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abril, 1985:

La calle de Alvar Fáñez de Minaya

 

Si en nuestro repaso a varias calles y barrios de Guadalajara que tuvieron que ver con la reconquista de la misma, nos olvidáramos de la dedicada a Alvarfáñez de Minaya, sería realmente imperdonable. Por ello hoy vamos a recorrer esa calle, y a evocar de paso la figura, mitad histórica, mitad legendaria, que la da nombre.

Se inicia esta calle en la plaza de la Antigua, junto a la puerta del Mercado de Abastos. Inicia inmediatamente la bajada en cuesta hacia el barranco de San Antonio. Tiene una primera parte, hasta una plazoleta llamada «ronda de San Antonio» y una segunda, la final, que la lleva hasta la Avenida del Ejército, donde acaba. En el primero de sus tramos, encontramos diversas casas de tono antiguo, alguna de ellas con aire de auténtico palacio. A esta calle daba espaldas el gran palacio de los marqueses de Peñaflorida, que hace ya muchos años fue derruido, quedando solamente su portada que también recientemente ha desaparecido. Este palacio formaba uno de los costados de la plaza de Dávalos, en la que había muchos otros caserones nobiliarios, como el propio de los Dávalos, y los de los Sotomayor, Medrano, etc.

En el segundo tramo de la calle de Alvarfáñez encontramos las raíces que enlazan esta vía con la época de la conquista y con el legendario recuperador de Guadalajara. A la derecha según caminamos nos encontramos, después de pasar unos solares, con las antiguas murallas de la ciudad, en su parte mejor conservada y más visible. Se trata de un largo murallón de casi 200 metros de longitud, construido de mampostería y sillarejo, con algunas hiladas superiores de ladrillo, y reforzado a cortos trechos por gruesos contrafuertes de lo mismo con esquinas de tosco sillar.

Enfrente de esta muralla, a la izquierda según bajamos la calle, encontramos el torreón llamado de Alvarfáñez, y muestra antiquísima de la fortificación del burgo. Este torreón es la única parte que subsiste de lo que fue «puerta de Alvarfáñez» o puerta del Cristo de la Feria. Dice la tradición que por la puerta que custodiaba este torreón fue por donde entró, la noche del 24 de junio de 1085, Alvarfáñez y su ejército a reconquistar la Wadal‑Hayara de los árabes. Era esta una puerta de mala situación, incómoda de atravesar, dado que había que cruzar el barranco e inmediatamente casi trepar por agrio cuestarrón para entrar a la ciudad. De tal modo era incómodo este acceso, que pocos años después de la conquista se procedió a abrir una nueva puerta, más accesible, a la muralla, justo donde hoy está el puentecillo de San Antonio.

Lo que hoy queda de puerta y torreón de Alvarfáñez es suficiente como para poder conocer los modos constructivos civiles medievales. Se trata de una torre pentagonal de planta, de las de tipo albarrana, que iban casi exentas de las murallas, y que tenían por misión fortificar y custodiar las entradas, normalmente estructuradas en zig‑zag o línea quebrada, que quedaban a su lado. Lo que hoy vemos viene a sobresalir más de 8 metros de lo que era la auténtica línea de muralla.

Esta torre tiene dos pisos. El bajo, que está a nivel de la calle que hoy comentamos, es de planta también pentagonal, y tiene dos espacios, uno anterior, que se cubre con hermosa bóveda baída, formada por cuadrados concéntricos de ladrillos, y un espacio exterior triangular, con saeteras y falsa bovedilla de ladrillo. La planta superior es muy simple. A ella solamente se podía acceder desde el adarve de la muralla, y venía a ser lugar de resguardo de la guardia de las almenas. A la terraza de este torreón se accedía también desde fuera. En su paramento exterior aún se ven ménsulas saledizas y buhardas voladas que servían para arrojar desde ellas el aceite hirviendo a los atacantes. Indudablemente la edificación y el estilo del torreón de Alvar Fáñez corresponde a la época cristiana, y aunque allí hubiera torre en época árabe, ésta que hoy vemos se hizo de nueva tras la reconquista.

Y una vez descrita la calle y lo que en ella es más señalado de ver, justo es que nos detengamos, aunque sea brevemente, en recordar la figura del conquistador, de Alvar Fáñez de Minaya. La historia es tacaña en proporcionarnos noticias veraces acerca de este personaje. Es necesario recurrir a los datos de la leyenda para acercarnos a él. Una leyenda polimorfa y esparcida por diversos lugares de nuestra provincia, en la que todavía se tiene al valiente capitán, primo y ayudante principal del Cid Campeador, como reconquistador de muchos de sus ­pueblos, y constructor de pueblos, de torres y de bellas leyendas.

Además del escudo de armas de la ciudad de Guadalajara, punto de honor donde Alvar Fáñez quedó eternizado, el Poema del Mío Cid lo cita en varías ocasiones, una de ellas con ocasión de una algara o acometida guerrera que, mientras Rodrigo Díaz de Vivar se encontraba apoderado de Castejón, protagonizó Alvar Fáñez, bajando el Henares por Hita y Guadalajara hasta Alcalá. De la leyenda que si historiadores y pueblo ha mantenido acerca de haber sido Alvar Fáñez el reconquistador de la Wad‑al‑Hayara árabe, no insisto aquí, pues bastante ya hemos hablado, unos y otros, durante estos días, como para repetirla.

Por la Alcarria y la Campiña corren leyendas en torno a este personaje. Son de anotar las que en Quer le hacen también conquistador del pueblo, diciendo que se quedó una larga temporada a vivir allí, cultivando unos olivares, donde hoy dicen los «olivos de Alvarañez». En Romanones se ven aún, sobre un cerro que otea el valle del Tajuña, los restos de un poblado medieval que llaman los Santos Viejos: una sepultura antropomorfa dio pie a la imaginación popular para decir que allí murió Alvar Fáñez, y en aquel «pesebre» comió su caballo,

La Baja Alcarria tiene aún en Alcocer un punto donde la veneración por Alvar Fáñez es constante: dicen que reconquistó el pueblo, y pusieron su nombre a una de las puertas, ya derruida, de la villa. En el mismo castillo de Zorita antes que los calatravos pusieran su fuerte cruz colorada, tuvo Alvar su capitanía clavada. Alcaide de la fortaleza y alférez real del territorio, que incluía el fuerte enclave de Santaver, del mítico personaje parecen hoy todavía sus habitantes paisanos bien avenidos. Más lejos, ya en Labros, dedicaron al capitán cidiano un cerro: la «cabeza de Alberañez» llaman a una eminencia con pinta castillera.

Todo esto no son sino breves apuntes que vienen a decirnos de lo arraigadas de las tradiciones que, desde una primera época de repoblación castellana en nuestra tierra, se crearon en torno a la figura y las hazañas de un personaje a caballo de la historia y la fábula. Del que dio nombre a una de nuestras más populares calles.

El barrio de Cacharrerías

 

Tal como hace unas semanas había prometido, en ésta inicio una serie de artículos del «Glosario» relativos a diversas calles de Guadalajara. La petición que un grupo de asiduos lectores, pertenecientes a la Tercera Edad, y deseosos de conocer el origen de los nombres y su significado, de las calles de nuestra ciudad, me ha animado a realizar esta tarea, siempre agradable.

Pero para no romper con la uniformidad de mi ciclo sobre el IX Centenario de la ciudad de Guadalajara, en esta ocasión voy a tratar, a lo largo de varias semanas, de algunas calles o barrios que están íntimamente conexionados con el hecho mismo de la Reconquista o con sus protagonistas o intérpretes.

En esta ocasión inicio la serie recordando a uno de nuestros barrios más típicos, más conocidos y populares, aunque hoy ya muy apartado de la dinámica ciudadana, pues es evidente que las ciudades, como organismos vivos, tienen tendencias, crecimientos y enfermedades. Y ‘a algunos rincones y calles de Guadalajara les ha entrado desde hace tiempo la «depre».

Nos vamos hoy al barrio de cacharrerías. Todos saben dónde está, aunque quizás no todos hayan ido alguna vez a recorrerlo. En la parte baja de la ciudad, yendo desde la Plaza de los Caídos hacia la Estación de la RENFE, y una vez dejadas atrás las ruinas del antiguo alcázar, y por otro la Escuela Universitaria de Formación del Profesorado, entramos en el Barrio de Cacharrerías. Está formado por la calle principal, que ahora se llama de Madrid, y que se forma de casas de uno o dos pisos, aunque ahora ha comenzado a modificarse con edificaciones más modernas. Paralelas a la calle de Madrid, según se baja a la derecha, corren otras dos callecillas, donde hay talleres y humildes viviendas son las calles de Tirso de Molina y de la Virgen de la Merced. Finalmente, tras pasar el semáforo, encontramos a la derecha el extenso Hospital Provincial Ortiz de Zárate, y a la izquierda el edificio y viviendas del Parque Móvil. La calle continúa recta cuesta abajo hacia el río, en forma de una «trinchera» o depresión artificial que se hizo el siglo pasado. Finalmente, y como único recuerdo, casi arrinconado, del nombre que antiguamente tuvo todo el barrio, la calle de Cacharrerías corre paralela a la cuesta del río, entre ésta y el barranco del Coquín, formada por doble hilera de casas de construcción relativamente moderna.

Este barrio recibió su nombre nada menos que durante la época árabe de Guadalajara. Será por ello, sin duda, uno de los más an­tiguos de la ciudad. Se formaba con todo el territorio de terreno elevado que mediaba entre el puente y la orilla izquierda del río Henares, y los dos barrancos (el de San Antonio y el de la Merced) que bordean la antigua situación de la ciudad por sus costados de oriente y poniente. A la parte me­ridional o más alta, limitaba con la muralla de la ciudad, que se situaba donde hoy las ruinas del alcá­zar y la escuela de Magisterio. Pero parece ser que el barrio de Ca­charrerías estaba también murado. Sería realmente la parte de «albacar» que las grandes fortalezas o ciudades amuralladas tienen. Delante del castillo, y como antesala del mismo para realizar ejercicios militares, se situaban estos «albacares», del que Cacharrerías era un ejemplo.

Este lugar se llamó desde la do­minación árabe, la Alcallería. Es palabra islámica, que viene de “quIla» (botijo o botija) o de,»qu­laliya» (lugar de alfareros). Ello de­rivaba de la existencia, desde un principio del barrio de numerosos artesanos, que allí se instalaron por encontrar en la arcilla del ba­rranco de la merced una excelente materia prima para la realización de sus productos, tan necesarios y de uso tan común en tiempos an­tiguos.

Este barrio, como digo, estuvo rodeado de  una endeble muralla, de simple tapial durante los siglos VIII al XI. Se accedía a través de la llamada «puerta del Puente» cerca del río. Pero también tenía otra entrada en la llamada «puerta de la Alcallería», puerta de Bra­mante o Bradamarte, y aun tam­bién llamada popularmente y en tiempos muy remotos, puerta del puerco, pues una antigua conseja refería que, por una galería de la misma se había colado un cerdo que luego apareció, vivo, en Alcalá de Henares.

El hecho concreto es que este barrio de la Alcallería se llenó des­de un principio de gentes árabes, que le dieron vida y dinamismo a las puertas mismas de la ciudad. Aquí se producían cerámicas y ca­charros en gran profusión, y sin duda fue un centro floreciente de esta industria, hasta el punto de que surtía a gran parte de la pobla­ción árabe desde Toledo hasta Me­dinaceli. Por algo Wad‑al‑Hayara era la capital de la parte oriental de la Marca Media de Al‑Andalus.

Se han encontrado, en recientes excavaciones por el barrio, muchos restos de cerámica árabe, consis­tentes en fragmentos bizcochados con pintura negra o rojiza , y otros vidriados de tono miel y verde, por ambas caras, apareciendo in­cluso algunos fragmentos de «cuer­da seca» y atifles o tripodillos de los usados en la fabricación de pla­tos y demás piezas.

Tras la reconquista de la ciudad por los cristianos el año 1085, en Guadalajara quedaron, a vivir numerosas familias árabes. En diver­sos censos realizados en siglos pos­teriores, siempre aparecen los mo­ros en un número abundante. Des­de el siglo XV al XVII, hubo una media de 80 familias moras, lo que podía equivaler a unos 500 indivi­duos. Estos eran los que en 1610 aún habitaban en Guadalajara, la mayoría en este barrio de Cacha­rrerías. Así, hay muchos documen­tos que lo confirman, y vemos có­mo en el siglo XV, extiende un do­cumento un tal Abraham Buriozas, moro de la Alcallería, y cómo en el siglo XVI ya avanzado, otro Muliaminad de Daganzo hacía en su taller de la Alcallería diversas tareas de azulejos a la «cuerda se­ca» para el palacio del Infantado.

A partir del siglo XVI, época del florecimiento de la ciudad, el ba­rrio de la Alcallería siguió siendo muy poblado y próspero, y así ve­mos que en él no sólo había ya de antiguo una iglesia parroquial, la de San Julián, que ya en el siglo XIX había sido derribada, sino que en esa época los frailes de la Mer­ced pusieron un gran convento, el de San Antolín, en el recinto de su barrio, apoyado concretamente so­bre los restos de la antigua mura­lla que limitaba el barrio sobre el barranco del Alamín, luego llama­do de la Merced por esta causa. En ese convento, profesó de fraile mercedario el luego famoso drama­turgo de nuestro Siglo de Oro, Fray Tirso de Molina. Esta es la razón de que dos de las callecillas del barrio lleven los nombres de Virgen de la Merced y Tirso de Molina.

En la Edad Moderna, siguió este barrio muy floreciente. Las Orde­nanzas municipales vienen recogiendo, desde el siglo XIV, nume­rosas prescripciones en orden a re­gular la producción y venta de la alfarería aquí producida. Un fuerte gremio lo formaban los cacharre­ros. En el inventario de bienes del caballero Antonio de Mendoza, del siglo XVI, que se conserva en el Archivo Histórico Nacional, se puede leer, entre otros, el siguien­te dato: «17 platos grandes blan­cos de barro de Guadalajara «, «97 escudillas de falda de magatez de Guadalajara”, “22 plateles de ma­gatez de Guadalajara», etc. Y he visto muchos otros documentos del siglo XVI en el Archivo de Protocolos de Guadalajara en que se habla de artesanos, de talleres y de obras en el barrio de la Alcalle­ría de Guadalajara.

A partir del siglo XVI pasó a tomar el nombre castellano que aún hoy conserva. El barrio de Ca­charrerías con su pequeña y arrin­conada calle de Cacharrerías, es, pues, todavía una muestra y un re­cuerdo de, la ciudad que posee más de novecientos, años, y quizás más del milenio, de existencia.

El castillo de Guadalajara

 

Después de haber seguido, en las anteriores semanas, los vericuetos históricos y monumentales que nos traen a la memoria los hechos concernientes a la Reconquista de la Ciudad de Guadalajara, ocurrida hace 900 años, en esta ocasión vamos a recordar uno de los edificios que mayor papel jugaron no sólo en aquellos momentos, sino en los posteriores siglos, cual es el castillo de Guadalajara.

Quizás para muchos suene a invención esta tarea. ¿El Castillo de Guadalajara? ¿Pero en qué altura, en qué eminencia del terreno quedan las ruinas de la atalaya o el castillar arriacense? Pues no muy lejos del centro, no más allá de 500 metros abajo de la Plaza Mayor. Concretamente frente a la actual Escuela Universitaria del Profesorado, en la acera de la derecha según se baja por la calle Madrid hacia la Estación de Ferrocarril, se encuentra el curioso con las ruinas del castillo y el alcázar. Poca cosa, restos silenciosos y tristes que, sin embargo, nos hablan de muchos siglos de historia y pueden ayudarnos a seguir y rememorar las vicisitudes de nuestra ciudad en épocas pretéritas.

Es muy posible que fuera éste uno de los primeros edificios que Al‑Faray, el legendario fundador de la Wad‑al‑Hayara de los cronistas árabes, levantara cuando en el siglo IX se instaló en esta orilla izquierda del Henares, con objeto de fundar una atalaya defensiva y una ciudad que más adelante sería próspera. El puente sobre el río y el castillo en lo alto del espinazo térreo entre los hondos barrancos de la Merced y San Antonio, sería cuanto necesitara el guerrero magrebí para decir de fundación y asentamiento primero.

Con el paso de los siglos, y con el apoyo que por parte del Califato cordobés recibió Guadalajara, a la que Abderramán III apoyó para hacerla cabeza del sector oriental de la Marca Media de Al‑Andalus frente al creciente poderío y amenaza del reino de Castilla, el castillo creció y se hizo bastión fundamental, no sólo de la ciudad, sino de todo el valle del Henares al que desde sus almenas se oteaba lo largo y a lo ancho, sirviendo por tanto de auténtica cabeza del territorio o provincia que según los cronistas árabes, capitaneaba Wad-al‑Hayara.

Entre los intereses que para el reino de Castilla suponía la conquista de Toledo y su territorio, figuraba como uno de los más importantes el dominio del valle del Henares, y en él sus diversas fortalezas (Hita, Castejón, Alcalá y, por supuesto, Guadalajara). Es por ello muy lógico que, tras el hecho concreto de la Reconquista por Alfonso VI, por Alvar Fáñez o por quien quiera que fuese quien primero entrara en los muros de la ciudad, el interés del nuevo poder político se centrara en fortificar y mejorar el bastión guerrero del alcázar arriacense. Se mejoró, se colocó en su interior una capilla dedicada a San Ildefonso, sede del primitivo cabildo de clérigos, y se adecuó para servir de residencia real. Desde este castillo, auténtico centro de la ciudad en los primeros siglos de la dominación castellana, partían las murallas y las calles. Aquí residieron, no sólo los alcaides y merinos puestos por los reyes, sino los oficiales administrativos de la corona, encargados de la recogida de impuestos y del control de la ciudad por el Rey.

Numerosos fueron los monarcas, infantes e infantas de Castilla que vivieron entre los muros del castillo de Guadalajara. A comienzos del siglo XIII, cuando Fernando III acudió a la ciudad a darla su Fuero largo, famosa Carta Magna del burgo, residió entre los muros del alcázar. También su madre, la infanta doña Berenguela, señora de la ciudad, y famosa por ser sabia y prudente, al decir de los antiguos cronistas, residió largos años en este edificio.

Sancho IV el Bravo junto a su esposa doña María de Molina, residieron una temporada y aquí recibieron a los embajadores del rey de Francia, Felipe el Hermoso. En su capilla escuchaban los oficios religiosos, y en sus salones, que nos imaginamos grandes y oscuros, en los que las pisadas de soldados y cortesanos retumbarían con solemnidad, pasarían largas veladas. Otro monarca castellano, concretamente Alfonso XI, pasó aquí varios años, convaleciendo de una grave enfermedad. Recibió en este castillo a diversas embajadas de países europeos, especialmente a los portugueses, con quien por entonces andaba en guerras. Para satisfacción y obsequio de los caballeros arriacenses, con quien debió trabar buenas amistades, fundó la «Orden de la Caballería de la Banda”, que obligaba a sus miembros a realizar vistosos alardes caballerescos, que durante siglos se continuaron realizando el día de San Miguel por la carrera de San Francisco.

También fue este castillo de Guadalajara sede de las Cortes de Castilla. En diversas ocasiones, durante la Edad Media, sus muros acogieron a la magna asamblea nacional. Así, en 1390 Juan I presidió sesiones de forma continua la temporada decisoria, y más tarde, en

1408, el regente del reino, el infante Fernando, hermano del difunto Enrique III, también las convocó y presidió en los salones del alcázar arriacense. Aún otros varios monarcas, y muchas infantas e infantes, algunos de ellos con el título de señores de la ciudad, animaron por largas temporadas, con su presencia y boato, el severo corte lineal de su estampa medieval y románica.

Cuando la unificación del reino, en la época de los Reyes Católicos, todavía el alcázar guadalajareño tenía visos de prestancia y de uso, pues sabemos que el más poderoso vecino de la ciudad, don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, y aun su hijo, el primer duque del Infantado, don Diego Hurtado de Mendoza, tuvieron aquí su residencia y especialmente su guarda y defensa, que en ocasiones realizaron aun en contra de la voluntad real. Quizás fueron esos días de finales del siglo XV los que vieron la decadencia de la fortaleza. Tras la llegada al trono de la dinastía austriaca, y pasadas las revueltas comuneras de principios del siglo XVI, el alcázar de Guadalajara perdió su importancia estratégica y comenzó su arruinamiento.

En las Relaciones Topográficas que la ciudad envió a Felipe II en el año 1579, los informantes expresan su descripción y opinión sobre los restos del antiguo castillo. Se ve por dicha Relación que ya por entonces se había iniciado su ruina, y poco provecho sacaba la ciudad y el monarca de tan antiguo edificio. Este es el informe: «Tiene esta ciudad una fortaleza que su edificio es de cal y canto y ladrillo, y en algunas partes argamasa. Arguye en su demostración grande antigüedad, está ya casi caída, había dentro della una capilla llamada Santoliphonso que se celebraban en ella algunos sacrificios y misas por los Reyes pasados que por estar como está dicho arruinado se celebran agora en una Iglesia allí junto que se dice Santiago».

Después fue almacén de armas, y de enseres inútiles. Refugio de vagabundos y cantera de sillares para construcciones cercanas, ninguna utilidad se le dio al castillo de Guadalajara hasta que en el siglo XIX se utilizó para sede de un cuartel, el llamado de San Carlos, con lo cual se restauró y adecentó en parte, perdiendo incluso la distribución antigua y toda su personalidad. Fue sede de una de las primeras unidades del arma de Aviación Española, pues en este lugar tuvieron su nacimiento la unidad de globos y un parque de Aerostación, siendo el general Vives, Kindelán y otros los que en Guadalajara, y en esos locales, dieron vida a la aviación hispana.

Precisamente ese hecho de ser utilizado como cuartel, sirvió para que en la pasada Guerra Civil española de 1936‑39, el antiguo castillo de Guadalajara fuera considerado objetivo militar y bombardeado sistemáticamente, con lo cual a las agresiones de los siglos y la ancianidad, se unió la brutalidad de una guerra y los efectos de la metralla. El resultado, a la vista está: unos murallones semiarruinados, que desde hace ya 50 años no tienen otro objetivo que servir de recuerdo a algunos y de vergüenza para cuantos, responsables de ese solar, no han hecho absolutamente nada por adecentarlo y limpiarlo como merece.

Perteneció durante bastante tiempo al Ejército y al ministerio de la Guerra, pero hace poco tiempo ha sido traspasada su propiedad al Excmo. Ayuntamiento de la ciudad, quien debería ir pensando ya en algún plan que tratara de recuperar, para la ciudad y las generaciones futuras, este auténtico monumento, más histórico que artístico, de la Guadalajara medieval. Limpiar esas ruinas, abrir al público su recinto, instalar allí algunos jardines, algún pequeño museo de historia de la ciudad… posibilidades tiene muchas, tan sólo se necesita un poco de imaginación y un auténtico deseo de hacer que recupere la ciudad el nivel cultural que por tradición e importancia le corresponde. Pero en fin, estos son temas que caen de lleno en la actualidad más palpitante, y no corresponden a los historiadores meterse en ella.

De la antigua imagen del castillo el visitante actual sólo podrá contemplar el circuito externo, en el que sobresalen unas torres de fortísimos muros de argamasa, de probable origen árabe, cuadradas y esquineras. Sobre el barranco de la Merced o Alamín, y en el interior, marcando todavía la línea del edificio central, se ven otros torreones o sus basamentas, de tipo circular. La mayor parte de lo que hoy se ven como muros del alcázar, son reconstrucción del siglo XIX, y por tanto sin otro valor especial que el que supone la marca concreta del territorio o solar que primitivamente ocupó el monumento que hoy, en este noveno centenario de la Reconquista de la ciudad, hemos recordado someramente.

Historia y leyenda del escudo de Guadalajara

 

Una de las señas de identidad más características de una ciudad, es sin duda, alguna el escudo heráldico que la representa, y simboliza la esencia de su historia y sus aconteceres. En este año que recordamos el noveno centenario de la Reconquista de Guadalajara, quizás sea éste un momento apropiado para recordar e, inquirir algunas cuestiones referentes al escudo heráldico municipal de nuestra ciudad, que ya es conocido de todos, pero que aquí rememoramos.

Muestra el emblema guadalajareño un paisaje medieval escueto: un campo llano al fondo del cual surge una ciudad amurallada. Alguna torre descuella sobre, las almenas del primer tramo. Una puerta cerrada se acurruca en una esquina del murallón. Sobre la punta de la torre, un banderín con la media luna nos dice que la ciudad es islámica, que la pueblan moros aunque no se les vea. Sobre el campo verde del primer término, un guerrero medieval monta un caballo. Va revestido de caballero de una armadura de placas metálicas, una celada que le cubre la Cabeza y plumas que como lambrequines brotan de ella. Va armado con una espada, o lanza, en señal de fiera ofensa. Detrás de él, formados y prietos, unos soldados admiran el conjunto, expectantes. De sus manos surgen verticales las lanzas. Parte de sus cuerpos se recubre por escudos que llevan pintadas cruces. Son un ejército cristiano que acaudilla un caballero: se llama Alvar Fáñez, el de Minaya, y es algo familiar del Cid Ruy Díaz, y teniente de su mesnada. Un cielo oscuro, de noche cerrada tachonado de estrellas y en el que una media luna se apunta, cubre la escena.

Dice la tradición que este emblema, tan historiado y prolijo, es la imagen fiel de un momento, de una singular jornada de la ciudad. Representa, la noche, del 24 de junio de 1085, una noche espléndida y luminosa de San Juan de hace ahora 900 años. La ciudad de al fondo es Guadalajara la árabe, la Wad-al‑Hayara de las antiguas crónicas andalusíes. El campo verde seria la orilla izquierda del barranco del Coquín, el que durante muchos años fue Castillo de Judíos o cementerio hebraico. Allá se apuestan el caballero Alvar Fáñez y sus hombres de armas. Esperan el momento en el silencio de la noche, cuando sus habitantes duerman, y uno de los suyos abra el portón que da paso desde el barranco al barrio de los mozárabes. Escondidos cada cual por su lado, a la mañana siguiente aparecerán con sorpresa por las calles del burgo, y sus habitadores ya nada podrán hacer ante la consumación de la conquista.

Escudo y tradición se funden en una hermosa leyenda que, desde hace siglos, las abuelas nos fueron Contando a los nietos, revistiendo de magia medieval, de ardor guerrero, de sonidos metálicos y frases Perdurables esta consea que nació, hace ahora también nueve siglos, para poner el sello de lo maravilloso en algo que probablemente fue muy prosaico, pero que necesitaba cubrirse con tales vestiduras. Allí están, escudo y tradición, para que siga rodando, junto a los fuegos de las chimeneas, o las faldillas de las mesas camillas, de los labios secos de los viejos a los oídos vírgenes de los niños.

El origen del escudo heráldico municipal de Guadalajara, sin embargo, no es ése. Es algo también más sencillo y prosaico. Se formó, posiblemente en el siglo XVI, cuando las ciudades comenzaron a ponerse el traje largo del blasón. Y lo hizo a costa de refundir, en una sola imagen, lo que hasta entonces había constituido el auténtico emblema o sello concejil guadalajareño. La existencia de este sello la descubrió el primer cronista provincial de Guadalajara, don Juan Catalina García López, a quien se lo donó don Fernando Alvarez, que lo sacó de no sabemos dónde. El cronista mandó reproducir, en cera, y a mayor tamaño, aquel sello que colgó de sedas rojas, blancas y verdes de los documentos medievales del concejo arriacense. Y así hoy posee nuestro Ayuntamiento todavía una copia de ese monumento arqueológico, que no por ser de pequeño tamaño, deja de ser grande en importancia.

Fue sello, redondo, y en cera, lo ponía el Juez en los documentos que el Concejo extendía. Donaciones, cambios, derechos, Inventarios, etc. llevaban pendientes de su pergaminos esta marca ciudadana. En su anverso, aparecía una gran ciudad medieval sobre las aguas de un río. Por encima de las ondas suaves del agua (suponemos que del Henares) se alza una ciudad en la que, tras pequeña muralla, vense iglesias, palacios y torreones. Es, sin duda, la Guadalajara del siglo XII, el burgo que con su Fuero y sus instituciones en marcha comenzaba a escribir una historia larga y densa. En derredor de la ciudad, una leyenda que dice: «Sigillum Concilli Guadelfeiare que viene a significar «el sello del Concejo de Guadalajara».

En el reverso, un caballero revestido a la usanza de la plena Edad Media montado en brioso y dinámico corcel que cabalga. El personaje lleva entre sus manos una bandera, totalmente desplegada, en la que se ven varias franjas horizontales. Junta a él, una borrosa palabra parece interpretarse: «ius» que significa «juez» y que identificaría al caballero con este personaje, el más Importante y representativo de la Ciudad, en aquella época. Era el juez, el más señalado de los «aportellados» o representantes del pueblo, que gobernaban la ciudad durante unos años, renovándose periódicamente. Administraba justicia, presidía los concejos, cabalgaba al frente de las procesiones cívicas portando el estandarte de la ciudad. Y guardaba el sello concejil, ése en el que él mismo aparecía, para estamparlo en los documentos, más importantes. En su derredor, otra confusa leyenda nos deja ver el fragmento del texto que lo circuía: «Vias Tuas Domine Demostras Michi Amen».

Cuando en el siglo del Renacimiento, y repito para concluir, los hombres de Guadalajara, guiados de sus sabios y a veces imaginativos cronistas e historiadores, decidieron crear el escudo heráldico del Municipio, lo tuvieron fácil: en una sola escena mezclaron las dos caras del sello. Y así surgió la ciudad y el caballero. Entonces se le adornó con la leyenda de Alvar Fáñez, que desde cinco siglos antes corría entre las gentes, y así quedó, hasta hoy, blasón y tradición, unidos. Una herencia hermosa, simpática, profundamente querida por todos, que hoy, en este noveno Centenario de nuestra Reconquista, hemos querido recordar y divulgar a todos.