Historia y leyenda del escudo de Guadalajara

miércoles, 3 abril 1985 0 Por Herrera Casado

 

Una de las señas de identidad más características de una ciudad, es sin duda, alguna el escudo heráldico que la representa, y simboliza la esencia de su historia y sus aconteceres. En este año que recordamos el noveno centenario de la Reconquista de Guadalajara, quizás sea éste un momento apropiado para recordar e, inquirir algunas cuestiones referentes al escudo heráldico municipal de nuestra ciudad, que ya es conocido de todos, pero que aquí rememoramos.

Muestra el emblema guadalajareño un paisaje medieval escueto: un campo llano al fondo del cual surge una ciudad amurallada. Alguna torre descuella sobre, las almenas del primer tramo. Una puerta cerrada se acurruca en una esquina del murallón. Sobre la punta de la torre, un banderín con la media luna nos dice que la ciudad es islámica, que la pueblan moros aunque no se les vea. Sobre el campo verde del primer término, un guerrero medieval monta un caballo. Va revestido de caballero de una armadura de placas metálicas, una celada que le cubre la Cabeza y plumas que como lambrequines brotan de ella. Va armado con una espada, o lanza, en señal de fiera ofensa. Detrás de él, formados y prietos, unos soldados admiran el conjunto, expectantes. De sus manos surgen verticales las lanzas. Parte de sus cuerpos se recubre por escudos que llevan pintadas cruces. Son un ejército cristiano que acaudilla un caballero: se llama Alvar Fáñez, el de Minaya, y es algo familiar del Cid Ruy Díaz, y teniente de su mesnada. Un cielo oscuro, de noche cerrada tachonado de estrellas y en el que una media luna se apunta, cubre la escena.

Dice la tradición que este emblema, tan historiado y prolijo, es la imagen fiel de un momento, de una singular jornada de la ciudad. Representa, la noche, del 24 de junio de 1085, una noche espléndida y luminosa de San Juan de hace ahora 900 años. La ciudad de al fondo es Guadalajara la árabe, la Wad-al‑Hayara de las antiguas crónicas andalusíes. El campo verde seria la orilla izquierda del barranco del Coquín, el que durante muchos años fue Castillo de Judíos o cementerio hebraico. Allá se apuestan el caballero Alvar Fáñez y sus hombres de armas. Esperan el momento en el silencio de la noche, cuando sus habitantes duerman, y uno de los suyos abra el portón que da paso desde el barranco al barrio de los mozárabes. Escondidos cada cual por su lado, a la mañana siguiente aparecerán con sorpresa por las calles del burgo, y sus habitadores ya nada podrán hacer ante la consumación de la conquista.

Escudo y tradición se funden en una hermosa leyenda que, desde hace siglos, las abuelas nos fueron Contando a los nietos, revistiendo de magia medieval, de ardor guerrero, de sonidos metálicos y frases Perdurables esta consea que nació, hace ahora también nueve siglos, para poner el sello de lo maravilloso en algo que probablemente fue muy prosaico, pero que necesitaba cubrirse con tales vestiduras. Allí están, escudo y tradición, para que siga rodando, junto a los fuegos de las chimeneas, o las faldillas de las mesas camillas, de los labios secos de los viejos a los oídos vírgenes de los niños.

El origen del escudo heráldico municipal de Guadalajara, sin embargo, no es ése. Es algo también más sencillo y prosaico. Se formó, posiblemente en el siglo XVI, cuando las ciudades comenzaron a ponerse el traje largo del blasón. Y lo hizo a costa de refundir, en una sola imagen, lo que hasta entonces había constituido el auténtico emblema o sello concejil guadalajareño. La existencia de este sello la descubrió el primer cronista provincial de Guadalajara, don Juan Catalina García López, a quien se lo donó don Fernando Alvarez, que lo sacó de no sabemos dónde. El cronista mandó reproducir, en cera, y a mayor tamaño, aquel sello que colgó de sedas rojas, blancas y verdes de los documentos medievales del concejo arriacense. Y así hoy posee nuestro Ayuntamiento todavía una copia de ese monumento arqueológico, que no por ser de pequeño tamaño, deja de ser grande en importancia.

Fue sello, redondo, y en cera, lo ponía el Juez en los documentos que el Concejo extendía. Donaciones, cambios, derechos, Inventarios, etc. llevaban pendientes de su pergaminos esta marca ciudadana. En su anverso, aparecía una gran ciudad medieval sobre las aguas de un río. Por encima de las ondas suaves del agua (suponemos que del Henares) se alza una ciudad en la que, tras pequeña muralla, vense iglesias, palacios y torreones. Es, sin duda, la Guadalajara del siglo XII, el burgo que con su Fuero y sus instituciones en marcha comenzaba a escribir una historia larga y densa. En derredor de la ciudad, una leyenda que dice: «Sigillum Concilli Guadelfeiare que viene a significar «el sello del Concejo de Guadalajara».

En el reverso, un caballero revestido a la usanza de la plena Edad Media montado en brioso y dinámico corcel que cabalga. El personaje lleva entre sus manos una bandera, totalmente desplegada, en la que se ven varias franjas horizontales. Junta a él, una borrosa palabra parece interpretarse: «ius» que significa «juez» y que identificaría al caballero con este personaje, el más Importante y representativo de la Ciudad, en aquella época. Era el juez, el más señalado de los «aportellados» o representantes del pueblo, que gobernaban la ciudad durante unos años, renovándose periódicamente. Administraba justicia, presidía los concejos, cabalgaba al frente de las procesiones cívicas portando el estandarte de la ciudad. Y guardaba el sello concejil, ése en el que él mismo aparecía, para estamparlo en los documentos, más importantes. En su derredor, otra confusa leyenda nos deja ver el fragmento del texto que lo circuía: «Vias Tuas Domine Demostras Michi Amen».

Cuando en el siglo del Renacimiento, y repito para concluir, los hombres de Guadalajara, guiados de sus sabios y a veces imaginativos cronistas e historiadores, decidieron crear el escudo heráldico del Municipio, lo tuvieron fácil: en una sola escena mezclaron las dos caras del sello. Y así surgió la ciudad y el caballero. Entonces se le adornó con la leyenda de Alvar Fáñez, que desde cinco siglos antes corría entre las gentes, y así quedó, hasta hoy, blasón y tradición, unidos. Una herencia hermosa, simpática, profundamente querida por todos, que hoy, en este noveno Centenario de nuestra Reconquista, hemos querido recordar y divulgar a todos.