El castillo de Guadalajara

viernes, 12 abril 1985 0 Por Herrera Casado

 

Después de haber seguido, en las anteriores semanas, los vericuetos históricos y monumentales que nos traen a la memoria los hechos concernientes a la Reconquista de la Ciudad de Guadalajara, ocurrida hace 900 años, en esta ocasión vamos a recordar uno de los edificios que mayor papel jugaron no sólo en aquellos momentos, sino en los posteriores siglos, cual es el castillo de Guadalajara.

Quizás para muchos suene a invención esta tarea. ¿El Castillo de Guadalajara? ¿Pero en qué altura, en qué eminencia del terreno quedan las ruinas de la atalaya o el castillar arriacense? Pues no muy lejos del centro, no más allá de 500 metros abajo de la Plaza Mayor. Concretamente frente a la actual Escuela Universitaria del Profesorado, en la acera de la derecha según se baja por la calle Madrid hacia la Estación de Ferrocarril, se encuentra el curioso con las ruinas del castillo y el alcázar. Poca cosa, restos silenciosos y tristes que, sin embargo, nos hablan de muchos siglos de historia y pueden ayudarnos a seguir y rememorar las vicisitudes de nuestra ciudad en épocas pretéritas.

Es muy posible que fuera éste uno de los primeros edificios que Al‑Faray, el legendario fundador de la Wad‑al‑Hayara de los cronistas árabes, levantara cuando en el siglo IX se instaló en esta orilla izquierda del Henares, con objeto de fundar una atalaya defensiva y una ciudad que más adelante sería próspera. El puente sobre el río y el castillo en lo alto del espinazo térreo entre los hondos barrancos de la Merced y San Antonio, sería cuanto necesitara el guerrero magrebí para decir de fundación y asentamiento primero.

Con el paso de los siglos, y con el apoyo que por parte del Califato cordobés recibió Guadalajara, a la que Abderramán III apoyó para hacerla cabeza del sector oriental de la Marca Media de Al‑Andalus frente al creciente poderío y amenaza del reino de Castilla, el castillo creció y se hizo bastión fundamental, no sólo de la ciudad, sino de todo el valle del Henares al que desde sus almenas se oteaba lo largo y a lo ancho, sirviendo por tanto de auténtica cabeza del territorio o provincia que según los cronistas árabes, capitaneaba Wad-al‑Hayara.

Entre los intereses que para el reino de Castilla suponía la conquista de Toledo y su territorio, figuraba como uno de los más importantes el dominio del valle del Henares, y en él sus diversas fortalezas (Hita, Castejón, Alcalá y, por supuesto, Guadalajara). Es por ello muy lógico que, tras el hecho concreto de la Reconquista por Alfonso VI, por Alvar Fáñez o por quien quiera que fuese quien primero entrara en los muros de la ciudad, el interés del nuevo poder político se centrara en fortificar y mejorar el bastión guerrero del alcázar arriacense. Se mejoró, se colocó en su interior una capilla dedicada a San Ildefonso, sede del primitivo cabildo de clérigos, y se adecuó para servir de residencia real. Desde este castillo, auténtico centro de la ciudad en los primeros siglos de la dominación castellana, partían las murallas y las calles. Aquí residieron, no sólo los alcaides y merinos puestos por los reyes, sino los oficiales administrativos de la corona, encargados de la recogida de impuestos y del control de la ciudad por el Rey.

Numerosos fueron los monarcas, infantes e infantas de Castilla que vivieron entre los muros del castillo de Guadalajara. A comienzos del siglo XIII, cuando Fernando III acudió a la ciudad a darla su Fuero largo, famosa Carta Magna del burgo, residió entre los muros del alcázar. También su madre, la infanta doña Berenguela, señora de la ciudad, y famosa por ser sabia y prudente, al decir de los antiguos cronistas, residió largos años en este edificio.

Sancho IV el Bravo junto a su esposa doña María de Molina, residieron una temporada y aquí recibieron a los embajadores del rey de Francia, Felipe el Hermoso. En su capilla escuchaban los oficios religiosos, y en sus salones, que nos imaginamos grandes y oscuros, en los que las pisadas de soldados y cortesanos retumbarían con solemnidad, pasarían largas veladas. Otro monarca castellano, concretamente Alfonso XI, pasó aquí varios años, convaleciendo de una grave enfermedad. Recibió en este castillo a diversas embajadas de países europeos, especialmente a los portugueses, con quien por entonces andaba en guerras. Para satisfacción y obsequio de los caballeros arriacenses, con quien debió trabar buenas amistades, fundó la «Orden de la Caballería de la Banda”, que obligaba a sus miembros a realizar vistosos alardes caballerescos, que durante siglos se continuaron realizando el día de San Miguel por la carrera de San Francisco.

También fue este castillo de Guadalajara sede de las Cortes de Castilla. En diversas ocasiones, durante la Edad Media, sus muros acogieron a la magna asamblea nacional. Así, en 1390 Juan I presidió sesiones de forma continua la temporada decisoria, y más tarde, en

1408, el regente del reino, el infante Fernando, hermano del difunto Enrique III, también las convocó y presidió en los salones del alcázar arriacense. Aún otros varios monarcas, y muchas infantas e infantes, algunos de ellos con el título de señores de la ciudad, animaron por largas temporadas, con su presencia y boato, el severo corte lineal de su estampa medieval y románica.

Cuando la unificación del reino, en la época de los Reyes Católicos, todavía el alcázar guadalajareño tenía visos de prestancia y de uso, pues sabemos que el más poderoso vecino de la ciudad, don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y aun su hijo, el primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, tuvieron aquí su residencia y especialmente su guarda y defensa, que en ocasiones realizaron aun en contra de la voluntad real. Quizás fueron esos días de finales del siglo XV los que vieron la decadencia de la fortaleza. Tras la llegada al trono de la dinastía austriaca, y pasadas las revueltas comuneras de principios del siglo XVI, el alcázar de Guadalajara perdió su importancia estratégica y comenzó su arruinamiento.

En las Relaciones Topográficas que la ciudad envió a Felipe II en el año 1579, los informantes expresan su descripción y opinión sobre los restos del antiguo castillo. Se ve por dicha Relación que ya por entonces se había iniciado su ruina, y poco provecho sacaba la ciudad y el monarca de tan antiguo edificio. Este es el informe: «Tiene esta ciudad una fortaleza que su edificio es de cal y canto y ladrillo, y en algunas partes argamasa. Arguye en su demostración grande antigüedad, está ya casi caída, había dentro della una capilla llamada Santoliphonso que se celebraban en ella algunos sacrificios y misas por los Reyes pasados que por estar como está dicho arruinado se celebran agora en una Iglesia allí junto que se dice Santiago».

Después fue almacén de armas, y de enseres inútiles. Refugio de vagabundos y cantera de sillares para construcciones cercanas, ninguna utilidad se le dio al castillo de Guadalajara hasta que en el siglo XIX se utilizó para sede de un cuartel, el llamado de San Carlos, con lo cual se restauró y adecentó en parte, perdiendo incluso la distribución antigua y toda su personalidad. Fue sede de una de las primeras unidades del arma de Aviación Española, pues en este lugar tuvieron su nacimiento la unidad de globos y un parque de Aerostación, siendo el general Vives, Kindelán y otros los que en Guadalajara, y en esos locales, dieron vida a la aviación hispana.

Precisamente ese hecho de ser utilizado como cuartel, sirvió para que en la pasada Guerra Civil española de 1936‑39, el antiguo castillo de Guadalajara fuera considerado objetivo militar y bombardeado sistemáticamente, con lo cual a las agresiones de los siglos y la ancianidad, se unió la brutalidad de una guerra y los efectos de la metralla. El resultado, a la vista está: unos murallones semiarruinados, que desde hace ya 50 años no tienen otro objetivo que servir de recuerdo a algunos y de vergüenza para cuantos, responsables de ese solar, no han hecho absolutamente nada por adecentarlo y limpiarlo como merece.

Perteneció durante bastante tiempo al Ejército y al ministerio de la Guerra, pero hace poco tiempo ha sido traspasada su propiedad al Excmo. Ayuntamiento de la ciudad, quien debería ir pensando ya en algún plan que tratara de recuperar, para la ciudad y las generaciones futuras, este auténtico monumento, más histórico que artístico, de la Guadalajara medieval. Limpiar esas ruinas, abrir al público su recinto, instalar allí algunos jardines, algún pequeño museo de historia de la ciudad… posibilidades tiene muchas, tan sólo se necesita un poco de imaginación y un auténtico deseo de hacer que recupere la ciudad el nivel cultural que por tradición e importancia le corresponde. Pero en fin, estos son temas que caen de lleno en la actualidad más palpitante, y no corresponden a los historiadores meterse en ella.

De la antigua imagen del castillo el visitante actual sólo podrá contemplar el circuito externo, en el que sobresalen unas torres de fortísimos muros de argamasa, de probable origen árabe, cuadradas y esquineras. Sobre el barranco de la Merced o Alamín, y en el interior, marcando todavía la línea del edificio central, se ven otros torreones o sus basamentas, de tipo circular. La mayor parte de lo que hoy se ven como muros del alcázar, son reconstrucción del siglo XIX, y por tanto sin otro valor especial que el que supone la marca concreta del territorio o solar que primitivamente ocupó el monumento que hoy, en este noveno centenario de la Reconquista de la ciudad, hemos recordado someramente.