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noviembre, 1985:

El Concejo de Guadalajara en el siglo XV

Uno de loas aspectos más interesantes de la ciudad de Guadalajara es el de la organización concejil, esto es, el sistema de gobierno municipal que la ciudad ha ido teniendo a lo largo de los siglos. Ligado siempre al sistema político imperante en la nación, el Ayuntamiento guadalajareño ha conocido muy diversas formas de organi­zación y vida. Hoy vamos a recordar, a tenor de un viejo documento que he tenido ocasión de consultar, la organización del Concejo de Guada­lajara en el siglo XV. Esto es, la forma en que el Ayuntamiento estaba formado hace quinientos años. De los problemas que se suscitaran en su seno, o entre los regidores y la ciudadanía, no han quedado noticias concretas, aunque no seria exagerado pensar que también habría comen­tarios en tabernas y frases displicentes entre unos y otros.

Las reuniones del Concejo se celebraron, hasta finales del siglo XIV, en el atrio de la iglesia de San Gil, en la plaza del mismo nombre, que precisamente por esa circunstancia hoy se llama Plaza del Concejo. Se llamaba a sus miembros por medio del repique de la campana de San Nicolás. Bajo los arcos mudéjares del atrio se reunían los alcaldes, regidores, jurados, alguaciles, sexmeros y es­cribano concejil para resolver los asuntos pendientes. Acudía mucho público a presenciarlo, y en todo caso se trataba de un Concejo plena­mente «abierto», pues también el pueblo participaba con sus opiniones. Algo después, concretamente en el siglo XV, empezaron a celebrarse las reuniones en la «Cámara» o salón comunal de la Casa‑Concejo, situada en la actual Plaza Mayor (entonces llamada de Santo Domingo), donde ya se alzaba el edificio concejil en el mismo lugar que el actual.

De los Ordenanzas del Concejo de Guadalajara, cuyo texto existe en el Archivo Histórico Municipal, se colige la formación de esta institución en el siglo XV. Era de la siguiente manera: Procu­rador General, vinculado siempre a la clase noble. Normalmente ocupo este cargo algún Mendoza distinguido. Entre otros, lo fue el Marques de Santillana, don Iñigo López de Mendoza. 2 Alcaldes de Hermandad, que eran al mismo tiempo los «procuradores en Cortes» elegidos cada vez que estas se reunían convocadas por el Rey. Uno era nombrado por el estado de «caballeros hijosdalgo» y el otro lo era por los regi­dores o por los «omes buenos pecheros». 4 Alcaldes Ordinarios, también llamados «quatros», que correspondían a las colaciones o parroquias principales (Santa Maria, Santiago, San Gil y San Nicolás), sorteados cada año entre los que obtenían mayor numero de votos en el Concejo abierto celebrado el día de San Miguel, allá para finales de Septiem­bre, en el propio atrio de San Gil.

Tras contemplar los cargos de mayor responsabilidad y poder en el Concejo, veamos el resto de la numerosa corte que les acompañaba: había 4 jurados, un alguacil mayor, un juez o alcalde de alzadas que entendía en las apelaciones contra sentencias de alcaldes y jurados, y un escribano de padrones, ante quien se hacían los repar­tos de pechos, tributos y levas.

Ya como oficiales o funcionarios subalternos del Conce­jo existían también un numeroso grupo de personas. Eran fundamental­mente los siguiente: un capellán, un pregonero, varios andadores (que venían a ser «recaderos» de los asuntos de justicia, varios almota­cenes, que actuaban como inspectores de pesas y medidas del mercado, así como de cobradores de los arbitrios e impuestos sobre compraven­tas. También existían guardas o caballeros del monte y de las viñas, un carcelero, y seis ministriles o músicos municipales. Finalmente, un alférez, perteneciente al estado de hijosdalgo, quien era portador del guión o estandarte de la ciudad en las festividades de guerra, cargo que solía recaer en persona de calidad y valor probado.

Todos los cargos mencionados en estas ordenanzas, po­dían dividirse en dos grupos fundamentales. Uno era de los cargos retribuidos por ser considerados como funcionarios municipales, no elegibles, sino que se accedía a ellos por contratos. Eran de esta categoría los jurados, escribanos, almotacenes, recaudadores, guardas, etc. Y el otro grupo era de los anualmente elegibles por el pueblo, los cuales eran todos gratuitos, excepto los regidores, que cobraban sus buenos dineros por cumplir en ellos. Las Ordenanzas prohibían tajantemente poder presentarse a la reelección en estos cargos, para evitar sospechosos «amores» al sillón.

Aun había otros dos cargos que habitualmente, desde el siglo XIV, ocuparon los Mendoza. Eran el de alcaide del alcázar, cargo nombrado directamente por el Rey, y la escribanía de padrones. El marques de Santillana ocupo ambos puestos, así como ya hemos dicho el de Procurador General del Común, pero en otras ocasiones de enemistad o alteración, el Rey los desproveía de ellos, y se los entregaba a otras personas.

Todos los cargos referidos eran de elección popular. Las gentes, divididas en los estados o clases habituales de «nobles», «hidalgos» y «pecheros», votaban anualmente para la elección de  sus representantes. En 1395, la todavía Villa de Guadalajara renuncio voluntariamente a ese derecho, y como reconocimiento de favores reci­bidos del Almirante don Diego Hurtado de Mendoza, le entrego la pre­rrogativa de poder nombrar el mismo todos los cargos públicos. Esto no suponía el señorío, que nunca lo tuvieron sobre Guadalajara los Mendo­za. Se trataba de sus más poderosos y adinerados vecinos. Sin embargo, esta prerrogativa fue concediéndose anualmente. En 1464 incluso, el Rey Enrique IV concedió a Diego Hurtado de Mendoza, a la sazón segundo marques de Santillana, la provisión de alcaldías u alguacilazgos. La ciudad, sin embargo, luchó con tesón, desde finales del siglo XV, por conseguir volver a usar de su autentico derecho a la elección popular de representantes concejiles. Y tras largo pleito en la Chancillería de Valladolid frente a los Mendoza, gano el recurso en 1543, usando de nuevo de su natural derecho.

El monasterio de Lupiana en los sellos de Correos

 

Estamos de enhorabuena los alcarreños, especialmente los aficionados a coleccionar sellos de Correos, pues en el plan de emi­siones filatélicas anunciadas para el próximo año, figura la puesta en circulación de un efecto postal con valor facial de 12 pesetas y tirada de tres millones y medio de ejemplares, dedicado al Monasterio de Lupiana. Su puesta en circulación será el próximo 20 de enero de 1986.Pero también es esta una noticia de gran interés para el turismo provincial, pues son nada menos que una cantidad impresionante (los ya citados 3.500.000 sellos) de pequeños cartelitos de propaganda, que llevaran por toda España, por todo el mundo incluso, la imagen de una de las joyas mas preciadas de nuestro patrimonio monumental.

Para recordar a todos el valor historia y artístico de este monumento alcarreño, trataremos de resumir en las siguientes líneas lo más interesante de su historia y su arte. En el termino de Lupiana, asomado al borde de la meseta alcarreña, entre una variada espesura, y en lugar pintoresco como pocos, se levantan los restos del que fue Real Monasterio de San Bartolomé, primero de los que la Orden de San Jerónimo tuvo en España, y casa madre de la misma durante varios siglo.

La raíz de esta españolísima orden monástica estuvo, pues, en tierra de Guadalajara, y fue plantada por hombres de esta ciudad. Un noble arriacense, don diego Martínez de la Cámara, había erigido una ermita en los cerros que rodeaban a Lupiana, allá por los comienzos del siglo XIV, y en su capilla mayor se había enterrado al morir en 1338. Los patronos de la ermita, que pasaron a ser los alcaldes y concejo de Lupiana, recibieron la petición de un sobrino del fundador, un joven de Guadalajara, de conocida familia de la villa, don Pedro Fernández Pecha, de colocar en su espacio lugar de recogimiento de eremitas. Solicitado al arzobispo toledano, don Gómez Manrique accedió y en aquella altura se instalaron varios ermitaños que, junto a Pedro Fernández Pecha, se dedicaron a la vida comunitaria y de oración. Dispuestos a fundar nueva orden bajo las normas y patro­cinio de San Jerónimo, se trasladaron a Avignón Pedro Fernández Pecha y Pedro Román, y después de varios ruegos recibieron de Gregorio XI la Bula de fundación con fecha del día de San Lucas de 1373, recibiendo de manos del Pontífice el habito, que consistía en «túnica de encima blanca, cerrada hasta los pies; escapulario pardo; capilla no muy grande, manto de lo mismo», y cambiando de nombre en el sentido de adoptar en religión el apellido de la ciudad de que eran naturales, costumbre que hasta hoy han conservado los jerónimos.

El fundador de la Orden, pues, fue fray Pedro de Guada­lajara, quien al llegar a Lupiana, y ayudado de otros animosos compa­ñeros, entre ellos don Fernando Yánez de Figueroa, y su hermano fray Alonso Pecha, se dedico a levantar el primer gran monasterio de la Orden, lanzándose después por toda Castilla a fundar otras casas, y surgiendo en años y siglos posteriores grandes monasterios de la orden jerónima, como los de Guadalupe, la Sisla de Toledo, la Mejorada de Olmedo,, San Jerónimo de Madrid, el Parral de Segovia, Fresdelval en Burgos, Yuste en Extremadura, Belem en Portugal y El Escorial, además de otro centenar de casas. La Orden fue muy poderosa y jugo su papel en la política imperial con Felipe II, quien siempre cuido mucho de consultar a las altas jerarquías jerónimas algunas de sus decisiones, y en Lupiana se entrevisto con el general de la Orden en varias ocasiones. La Orden se disolvió, tras la Desamortización, en 1836, pero en este siglo XX ha vuelto a renacer, contando con varios conven­tos en España, y teniendo ahora su casa madre en el Parral de Segovia.

Al monasterio de Lupiana le colmaron de donaciones y favores los señores de la casa Mendoza. Muchos de ellos hicieron entregas de tierras y solares, de beneficios abultados, y de magnifi­cas obras de arte. Incluso algunos, como dona Aldonza de Mendoza, hermana del primer marques de Santillana, eligió la iglesia monaste­rial para su enterramiento. Los condes de Coruña y vizcondes de Torija quedaron con el patronato de su capilla mayor, que en el siglo XVI abandonaron para trasladar sus enterramientos a la parroquia de Tori­ja. Fue ofrecido entonces el patronato del monasterio al Rey Felipe II, quien lo acepto en 1569, y correspondió dando al monasterio la jurisdicción completa de la villa de Lupiana, y todo su termino. También los arzobispos toledanos favorecieron mucho a San Bartolomé de Lupiana, entre ellos don Alfonso Carrillo, quien en 1472 ordeno levan­tar un claustro de pesado estilo gótico.

Grandes figuras intelectuales de la Orden ocuparon el priorato de Lupiana en el siglo XV: fray Luis de Orche, en 1453; fray Alonso de Oropesa, en 1456; y fray Pedro de Córdoba, en 1468. Cada tres años se reunía el Capitulo General, juntándose los priores de todos los monasterios de España en la Sala Capitular del cenobio alcarreño. En el siglo XIX, al ser vendido en pública subasta, lo adquirió la familia Páez Xaramillo, de Guadalajara, de la que paso a los marqueses de Barzanallana, sus actuales propietarios.

Para el visitante, es de destacar, no solo el lugar bellísimo, muy frondoso, en que se encuentra. Puede admirar aun su patio de entrada, galerías y salones con buenos artesonados, una pequeña capilla, el claustro antiguo, obra en ladrillo, y el claustro grande, más los restos de la iglesia.

El claustro grande, que será el reproducido en el sello de correos que comentamos, es una hermosísima muestra de la arquitectura renacentista española. Fue diseñado, en su disposición y detalles ornamentales, por el arquitecto Alonso de Covarrubias, en 1535. Y construido por el maestro cantero Hernando de la sierra. Presenta un cuerpo inferior de arquerías semicirculares, con capiteles de exuberante decoración a base de animales, carátulas, ángeles y trofeos, y en las enjutas algunos medallones con el escudo (un león) de la Orden de San Jerónimo, y grandes rosetas talladas. Un nivel de incisuras y cinta de ovas recorre los arcos. La parte inferior de este cuerpo tiene un pasamanos de balaustres.

El segundo cuerpo de este claustro consta de arquería mixtilínea, con capiteles también muy ricamente decorados, y los arcos cuajados de pequeñas rosáceas, viéndose tallas mayores en las enjutas. Su antepecho, magnifico, en piedra tallada, ofrece juegos decorativos de sabor gótico. En uno de los laterales se añadió un tercer cuerpo que, si rompe en parte la armonía del conjunto, añade por otra una nueva riqueza, pues figuran columnas con capiteles del mismo estilo, antepecho de balaustres, y zapatas ricamente talladas con arquitrabe presentando escudos. Los techos de los corredores se cubren de senci­llos artesonados, y en las enjutas del interior de la galería baja aparecen grandes medallones con figuras de la orden. En frases de Camón Aznar, máximo conocedor de la arquitectura plateresca española, refiriéndose al claustro de Lupiana, dice que «el conjunto produce la mas aérea y opulenta impresión, con rica plástica y alegres y enjoya­dos adornos emergiendo de la arquitectura», es «obra excelsa de nues­tro plateresco».

De lo que fue gran iglesia monasterial solo quedan los muros y la portada. Fue construido el conjunto a partir de que en 1569 se hiciera cargo del patronato de la capilla mayor el Rey Felipe II, mandando a sus arquitectos y artistas mejores, que entonces tenia empleados en las obras de El Escorial, a que dieran trazas y pusieran adornos en este templo. La traza, lo mismo que la Sala Capitular, es obra de Francisco de Mora.

En la fachada se advierte una portada dórica, de seve­ras líneas, rematada con hornacina que contiene estatua de San Barto­lomé. En lo alto, gran frontón triangular con las armas ricamente talladas de Felipe II. El interior, de una sola nave, culmina en elevado y estrecho presbiterio. La bóveda, que era de medio canon con lunetos, se hundió hacia 1928, lo mismo que el coro alto, a los pies del templo, enorme y amplio. El templo se decoraba, en bóvedas del coro, del templo y del presbiterio, con profusa cantidad de pinturas al fresco, obra de los italianos que decoraron El Escorial. Nada ha quedado, ni siquiera una sucinta descripción, de ellas.

El escudo heráldico de la Diputación Provincial de Guadalajara

 

La ciencia de la Heráldica se ocupa, se ha ocupado durante largos siglos, del estudio de los escudos y emblemas que caracterizan e identifican a individuos, instituciones y comunidades. Y de ese estudio se derivan en muchas ocasiones enseñanzas provecho­sas. No en balde la Heráldica esta considera como una de las ciencias auxiliares de la Historia.

Entre los escudos que pudieran ser de interés en la consideración heráldica de la provincia, y de cuyo estudio llevamos ocupándonos ya bastantes años, hay diversos grupos de relevancia: uno es el de las familias destacadas, o de personajes importantes. Todos ellos nos permiten a veces saber quien encargo un edificio o un reta­blo, que personaje mando grabar una lápida o las líneas familiares que unían a unos con otros elementos de alguna estirpe. Por otra destacan los escudos de las instituciones públicas o de los núcleos de pobla­ción, como los Ayuntamientos, que vienen a darnos en sus emblemas el resumen de su historia y el corazón de sus tradiciones.

De unos y otros ya hemos hablado en ocasiones ante­riores, y probablemente vuelvan a ocuparnos en el futuro. Hoy traigo a esta palestra de lo provincial el tema del escudo heráldico de la primera de estas Instituciones provinciales: la de nuestra Excma. Diputación Provincial de Guadalajara, que posee también su escudo heráldico, sobre el que convendría decir algunas palabras.

Es sabido que la institución de la Diputación Provin­cial se crea en 1812, cuando las Cortes de Cádiz proclaman la Consti­tución española que poco después es sancionada por el Rey Fernando VII. En aquella fecha, fue creada, junto a otras 30 mas, la Diputación Provincial de Guadalajara con Molina, siendo reabsorbido el segundo nombre y formando la definitiva Diputación y Provincia tal como hoy existe. Ya en el siglo pasado preocupo la necesidad de crear escudos heráldicos representativos de las Diputaciones, y de este modo la Real Academia de la Historia recibió el encargo, por parte del Ministerio de Gobernación, de estudiar la estructura y composición de los escudos de las Diputaciones.

De este tema se encargaron don Vicente Castañeda y Alcover, secretario perpetuo de la primera institución histórica de la Nación, y el marques del Saltillo, ambos insignes genealogistas y científicos cultivadores de la heráldica. Y entonces se decidió la composición de estos escudos de las provincias, formándolos con los de los municipios que entonces eran cabezas de partido judicial.

La medida fue entonces muy contestada. Hoy parece que estas cosas importan menos, pero analizadas desapasionadamente vemos que fue una solución injusta y en cierto modo disparatada. Porque entre la gran cantidad de pueblos de una provincia, elegir para repre­sentarla en un escudo los de las localidades que tenían juzgado, era segregar a otras poblaciones, quizás con más habitantes o con mayor relevancia histórica. Por esa razón, podría haberse elegido para poner en el escudo provincial las poblaciones donde había estación del ferrocarril, puerto de mar, o veterinario. En Guadalajara concretamen­te se pusieron las cabezas de partido judicial que luego veremos cuales eran, y se ignoro así poblaciones de importancia humana y económica capitales como Jadraque o Mondéjar, y otras de notable prestigio histórico, como Hita, Uceda o Zorita. Es más, con la remode­lación de los partidos judiciales que se hizo no hace mucho tiempo, y que redujo su número, quedando en la actualidad solamente tres en nuestra provincia (Guadalajara, Sigüenza y Molina), sería necesario plantearse la posibilidad de creación o estructura de un nuevo blasón para Guadalajara.

En nuestro territorio se adoptó, de este modo, un escudo que consistía en nueve cuarteles, dispuestos horizontalmente de tres en tres, y que representan a los escudos heráldicos municipales de Molina de Aragón, Sigüenza, Atienza, Brihuega, Guadalajara capital (situado en el centro), Cogolludo, Cifuentes, Pastrana y Sacedón. Por timbre del escudo, y después de diversas interpretaciones, es general la aceptación de la existencia de una corona real, pues no corresponde la mural por no tener una muralla la provincia, y por haber sido un monarca quien amparara la creación de estas instituciones.

En cuanto al futuro, parece ser que los tratadistas de heráldica local opinan que sería lo lógico prescindir de estos escudos tan densos y prolijos, y adoptar escudos sencillos que podrían ser, o bien los de la capital de la provincia con pieza figura que los sirviera de brisura (algún detalle en el jefe, una bordura o filiera con piezas representativas de la monarquía o de cualquier otro elemen­to muy representativo de la provincia, etc. Incluso se ha pensado en hacer escudos de nueva creación para las provincias. La idea, en cualquier caso, puede parecer atrevida, pero no descabellada: ahí esta el ejemplo de los escudos y banderas adoptados para las Comunidades Autónomas de creación contemporánea, o la decisión de la Provincia de Madrid, que al cambiar su denominación por el de Comunidad Autónoma, ha eliminado su escudo provincial y ha adoptado uno nuevo, que puede ser discutido, pero que encierra indudablemente la capacidad de ser sencillo y fácilmente identificable.

Sea como sea, y mientras los tiempos corran al tenor que los actuales, Guadalajara continuará con su Escudo Heráldico Provincial, en el que lucirán los nueve emblemas municipales de sus antiguos partidos judiciales. Axial, Molina nos mostrará el brazo armado del conde don Alonso, la barra y las ruedas de molino añadidas de las lises borbónicas; Sigüenza nos dirá de su origen aquitano con el águila pasmada y el castillo dorado; Atienza hablará de antiguas potencias a través de su castillo roquero y los símbolos del reino de Castilla al que perteneció como joya primera de su corona; Brihuega nos enseñará el castillo de la Peña Bermeja y las Virgen María entre las mitras de sus obispos; Guadalajara volverá a recordar la gesta de Alvar Fáñez de Minaya la noche del 24 de junio de 1085 en que recon­quistara el burgo a los árabes; Cogolludo traerá los símbolos de Castilla y los La Cerda; Cifuentes evocara la presencia en su altura del conde don Juan Manuel con su castillo del que manan siete fuentes sinuosas; Pastrana entregara su jeroglífico de cruces, espadas y calaveras sobre la plata de su ducal señorío; y en fin Sacedón con­cluirá enseñándonos su castillo potente sobre las dos coronas de laurel de su sacrificada historia.

En este escudo provincial, en definitiva, continuaremos viéndonos y viendo a la tierra entera en la que hemos nacido. Podrá ser discutible, perfeccionable, modificable, su estructura. No cabe duda que, hoy por hoy, es el elemento heráldico que mejor nos dice de tierras, de cielos y de apasionados recuerdos.

El Cristo medieval de Pastrana

 

No hace falta insistir en un aserto que es de todos sabido: Pastrana es uno de los pueblos de nuestra provincia de Guadalajara en los que la historia se densifica y acude en obligada llamada de evocaciones a cada paso que se da por las calles y plazas del pueblo. Y de la mano de esa historia, el arte surge también por doquier, avasallador, espléndido., trayendo en cada pintura, en cada capitel o en cada nota de música el aire del antiguo esplendor de la villa que quiso ser ciudad con los Silva y Mendoza.

Uno de los detalles que menos se han acentuado al hablar del arte en Pastrana, ha sido el Cristo medieval que hoy luce en la antesacristía o vestíbulo del Museo Parroquial pastranero. Quizás porque la fama internacional dé los tapices flamencos ha eclipsado cualquier otro detalle de mérito que pudiera haber en Pastrana; quizás porque las galas del Renacimiento, la evocación de los días imperiales de la Éboli y su marido Ruy Gómez, acallan también cualquier otro momento de la historia de la villa.

El hecho es que, desde hace escasos años, el viajero que busca el encuentro con las piezas de arte que le hablen dé pasados esplendores o momentos del pretérito discurrir de su tierra, tendrá en Pastrana una de sus más cumplidas emociones. Porque fue hace escasos años, que este Cristo medieval de la Colegiata fue recuperado para el arte. Un grupo de buenos pastraneros, dispuestos a rescatar todo lo que de hermoso encierra su villa, encontraron un día, dispersos en un desván de la parroquia, los fragmentos de la que parecía ser un Cristo de toscas proporciones, con una cabeza de dramatismo que prometía formar una figura de enorme interés. Lo llevaron a restaurar y se consiguió, de este modo, recuperar una auténtica joya para el arte alcarreño.

Porque son muy escasos los Cristos medievales que en Guadalajara, e incluso en toda Castilla la Nueva se encuentran. No así en Castilla la Vieja, donde el florecimiento de escuelas escultóricas propias durante la Baja Edad Media, dieron por resultado la producción de bellas piezas entre las que hoy todavía resaltan las imágenes de Cristo que hay en Santa Clara de Palencia, Valencia del Alcor, Tordehumos, las Huelgas de Burgos y Aguilar de Campoo.

Los auténticos Cristos románicos, en tallas grandes, dispuestos a la veneración de los fieles generalmente sobre los altares de las iglesias románicas, abundan en Cataluña. Son piezas de los siglos X al XII, y generalmente representan a Cristo hierático, vivo, despierto, clavado por cuatro clavos a la cruz, y vestido con túnica, coronado. Esa imagen primitiva da paso al Cristo gótico propiamente dicho, que semidesnudo cuelga de la cruz en actitud de dolor, cubierto de heridas, con cara contraída en gesto desgarrado, sin corona, y moribundo si no muerto. Este tipo de imágenes se hacen  en Europa ya en el siglo XII. Aquí en Castilla no llegan a producirse hasta el siglo XIII, y podemos calificarlos como tallas góticas, frente a la bien definida tipología del Cristo románico, de pauta catalana, antes descrito.

Entre los Cristos góticos castella­nos, no cabe duda que el de la Colegiata de Pastrana es uno de los más bellos, uno de los más impre­sionantes en el dramatismo de su composición y presencia. Busca con la tensión de su rostro y la contor­sión de su cuerpo, levantar en el fiel, en quien le contempla, el senti­miento de la piedad. La escultura gótica, como todo el arte del Medie­vo, trata de llevar al ánimo de un pueblo iletrado, orientado en todas sus acciones al merecimiento fren­te a la Vida Eterna, en la que el teocentrismo de la época impulsa, la emoción y el deseo de perfección. La Teología y sus aplicaciones prác­ticas se manifiestan al general de la sociedad mediante imágenes que el arte se encarga de propagar. No in­teresa tanto la perfección técnica como la emoción que produzca. En función de ese sentimiento se talla y se pinta, se construye y se compone.

El Cristo de Pastrana es perfectamente medieval porque a la rudeza de su estructura se añade la emoción que despierta. Muy posiblemente fue tallado para presidir el altar de la primitiva iglesia pastranera, aquélla que promovió la orden militar de Calatrava cuando la repoblación del burgo, en los siglos XII y XIII. Esta imagen de Cristo crucificado, elemento simbólico máximo del cristianismo, ocuparía lugar destacado en el presbiterio, altar y retablo de la antigua iglesia de Pastrana. Cuando llegaron, ya en los finales del siglo XVI, las reformas al templo, por mano de los duques y sus hijos, la talla que entonces sería considerada como muy fea y producto de tiempos de atraso y barbarie sería desarmada y, como por milagro, guardada en un desván para que, siglos después, manos piadosas y beneméritas la recuperaran.

Este recuerdo de hoy hacia una escultura, hacia una pieza de arte alcarreño, puede servir de justificación del inicio de un viaje hacia la ducal villa de Pastrana, en la que, desde este Cristo medieval, puede el curioso dar un repaso a todos los estilos y todos los modos que el hombre ha tenido a lo largo de los siglos de crear belleza y transmitir mensajes por medio de ella. La contemplación del arte pretérito, nos ayuda, en definitiva, a comprender mejor la historia y, por lo tanto, a comprender mejor la realidad.

Última morada para los Mendoza

 

Hoy dedicamos un recuerdo a nuestros antepasados, y en la oración por los difuntos va también la contemplación de sus vidas y de sus muertes, siempre espejos para nuestro discurrir incierto. En esta página de glosas a lo antiguo, de rebusca y conmemoración de antiguos hechos o sus huellas, parece lógico que hoy nos entretengamos en revisar las formas de encontrar su última morada que los Mendoza de Guadalajara tuvieron en siglos pasados. Aunque pueda parecer un poco monótona esta relación, y dada la densidad de notas y documentos consultados para hacerla quizás pueda parecer algo plomiza, debo recomendar su examen atento, pues no va a decir como esta familia alcarreña tuvo siempre la norma de hacerlo todo en nutrida hueste. Hasta enterrarse.

El mas antiguo de los Mendoza guadalajareños fue don Pero González de Mendoza, que murió en la batalla de Aljubarrota, en 1385, a los 45 de su edad. «Llevaronle a enterrar a Alava, donde esta la casa de Mendoza, y alli en la capilla donde yacen sepultados sus mayores le dieron onorifica sepultura», nos cuenta el historiador del siglo XVII Hernando Pecha, que pudo alcanzar a consultar numerosos documentos del archivo mendocino hoy desaparecidos. Su hija menor, dona Juana de Mendoza, murió en 1431, y «fue enterrada en San Francisco, en el entierro de estos señores de el Infantadgo».

Fue el Almirante de Castilla, otro de los grandes Mendoza que asentaron su poder en Guadalajara, don Diego Hurtado, quien fraguo la idea de construir un magno panteón a su estirpe. Y así lo hizo, en el presbiterio de la iglesia conventual de San Francisco de nuestra ciudad (hoy iglesia del fuerte). Don Diego murió en 1405, a los 40 años de su edad, y fue enterrado en el convento de Sant Francisco de Guadalaxara que el avia reedificado y dedicado para su entierro, y fue el primero de los senores de esta casa que estreno aquel honorifico sepulchro donde yazen sepultados sus descendientes. Una hija suya, hermanastra del marques de Santillana, concretamente doña Aldonza de Mendoza, sin embargo eligió otro lugar por morada definitiva. Al finar en 1435 «llevaronla a enterrar a Sant Bartolome de Lupiana, donde yaze sepultada». Hoy se conserva su sepulcro de alabastro en el centro de la principal sala del Museo Provincial de Guadalajara.

El primer marques de Santillana, don Iñigo López de Mendoza, famoso por su obra literaria y política pre‑renacentista, murió en su palacio de Guadalajara el domingo 25 de marzo de 1458. «El Cardenal D. Pedro González de Mendoza, junto con su hermano mayor trazaron un sumptuoso entierro, acompañando el cuerpo difunto al Monasterio de San Francisco, donde fue sepultado».

Otro hijo suyo, don Iñigo López también llamado, primer conde de Tendilla, muerto en 1480, fue enterrado «en su Convento de Santa Ana de Tendilla de la Orden de San Jerónimo». Su hijo el primer marques de Mondéjar fundo el convento de San Antonio de dicha locali­dad alcarreña, aunque el no pudo ser enterrado, como era su deseo, en la capilla mayor, pues muerto en Granada, allá quedaron sus restos. Su deseo se cumplió, sin embargo, para su estirpe.

Otra rama de los Mendoza, los Condes de Coruña, se enterraron en su totalidad en la iglesia parroquial de Torija. Al hablar Pecha de D. Bernardino de Mendoza el ciego, Comendador de Alhanje, y embajador de Felipe II en Europa, dice: «fue su muerte felicissima, enterrose en la iglesia parrochial de la villa de Torija en el entierro de sus antepassados los Condes de Coruña».

El primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, murió en 1479, a los 62 años. Aunque falleció en su castillo del Real de Manzanares, «llevaronle a enterrar a San Francisco de Guadalajara y allí yace sepultado entre sus mayores y ancianos». Su hijo don Iñigo López, segundo duque, murió en su recién construido palacio arriacense, en julio de 1500, a los 62 años, y «enterrose en el convento de San Francisco con sus mayores». Todavía el tercero y cuarto duques fueron allí llevados tras su muerte. Del último dicen los cronistas que «fue enterrado en San Francisco desta ciudad con la Pompa funeral que los señores desta cassa acostumbran».

Don Diego Hurtado de Mendoza, marqués del Zenete e hijo del cuarto duque, murió en 1560, en Toledo, cuando justaba en honor de Isabel de Valois, en una desafortunada caída del caballo, cuando contaba 40 años de edad. «Desde allí aquella misma noche le llevaron a Guadalajara, al Conbento de San Francisco y le enterraron con la grandeza que acostumbran a los señores desta cassa». Sin embargo, a otro marques de Zenete, D. Rodrigo de Vivar y Mendoza, hijo del Carde­nal Pedro González, muerto en 1523, «llevaronle a enterrar a Valencia a su capilla (que es de las ilustres de España) en el convento de Predicadores de Santo Domingo».

El quinto duque del Infantado don Iñigo López murió en 1602. Dicen las crónicas que ese año tañó la campana de Velilla, que cuando lo hacía anunciaba desgracias inminentes. Tenia 65 años, y «enterrose en San Francisco desta ciudad de Guadalaxara».

Ya en el siglo XVII los Infantado tomaron aun más en serio el cometido de juntarse todos en definitivo mausoleo, y así vemos como en 1619, al morir dona Luisa de Mendoza, condesa de Salda­ña, hija de la sexta duquesa doña Ana, la trajeron desde Madrid, en lucido cortejo, y la pusieron en la «Bóveda nueva, en la trasparencia detrás de el Retablo de la dicha iglesia de el Convento de Sanct Francisco». También al marido de la sexta duquesa D. Rodrigo de Mendo­za, muerto en 1587, «hizosele un solemnisimo entierro tal qual se haze de ordinario en esta ciudad a los Duques de el Infantadgo y condes de Saldaña», y añade el cronista Pecha a propósito de este magnate, que «es cosa maravillosa que con aver mas de 64 años que le enterraron al lado derecho de la capilla mayor de el convento de sant francisco de esta ciudad, desde el año de 1587 hasta este año de 1632 esta su cuerpo incorrupto, tractable sin faltarle pelo en la Barba, ni en la cabeza ni dientes ni muela en las quijadas y el Pellejo blando, como si estuviera vivo. Conocióse esto el año de 1629, cuando la duquesa Doña Ana acabó la Bóveda nueva de la Trasparencia de Sant Francisco detrás de el Retablo, que entonces se desenterró el cuerpo de el Conde don Rodrigo su marido, y se halló en la entereza referida y se trasla­do a la bóveda». La propia sexta duquesa Doña Ana de Mendoza, al morir en 1633, recibió solemnes funerales y «enterrose el cuerpo en una Bóveda detrás del altar mayor que hizo para si la duquesa Dona Ana».

Según refiere y resume el historiador Pecha sobre los enterramientos de los Mendoza a lo largo de los siglos, en el presbi­terio de San Francisco «no tenían Bóveda, abrianse Sepulturas en el suelo». Por ello la duquesa Ana «hizo Bóveda detrás del altar mayor en la trasparencia de le Santissimo Sacramento y encima de ella una capillita, si bien pequeña, bastantemente aseada. Hizo un Retablo para el altar mayor excelente obra de ensamblaje y escultoria, muy bien dorado». Dicho altar, ya desaparecido, era móvil, lleno de reli­quias, cuajado de momias y medios cuerpos de santos, huesos, brazos en urnas de cristal… un autentico museo de los horrores.

Cuando terminó dicho enterramiento en forma de bóveda, hizo el solemne traslado de los cuerpos de sus padres, sus dos mari­dos, sus hijos e hijas, y todos sus antepasados. Pero desde entonces, los cuerpos mendocinos parecían estar castigados a sufrir permanente arrebato y alteración. El décimo duque, don Juan de Dios de Mendoza y silva, a finales del siglo XVII, mandó construir un gran panteón ducal (el que hoy, en lamentable estado de abandono se encuentra en la cripta de la iglesia de San Francisco), del que se encargaron los maestros Felipe Sánchez y Felipe de la Peña, entre 1696 y 1728. Otro siglo después, en 1813, los franceses profanaron y destruyeron este lugar, dispersando los huesos de la estirpe de Mendoza por los suelos. En 1859, recogidos buenamente, fueron trasladados a la cripta de la iglesia colegiata de Pastrana, donde hoy descansan de tanto viaje y tanto susto los pocos huesos que les quedan.