Fábula y realidad de la Reconquista

viernes, 21 junio 1985 0 Por Herrera Casado

 

Tras varios meses de continuada presencia en estas páginas del tema de la Reconquista, hoy toca decir adiós. Resumir de algún modo lo que hasta aquí se ha expuesto, y ofrecer a cuantos han seguido estas crónicas la posibilidad de recapitular sobre ellas, y hasta sacar alguna que otra conclusión válida, aquella idea definitiva, o esta premisa de utilidad para el futuro. Y hacemos este punto y final justamente en el momento en que las celebraciones del Centenario alcanzan su momento álgido: exactamente en las jornadas en que la solemnidad de la conmemoración coincide con la precisión de las fechas: un 24 de Junio, del año 1085, justamente hace ahora nueve siglos, nuestra ciudad iniciaba una andadura que todavía nos ofrece, y en la que somos todos nosotros, sus protagonistas. Ahora que las campanas de la historia tocan a rebato, pero con alegría, y cuando son varias decenas de historiadores los que hablan de su tierra, de sus pretéritas cuestiones, de sus medievales ancestros, vamos a dedicar una última mirada y un último pensamiento a este hecho, que ha venido a concitar tanto estudio y a poner sobre la pública palestra tanta gloriosa memoria.

Se había tratado el tema de la Reconquista de Guadalajara siempre con un ribete de forzada leyenda. En unas ocasiones, porque la conseja de abuela a nietos no daba para más: era una fábula y así se entendía. Otras veces fue porque quien quería explicar, desde un punto de vista más o menos científico, el hecho de la toma de Guadalajara a los árabes, no encontraba otra salida que la de fabular, o, como mucho, intentar darle un barniz de teoría histórica a lo que «a priori» se sabía no era más que leyenda.

De este modo habían abordado, desde el siglo XVI, el tema de la reconquista los historiadores arriacenses. Desde el más antiguo de ellos, Francisco de Medina y Mendoza, al más moderno cronista Dr. Layna Serrano, éste había sido el «leit‑motiv» de la referencia: un capitán de la mesnada del Cid, concretamente Alvar Fáñez de Minaya se encargó del sitio y acoso de la ciudad islámica de Wad‑al‑I‑layara, prestigiosa urbe a las orillas del río Henares, capital de un amplio sector, el oriental, de la Marca Media de Al‑Andalus, frontera guerrera ante el cristiano reino de Castilla.

Unos y otros difieren en el relato concreto de cómo fue la reconquista: un acoso de varios días; unas estratagemas contra los árabes que salen fuera de la ciudad; una aventurada penetración en el burgo de Alvar Fáñez solitario; un truco de ponerle a los caballos invasores las herraduras al revés, para confundir a los sitiados, una ayuda de los mozárabes de la ciudad; una milagrosa ayuda de la Virgen de la Antigua, empotrada en el muro de la ciudadela, y que sirvió para que, una vez descubierta, Alvar Fáñez orase ante ella y la declarara patrona; y un largo etcétera de detalles más o menos coloristas, todos ellos fabulosos, que venían a conformar la leyenda de la reconquista. Como puede colegirse, son datos todos ellos tradicionales, sin ningún, apoyo documental. Posibilidades, certezas, visiones, deseos, pulsiones incluso del subconsciente colectivo. Hermoso para contar a los niños o para usarlo en la retórica finisecular de un discurso patriótico. Pero en definitiva, pura leyenda.

En el reverso del medallón, está la historia. Frente a lo florido y vivido de lo anterior, aquí se agazapa la severidad del documento escueto. Y en este sentido, nada tan escaso, tan árido, tan poco elocuente, como las fuentes de la historia hablándonos de la reconquista de Guadalajara. Teniendo en cuenta lo remoto de la época, nada menos que nueve siglos, los documentos son escasísimos, por no decir nulos. En la historia del reino toledano, ya cristiano, surge el primer escrito, hoy conservado en el Archivo Catedralicio de Toledo, fechado el 18 de diciembre de 1086, más de un año después de la toma del reino y su territorio. En él entrega el Rey Alfonso VI, a la iglesia primada toledana, y a su obispo don Bernardo, diversas propiedades territoriales, entre las que se incluye Burioca (Brihuega), que está en la tierra de Guadalajara, «et almuniam qué fuit de Abengenía cum suo orto et illos molinos de Habib». Y en ese mismo documento es donde se especifica, a manera de recuerdo de cuantos, en ese momento, lo sabían y tenían muy presente, que «civitates populosas et castella fortíssima adiuvantes Dei Gratia cepí», quedándonos ese testimonio directo de que tras la toma de Toledo en mayo de 1085, quedaron en poder del rey Alfonso populosas ciudades y fortísimos castillos que había conquistado ayudado de la gracia divina.

Serán luego otros varios cronistas e historiadores, todos ellos posteriores en una 0 varias generaciones a los hechos concretos conmemorados, quienes nos digan simplemente los nombres de los lugares que, tras Toledo, cayeron en poder de los cristianos el mismo año de 1085. Los testimonios del «Cronicon Lusitano», de Pelayo de Oviedo, del Tudense en su «Chronicon Mundi», de Gil de Zamora en su «De Praecontis Hispaniae», y muy especialmente del bien informado Ximénez de Rada en su «De Rebus Hispaniae» nos permiten reunir los nombres de la provincia actual de Guadalajara que fueron tomados por los castellanos: Guadalajara, Hita, Uceda, Almoguera, Atienza y la Riba de Santiuste.

Los cronistas árabes son todavía más escuetos. Mientras que Ibn‑al-Kardabus, en su «Kitab‑el‑Iktafí» dice que el rey Alfonso, una vez tomada Toledo, empezó a realizar incursiones por el territorio circundante, llegando a tomar hasta 80 ciudades principales (aun sin mencionar en concreto ninguna de ellas) y transformando en iglesias dedicadas a Santa María las antiguas mezquitas islámicas, el historiador Al-Maqqary colma cualquier grado de impresión al decir, simplemente, que Alfonso de Castilla tomó Toledo y toda su tierra.

No hay más. Esa es toda la realidad con que cuenta el historiador.

En nuestro caso concreto, y por las borrosas frases latinas de algún que otro viejísimo códice, sabemos que Guadalajara pasó a pertenecer a Castilla después de que Toledo se rindiese a Alfonso VI. Apurando al máximo los datos escuetos y generales de otros documentos, y leyendo con la mayor finura para retomar el contexto general de la época, el eminente historiador y catedrático Julio González ha opinado que la entrega de las más importantes plazas del reino de Toledo, una vez tomada la capital en mayo de 1085, se debió hacer mediante órdenes y por personas de la confianza de Al-Qadir (Alvar Fáñez lo era, no lo olvidemos, y hasta el punto de que fueron ambos, juntos, quienes tomaron Valencia en 1086). Pero concluye el anciano profesor que «no hay testimonio válido de episodios heroicos o, resistencias en la ganancia del reino».

Fábula versus realidad en la reconquista de Guadalajara. De un lado el colorido y la gallardía: Alvar Fáñez sobre su corcel enjaezado, seguido de su mesnada, ante las murallas de Wad‑al‑Hayara. Así le pintaron en el escudo heráldico municipal, y así lo soñamos y nos gusta. De otro lado, un viejo papel donde se lee, borrosa, la palabra «Guadalfaiare» en una lista confusa de nombres alterados, sitios de los que Alfonso VI de Castilla se apoderó, tampoco sabemos cómo, tras la toma de Toledo.

Quizás tanta conferencia, tanta comunicación, tanto articulo y tanto acto en torno a este Centenario, no venga a otra cosa que a poner clara esta situación. Dejar confuso lo que antes era meridiano, es en definitiva aclarar un problema que subyacía. Dejar a la leyenda en el lugar que le corresponde, no de ridículo, ni de obsoleto, sino en su casilla definitoria concreta: terreno legendario. Y poner en otro apartado a la historia. Y en él decir: está casi vacío. Como el viejo filósofo ateniense, concluir con un «sólo sé que no sé nada», y acabar: ocurrió, pero no me pregunten los detalles.

Se trata, en definitiva, de un aniversario concreto, de un Centenario abultado. Tiempo por tanto de pensar, de parar un momento y echar la vista atrás, de recapitular, de replantearse cosas de cara al futuro. Un hecho es cierto: en 1085 Guadalajara pasó de ser ciudad islámica a serlo cristiana. En cierto modo (y para esto no hay reseros definitivos) de ser ciudad oriental a serlo occidental. Siempre hispánica. Pero la lengua, la religión, los modos jurídicos, las relaciones sociales, la formo, de ver la vida, y de vivirla, cambió ese día. Y aún estamos en ello. Que no es poco.