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enero, 1986:

El palacio de la Diputación

 

Uno de los más elegantes edificios de la arquitectura del modernismo que posee Guadalajara, al igual que la mayoría de las capitales de provincia españolas, es el de su Diputación Provincial. El nuestro esta además perfectamente situado, aislado del resto de edificaciones, formando un equili­brio urbanístico perfecto en la zona de la ciudad donde se enclava. Hoy pretendo dar a conocer algunos detalles de la historia, de la construcción y de los elementos de interés que este Palacio encierra.

Es de todos sabido que las Diputaciones Provinciales son un órgano emanado de la Revolución liberal y sancionados por la magna Constitu­ción de 1812, que en ellos puso el gobierno territorial de las provincias españolas. Desde entonces, las Diputaciones Provinciales fueron el punto de referencia de la administración provincial de todas las tierras españolas. Y durante muchos años han funcionado perfectamente, llevando a cada provincia servicios, beneficencia, cultura, y una preocupación constante y atenta por los problemas todos del territorio provincial.

Comenzaron teniendo solamente la figura de un presidente, y cuatro o cinco diputados, uno por cada comarca provincial. El cuadro de fun­cionarios, en principio reducido, fue aumentando con el transcurrir de los años, lo mismo que el numero de los diputados representantes del pueblo. Hubo épocas en las que las Diputaciones Provinciales en su conjunto llegaron a manejar unos presupuestos similares a los del Estado. Y ello es lógico, pues prácticamente ellas llevaban, a excepción del Ejército, la Diplomacia y la Educación, la administración del resto de la vida publica. Especialmente a fines del siglo pasado las Diputaciones tenían tanto dinero, que todas se dedicaron a construir edificios suntuarios para su sede oficial.

Este fue el caso de Guadalajara. En principio, tras su crea­ción, Diputación fue albergada, con estrechuras, en varios edificios de la ciudad. En 1861, se traslado al antiguo convento de la Piedad, compartiendo salas con el Instituto de Enseñanza Media y con la Cárcel. Esta última estaba situada en la iglesia. Mientras que la Diputación ocupaba todo el ala de poniente del edificio, la que da a la calle de Juan Catalina. Para ella se construyo la portada de la calle del Museo y la teatral fachada que da a la calle Teniente Figueroa, frente a Santiago, con balconadas para discursos y estatuas de la Libertad, e incluso un escudo de España.

Unos años después, se decidió la construcción de una sede nueva. Se iniciaron enseguida las obras para un Palacio en condiciones. Se escogió el solar que la piqueta había dejado limpio, en la ciudad alta, donde durante siglos habían estado el palacio de los Gómez de Ciudad Real y la iglesia de San Gines. Los arquitectos Aspinuza y Marañón realizaron los planos, el diseño y la dirección de las obras. Entre los años 1880 y 1883 se realizaron estas, a muy buen ritmo. Finalmente, el 10 de octubre de 1883 se recibían oficialmente las obras, y poco después era solemnemente inaugurado. Tiene, pues, nuestra Diputación Provincial un poco más de 100 años, en el transcurso de los cuales ha ido sufriendo mejoras progresivas.

El edificio palacial fue concebido como individuo aislado ro­deado por todas partes de jardines, y sustentado en su parte posterior por una estructura que le nivelara totalmente sobre un solar en declive. La fachada es donde los arquitectos pusieron su mejor arte, centrando en un cuerpo central lo principal de la decoración, consistente en arco apuntado sobremontado de balconada también con arcos semicirculares. En el frontispicio superior pusie­ron los escudos de todos los partidos judiciales, presididos por el de la capital, y añadieron cuatro medallones con los bustos de cuatro personajes provinciales que en aquel momento se consideraron de mayor relieve para la historia de Guadalajara: el Cardenal Mendoza, Luís de Lucena, Antonio del Rincón, y Lorenzo Arrazola. La portada se realizo toda ella con piedra de Novelda, de inmejorable calidad.

Quizás uno de los elementos mas sobresalientes arquitectónicamente del edificio sea el patio de la institución. Se trata de un receptáculo cuadrado, al cual se abren, en arquerías semicirculares, la galería baja y la alta. Los muros se decoran con ladrillo visto que forma múltiples dibujos geométricos. Todo ello en una muestra de estilo neo‑mudéjar muy espectacular y, además, muy enraizada en la tradición popular de Guadalajara. Es digno de verse, y aun de oír, como alguna vez ha ocurrido, algún concierto en su recinto.

Sobre la escalera, destacan las cristaleras que, después de la Guerra, se pusieron con el escudo provincial, una imagen del castillo de Atienza y una figura de melero. A los lados de la entrada al salón de actos, en el piso principal, dos pinturas murales de Carlos Santisteban simbolizan las tareas culturales y de beneficencia que tiene a su cargo Diputación. El salón de actos, orgullo siempre de la institución por lo solemne y representa­tivo, ha sufrido reformas a lo largo de los años, manteniendo siempre la misma estructura y disposición. Por la galería alta se ven los escudos de los partidos judiciales sobre las coloreadas vidrieras de las ventanas que dan al patio. De sus paredes cuelga la colección de retratos de los presidentes habi­dos desde su fundación. En 1914 todavía lucían en esa galería superior muchos cuadros del Museo Provincial, traídos desde el antiguo edificio del convento de la Piedad, y que finalmente fueron guardados, de malas maneras, en los sótanos de la Casa provincial, hasta que en 1973 el presidente Colmenar Huerta los mando restaurar y puso en el definitivo Museo Provincial que hoy se encuentra en la planta baja del Palacio del Infantado. 

Aunque reducida en su funcionariado (en 1904 contaba con 33 personas a su servicio) la Diputación ofrecía en su planta baja la Imprenta Provincial, institución que cumplió siempre un magnifico servicio, y que inexplicablemente se dejo perder. Contaba también con las oficinas de Benefi­cencia, Fomento, Contabilidad y Archivo. La planta alta fue destinada en un principio a la representación, con el salón de sesiones, los despachos de Presidente, Vicepresidente y Secretario. Había arriba también una buena bi­blioteca, en la que lucían más las vitrinas de madera con los escudos de los partidos tallados en su frente, que los libros, escasos y de materias adminis­trativas, que albergaba. Las ultimas innovaciones y añadidos que ha recibido Diputación, en la forma de la Biblioteca de Investigadores de Guadalajara, las nuevas salas de Exposiciones de su parte posterior, que en estos momento se están concluyendo, y las dependencias administrativas de la tercera planta, han dotado de un mejor servicio hacia la provincia a esta institución que, en todo caso, continua siendo fundamental y básica en la administración y desa­rrollo de Guadalajara.

Una biblioteca para el Doncel

 

Cuando alguien quiere enfrentar se, al estudio riguroso de algún tema y cotejar sus conocimientos del   mismo con lo que otros previamen­te han dicho, debe lanzarse, a la búsqueda y el estudio de la bibliografía correspondiente. Si tiene en su poder documentación inédita, fuentes nunca exploradas hasta ese   momento, la alegría del estudioso y del investigador son difícilmente expresables: inefables, esa es la palabra. Si llega a conocer todo lo que se ha dicho sobre alguna materia,   probablemente no sea original, pero será quien más sepa de ese tema. Ahora que estamos en el umbral de celebrar el año del quinto centenario de la muerte de del Doncel de Sigüenza, y tras haber visto las pasadas semanas la vida, la muerte y la eternidad pétrea de don Martín Vázquez de Arce, hoy quisiera dar unas. Pinceladas, Obligadamente breves, que Puedan servir para abrir   una bibliografía en torno al Doncel, que ayude a quien quiera penetrar a fondo en el mundo de historia y leyenda creado en torno a está figura del devenir seguntino, alcarreño y universal.

Para empezar, sería conveniente dividir la bibliografía «donceliana» en cuatro capítulos diferentes, de los que Yo me atrevería a calificar de fundamentales los dos primeros, siendo accesorios o complementarios los otros dos. En este orden, veremos la bibliografía documental Y de estudios históricos capitales sobre El Doncel; la bibliografía estrictamente literaria en tomo a la figura del joven guerrero seguntino. En tercer lugar, la bibliografía repetitiva y, finalmente, la bibliografía de falsedades, que también existe y conviene estar precavido contra ella,

En cuanto al primer apartado, el de la bibliografía documental y de carácter capital para el conocimiento de la, circunstancia histórica de El Doncel, es preciso recordar aquellos estudios y libros que, de carácter monográfico, o si en un ambiente más amplio, han dedicado a don Martín Vázquez de Arce una atención preferencial y han tratado de encontrar su figura, su significado y su dicción verdadera. En este sentido, Yo destacaría el estudio documental de don Aurelio de Federico, que hace poco tiempo vino a poner en manos de los historiadores una serie de documentos del Archivo del a catedral de Sigüenza, de fuerza definitiva para conocer a El Doncel y a su familia (1). Hace más años, otro, estudio exclusivamente documental, el de don Manuel Serrano Sanz, sobre la capilla de San Juan y Santa Catalina, aportaba datos novedosos que luego han sido reutilizados (2). Para atender la cuestión de la estatua funeraria y su autor, enigma que apasionó a los estudiosos durante muchos años, fue capital el estudio del profesor madrileño Azcárate Ristori sobre la escuela de Sebastián de Toledo (3). Por otra parte, ha sido el cronista de la ciudad seguntina, el Dr. Juan Antonio Martínez Gómez-Gordo, quien en sendos trabajo ha centrado dos cuestiones capitales en el conocimiento de este personaje. Por una parte, una visión de conjunto de su peripecia vital (4), y, por otra, una aproximación a la simbología místico-humanística de su enterramiento (5). Aunque no es muy correcto auto citarse, en el ­capítulo de las, aportaciones de visiones parciales señalaría la apreciación que hice en su día considerando al Doncel como una figura más de la Casa de Mendoza (6). Finalmente, y en el contexto de otros estudios más generales sobre la catedral, hay que resaltar las aportaciones de Manuel Pérez Villamil (7) y Aurelio de Federico Fernández (8).

Por lo que respecta a la bibliografía de carácter netamente literario, es preciso mencionar en primer lugar el texto que dio lugar a la denominación popular de la figura alabastrina y al personaje don Martín Vázquez. Fue concretamente el general Lasala, veraneante en Sigüenza, quien a finales del siglo XIX escribió algunas páginas, hoy inéditas, en las que denominaba doncel a don Martín (9). Pero quien usa en letra impresa por vez primera este apelativo es uno de los que mejor han estudiado la estatua, Ricardo de Orueta (10). En el aspecto literario, las frases y, pensamientos que le dedicó José Ortega y Gasset (11) fueron profundos y esclarecedores, y las bellísimas expresiones que despertó en Alfredo Juderías (12) quedarán siempre en las páginas antológicas que traten de su figura. Cabe finalmente considerar dentro de la bibliografía meramente literaria la composición que Antonio Gala realizó para Televisión Española en su serie «Paisajes con figura», editado recientemente en libro (13).

Es necesario repasar, aunque este capítulo seria inacabable, aquello que se ha dicho, repetitivamente, sobre El Doncel, en libros generales de arte y en monografías sobre Sigüenza, sobre su catedral o sobre el propio Doncel. En este sentido, anotaremos los, escritos de Gregorio Sánchez Doncel (14), Felipe Gil Peces Rata (15) y yo mismo (16).

Terminaré con un doloroso, pero necesario cuarto apartado. La bibliografía de falsedades sobre El Doncel. No me refiero aquí a lo inventado, que al fin, y al cabo todo es trabajo de creación literaria en torno al personaje que subyuga.  Me refiero a lo que se ha dicho, en letras de molde y en sitios importantes, mal dicho y por ignorancia (sin querer valorarlo como intencionado). En este sentido el texto que bate todos los récords es el de Luís Carandell (17), que en sólo tres líneas de texto dedicado a El Doncel, dice de él tres inexactitudes. Es el siguiente: «En una de las capillas de la, catedral se encuentra la que es quizá la mejor obra de la escultura funeraria española, la estatua de un guerrero adolescente que aparece sentado, revestido de sus amias y leyendo un libro. El nombre del personaje es Martín Vázquez de Arce, caballero seguntino del siglo XIV, aunque se le conoce Como, El Doncel de Sigüenza». No hace falta insistir en que este caballero, en la figura de su enterramiento, ni es adolescente (tenía 25 años y una hija que le llamaba por su nombre), ni está sentado, ni vivió en el siglo XIV. No es errata de imprenta, como pudiera pensarse, pues en la obra de Carandell, se publica el mismo texto en inglés, repitiendo uno tras otro los errores mencionados. Lo de Antonio Gala, aunque es un intento literario, puede incluirse en este capítulo de falsedades, porque hizo que mucha gente que aún no conocía la figura de El Doncel haya tomado una idea equivocada (que no va a cambiar con sucesivas informaciones ajustadas a la verdad sobre nuestro personaje.

De todos modos, quien desee acercarse, de la mano de los libros, a conocer algo, lo poco que se sabe de don Martín Vázquez de Arce, de su familia y de lo que hizo, tiene posibilidad de entretenerse con la bibliografía básica que hoy hemos repasado, y que a continuación doy especificada.

(1) Federico Fernández, A. de: Documentos del Archivo Catedralicio de Sigüenza referentes a don Martín Vázquez de Arce (“El Doncel”) y a su familia, en “Wad-al-Hayara”, 6 (1979), 97-118

(2) Serrano Sanz, M.: Los orígenes de la Capilla ­de Santa Catalina de la catedral de Sigüenza y la estatua sepulcral de don Martín Vázquez de Arce, en «Boletín de la Real Academia de la Historia, 88 (1926), 86 y ss.

(1) Azcárate Ristori, J. M.: El maestro Sebastián de Toledo y El Doncel de Sigüenza, en “Wad‑al-Hayara” 1 (1974), 734.

(4) Martínez Gómez‑Gordo, J. A, Don Martín Vázquez de Arce, El Doncel de Sigüenza, en «Anales seguntinos”, 1(1984), 31‑46.

(5) Martínez Gómez‑Gordo, J. A.: ‑ El Doncel de Sigüenza. Historia, leyendas y simbolismo, Sigüenza, 1974.

(6) Herrera Casado, A.: Un Mendoza más: Martín Vázquez de Arce, en «Glosario Alcarreño”, tomo II, 95‑98. Guadalajara, 1976.

(7) Pérez‑Villamil, M.: Estudios de Historia y Arte: la catedral de Sigüenza, Madrid, 1899. Reedición de 1984.

(8) Federico Fernández, A. de: La catedral de Sigüenza, Madrid, 1956.

(9) Ver Pérez Villamil, M.: La catedral de Sigüenza, pág. 344.

(10) Orueta, R.: Escultura funeraria en España (provincias de Cuenca, Ciudad Real y Guadalajara), Madrid, 1919.

(11) Ortega y Gasset, J.: El Espectador, Madrid, 1922.

(12) juderías, A.: Elogio y nostalgia de Sigüenza, Madrid, 1958.

(13) Gala, A.: Paisajes can figuras, Madrid, 1984.

(14) Sánchez Doncel, G.: El Doncel de Sigüenza y Sigüenza, 1971.

(15) Peces Rata, F.‑G.: La catedral de Sigüenza, León, 1984.

(16) Herrera Casado, A.: Sigüenza, una ciudad medieval, Guadalajara, 1984. ,

(17) Carandell, L.: España diversa, Luna Wennberg Edit., Barcelona, 1982.

En el Quinto Centenario del Doncel. La sonrisa del Doncel

 

Si las pasadas semanas veíamos, en simples ráfagas, la vida y la muerte (esa fue su mejor obra) de Martín Vázquez de Arce, nos detenemos hoy ante su estatua, ante el enterramiento que en la familiar capilla de San Juan y Santa Catalina que su familia tenía en la catedral seguntina, pusieron los Arce para eternizar la memoria y el gesto del joven. Aunque el cuerpo lo traslado, el corazón roto por la amargura, don Fernando su padre, desde Granada a Sigüenza, fue el hermano mayor, el eclesiástico don Fernando, quien preparo el programa con que ilustrar su memoria. Esta es, en escueta semblanza descripti­va, lo que se ve y se entiende en la penumbra gris y dorada de la cristiana alcazaba mortuoria y sacra.

Se abre el sepulcro de D. Martín Vázquez de Arce, en el muro del evangelio de la capilla familiar, y lo hace mediante un gran arco de medio punto, de esbeltísimas proporciones, que lleva en su trasdós una chambrana formada por un arco de cuatro curvas conve­xas, adornadas de vegetales tallos. La cama del sepulcro, escoltada de muy delgadas pilastrillas, descansa sobre los cuerpos de tres leones, que asoman arrogantes sus cabezas bajo ella.  El frente del sepulcro se divide en cinco fajas, de diversa anchura, ocupadas por motivos vegetales, inspirados en grabados de la época, que mantienen un ritmo indudable de verticalidad, mientras que la central muestra el escudo del caballero, sostenido por dos pajes. Tras el escudo, retorcida al máximo, una correa. Los pajecillos, vestidos de ropa corta alemana, se muestran en posturas que ayudan a dar a este espacio central una movilidad extraordinaria, sujetando el escudo con posturas diversas, y cruzando las piernas de modo que los dos tienen su derecha junto al blasón, lo que sirve para lanzar, desde ellos, la mirada en dirección ascendente hacia la escultura del caballero. Reposa este con su codo derecho sobre un haz de laureles. Recostado, alza el torso para leer el libro que entre las manos sostiene, y meditar. Las piernas están indolentemente cruzadas. A sus pies, un pajecillo triste llora apoyado sobre el yelmo del caballero. Tras el, un león levanta la cabeza. La indumentaria del Doncel esta magníficamente realizada, y describe al detalle el hábito del militar castellano en la Edad Media: los brazos y las piernas se cubren de armadura metálica de piezas rígidas; el cuerpo lleva cota, que es de cuero por arriba, y de mallas metálicas abajo; su torso esta aun revestido de una esclavina lisa, atada al cuello por corredizo cordón, y en el pecho se dibuja la roja cruz de la Orden de Santiago. Del cinto cuelga la daga, y sobre la cabeza, peinada al estilo de la época, un bonete de paño. Descansa el caballe­ro todo su cuerpo sobre la extendida capa. Y entre las manos, un grueso libro abierto en su mitad, que atentamente lee y al mismo tiempo le sirve de meditación. En las jambas del intradós del sepul­cro, aparecen los relieves de Santiago y San Andrés. En el muro del fondo, una suave decoración floral con trama de rombos, y una cartela en la que, a caracteres góticos, lo mismo que en la pestaña del sepulcro, se describe la peripecia ultima del personaje. La parte superior de la hornacina se completa con una tabla semicircular, obra del primitivismo castellano de finales del siglo XV, en que aparecen juntas varias escenas de la Pasión de Cristo.

Todo lo bueno, en España, es de autor anónimo. No se conoce, y quizás con exactitud no se llegue a conocer nunca, quien fue el autor de este mausoleo y estatua. Supera, con mucho, todo lo que se hace en Castilla a fines del siglo XV. Tiene de flamenco o italiano ciertos detalles, pero el fondo es hispano. La mano que tallo tan dulce y magistralmente el Doncel, escondió al final su firma y seña. Quizás Gil de Siloé, Sansovino, o algún otro toscano o borgoñón viaje­ro. Parece, sin embargo, que últimamente diversos indicios y rela­ciones estilísticas y documentales, centran el peso, y la gloria, de su silueta sobre el escultor Sebastián de Almonacid, de origen desco­nocido, pero con taller en la ciudad de Guadalajara, donde cosas similares, y para familias íntimamente relacionadas con los Arce, hizo en esa época. Hoy por hoy, es ese nombre y esa ciudad las que pueden con más rigor erigirse en firma de la estatua.

Pero al espectador que, atónito, contempla esta imagen serena y bellísima del joven guerrero, le vienen a la mente otras ideas; necesita una razón más alta para enfrentarse con tamaña fuerza del espíritu. Algo más que una simple descripción certera. El simbolismo de esta estatua, de este enterramiento todo, es claro y sugeren­te. La obra de arte, en definitiva y más allá de toda perfección técnica, de cualquier emoción estática, ha de encerrar un significado que la trascienda, que la de vida. Un modo de eternidad, una vía de salvación, una clara maniobra para entrar de seguro en «la otra vida»: batallar con la muerte es el más difícil empeño del hombre. Y aquí, en esta silenciosa y prístina capilla de la catedral seguntina, ante la efigie serena y antigua de don Martín Vázquez de Arce, se nos muestra claramente que la victoria ha sido suya, que la inmortalidad es algo incontestable, real, sin dudas. A tan seguro puerto conduce el simbo­lismo pleno del Doncel.

Se impregna este sepulcro del culto a la fama, que como idea rectora empuja la vida de los nobles medievales. Hay dos detalles que apuntalan el trance infinito del Doncel: su actividad guerrera contra el moro, su defensa de la fe católica, por un lado; y por otro, la edad temprana en que fallece: a los 25 años solamente. La que hoy sería unánime expresión de «malogrado joven», se torna en esos postreros años del siglo XV en una autentica victoria de la vida: es mal logrado aquel que aun con larga vida, no ha hecho en ella nada útil por la religión o por acrecentar el honor y fama del linaje. Pero en cambio, esta pleno de sentido, y es victorioso, aquel que aun en inmadura edad ha dado todo por esos fundamentos.

En ese contexto simbólico se inscriben todos los deta­lles de la pieza escultórica. En el frontal de la peana, dos pajes muestran el escudo que contiene los blasones del linaje de los Vázquez de Arce. El personaje se inscribe y señala como miembro de una familia hidalga, de probada virtud, de aneja prosapia. Y es el precisamente quien con su acto heroico, con su muerte temprana inyecta nuevo valor a ese linaje. Apoya el brazo derecho la figura sobre un abultado haz de laurel, que es símbolo transparente de la Victoria, y que por su carácter de hierba inmarchitable presupone la eternidad del recuerdo, y la duración y acrecentamiento de esa Fama que ha conseguido el personaje con su acción. A los pies, un pajecillo se muestra apenado, doliente, apoyando su brazo derecho sobre el yelmo metálico del gue­rrero. Símbolo de Tristeza por algo irrecuperable, como será el bata­llar galano, la pelea varonil y astuta, la valentía serena del que cree firmemente en la razón que le mueve. En el devenir de la humana peripecia, el terrenal oficio queda definitivamente anclado. El yelmo, que fue destello plateado en la guerra, es ahora, y será por siempre, un testimonio de irrecuperabilidad y muerte. Pero junto a el, un animal rebulle y levanta la cabeza, mirando al alto. Es un león, que puesto a los pies del muerto dice de su Resurrección, de su segura llegada a otra vida. Durante la Edad Media, es muy utilizado el símbolo de colocar un perro a los pies de un difunto, en estatuas y pintu­ras, queriendo significar con ello la Fidelidad como virtud primera y teologal del cristiano. En este caso del Doncel de Sigüenza, el león, que nace ciego y a los tres días recuperar la vista y «renace», es símbolo que aclara el sentido todo del sepulcro. Martín Vázquez resu­citara, volverá a la vida, en contrapunto perfecto de ese yelmo llora­do que le acompaña en expresión de muerte. La alegría en la esperanza se confirma con los tres leones que soportan, en el pie del sepulcro, todo el peso del monumento.

Muchas otras podrían decirse, y quizás en próximas fechas tenga oportunidad de expresarlas, acerca de la simbología y dicción metafísica de la piedra alabastrina que representa al Doncel. Es el idioma de la Edad Media y del Renacimiento, del humanismo cris­tiano en definitiva, con el que nos habla la estatua más bella de Castilla. Esa cierta sonrisa que el Doncel expresa tras la lectura y meditación de su libro, siempre tendrá un secreto, a cubierto de cualquier interpretación erudita o literaria, que nadie podrá arrebatarle.

En el Quinto Centenario de la muerte del Doncel. Sangre en la acequia Gorda de Grananda

 

«Un buen morir, toda una vida adorna», decía el clásico mediterráneo. Parece que se había fijado en el ejemplo de don Martín Vázquez de Arce, sujeto a una existencia que, si emocionante, no hubiera pasado a la historia con su nombre de no haber mediado su muerte heroica y, por supuesto, su tumba epitafiada. Si la pasada semana veíamos la vida, los nombres y las gentes que habían dado sentido y calor de familia al Doncel, hoy nos entretendremos en su muerte. En aquella campana del verano del 86, del momento álgido en que los ímpetus de Castilla arrinconaban al Islam contra los nevados muros de Sierra Morena, la aventura de las gentes del Infantado, de los jinetes de Guadalajara, de los hidalgos alcarreños y seguntinos, quedarían sin música ni alegría tras la tarde aquella del mes de julio en que varia decenas, entre ellos Martín Vázquez, caían muertos sobre la Acequia Gorda de Granada. Sangre en aquel lar, que para el joven caballero se hizo eterno, como panteón abierto de sol y luciérnagas.

Vimos como D. Fernando de Arce, comendador de Montijo, y su hijo Martín Vázquez, también caballero santiaguista, al servicio estaban del segundo duque del Infantado, el esplendido don Iñigo López de Mendoza, que por entonces concluía lo más fastuoso de la arquitec­tura sorprendente de su nuevo palacio de Guadalajara, rara forma de maravilla constructiva. El padre como secretario ducal, y el hijo como «doncel» o aprendiz de guerras, sintieron aquella primavera de 1486 colmadas sus esperanzas al recibir la noticia de que esta vez toda la casa de Mendoza participaría en la campana guerrera contra el reino de Granada. Esta vez iría el propio duque al frente de sus tropas. Se unirían, Despeñaperros abajo, con lo más granado del ejército de Castilla. Las tropas de los Medinaceli, de los Alba, de los Benavente, del arzobispo toledano, del duque de Cádiz, de los Medinasidonia, de los Velasco… mil más en torno a las personas de Isabel y Fernando, sus amados monarcas. Sería una ocasión única, incomparable, en la que el ímpetu de la nación más poderosa de Europa, de la más valerosa corte de guerreros, iba a ponerse en acción contra el enemigo de la patria y de la religión.

El cronista Hernando del Pulgar, el historiador ofi­cial del reino, describe el aparejo militar de los Mendoza: traxo de la gente de su casa ‑dice hablando de don Iñigo, el segundo duqe‑ quinientos hombres de armas a la gineta e a la guisa e los peones de su tierra que le mandaron traer, e fizo grandes costas en el arreo de su persona de los fijos‑dalgo que vinieron con el; entre los quales se fallaron cinquenta paramentos de caballo de paños brocados de oro, e todos los otros de seda, e los otros arreos de guarniciones muy ricas. Y el otro cronista del momento, Fernández de Oviedo, no pudo dejar de alabar el lujo con que el Mendoza se acerco hasta Granada: iba acompa­ñado de un numeroso cuerpo de caballeros y nobles como correspondía a tal señor; ostentaba todos los regalos propios de tiempos de paz, y sus mesas esmeradamente servidas estaba llenas de vajillas de plata rica y curiosamente trabajadas, de la qual tenia mucha más abundancia que ningún otro noble del reino…

La salida de don Iñigo y su corte, a finales de abril, desde Guadalajara, debió ser una autentica fiesta de colorido y ga­llardía. Pero muchos de ellos, contentos y esperanzados, no volverían nunca. Las operaciones se iniciaron en los primeros días de mayo. La conquista de la ciudad de Loja fue muy trabajosa pero lleno de opti­mismo y empuje al ejército castellano. Inmediatamente se cercaron y conquistaron otras plazas fuertes como Illora (contra la que cargo fundamentalmente el duque del Infantado y el conde de Cabra), Moclín y Montefrío, más finalmente Colomera. Ya en la cúspide del verano, cuando nada parecía impedir que quizás ese mismo año cayese la ciudad de Granada, se decidió proceder a las talas y guerrilla contra la vega granadina, granero y huerta de la ciudad.

Un miércoles de julio acudía el duque con dos escua­drones en objetivo de cubrir la retaguardia de quienes habían ido ese día a hostigar a los moros. Su columna, de apariencia fuerte, bien formada y disciplinada, no fue atacada. Sin embargo, las gentes de los concejos de Úbeda y Baeza, y del Obispo de Jaén recibieron el ataque por sorpresa de una partida de granadinos que les prepararon una celada. Al ver en peligro a sus compañeros, el duque ordeno acudir en su ayuda. Y los moros se dieron a la fuga, desordenados. Los alcarreños les perseguían por el camino de Elvira, en dirección a Granada. Al pasar por la Acequia Gorda de la vega, algunos árabes abrieron las compuertas de modo que el agua irrumpió en el campo de batalla, ha­ciendo que muchos castellanos cayeran del caballo, y otros enfangados y sin armas no supieran que hacer. El desconcierto propicio un con­traataque de los musulmanes, y en esa ocasión algunos del duque caye­ron malheridos si no muertos. Dice el cronista Alonso de Palencia que aquella tarde perdió la vida una veintena de hombres del duque, y entre ellos el valiente guerrero de Guadalajara, don Juan de Bustaman­te, y el flamante y aguerrido caballero de Santiago don Martín Vázquez de Arce, hijo del comendador Don Fernando de Arce, secretario del duque.

La lapida que preside el enterramiento del Doncel en la catedral de Sigüenza, es solemne, escueta y cruel. En ella se cuenta como fue, con laconismo y seriedad, aquel trance: Martín Vázquez de Arce cavallero de la orden de Sanctiago que mataron los moros soco­rriendo el muy ilustre senor duque del Infantadgo su senor a cierta gente de jahen a la acequia gorda en la vega de Granada. Cobro en la hora su cuerpo fernando de arce su padre y sepultolo en esta su capilla año MCCCCLXXXVI. Este año se tomaron la cibdad de Loxa, las villas de Yllora, Moclin y Montefrio por cercos en que padre e hijo se hallaron. Tenía 25 años, y era el heredero, la esperanza, la mejor alegría de una familia de hidalgos seguntinos.

Hubo muchos otros que, como don Martín, en aquella campaña y en otras antes y después, perdieron la vida luchando por un ideal que les movía y conmovía a todas las heroicidades. Quizás sea la figura de este joven castellano la que mejor represente esa lucha, esa Guerra de Granada, codicilo de la Reconquista, que supuso la reintegración a una sola entidad política de las tierras todas de Iberia. De su gesto eterno en la estatua hablaremos, sin embargo, la próxima semana.

En el Quinto Centenario de la muerte del Doncel. Retrato en sepia del Doncel

 

En este año de 1986 que ahora mismo empieza, hemos de acudir a una tarea conmemorativa, que será especialmente relevante en Sigüenza, aunque de seguro toda la provincia ha de sumarse a ella, y en ella todas las gentes que la pueblan. Se trata de recordar que en este año se cumplen los cinco siglos exactos de la muerte del Doncel de Sigüenza. Quinientos años ya que, allá por el verano, en la vega de Granada, don Martín Vázquez de Arce dobló su cuerpo gallardo y dejó caer su espada sin posible regreso: en su pelea contra el moro perdió la vida, y su padre lo trajo a Sigüenza a ser enterrado en la capilla familiar. Su rasgo yacente, su estatua, nos viene diciendo desde entonces tantas cosas que en esta ocasión, y con tal certero motivo, hemos de volver a analizar.

Sería un atrevimiento por mi parte el pretender hacer ahora una biografía del Doncel. Nadie la ha hecho, según los cañones, y cuando alguien se ha atrevido, ha sido para inventar y discurrir en plan literario sobre algo que la escasez de documentos nos ha velado para siempre. Sin embargo, existen los suficientes documentos, algunos de ellos desvelados no hace muchos años, por investigadores segunti­nos, que nos permiten recomponer un poco el que seria retrato en sepia del Doncel.

No sabremos tampoco la ciudad o el pueblo exacto donde naciera. Lo hizo, eso si es seguro, en el seno de una familia de hidalgos, de escasa fortuna pero muchos blasones. Y, sobre todo, de anchos deseos de mejorar y alcanzar gloria. Su solar era indiscutible­mente la ciudad episcopal de Sigüenza. El gran número y el alto poder que alcanzaba el clero en la Ciudad Mitrada, hizo que durante los siglos de su existencia jerarquizada fueran escasos los miembros de la nobleza y la hidalguía que vivieran en ella. Los Vázquez y Arce fueron una excepción. Y allí asentaron, no sabemos desde cuando, pero induda­blemente su heredad estuvo en las tierras de la alta Celtiberia.

Los padres del Doncel se llamaban Fernando de Arce y Catalina Vázquez de Sosa. El era comendador de Montijo, de la orden de Santiago. Su oficio era tanto la milicia como la burocracia. En reali­dad, esa mezcla de cortesanía tan propia del siglo XV, le permitía dedicar las horas del invierno a los asuntos de la corte, y los meses de la primavera y el verano al combate y la misión guerrera. Hablo de corte y no me refiero a la real, sino a la que se formó, desde el siglo XIV, en tierras de Guadalajara. En la corte de los Mendoza, efectivamente, sirvieron siempre los Arce y Vázquez.

Don Fernando el padre fue secretario con el segundo duque del Infantado, y por ello tenía casa en Guadalajara, en la parte baja de la ciudad. Cuando hizo su testamento, en 1497, un año después de morir su hijo, dice ser el y su mujer «vezinos de Sigüenza», aunque su testamento lo redacto y dicto «en la ciudad de Guadalajara, en una cámara de la casa de dicho comendador…» El codicilo que le completo, hecho el 11 de enero de 1504, ya cuando se veía morir, lo redacto en Sigüenza, donde entonces vivía. Sus propiedades estaban todas en la tierra del alto Henares: allí tenían algunas heredades en Palazuelos, en Molino de la Torre, en Mojares y en Horna. También sus «casas de morada» en Sigüenza, y algunas tierras en su termino.

A pesar de esta humildad en el acopio de bienes. D. Fernando de Arce se preocupo siempre de mantenerlos unidos, y sin llegar a fundar un mayorazgo, sus disposiciones testamentarias preten­dieron mantener en la misma persona estos bienes. Estaban destinados para el hijo menor, don Martín, ya que el mayor había elegido la profesión eclesiástica. Al morir tan joven su segundo hijo, los bienes debían pasar a la hija de este, y quedar siempre en posesión de familia en la que aparecerían los apellidos de Arce y de Sosa, debien­do vivir en Sigüenza, o visitando a menudo la Capilla de los ances­tros.

Don Martín Vázquez de Arce nació en 1461. Muy proba­blemente en Sigüenza. Desde muy pequeño entro como paje o «familiar» a ser educado en la casa de los Mendoza, en Guadalajara, en la corte del primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, siguiendo luego junto a su heredero primogénito, don Iñigo López, segundo duque. Era esta una institución admitida y que ampliaba, de una manera muy especial, la categoría de la familia en la Edad Media: no solo los miembros de sangre pertenecían a ella, sino también los sirvientes y personas que, queriéndose educar en su seno, Vivian en el grupo. Martín Vázquez de Arce, en este sentido, fue un Mendoza más.

Su hermano Fernando Vázquez de Arce, mayor que el, pues debió nacer hacia 1444, se dedico a la iglesia. Fue prior de la iglesia de Osma y alcanzó finalmente el Obispado de Canarias. Hombre muy preparado intelectualmente, mantuvo la unión familiar durante años. También tuvieron una hermana, dona Mencía Vázquez de Arce, que caso con Diego Bravo de Lagunas, hombre de armas y también hidalgo, con heredades en tierra del ducado de Medinaceli. En este linaje de los Bravo de Lagunas y Arce nacieron varios militares que mostraron su valor en los siglos en que se desarrollo el Imperio.

Don Martín Vázquez de Arce estuvo casado, no sabemos con quien. Tuvo una hija legítima, llamada Ana de Arce y de Sosa (aunque en algún documento aun se la llama Ana Vázquez de Arce). En 1486, a la muerte de su padre, debía ser una niña muy pequeña. En octubre de 1505 estaba ya casada. Su marido era «el noble caballero don Pedro de Mendoza», de la estirpe mendocina que asentó en tierras del Duero, y vivían en el lugar de Coscurita, de la jurisdicción de Almazán. Sus hijos, para poder heredar los bienes de la madre, tuvie­ron que llamarse de Arce y Mendoza. Pero desconocemos si continuó la estirpe.

De la vida de don Martín Vázquez de Arce no se sabe ya ningún otro dato en concreto. Todo lo demás que haya podido decirse son imaginaciones. Su nacimiento en Sigüenza en 1461 y su muerte en la Vega de Granada en 1486 son las citas ciertas. Que vivió en Sigüenza y en Guadalajara también puede darse por descontado. Y que la mayor parte de su vida, de su formación militar y humanística, discurrió en el palacio de los Mendoza arriacenses, es indudable. Ya hemos visto cual era su familia, sus bienes, su hidalguía y sus blasones. Quizás una existencia, tan fugaz como anodina, si no hubiera sido ennoblecida y agigantada por una muerte sublime. Con Martín Vázquez se hizo buena la frase del poeta italiano, un hermoso morir, toda una vida ennoblece.