Cuando el rey de Francia vino a Guadalajara

viernes, 20 septiembre 1985 0 Por Herrera Casado

 

En estos días que la ciudad entera de Guadalajara vive con ilusión y alegría desbordadas sus Fiestas anuales, de cara al Otoño que se acerca, y en culminación de una serie de preparativos y de trabajos de muchos, quisiéramos poner nuestro pequeño grano de arena en esta ocasión, recordando algo sonado que dio a Guadalajara renombre y fama en tiempos antiguos. Si hoy son los encierros calleje­ros y la animación inusitada de la Fiesta lo que hace llevar de boca en boca, y a muy lejanas distancias, el nombre de Guadalajara, en el siglo XVI también ocurrió un hecho sensacional que sirvió para que nuestra ciudad corriera, en la boca de todos los españoles, allá por el año 1525. Ahora veremos de que manera.

Cuando las guerras europeas de comienzos del siglo XVI (en las que, por motivos no solo relacionados con la defensa de la Cristiandad, sino del comercio y de la hegemonía política) el Empera­dor Carlos I, que era monarca a la vez en España y en Alemania, se enfrento violentamente, en Guerra abierta, contra Francia y su jefe de Estado, el orgulloso y valiente Francisco I, figura típica del Renaci­miento y también gran monarca de la nación vecina.

Corría el año 1525, y luego de una dura y prolongada batalla en Pavía, las armas y la estrategia dieron la victoria al César hispano, quitándole al francés Francisco no solo la victoria, sino también la libertad. Prisionero «el de Pavía», fue traído hasta España en gesto de humillación más que otra cosa. Las dos naciones más poderosas del momento, enfrentadas en una guerra durísima. Y uno de sus jefes de Estado, perdedor, era tomado prisionero y llevado a la capital del reino vencedor, para encerrarle en una mazmorra. Carlos I trajo al rey francés hasta Madrid, y en la Torre de los Lujanes le tuvo recluido una temporada.

En su viaje por España, la sensación que causaba el hecho era desbordante. Lugares mínimos se vestían de fiesta. Señores de todo pelaje acudían a admirar y rendir homenaje a tan grandes personajes, el vencedor y el vencido. La comitiva pasó, ello es lógi­co, por Guadalajara. Varios han sido los cronistas que anotaron enton­ces todo lo ocurrido aquellos días en nuestra ciudad. De uno de ellos, el padre Hernando Pecha, apenas se ha utilizado su información. Esa es la que hoy vamos a recordar, transcrita a nuestro actual lenguaje.

Venía acompañado el Rey francés, entre otros, de diver­sos caballeros alcarreños, cortesanos de don Carlos: el señor de Alarcón era carcelero. Uno de sus capitanes era Hernando de Figueroa, hijo de Hernan Beltrán de Guzmán, que peleó en Pavía. Y otro era Gregorio de Lezcano, alférez del ejército. Acompañaba también Gómez Suárez de Figueroa, capitán de Caballería en Lombardía.

La ciudad entera se volcó en el recibimiento. Llego la comitiva por el camino de Zaragoza y Torija. Subió la carrera de San Francisco, fuera de la muralla, y se formo el desfile junto a la ermita del arrabal del Amparo. Se iniciaba la procesión con trompetas y atabales, y en ella formaron todos los caballeros de Guadalajara, cuajados de joyas, armaduras y caballos enjaezados primorosamente, acompañados de sus pajes y criados vestidos para la ocasión. Dice el Cronista que se puso en marcha la comitiva, y era tan larga, que cuando los primeros tambores entraban por la puerta del palacio del Infantado, todavía había caballeros que no habían salido de la ermita del Amparo.

Acompañaba el cortejo don Iñigo López, conde de Salda­ña, heredero de los estados mendocinos, pues el duque tercero, don Diego Hurtado, ya viejo y muy achacoso de la gota, no podía moverse, y así le sacaron sentado en una silla al patio de su palacio cuando llego la comitiva. Un paje hubo de quitarle la gorra, pues no podía hacer gesto alguno.

Al Rey Francisco de Francia le aposentaron en el Salón de Linages del Palacio, todo el recubierto de riquísimas colgaduras y tapices, y el techo mas que nunca hecho un ascua de oro, brillando el conjunto mudéjar, los escudos, los personajes y las leyendas sobre los frisos de la habitación. El duque recibió pomposamente a todo el acompañamiento, dando de comer con gran abundancia a todos, señores y criados, cuidando de sus caballos y pertenencias.

El siguiente día de la llegada, hubo juegos de canas, cucañas y toros, en la plaza delante del palacio. Solamente participa­ron caballeros arriacenses, pues tantos y tan buenos los había como para estar todo el día en la celebración. Al día siguiente, el entre­tenimiento que preparo el duque fue una «lid de animales feroces», celebrando todos la lucha que mantuvieron un león muy fiero y un toro. Todavía el día siguiente hubo una Justa Real con su Tela, con valiosísimos premios para los justadores, y finalmente se preparo, para el ultimo día, un torneo de a caballo que resulto lucidísimo. Entre todo ello, tardes y noches, se multiplicaron por las calles y plazas los bailes, los saraos, las comidas al aire libre, y las músicas calleje­ras. Guadalajara entera ardía en fiestas como pocas veces se había visto igual.

El Rey francés recibió, para su mayor sorpresa, una serie impresionante de regalos que el duque del Infantado quiso hacer­le: así, don Diego le hizo entrega de magníficos caballos andaluces, telas bordadas en oro, mulas con guarniciones, gualdrapas y reposteros de terciopelo, magníficos pájaros para la caza, como halcones, geri­faltes, zaires y neblíes; dióle también perros de caza, mas joyas, armas y riquezas sin cuento.

Ni que decir tiene que Francisco I de Francia quedo impresionado de tal recibimiento, cuando caminaba prisionero a ser encerrado en un torreón mal dispuesto. Y es fama, por diversos autores que lo han repetido, que el francés no sabía como expresarse ante la magnitud de las atenciones del duque, terminando en decir que el emperador le hacía injusticia (al duque del Infantado) en llamarle como a los otros, duque, sino que le avia de llamar por excelencia Príncipe. Y añadió Francisco que la mayor grandeza que había visto en España, de las cosas del Emperador, era tener tal Vasallo, como el duque del Infantado, y tan lucida ciudad como la de Guadalaxara, poblada de tanta caballería y nobleza.

La «propaganda política» que este recibimiento supuso al imperio español, fue premiada poco después por el Cesar Carlos entregando al duque Mendoza el Toisón de Oro, condecoración que muy pocos príncipes de la nobleza europea ostentaban hasta entonces. Fue sin duda un momento espléndido en la vida de la ciudad: una fiesta que Guadalajara desarrollo espontáneamente y que, por deslumbrar al rey de los franceses hizo que la historia de nuestra patria chica quedara mas alta y mejor compuesta.

En días como estos en los que hoy corren, de fiesta y divertimento, estos recuerdos son siempre expresivos de una corriente que, afortunadamente, no se agota. Pero que tampoco se inventa.