsalud. En el siglo, XIX, al ser expulsados de su convento de Auñón, vinieron aquí a vivir los franciscanos. En ocasiones han residido en estos edificios algunos ermitaños, apartados totalmente del mundo, y sobre ellos existen muy curiosas leyendas, que pueden escucharse de, los más viejos en los días de la fiesta y romería, en el mes de junio, cuando todo el pueblo de Auñón acude a festejar a la Virgen. La talla actual, es moderna, pues la antigua, románica, desapareció en la guerra civil española.

El Ateneo Caracense, un movimiento cultural en la Guadalajara finisecular

 

Existe la falsa creencia, originada del propio concepto de «desarrollo continuo» que la sociedad de su tiempo creó, en torno al hecho de que Guadalajara, durante los siglos XVIII y XIX, especialmente este último, no tuvo ningún tipo de vida intelectual y casi ni siquiera social. La decadencia que se observa en otras esferas de la sociedad y en la nación toda Influyó negativamente sobre Guadalajara, pero no hasta el punto de apagarla. Muestra de que hubo una inquietud cultural, y muy interesante, en el último cuarto de siglo XIX, acompañando a la renovación del país en época de la Restauración borbónica, es el Ateneo Caracense, del que hoy vamos a hablar sucintamente.

Por el entusiasmo de unos cuantos, alcarreños surgió este órgano de cultura y progreso. Se creó en 1880, y tomó en principio el nombre de «Ateneo Escolar», para poco después ser llamado «El Ateneo Caracense» y finalmente, en 1887, ser denominado «El Ateneo Caracense y Centro Volapukista Español». Uno de sus mayores impulsores fue don Francisco Fernández Iparraguirre, así así, como Diges Antón y otros. Desde un primer momento tuvo una marcada Ideología liberal, lo que le hizo ser considerado con cierta prevención por el sector ­conservador de la ciudad. Para su identificación se creó un emblema simbólico, de complicada composición, a base de mapa mundi, orlas, cenefas y frases en castellano y en Idioma Volapuk que era todo un poema.

Sus intenciones eran las de reunir en torno a un cenáculo Intelectual a las gentes cultas de Guadalajara con inquietudes sociales. Dar conferencias y cur­sos, celebrando «sesiones científicas», con exposición de un te­ma y discusión del mismo entre todos los asistentes. Presenta­ción de libros y de Memorias, re­lacionadas con los más variados temas de la vida de la ciudad, muy especialmente aquellos que se referían al progreso de las ciencias y los adelantos de la vida moderna, la electricidad, la higiene, las comunicaciones, etc. En ese sentido, el Ateneo comulgaba plenamente de las ideas positivistas del siglo XIX, con un sentido del “desarrollismo sin  fin” muy propio de la época. Otro de los objetivos del Ateneo Caracense fue el de dar “clases populares, públicas y gratuitas” para formación de la juventud y de la población. Como último ob­jetivo, estaba la publicación de un Boletín o Revista de un interesante contenido literario y  científico.

Esta Revista, de la que hemos tenido oportunidad de consultar .recientemente los números correspondientes al año 1887, tenía por contenido una sección de noticias culturales de Guadalajara, publicaba resúmenes de las con que contó el Ateneo, vemos que esta sociedad era evidentemente activa y había penetrado en la sociedad arriacense con fuerza. Lo digo así, a pesar dé las cifras, porque conozco las de otras empresas similares en este último cuarto del siglo XX, con una población triple, y que difícilmente han alcanzado las cotas de participación que consiguió el Ateneo en el siglo XIX Lo fundaron 26 personas, y tuvo en ocasiones la cifra máxima de treinta, y la mínima de trece. Entre 1880 y 1887 habían anotado su nombre como socios un total de 171 personas. En este último año lo constituían 5 socios fundadores, 20 numerarios, 26 corresponsales y 20 honorarios, completando la cifra de 71 atenenistas, que no estaba nada mal.

Es curioso que, entre las varias polémicas que se suscitaron en torno a temas culturales en la Guadalajara finisecular, muestra evidente de unas preocupaciones intelectuales, no fue la menor la que se originó en torno a la necesaria realización de una «Historia de Guadalajara», obra que se echaba de menos por todos cuantos amaban su ciudad y querían conocerla. Desde qué Núñez de Castro había publicado su Historia de la ciudad, nadie había vuelto a trabajar en el tema. El Ateneo instaba a que fuera D. José Julio de la Fuente, uno ‑ de sus más avanzados tribunos, hombre sabio y eminente, quien acometiera la tarea. Y la empezó, pero al final no pudo con ella. Desde las páginas de la Revista del Ateneo se arremetió, con todo respeto, pero con energía, contra don Juan Catalina García López, que por sus­ ideas catolicísimas no debía ser muy afecto al Ateneo, y se le, reprochó que siendo Cronista Provincial, recientísimamente nombrado como tal por la Diputación, Provincial, y dotado con: el astronómico sueldo (era el año 1887) de 1.500 pesetas anuales, que no se pusiera él mismo a la tarea. Finalmente, otro ateneista, el periodista don Miguel Mayoral, prometió que él haría esa «Historia de Guadalajara» que la vox‑populi demandaba. Pero… tampoco cuajó.

Sería curioso realizar un estudio detenido de ‑las personas y los temas que ocuparon la palestra del Ateneo Caracense en el decurso de su existencia. Como un ejemplo, hoy traigo una lista, por una parte, de algunos de los nombres más representativos de la institución, y por otra de algunas de las 36 conferencias que se pronunciaron en el centro durante el año 1887.

Era, presidente don José Julio de la Fuente, destacados, miembros Fernández Iparraguirre, Juan, Diges Antón y sus hermanos Manuel y, José; don Pedro. Pérez Caja; el médico, don Tomás Sánchez; el topógrafo, don Julio Fernández Navarro; don Rafael de la Rica y Albó; don Félix Fernández Anduaga; don Enrique Solano de Alemany; don Eugenio Alguacil García; don Román Atienza y Baltueña; don Emiliano Cordavias Pascual; don Aurelio Díaz Ferrer; el ingeniero don Mariano Riera, y muchos otros.

Estos Son los títulos de algunas de las conferencias, que en ocasiones levantaron polémica, no solo en el Ateneo, sino en la ciudad toda: La Vía pública y su higiene, por don Luís Torralba; Las aguas y su Influencia en la vida orgánica, por don Santiago Oria; Non Plus Ultra por don José Diges Antón; La conservación de cereales, y legumbres, por el señor Cantero; La educación moral como base y fundamento de la sociedad, por don Eugenio Alguacil;, El idioma universal del Volapuk, por su introductor en Guadalajara y en España, don Francisco Fernández Iparraguirre; Verdaderas necesidades de la primera enseñanza, por don Diego Sanz; Importancia de los canales marítimos en el comercio y desarrollo de las naciones, por don Juan José Martín; Metales líquidos y gaseosos’ por don Santiago Oria; Ideas generales sobre el Universo, por don Aurelio Díaz Ferrer;, Idea general de la vida, por don Rafael de la Rica; La Oratoria y sus clases, por don Jacinto García Calvo; Reseña a grandes rasgos de las obras publicadas y su influencia política y económica en nuestro, país, por don Mariano Riera; Memoria sobre un proyecto, de alumbrado eléctrico en la ciudad de Guadalajara, por don Felipe de Mora y Oro, etc., etc.

De esa larga lista puede espigarse el hecho de que era pluriforme y evidenciaba una curiosidad sana la temática de las conferencias ateneístas. Con un estudio más detenido, año por año, tanto de los conferenciantes y de sus temas, como de las reacciones suscitadas por las mismas, podría realizarse un estudio más fidedigno de la vida cultural en Guadalajara, durante el fin de siglo.­ Espero que con un poco de tiempo pueda ponerme a la tarea en breve. Valgan hoy estas notas como recuerdo de aquella magnífica institución cultural arriacense, sin par en el futuro.

El Doncel don Martín Vázquez de Arce

Un estudio de simbología

I

En apasionada pirueta sobre el Océano está España. Y en la parda picota de sus mesetas, luce Castilla. Penetra la romería en ella, y alcanza Sigüenza, tendida junto al Henares naciente. La ciudad que muestra, como un joyel, recónditas plazuelas, iglesias medievales, sonoras campanas y un melodioso silencio con olor a frío musgo impenetrable. A media ladera, la catedral que comenzara a erigir, allá en el siglo XII, un obispo aquitano llamado don Bernardo. Dentro de ella, una capilla con luz de acero y transparencia de alabastro por los muros. Acostado en el del norte, hay un sepulcro desde el siglo XV: es el de don Martín Vázquez de Arce, joven guerrero y humanista que murió peleando contra el moro, en esa batalla de reconquista o civil contienda que en España enfrentó, por ocho siglos, al rubio norteño contra el moreno andalusí.

Se apaga el ruido de los pasos al entrar en la estancia, e la altísima capilla de los Arce. Allá sorprenden con su frío respirar las tumbas de guerreros, de obispos, de doncellas y duelas de perdidas mirada. Fechas lejanas, nombres de guerras, un estandarte tomado al inglés, algún retablo gotizante donde San Juan y Santa Catalina ponen sus símbolos en nuestra razonada. La cúpula nervada crispa el alto brillo del mediodía. Olía, hace ya tiempo, a incienso candente, a cera ajada. Es sueño, ingrávida inexactitud, proeza inalcanzable, estar aquí, allí, frente al Doncel de Sigüenza, frente al sepulcro y yacente estatua de don Martin Vazquez de Arce, comendador de Santiago, el cual fué muerto por los moros enemygos de nuestra sancta fe católica peleando con ellos en la vega de Granada, miércoles, anno del nacimiento de nuestro salvador Jesucristo de mill e cuatrocentos e ochenta y seis annnos, fue muerto en edat (de) veinticinco (annos).

La veneración que surge, el respeto y un temblor de párpados incontenible, a lar la vista a este pedazo tallado de alabastro, proviene de algo más que la simple muestra estética, que el sólo valor artístico de la estatua. El fragor cordial que dentro de nosotros explosiona, sucede a una  irrepetible caída de la luz sobre la tallada piedra. Siempre igual, y cada día diferente, el Doncel ha esculpido a su vez el ámbito que le rodea. De la espalda se encargan, los eruditos, de saber su historia, su peripecia guerrera y vital; o la historia de su estatua, el controvertido tema de su autor ignoto, de su escuela interrogada; la palabra y el símbolo que de toda su compostura surge, de sus mil detalles, de sus invisibles líneas, de su fuerza y gesto esbozado.

Al visitante, al ser humano que, en romería única y crucial, llega ante la estatua del Doncel de Sigüenza, quizás le sobres todas estas palabras, las explicaciones y las razones de aquel estar. Va más allá: se trasciende en el ser de dulce espera. Pero aquí, porque también conviene, daremos la razón histórica, anecdótica, y táctica, de esta impar escultura, quizás como El Espectador Ortega y Gasset decía, “la estatua más bella del mundo”.

II

Fue D. Martín Vázquez de Arce (1461-1486) un número más en la incontable legión de los hidalgos castellanos del siglo XV. Aunque enterrado y ya ligado a la eternidad a Sigüenza, la vida de este joven transcurrió en Guadalajara. En la corte renaciente y humanista de los poderosos Mendozas, se educó de joven, sirviendo de donde junto a los vástagos de otras hidalgas o nobles familias. Su padre, don Fernando de Arce, tenía casas en Guadalajara, y sirvió al primer duque del Infantado, primogénito del marqués de Santillana, así como al segundo duque, don Iñigo López de Mendoza, constructor del magnífico palacio gótico que hoy exhibe Guadalajara. Obtuvo don Fernando la encomienda de Cortijo en la Orden militar de Santiago, y fue durante algunos años secretario personal y muy allegado del duque. Teniendo casa y empleo en Guadalajara, es lógico que allí residiera, educando a sus hijos con el gasto propio de la época. Y allí estaría nuestro don Martín, aun nuño, ejercitándose en las artes de la guerra, en las de la liberalidad, en las del amor y el estudio: Sería poeta, certero justador, decidor elegante, pleno de coraje juvenil. Al itálico modo tallada se personalidad, al arriacense estilo mendocino, con una espada en la mano y  en la otra el cantar que enseña la fugacidad de los días, la esquiva cara de la muerte.

Ésta le llegó al joven caballero santiaguista un día de octubre de 1486, cuando en compañía de su padre, de sus maestros, de sus amigos, alentaban animosos la guerra cruzada de reconquista de Granada. El cronista Fernando del Pulgar nos refiere la campaña  guerrera de aquel año, que comenzó en Mayo, y que condujo a la caída de Loja, de Illora y de Moclín. Martín Vázquez, su padre y los otros, había participado en sus cercos, y una exaltación de la victoria parecía querer acabar ese mismo año con el poder andalusí de Granada. La corte lucidísima del duque don Diego Hurtado de Mendoza, en la que servía nuestro doncel, se encaminó a poner cerco a Montefrío, pero aquella tarde decidieron bajar hasta la misma vega de Granada, a la llamada “huerta del rey”, a talar campos y castigar cosechas, estrategia clave en la guerra medieval. En un momento, vieron como una nutrida tripa de moros atacaba y acorralaba a un reducido número de caballeros cristianos, pertenecientes al obispo de Jaén, García Osorio; los alcarreños volvieron grupas a protegerlos. Una breve lucha, los árabes ahuyentados, todo ha pasado. De inmediato, reorganizado las filas, un escalofrío recorre el espinazo de don Fernando Arce, del dique don Diego, de todos los amigos, de la humanidad entera: han muerto en la refriega el caballero Juan de Bustamante, principal de Guadalajara, y el joven comendador santiaguista Martín Vázquez de Arce. Fue toda la muerte, sin embargo, para éste. Fue toda la tristeza como un ráfaga de tapiz desnudo, la que inundó, ya para siempre la tierra de Granada, de Guadalajara, de Sigüenza… En aquel momento recogió el cuerpo su propio padre y lo llevó hasta Sigüenza, depositándolo en la capilla catedralicia propiedad de la familia. El hermano del Doncel, por entonces prior de Osma, y más tarde obispo de Canarias, don Fernando Vázquez de Arce, se encargó de que al joven guerrero le cobijara una cabal y cumplidísima sepultura. Surgió, así ese milagro de estatua y enterramiento, que aun hoy suspende la respiración y alienta de suelo de cuantos lo miran. 

Es lógico que la bellísima escultura del Doncel de Sigüenza, que su real historia melancólica, dieran pie para crecer a las más desorbitadas leyendas en su torno. Algunas de estas, nos presentan a Martín Vázquez, jovencísimo aprendiz en Salamanca, de leyes, cánones y latinajos. También se dice que estuvo enamorado de la Reina Isabel, la Católica, dirigente de Castilla, la cual llamaba cariñosamente a Martín “el mi loco”. Algunos soñadores han inventado travesuras del muchacho en funciones de paje de un obispo, o enamorado de una dulce rubia mayor que él, leyendo juntos los prohibidos libros amorosos que la Inquisición reservaba a los censores. Y aún tratan de ponerle, en el supremo trance de la muerte, exhortando a su padre para que le ponga en estatua vestido de soldado y con un libro entre las manos. Fabulaciones sin sentido, ya es suficientemente dramática su verdadera historia para inventar consejas.

Lo que sí es cierto, probado por sesudos investigadores, es le dato de que don Martín Vázquez de Arce dejó una hija, y la dejó legítimamente reconocida. Se desconoce el nombre de la madre, des circunstancias del hecho. Pero después de la muerte del personaje, su hermano don Fernando, obispo de Canarias, se ocupa de cuidar a Ana Vázquez, hija de su hermano Martín. Corta peripecia la que en el mundo escribió este hombre. Su fama universal, su pétreo trasunto, le han dado eterna presencia, inmortalidad segura.

III

Se abre el sepulcro de D. Martín Vázquez de Arce, en el muro del evangelio de la capilla familiar, y lo hace mediante un gran arco de medio punto, de esbeltísimas proporciones, que lleva en su trasdós una chambrana formada por un arco de cuatro curvas convexas, adornadas de vegetales tallos. La cama del sepulcro, escoltado de muy delgadas pilastrillas, descansa sobre los cuerpos de tres leones, que asoman arrogantes sus cabezas bajo ella. El frente del sepulcro se divide en cinco fajas, de diversa anchura, ocupadas por motivos vegetales, inspirados en grabados de la época, que mantienen un ritmo indudable de verticalidad, mientras que la central muestra el escudo del caballero, sostenido por dos pajes, Tras el escudo, retorcida al máximo, una correa. Los pajecillos, vestidos de ropa corta alemana, se muestran e posturas que ayudan a dar a este espacio central una movilidad extraordinaria, sujetando el escudo con posturas diversas, y cruzando las piernas de modo que los dos tiene a su derecha junto al blasón, lo que sirve para lanzar, desde ellos, la mirada en dirección ascendente hacia la escultura del caballero. Reposa éste con su codo derecho sobre un haz de laureles. Recostado, alza el torso para leer el libro que entre las manos sostienes, y meditar. Las piernas están indolentemente cruzadas. A sus pues, un pajecillo triste llora apoyado sobre el yelmo del caballero. Tras él, un león levanta la cabeza. La indumentaria del Doncel está magníficamente realizada, y describe al detalle el hábito militar castellano en la Edad Media: los brazos y las piernas se cubre de armadura metálica de piezas rígidas; el cuerpo lleva cota, que es de cuero por arriba, y mallas metálicas abajo; su torso está aún revestido de una esclavina lisa, atada al cuello por corredizo cordón, y en el pecho se dibuja una cruz roja de la Orden de Santiago. Del cinto cuelga la daba, y sobre la cabeza, peinada al estilo de la época, un bonete de paño. Descanse el caballero todo su cuerpo sobre la extendida capa. Y entre las manos, un grueso libro abierto en su mitad, que atentamente lee y al mismo tiempo le sirve de meditación. En las jambas del intradós del sepulcro, aparecen los relieves de Santiago y San Andrés. En el muro del fondo, una suave decoración floral con trama de rombos, y una cartela en la que, a caracteres góticos, lo mismo que en la pestaña del sepulcro, se describe la peripecia última del personaje. La parte superior de la hornacina se completa con una tabla semicircular, obra del primitivismo castellano de finales del siglo XV, en que aparecen juntas varias escenas de la pasión de Cristo. 

Todo lo bueno, en España, es de autor anónimo. NO se conoce, y quizás con exactitud no se llegue a conocer nunca, quien fue el autor de este mausoleo y estatua. Supera, con mucho, todo lo que se hace en Castilla a afines del siglo XV. Tiene de flamenco o italiano ciertos detalles, pro el fondo es hispano. La mano que talló tan dulce y magistralmente el Doncel escondió al final su forma y seña. Quizás Gil de Siloeé, Sansovino, o algún otro toscazo o borgoñón viajero. Parece, sin embargo, que últimamente diversos indicios y relaciones estilísticas y documentales, centra el peso, y la gloria, de su silueta sobre el escultor Sebastián de Toledo, de origen desconocido, pero con taller en la ciudad de Guadalajara, donde cosas similares y para familiares íntimamente relacionadas con los Arce, hizo en esa época. Hoy por hoy, es ese nombre y esa ciudad las que pueden con más rigor erigirse en firma de la estatua.

Pero al espectador que, atónito, contempla esta imagen serena y bellísima del joven guerrero, le vienen a la mente otras ideas; necesita una razón más alta para enfrentarse con tamaña fuerza del espíritu. Almo más que una simple descripción certera. El simbolismo de esta estatua, de este enterramiento todo, es claro y sugerente. La obre de arte, en definitiva y más allá de toda perfección técnica, ha de encerrar un significado que la trascienda, que la de vida. Un modo de eternidad, una vía de salvación, una clara maniobra para entrar de seguro en “la otra vida”: batallar con la muerte es el más difícil empeño del hombre. Y aquí, en esta silenciosa y prístina capilla de la catedral seguntina, ante la efigie serena y antigua de don Martín Vázquez de Arce, se nos muestra claramente que la victoria ha sido suya, que la inmortalidad es algo incontestable, real, sin dudas. A tan seguro puerto conduce el simbolismo pleno del Doncel.

Se impregna este sepulcro del culto a la fama, que como idea rectora empuja la vida de los nobles medievales. Hay dos detalles que apuntalan el trance infinito del Doncel: su actividad guerrera contra el moro, su defensa de la fe católica, por un lado; y por otro, la edad temprana en que fallece: a los 25 años solamente. La que hoy sería unánime expresión de “malogrado joven”, se torna en esos postreros años del siglo XV en una auténtica victoria de la vida: es mal logrado aquel que aun con larga vida, no ha hecho en ella nada útil por la religión o por acrecentar el honor y fama del linaje. Pero en cambio, está pleno de sentido, y es victorioso, aquel que aun en inmadura edad ha dado todo por esos fundamentos. 

En ese contexto simbólico se inscriben todos los detalles de la pieza escultórica. En el frontal de la peana, dos pajes muestran el escudo que contiene los blasones del linaje de los Vázquez de Arce. El personaje se inscribe y señala como miembro de una familia hidalga, de probada virtud, de añeja prosapia. Y es él precisamente quien con su acto heroico, con su muerte temprana inyecta nuevo valor a ese linaje. Apoya el brazo derecho la figura sobre un abultado haz de laurel, que es símbolo transparente de la Victoria, y que por su carácter de hierba inmarchitable presupone la eternidad del recuerdo, y la duración  y acrecentamiento de esa fama que ha conseguido el personaje con su acción. A los pies un pajecillo se muestra  apenado, doliente, apoyando su brazo derecho sobre el yelmo metálico del guerrero. Símbolo de Tristeza por algo irrecuperable, como será el batallar galano, la pelea varonil y astuta, la valentía serena del que cree firmemente en la razón que le mueve. El devenir de la humana peripecia, el terrenal oficio queda definitivamente anclado. El yelmo, que fue destello plateado en la guerra, es ahora, y será por siempre, un testimonio de irrecuperabilidad y muerte. Pero junto a él, un animal rebulle y levanta la cabeza, mirando al alto. Es un león, que puesto  a los pies del muerto dice de su Resurrección, de su segura llegada a la otra vida. Durante la Edad Media, es muy utilizado el símbolo de colocar un perro a los pies de un difunto, en estatuas y pinturas, queriendo significar con ello la Fidelidad como virtud primera y teologal del cristiano. En este caso del Doncel de Sigüenza, el león, que nace ciego y a los tres días recupera la vista, y “renace” es símbolo que aclara el sentido todo del sepulcro. Martín Vázquez resucitará, volverá a la vida, en contrapunto perfecto de ese yelmo llorado que le acompaña en expresión de  muerte. La alegría en la esperanza se confirma con los tres leones que soportan, en el pie del sepulcro, todo el peso del monumento.

Y aun la postura y actitud del joven alcarreño expresan y confirman cuanto hasta ahora hemos visto. Tendido está en el descanso último, pero alza el pecho y la cabeza en espera de un futuro. Reposa y vigila. No es la clásica yacente manera, en que la edad media coloca a sus muertos, la que adopta el Doncel, sino que cuaja en un modo de estar, que viene a afiliarse en la esencia de una esperada Resurrección a la que contribuye la Fama y Virtud del personaje. La colocación de las piernas de la estatua, y posiblemente en su primer momento el cadáver, es de un  gracioso cruce que hace a la izquierda, doblada la rodilla, montar sobre la derecha, completamente estirada y apoyada en el lecho. Así se enterraban en la Edad Media los caballeros de las diversas órdenes militares, los “cruzados” que hasta Tierra Santa, o aquí en la Península Ibérica, había llevado el símbolo de la Cruz como bandera y guía de su actitud guerrera. La Guerra Santa que el Islam ejerce durante el Medievo, es contrarrestada con otra similar, -son las Cruzadas- por parte de la Cristiandad. Suprema aspiración del caballero cristiano, encontrar la muerte peleando contra el infiel, calve segura de su salvación. Así como un “cruzado”, espera el Doncel de Sigüenza la resurrección de la carne, seguro ya de haber conseguido el celeste premio.

Venimos finalmente a fijarnos en su secular y paciente gesto: la lectura. Un grueso volumen sostiene Martín Vázquez de Arce entre sus manos, férreamente amenazantes del objeto. Ha estado leyendo un momento sus páginas, ya ahora deja caer la mirada sobre su borde superior, perdiéndose en un horizonte que existe más allá del suelo de la capilla. Ha leído, y medita. Pero ¿qué libro es el que sostiene n las manos del Doncel? ¿Cuál la lectura que le mantiene alerta y le sirve de meditación? Se han barajado posibilidades y se han fantaseado sobre un tema insoluble. ¿Serán las coplas de Jorge Manrique? ¿El Tratado de perfección militar de Alfonso de Palencia? ¿La Metamorfosis de Ovidio? ¿Los Evangelios? Para mí no hay duda: don Martín Vázquez cumple como un caballero cristiano, y atiende al rezo, seguido de la meditación, de una ebro de Horas. Lleva así la espera en su segura resurrección. Y no es melancolía o tristeza lo que el Doncel expresa en su rostro irrepetible: es la serena visión del Más Allá. La muerte física ha purificado la mente, y la nave en que se embarca para su postrero viaje, guiada de un libro de meditaciones religiosas, tiene ese gesto de sobriedad, de desafección mundana. Martín Vázquez ha visto, comprende, está seguro.

En su descanso se acompaña de dos figuras, Santiago y San Andrés, que ya en santidad y tras haber cumplido una misión también guerrera, escoltan la espera, el viaje, la eternidad del joven.

 Así contemplada la estatua, -magnífica en técnica, genial en concepto- se nos aclara su dimensión exacta. Expresa el alabastro, no sólo la peripecia instantánea de un gesto y duna figura, si no el andamiaje todo de un modo de entender la vida. La vida y la muerte. Una cultura, una religión, una filosofía. Corta biografía, y hondo simbolismo, lo que el Doncel de Sigüenza, de de Guadalajara, de Castilla entera, muestra al mundo desde su pálido pedestal de piedra.

Ocho siglos en Valfermoso de las Monjas

 

La historia tiene también, que duda cabe, su música. El devenir de las memorias, que es de ordinario silencioso y pulcro, de vez en cuando suena. Y lo hace especialmente cuando cae la cuenta exacta de los años, cuando el tope de las cronologías le pone algunos ceros a la cifra del «ahora hace años…» con que nos cuentan cada historia. Un centenario es, en cualquier caso, siempre un motivo de reflexión, de parada, de volver la cabeza hacia algo que, no por viejo, deja de pronunciar su voz, y llamarnos.

Ahora estamos en el centenario del monasterio de Val­fermoso de las Monjas. Será en diciembre próximo que cumplirá la fecha exacta: ochocientos años de existencia. Un suspiro, apenas. Una histo­ria rectilínea, con alto y bajos, con riquezas y miserias, con músicas y con quejas. La biografía de un monasterio suele tener varias fechas significativas. Pero son las de su nacimiento y muerte, como le ocurre a los humanos, las que centran su ser y su significado. Aunque sabemos que en este año de 1986 se han de celebrar algunos actos, tanto dentro como fuera del cenobio de San Juan de Valfermoso, en orden a conmemo­rar el octavo centenario de su fundación, en esta hora queremos reme­morar, muy brevemente, su singladura histórica, y con estas líneas tirar de la campanita esa que tienen a la puerta, para que suene y sepan todos que aun late, que después de tan largo camino de penas y alegrías, Valfermoso y sus monjas benedictinas sigue latiendo, sigue diciendo cosas en la historia de Guadalajara.

La fundación de Valfermoso, ya lo hemos dicho, se remonta a 1186, año en el que un matrimonio de hidalgos atencinos, Juan Pascasio y dona Flambla le edificaron y trajeron monjas france­sas, presididas por la que seria primera abadesa, doña Nobila de Perigord, y otra monja llamada dona Guiralda. Las acompañaba un clérigo, también francés, llamado Ebrardo, redactor del Fuero que estos señores concedieron a la aldea de Valfermoso en 1189. La confirmación de la fundación se hizo, por el rey de Castilla, en 1998, y la inaugu­ración definitiva se hizo en 1200.

Los fundadores Pascasio y Flambla compraron un amplio terreno del valle del río Badiel, que en el siglo XII pertenecía el Común de Atienza, para allí instaurar una colonia de agricultores, a la que dieron el bonito nombre de Valfermoso y dotaron, para su rápido desarrollo, de un Fuero. Las monjas recibieron de los atencinos el gobierno y administración del pueblo y del territorio en torno. Ense­guida comenzó el monasterio de monjas a recibir favores de los grandes de España. En 1197 el obispo seguntino concedió a la abadesa dona Nobila un buen territorio labrantío y la exención de algunos impues­tos. El Papa Gregorio IX concedió en 1236 una Bula por la que donaba al monasterio de «dueñas» de Valfermoso los diezmos de dicho pueblo, de Utande, Ledanca, Miralrio, Bujalaro y Matillas. También recibieron numerosos favores de Fernando IV, así como de los Mendozas, desde el primero de ellos que asentó en Guadalajara, don Pero González de Mendoza junto a su esposa dona Aldonza de Ayala, hasta los López de Orozco, señores territoriales de la alcarria e incluso los mismos Reyes Católicos.

La protección real llego a su limite máximo en tiempos de  Felipe IV, cuando este monarca le dio al monasterio el titulo de Real y se vio convertido en señor de gran territorios de la Alcarria, extendiéndose sus dominios por los valles de Cañamares, Henares, Badiel y Tajuña. Se dio por entonces la circunstancia de residir en el Monasterio la que fuera conocida actriz de la Corte madrileña, y ex‑amante del Rey, Juana Calderón mas conocida por «la Calderona», quien termino sus días, junto a su hija también monja, ejerciendo de abadesa de Valfermoso. En el siglo XVIII llegó a ser tan poderosa y rica la comunidad benedictina, que ponía sus censos y hacia empréstitos nada menos que a la Compañía de los Cuatro Gremios, una especie de gran trust banquero.

En los inicios del siglo XIX llego la agonía a Valfer­moso. En todo caso, esta fue lenta y matizada por circunstancias diversas. Ante la invasión francesa huyeron las monjas en dirección a Bustares y el Alto Rey, quedando allí albergadas una temporada, y yendo luego a la ermita de Nra. Sra. de la Esperanza, en término de Durón, donde estuvieron hasta el fin de la Guerra de la Independencia. Años después, la Desamortización de Mendizábal proporciono un revés económico irrecuperable a la comunidad, al desposeerla de todo, excep­ción hecha del edificio del monasterio y una pequeña huertecilla aneja.

El hecho de ser numerosa la comunidad, las permitió continuar subsistiendo como monasterio, y así se llega a 1924 en que lo habitaban 23 monjas. La mas autentica y dura prueba que tuvo que sufrir Valfermoso ocurrió en 1936, cuando perseguidas y amenazadas de muerte, tras ver como el edificio de convento e iglesia era incendia­do, hubieron de huir campo a través, durmiendo al raso y buscando cada una las formas de sobrevivir mas adecuadas. Reunidas en 1938 en el convento de Calatayud, tras múltiples peligros, se reinauguro el monasterio en 1940, llevando desde entonces una vida de recolección y de entrega a diversas tareas sociales, como fue colonia infantil durante una época, y ahora Casa de retiro y ejercicios espirituales.

Esta es, en muy resumidas palabras, la historia de una institución antiquísima y plenamente identificada con la Alcarria en la que asienta. Ahora la recordamos, cuando se cumplen justamente ochocientos años de su primera andadura. Y ahora pedimos a todos que, por ser parte intima y latiente de esta historia de la Alcarria que aquí semana tras semana tratamos de evocar, tengan un recuerdo de cariño y apoyo hacia ellas: monasterio y comunidad.