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agosto, 1985:

Maranchón, arte e historia

Incluso entre nuestros paisanos alcarreños, que mas o menos conocen la tierra provincial que les alberga, hay quien de Maranchón solo sabe que es pueblo, ‑o puerto de montaña‑ frío y vento­so, porque muchos inviernos su nombre suena en la lista que el «hombre del tiempo» da con los puntos que la nieve obliga a pasar con cadenas. Y sin embargo, Maranchón es un pueblo de nuestra provincia, ahora en verano animadísimo y muy dinámico, que tiene los suficientes elementos de interés como para que le dediquemos un momento en leer y retener los datos que este «Glosario», en las vísperas ya de sus tradicionales fiestas de la Virgen de los Olmos, le quiere dedicar.

El origen de Maranchón es remotísimo. Probablemente en la época de los celtiberos, que tanto abundaron por estas alturas de las serranías ibéricas, ya existía allí un habitáculo. Se ha encontra­do una importante necrópolis de la Edad del Hierro en Clares, cerca de Maranchón. Lo cierto es que el pueblo, como tal, nació en la Edad Media, tras la reconquista de la zona a los árabes, y desde el princi­pio quedo incluido en el alfoz o Común de Villa y Tierra de Medinace­li, localidad y fortaleza de gran valor estratégico dominando el río Jalón, que durante los siglos bajomedievales jugo un importante papel en la estrategia de las luchas hispano‑árabes.

En el siglo XV, siempre dentro de la misma jurisdicción territorial, Maranchón quedo bajo el dominio, en ocasiones severo e impenetrable, de los condes de Medinaceli, que en el siglo XV elevaron su titulo al de duques del mismo apelativo. A lo largo de los siglos, Maranchón fue tomando un auge económico que cristalizo en el siglo XVIII, cuando pidió al Rey la prerrogativa de poder ser Villa con jurisdicción propia, cosa que consiguió merece da una Cedula de Carlos III de Borbón, extendida el ano 1769, en que concedía a Maranchón el titulo de Villa, eximiéndola desde entonces de la jurisdicción de Medinaceli.

En esa ocasión, el pueblo alborozado realizo la serie de actos que era costumbre poner en practica con tal motivo, siendo uno de los mas sonados la colocación de una Horca en el Cerro del Llano, y una Picota con una cruz de hierro y cuatro escarpias en el lugar llamado Las Heras. Aun poco después, en 1808, llego un Privile­gio del monarca Carlos IV, concediendo a la Villa la prerrogativa de poder celebrar mercado semanal los viernes, y gran Feria anual del 8 al 12 de septiembre, que pronto se vio muy concurrida.

A partir de ese momento, el crecimiento y desarrollo económico y social de Maranchón se hizo imparable. La trata del ganado se hizo ocupación no ya fundamental, sino única, para muchos de sus vecinos, que recorrían España entera con sus ganados, en ofertas y demandas que les permitieron prosperar deprisa. La Feria septembrina maranchonera era una de las más concurridas y esperadas de Castilla, aunque no quedo limitada a esa temporada el movimiento trajinante y comercial de sus moradores. El dinero que con estos motivos afluía al pueblo posibilito su crecimiento, la erección de edificios a cual mas suntuoso, hasta el punto de que los vecinos, en el siglo pasado, pugnaban por levantar las casas mas señoriales y confortables. La guerra mundial de 1914‑1918 asesto un duro golpe a este sistema de vida maranchonero, y tras la Guerra Civil española, la atonía hizo cambiar por completo las normas de vida de sus gentes, en gran canti­dad emigradas a otros lugares de la Península.

¿Cómo era Maranchón en tiempos antiguos? Según la des­cripción que el viajero italiano Cosme de Médicis realizo en 1668, cuando su Viaje por España, existía un gran abrevadero de ganado y un amplio prado en la actual plaza del Charco, encomiando este lugar por su belleza. En el siglo XVIII se construyo la iglesia parroquial, que fue llenándose progresivamente con gran acopio de retablos de estilo barroco.

Ya a finales del siglo XIX se construyeron otras diver­sas obras publicas que embellecieron la población a la par que lo hacían sus vecinos construyendo hermosas mansiones de aire capitalino. La torre cívica por un lado, y la Lonja del mercado por otro, dieron a la villa un aire señorial.

Las fiestas fueron siempre muy esperadas y celebradas con gran animación en Maranchón. Entre 1914 y 1915 se construyo la Plaza de Toros, una de las primeras que en fábrica tuvo nuestra pro­vincia. SE inauguro el 8 de septiembre de 1915. En estas fiestas tan sonadas se enaltece a la patrona de la Villa, la Virgen de los Olmos, que según la tradición se apareció a un ganadero en lo alto de una sabina. Era el ano 1144. En la mano derecha, dice la tradición, la Virgen Maria portaba al Niño Jesús, y en la izquierda llevaba una rama de olmo. Parece ser que estos arbolotes de tanta tradición en Maranchón, a pesar de la plaga que actualmente hace enfermar y morir a todos los de su especie, están lozanos y fuertes, como si la benéfica cercanía de la Virgen los defendiera.

Una de las características folclóricas maranchoneras, que debe conocer quien busque la autenticidad de la tierra, son sus bailes típicos, concretamente el «del Pollo», que es tradición bailar­lo el día de San Pascual Bailón, patrón del pueblo. Se trata de una danza en la que se mezclan características del folclore castellano, aragonés y aun extremeño. Se baila entre seis parejas vestidas con el traje típico del pueblo, de tradición serrana.

He dejado para el final un tema que a buen seguro ha de gustar en Maranchón, y es que recientemente se han iniciado, por parte de su dinámico Alcalde, las gestiones para dotar a la Villa de un Escudo Heráldico Municipal que pueda representar y simbolizar a Maranchón allá donde aparezca. Y en ese sentido, se ha diseñado un escudo que contempla, por una parte, los olmos que dan nombre a su Virgen Patrona, de verde sobre campo de oro, y por otra las armas de sus seculares señores, los duques de Medinaceli, los La Cerda de ascenden­cia francesa, que ponen sus tres lises de oro sobre un fondo de azul oscuro. En todo caso, es una muestra más que evidencia la preocupación y el deseo que existe en Maranchón por rescatar su historia y sus tradiciones, y en ese camino de respetar el patrimonio de un pueblo, ser cada día mejores y más prósperos.

San Antonio de Mondéjar, maravilla del arte

 

La provincia de Guadalajara, repleta a rebosar de obras de arte y de un patrimonio histórico‑artístico que, a pesar de ser poco conocido todavía, puede competir favorablemente con el de cualquier otra provincia española, nos sorprende cada día, cada semana, con una joya o un paisaje, con una leyenda o con una tradición increíbles. Vamos a viajar esta semana hasta la localidad alcarreña de Mondéjar, donde un solo monumento, y este en ruinas, hará que los ojos de cuantos aun no hayan contemplado tal maravilla se froten incrédulos.

La ilustre familia de los Mendoza, que tantas paginas de gloria y arte han escrito por los serpenteantes y pardos caminos de la provincia de Guadalajara, arribo durante el siglo XV a este lugar de Mondéjar, gracias al casamiento que Pedro Lasso, hijo del marques de Santillana, hizo con Juana Carrillo, heredera del estado. Por medio de sus hijas Catalina y Marina, paso a los condes de Tendilla, de cuyo tronco surgió en 1512 este marquesado de Mondéjar como una rama más.

Fue primer marques el que desde muchos anos antes ostentaba el titulo de Conde de Tendilla en su segunda edición: don Iñigo López de Mendoza, conjunto de nombre y apellidos que se repite machaconamen­te en el ampuloso desfilar del linaje, y que no le fue a la zaga a su antepasado del mismo nombre, gran guerrero y político en la Castilla de Juan II y Enrique IV, autor de las inmortales Serranillas. Este del que ahora tratamos fue durante varios anos embajador en Italia por mandado de los Reyes Católicos, y en una de sus múltiples platicas con el Papa Inocencio VIII, logro su firma para el Breve y correspondien­tes licencias con las que dotar de un convento de franciscanos a su villa de Mondéjar, sin duda añorada desde las insalubres ciénagas romanas.

Aunque volvió a la Ciudad Eterna en 1487, hasta el 5 de mayo de 1489 no se puede considerar fundado este convento que llevaría por titular a San Antonio, pues en esta fecha extendió su testamento don Iñigo. En el dejaba grandes donaciones para su edificación y posterior sostenimiento, a la que también contribuyo con gran liberalidad su hermano don Diego Hurtado de Mendoza, cardenal y arzobispo de Sevilla.

El convento fue situado a un par de kilómetros del centro del pueblo, en dirección norte, levantándose a la par la residencia de frailes, (que a finales del siglo XVI llegaron a sumar unos cuarenta) y la suntuosa iglesia. En la actualidad solo quedan las ruinas de esta, pues el edificio conventual, demolido cuando la Desamortización, sirvió para que con sus piedras se levantara la plaza de toros monde­jana.

La iglesia fue levantada entre el referido año de 1489 y el de 1508 en que al parecer se encontraba ya concluida. Forma entre el selecto grupo de edificios protorrenacentistas que, adelantándose a su época, introdujo en España el arquitecto Lorenzo Vázquez de la mano de la familia mendocina: el hospital de la Santa Cruz en Toledo; el palacio de Don Antonio de Mendoza en Guadalajara; el de los duques de Medinaceli en Cogolludo, y este convento de Mondéjar, son las huellas indelebles de los primeros gestos del plateresco castellano.

La importancia de las ruinas de esta iglesia mondejana, se justifica con un solo dato: ya en 1921 fueron declaradas Monumento Nacional, por considerar entonces, a instancias del sabio Gómez‑ Moreno, que San Antonio de Mondéjar era, con mucha probabilidad, el mas antiguo edificio renacentista de toda España.

Era su fábrica de mediano sillarejo, con muros lisos refor­zados por contrafuertes. De una sola nave, con coro alto a los pies. En el muro del testero, que aun queda en pie, se ven como los apeos superiores se constituyen por pilastras finísimas, recuadradas con molduras, y corrido encima un entablamento muy pobre y sin talla; los capiteles llevan estrías, volutas acogolladas y una flor en medio. Los tímpanos, de arcos muy apuntados, del testero, aparecen ocupados por grandes escudos dentro de laureas: el central muestra la cruz de Jerusalem, recuerdo del Cardenal Mendoza que ostento ese titulo carde­nalicio; y a los lados las armas del fundador, don Iñigo López, que son las de Mendoza sobre una estrella y con la leyenda BVENA GVIA adoptada por los Mondéjar, mas las de su mujer dona Francisca Pacheco.

La portada del convento mondejano de San Antonio se mantiene como por milagro. Consta de un gran arco semicircular con varias arquivoltas cuajadas de fina decoración de rosetas, hojas, bolas, etc., apoyadas en casi desaparecidas jambas con similar ornamento, en las enjutas del arco, y acompañados de plegada cinta, los escudos del matrimonio fundador. Todo ello se escolta por dos semicilíndricos pilastrones cubiertos de talla vegetal y rematados en compuestos capiteles. El entablamento es riquísimo, ocupado por un friso con delfines, atados en parejas por sus colas, y cabezas de alados queru­bines, además de varias series de bolas y dentellones. Encima va un amplio arco, que no llega a ser semicircular, con candeleros a sus lados, y por frontispicio se ve una especie de gablete con molduraje de cornisa. El arco esta ocupado por una pequeña imagen de Nuestra Señora con el Niño en brazos, sedente, sobre gran medallón avenerado circular, al que ciñen cornucopias con estrías y cintas plegadas. El fondo del gablete se llena de robusto follaje que orla el aro del tímpano; se trata de una especie de cardo espinoso, muy revuelto y con gran palmeta enmedio, cargada de grano, quizás una mazorca de maíz, similar en todo a las que circuyen el arco de la puerta en el palacio ducal de Cogolludo.

La iglesia gozo en su adorno de importantes donaciones de los marqueses: sedas y oros y vasos sagrados fueron llegando hasta el completo acopio. La capilla mayor, aunque reservada para el enterra­miento de su fundador don Iñigo, quedo siempre vacía, por haberse topado con la muerte en Granada, donde ejerció de gobernador militar de la recién conquistada plaza. Su hijo, el segundo marqués de Mondéjar, don Luis Hurtado de Mendoza, si fue enterrado en el convento franciscano de San Antonio, y su sepultura y posibles restos mortales fueron levantados hace escasos anos, cuando se ejecutaron unas breves obras de consolidación del muro del fondo.

La riqueza del convento de mínimos mondejanos fue siempre proverbial. Muy beneficiado por sus protectores los marqueses, los frailes se dedicaron con holgura a los rezos y al ejercicio de la caridad. Incluso pusieron Estudios de Artes y Teología con el fin de enseñar a aquellos habitantes del pueblo interesados en esos temas. La desaparición del convento de San Antonio ocurrió a raíz de la cuarta decena del siglo XIX, tras la Desamortización de los bienes eclesiás­ticos por el Estado liberal. La venta del edificio y sus pertenencias, una vez que los frailes que lo ocupaban se marcharon, acabo con todo vestigio del esplendor artístico que ofrecía. Hoy quedan, al menos, esos dos paredones cubiertos de afiligranada talla, que nos habla con elocuencia de pasadas glorias. Bien merece una visita Mondéjar, aunque solo sea por contemplar la ruina esplendorosa de San Antonio.

La ruta del románico rural en Guadalajara

 

Entre los múltiples proyectos que en orden a, alentar y potenciar el turismo, ‑tenedlo siempre en cuenta como uno de los elementos de cultura y libertad humanas‑ a través de la provincia de Guadalajara, nuestra Diputación Provincial viene realizando desde hace ya algunos años, se encuentra la edición de unos folletos de divulgación y propaganda de diversos pueblos, comarcas y rutas que se ofrecen de cara a un turismo de primera instancia, a quien nada sabe de Guadalajara y desea empezar por alguna parte.

Entre esos folletos, (ninguno de ellos va firmado, aunque todos tie­nen su autor, Y todos los autores tienen su corazoncito) se publicó uno mío que titulé la Ruta del Románico Rural de Guadalajara, con el deseo de que sus breves pinceladas sirvieran para animar a muchos al viaje y la aventura que supone conocer los viejos, los viejísimos Monumentos de Guadalajara. En estas horas de oferta de excursiones, de lanzamientos a la lejanía, por bien poco dinero y un esfuerzo que siempre será recompensado, ofrezco a mis lectores hacer esta «Ruta del Románico Rural» de Guadalajara. Algo inolvidable, con certeza.

Si hubiera que elegir un estilo artístico, de los varios que ha tenido el occidente europeo, a lo largo de los últimos veinte siglos, como más representativo de la provincia de Guadalajara, este sería sin lugar a duda el románico rural, pues no sólo por ser el más numeroso, sino por presentar unas ciertas características de peculiaridad en todo el ámbito castellano, le confiaron el papel de estilo figura o norma artística, rural y sencilla, popular y verdaderamente identificada con el pueblo en que asienta.

Pueden hallarse todavía más o menos conservados en su totalidad o en parte, un centenar de iglesias de estilo románico por los pueblos de la provincia de Guadalajara. Algunas muestran el influjo directo de la arquitectura medieval castellana de en torno al Duero, y otras presentan unos caracteres propios muy singulares. En muchas de ellas surge la gran galería porticada adosada al muro meridional del templo, con capiteles, canecillos y otros detalles iconográficos de gran relieve. En otras, sencillamente, es la simple portada de arcos semicirculares, o el simple ábside orientado a levante, lo que tienen de común con el estilo románico pleno. En todos los edificios de esta tierra, sin embargo, luce con fuerza el carácter puro, la seña cierta del Medievo.

La época de construcción de estas iglesias es generalmente el siglo XII, pues en esa centuria tiene lugar la repoblación del territorio, poco antes conquistado a los árabes, por parte del reino de Castilla. Los yermos campos se pueblan con gentes venidas del norte, y Van surgiendo aldeas y edificios religiosos. Nace así el románico rural, popular al máximo, que hoy todavía puede admirarse en su ambiente genuino.

Una primera ruta del románico de Guadalajara ha de partir desde Saúca, pueblecillo situado en el km. 130 de la carretera radial II de Madrid a Barcelona, en plena Serranía del Ducado. Este templo parroquial es ejemplo singular del estilo: maciza presencia de sillar rojizo, con fuerte espadaña a poniente, portada semicircular de entrada, ábside poligonal a levante, y magnífica galería porticada que rodea el templo por el sur y poniente, con múltiples arquillos semicirculares, apoyados en capiteles singulares, con bonitas hojas, tracerías y aun figuras humanas y animales. En el interior hay una gran pila bautismal de la misma época.

Una carretera local sigue hacia Sigüenza. Pasado el pueblo de Estriégana, debe torcerse a la izquierda, por una carretera estrecha que lleva hasta Jodra del Pinar, brevísimo caserío en el que el viajero admira su antiguo y perfecto templo parroquial, en el que como un milagro se muestra toda la tradición arquitectónica del Medievo castellano galería porticada al sur, con capiteles de hojas de acanto;’portón con arquivoltas semicirculares; gran espadaña triangular a poniente; ábside de semicírculo a levante, y un interior de fuertes arcos formeros, con entrada al breve y alto presbiterio. Parecen no haber pasado los siglos sobre este edificio.

Más allá, en el valle del Henares, asienta Sigüenza, ciudad en la que toda maravilla del arte es posible. La catedral comenzó a construirse en el siglo XII, y así son románicas sus puertas occidentales, su acceso meridional, y un gran rosetón sobre el muro sur, verdaderamente único en su género. Por la ciudad alta surgen otras iglesias románicas: Santiago, con portón semicircular de decoración mudejarizante, y San Vicente, con portada muy similar y también bella. Ambas son iglesias de tipo urbano.

Siguiendo la carretera comarcal 114, pronto se alcanza, en un ramal a la derecha, el pueblecillo de Pozancos, en el que ha de admirarse su antiguo templo parroquial, que conserva plenamente el aire románico, reflejado concretamente en su arcada de acceso, con bellos capiteles foliados, y el ábside semicircular. Frente a la carretera que nos llevó a Pozancos, arranca otra que conduce a Palazuelos y de ahí a Carabias, donde surge otra iglesia de singular encanto, poseedora todavía de una gran galería porticada, orientada sobre tres de sus costados, con numerosos arquillos y capiteles de tema vegetal.

Sigue la ruta hasta llegar a Atienza, la alta villa medieval resguardada a la sombra de su castillo. Por las callejas del burgo, y aun por sus alrededores inmediatos, van surgiendo las iglesias que han sobrevivido al paso de los siglos. Aquí hubo, durante la Baja Edad Media, más de una docena de templos, de los que aún hoy el viajero puede contemplar cinco, y en este orden: al final de la calle principal del pueblo, una vez cruzada la espléndida Plaza del Trigo, se admira la iglesia de la Santísima Trinidad, en la que destaca el ábside semicircular, cuajado de ventanales, impostas, canecillos y capiteles de rica ornamentación. Camino arriba, hacia el castillo, se alcanza la iglesia de Santa María del Rey, que hoy sirve de cementerio, y que muestra dos extraordinarias portadas: en la principal lucen sus arquivoltas más de un centenar de figuras, y en la del norte surgen frases en caracteres latinos y cúficos de alabanza a Dios. En la parte baja de la villa se visitará la iglesia de San Gil, que muestra de románico su ábside semicircular, y ya casi en el valle ha de verse la iglesia de San Bartolomé, precedida de un bello pórtico con portón, y un interior de gran carácter; Y más allá aún, la ermita de Nuestra Señora del Val, en la que destaca su portada, con arquivoltas ocupadas por curiosos personajes contorsionistas o saltimbanquis del Medievo. Para contemplar el interior de estas iglesias, es necesario ponerse en contacto previamente con el sacristán o el párroco.

De Atienza hay que seguir, por la carretera comarcal 114 hacia Ayllón y Aranda. Se visitará primero la ermita de Santa Coloma en Albendiego, quizás el más bello templo románico de la ruta y de la provincia toda. Está aislado en el campo, entre arboledas densas. Perteneció a un antiguo monasterio de canónigos agustinianos. Tiene una espadaña triangular a poniente, un espléndido ábside semicircular a levante, con columnas adosadas en haz, y tres ventanales ocupados por variadas celosías caladas con tracerías mudéjares. El interior es impresionante, con presbiterio central, de piedra vista, y capillas laterales, todo ello cuajado de vistosos capiteles del estilo. Hay que pedir la llave en el pueblo.

Subiendo ya al alto llano de la sierra de Pela, se visitará la iglesia parroquial de Campisábalos, en laque se admira su atrio porticado; su portón grandioso, cuajado en sus arquivoltas de tracerías mudejarizantes; y su ábside semicircular, con vistosa serie de canecillos. El interior es magnífico, mostrando su presbiterio de piedra vista, con cúpula sobria de la que cuelga un crucifijo. Adosada tiene la capilla del caballero San Galindo, que muestra también bella portada románica, y en su muro sur tallado un «mensario» con representación gráfica de los doce meses del año, con las faenas agrícolas y ganaderas practicadas en el lejano siglo XII Su interior es también merecedor de ser visitado.

Al final del trayecto, en un apartado rincón serrano, Villacadima surge como fantasmal pueblo abandonado, en cuyo centro se alza ya a medio derruir, su iglesia parroquial, del más puro estilo románico rural. Se accede a ella a través de un amplio atrio descubierto, y llama la atención del visitante la gran puerta de entrada, de arcos semicirculares en degradación, tallados con diversos temas geométricos de raíz mudéjar.

La Universidad de Sigüenza

 

Estalla hoy Sigüenza en alegrías y bullangas. No es para menos, teniendo en cuenta ser este 16 de agosto el día dedicado a San Roque, el peregrino patrón de los seguntinos. Antes y después sobre­vendrán los más diversos festejos, desde lo taurino a lo musical, desde lo religioso a lo cultural. Pero en estas jornadas de fiesta y alegría, Sigüenza mantiene su dignidad de burgo antiguo y cargado de historias. En esta ocasión, y como un homenaje a la Ciudad Mitrada, ahora que los cursos de verano de la Universidad de Alcalá de Henares van poco a poco cuajando y revitalizando una perdida pero efectiva tradición de siglos, expongo en las breves líneas de este Glosario la historia de su Universidad, una de las instituciones mas característi­cas seguntinas.

Una de las instituciones que a lo largo de los siglos ha dado más prestigio a la ciudad de Sigüenza, ha sido la Universidad. El precedente de dicha institución científica fue el Colegio Grande de San Antonio de Portaceli, fundado en 1476 por un canónigo seguntino, don Juan López de Medina, arcediano de Almazán. Extramuros de la ciudad, sobre un altozano en la orilla derecha del río, donde hoy asienta la estación del ferrocarril, se puso humilde edificio que fue ampliándose paulatinamente. Las Constituciones primitivas del Colegio fueron aprobadas por el Papa Sixto IV en 1483 y promulgadas el 7 de julio de 1484. Hubo luego adiciones y reformas, hechas por el propio fundador unos años después por el Cardenal Mendoza en 1489, y por el Cardenal Carvajal en 1505.

Esta fundación la entregó López de Medina a los jerónimos, en 1484, para que ellos fueran los administradores del centro. Se instituía así monasterio y Colegio en este se darían clases de Teolo­gía, Cánones y Filosofía a cargo de «lectores» de esos temas. Ensegui­da se añadió por el fundador una casa aneja que sirviera de colegio para 13 clérigos pobres. Además estableció en el piso bajo un «Hospi­tal de Donados» para que en el se mantuvieran cuatro pobres, sexagena­rios. En esta fundación, tan curiosa, se deba vida conjunta a tres de los ideales mas queridos del Medievo se alzaba un monasterio (para la religión), un colegio (para la ciencia), y un hospital (para la cari­dad).

La intención del fundador era la enseñanza de Teología y Filosofía a los clérigos. El número de trece colegiales, con uno de ellos como rector, lo hizo en recuerdo de Cristo y sus apóstoles. Nombro patronos del Colegio al Deán y Cabildo de Sigüenza, así como al prior del monasterio jerónimo anejo. Las condiciones que se ponían para entrar de colegial, eran las de tener al menos 18 anos, ser tonsurado, virtuoso y hábil para la ciencia y el estudio. Desde el primer momento, en las adiciones del fundador, las Constituciones cuidaron mucho la información previa genealógica y de limpieza de sangre de los colegiales, que vestían «ropón de paño pardo con capu­cha» en recuerdo de San Jerónimo, San Francisco y San Antonio.

Aunque en la idea primitiva de López de Medina, estaba ya la creación de una Universidad, esta no se llevo a cabo hasta unos anos después, con la solicitud que el Cardenal don  Pedro González de Mendoza hizo al Papa Inocencio VIII, y este contesto afirmativamente con Bula de abril de 1489. De esta manera, el primitivo Colegio de San Antonio alcanzaba la posibilidad de conceder grados de bachiller, licenciado, maestro y doctor en las materias impartidas. En un prin­cipio, estas fueron la Teología, las Artes y los Derechos. Los cate­dráticos tenían que ser canónigos del Cabildo. Mas tarde, en 1540, se crearon las cátedras de Vísperas de Teología, Filosofía y Lógica. Desde el principio, el único libro de texto que se utilizaba en la universidad de Sigüenza, para todas las facultades, era la «Summa Theologica» de Santo tomas. En 1551 se crearon nuevas facultades: las de Derecho (canónico y civil) y Medicina. Durante la época de creci­miento y esplendor de esta Universidad, el siglo XVI en toda su exten­sión, además de las cátedras se fundaron academias, y en todas ellas impartieron enseñanzas valiosas figuras de la ciencia renacentista: Pedro Ciruelo enseñó filosofía; Fernando de Vellosillo, Vísperas de Teología; Pedro Guerrero, la Teología; el primer catedrático de Medi­cina fue el doctor Juan López de Vidania. Una de las causas por las que esta institución era preferida a otras de Castilla, estaba en que era la mas barata en lo relativo a derechos de exámenes.

Situada desde su fundación en las afueras de la ciudad, en la orilla derecha del río, quiso el Cardenal Mendoza trasladar la Universidad a lugar mas céntrico, dentro de las murallas, en la ciudad eclesiástica. Pero los monjes jerónimos se opusieron. Ello retraso mucho su posible desarrollo, por la incomodidad que suponía, para profesores y estudiantes, desplazarse a diario hasta su recinto. Constaba el antiguo edificio de un gran patio con fuente redonda central, a donde daba el monasterio, el «general» o aula principal, y alrededor se abrían otras aulas, la biblioteca, el archivo, refecto­rio, cocinas, mas la capilla, estando en los pisos altos los dormito­rios de los estudiantes.

A partir del siglo XVII se inicio la decadencia de la insti­tución. La calidad de la enseñanza bajo, quedando anticuada. Hubo numerosos pleitos por cuestiones protocolarias. Tuvo cada vez menos estudiantes y mas reducida renta, por lo que en ocasiones rozo la bancarrota. Fue el Obispo Bartolomé Santos de Risoba quien promovió el traslado de la universidad a la ciudad, realizándolo en 1651. Elevo un nuevo y grandioso edificio barroco (hoy Palacio Episcopal) para albergar aulas y dependencias. Ya en el siglo XVIII, en 1752 hubo que añadir dos cátedras nuevas a la única existente de Medicina, para evitar el cierre de esa facultad. Las reformas de Carlos III llegaron a la Universidad de Sigüenza, que ya agonizaba: en 1771 hubo que cerrar tres facultades: Leyes, Cánones y Medicina, por falta de alum­nado y dotaciones.

Por la influencia de la Universidad, se crearon en Sigüenza algunos Colegios: así el de San Martín, creado en 1618 por el racione­ro molinés Juan Domínguez; el de San Felipe (o de Infantes) creado en 1641 por el Cabildo para acoger a niños y educarlos, y el de San Bartolomé, fundado en 1651 por el Obispo Santos de Risoba, y que fue el primer Seminario de la Diócesis.

Las reformas de 1807 suprimieron la Universidad de Sigüenza. En la ocasión de la Guerra de la Independencia, los colegiales se unieron a un batallón que peleó en la contienda contra los franceses. En 1814 se restauro la institución, que quedo reducida a Colegio en el plan Calomarde de 1824, siendo clausurada definitivamente en 1837. El espíritu universitario, sin embargo, ha pervivido en Sigüenza, y hoy cuenta  ‑con los antecedentes de numerosos cursos, jornadas y activi­dades de alto rango científico‑  con todas las posibilidades para servir de «Universidad Estival» a cualquiera de las instituciones madrileñas que aquí podrán ampliar  ‑en favorable ambiente de tradi­ción, clima e infraestructura‑  sus tareas docentes durante el verano.

Aunque hoy, día de San Roque, patrón de Sigüenza y lo segun­tino, en plena efervescencia la alegre Fiesta de la ciudad, no es el momento apropiado para hablar de historias y pretéritos aconteceres, si que creo interesante dar estas pinceladas de historia local, para demostrar que esa bien ganada fama de ciudad viva pero densa de leyen­das y realidades es, ‑Sigüenza eterna‑ el paradigma del burgo hispano, el resumen cabal de la ciudad virtuosa.

Almoguera, 900 años de historia

 

En este año que se conmemora el Noveno Centenario de la Reconquista de Guadalajara a los árabes, han sido muchos otros los lugares de la Alcarria y de toda la provincia de Guadalajara que también han cumplido en su vida histórica este aniversario de importancia. Uno de ellos ha sido la localidad alcarreña de Almoguera, que con diversos actos lo ha conmemorado, no siendo el menor de ellos la edición, por parte de la Excma. Diputación Provincial, de un libro referente a la historia de esta villa, y que, escrito por Plácido Ballesteros y Ricardo Murillo, ha de ver muy pronto la luz publica.

Recordaremos ahora algo de lo relativo a la historia de Almoguera, en muy breves pinceladas divulgativas. Su nombre, de origen árabe, ya expresa el valor que desde un principio tuvo esta villa, cercana a la orilla derecha del río Tajo, y puesta en un altozano dominante: «el monte, el cerro», esa es la etimología de Almoguera. Se sabe que en la época de la dominación árabe contó ya con una importan­te población, contando además con una rica y poblada aljama judía, que alcanzo a ser una de las más ricas de toda la Alcarria. La villa, custodiada por un castillo y rodeada de muralla, centro la actividad de la Baja Alcarria, y precisamente por eso fue uno de los bastiones importantes a reconquistar en la Campana de Alfonso VI contra el Reino de Toledo. Precisamente en la obra historia «De Rebus Hispaniae» del arzobispo toledano Rodrigo Ximénez de Rada, se menciona a Almoguera entre las poblaciones que el ejercito castellano reconquisto en 1085.

A partir de este ano, ya la villa entre las perlas de la corona alfonsí, recupero e incluso aumento su importancia estratégica, siendo protegida en adelante por todos los monarcas castellanos. Se reedificaron y ampliaron sus murallas y castillo. Y ya en los comien­zos del siglo XII, Alfonso VII la hizo Villa, creando en su derredor un Común de Villa y Tierra, amplio y rico, que incluía en su extenso alfoz a las actuales villas de Albares, Brea, Driebes, Mazuecos y El Pozo, y los hoy despoblados de Araduéniga, Fuentelespino, Valdelmena, Fuembellida, Daharros, Santiago de Velilla y Conchuela.

Este alfoz almoguereño, de rápido crecimiento y potencia, fue entregado en el ano 1175 por Alfonso VIII a la Orden de Calatrava, en un intento de engrandecer y fortificar a este institución militar, importante sostén de su reino. Pero no muchos anos después, concreta­mente en 1257, Almoguera volvió a ser de realengo, siendo el Rey Alfonso X el Sabio quien la recupero para la Corona, entregando a la Orden calatrava, en cambio, su villa y castillo de Sabiote, en la provincia de Jaén.

A partir de entonces, este monarca ayuda aun mas a Almogue­ra, entregándole en 1263 unos privilegios que hicieron de la villa alcarreña un lugar de preferente instalación de colonos y repobla­dores. En ese año, el monarca castellano entre a la Villa el Fuero Real y la concede que la Feria del Día de la Cruz de Mayo, que duraba un día y se celebraba en la cercana aldea de Santa Cruz, durara a partir de entonces ocho días y se celebrara en Almoguera, añadiendo la exen­ción de pechos y de portazgos para todos cuantos participaran en ella. Este tema de la concesión de Ferias y exención de impuestos a sus participantes fue, obviamente, uno de los motores que dieron fuerza a algunas villas en el Medievo. Y Almoguera fue una de ellas.

Entonces desarrollo aun más su población y caserío. Se erigieron dos parroquias (Santa Cecilia y San Juan), y las apretadas filas de sus milicias sirvieron con gloria en las guerras andaluzas de la Reconquista. La tradición asegura que en la batalla de las Navas de Tolosa se encontraron numerosos vecinos de Almoguera, entre ellos un tal Domingo Pascual, Canónigo toledano, portaestandarte del Arzobispo Ximénez de Rada en la pelea.

En 1344, Alfonso XI vuelve a entregar Almoguera a la Orden de Calatrava (cambiándola por Cabra y el castillo de Saravia). Desde entonces, la villa bajoalcarreña fue una de las más ricas Encomiendas de la Orden militar. Concretamente, en 1391 residía allí el Maestre, jefe absoluto de la Orden, fray Gonzalo Martín. Siglos después, y concretamente en 1538, fue cuando el Emperador Carlos I desmembró Almoguera de la Orden calatrava, con permiso de enajenación del Papa, lo mismo que había hecho con muchas otras propiedades de las ordenes y de la Iglesia, en una Desamortización forzada por sus necesidades de guerra. En ese mismo ano, Carlos I la vendió a su general Luis Hurtado de Mendoza, por entonces marques de Mondéjar, y en posesión de esa familia, y en el territorio de ese marquesado quedo desde entonces Almoguera, hasta el siglo XIX.

Uno de los detalles que mejor refunden esta relatada histo­ria almoguereña es quizás su escudo de armas, del que existe una tradición en su uso y constitución de al menos cuatro siglos. Ya en las Relaciones Topográficas que los vecinos de la villa enviaron a la Corte de Felipe II en 1566, se decía axial textualmente: «El Escudo de Armas de Almoguera son tres cabezas de Moros en Campo Verde, y un castillo dorado con una Cruz roxa, dos banderas coloradas escriptas en ellas unas letras arábigas que dicen galler galium y laala, las cuales interpretan los que entienden la lengua arábiga que quiere decir: no hay vencedor sino Dios. Dícese que dio estas armas a esta Villa el Sr. Rey Don Alonso Noveno, porque en la batalla de las Navas de Tolosa, se hallaron muchas personas por el Concejo de esta Villa, y otros hijos­dalgo particulares que hicieron allí lo que eran obligados al servicio de su Rey, y entre ellos un Domingo Pascual, Canónigo de Toledo, natural de esta villa, que llevo el guión del Arzobispo de Toledo, D. Rodrigo, en la dicha Batalla».

Como se ve, una hermosa manera de refundir la historia con la tradición legendaria, y que en muchas ocasiones es ahí, en los escudos heráldicos municipales, donde viene a estrecharse y mostrarse a todos. Las banderas arábigas del escudo de Almoguera son de color rojo porque fueron tomadas a los Al‑Ahmares, dinastía reinante en los siglos XIV y XV en el reino de Granada, y el texto autentico de las mismas es el de Gua‑la Galib‑ila‑Allah, que viene a significar lo mismo que en las Relaciones se decía. Procede ese castillo de su pertenencia al reino castellano, y en recuerdo de la fortaleza que durante siglos domino la altura de la Villa. Y las cabezas de moros y las banderolas, efectivamente, del recuerdo de la participación de almoguereños en las batallas de la Reconquista en la Baja Edad Media.

Son, en fin, retazos de la historia antañona de nuestros pueblos, que se guarda en ellos con autentica veneración, y que en definitiva lo único que viene a decirnos es que, herederos de tan aneja tradición, en la corriente imparable de la historia, nosotros estamos obligados a dar nuestra voz y nuestra acción en esta época.