El Fuero de Guadalajara de 1133

viernes, 15 marzo 1985 0 Por Herrera Casado

 

Una de las características más notables del nuevo régimen político impuesto por Castilla a los territorios reconquistados a los árabes, que conformaban el antiguo territorio o reino toledano, fue la concesión de Fueros o códigos de comportamiento y relaciones entre los habitantes, y entre ellos y su señor o el Rey. El derecho árabe desaparece, y se impone un nuevo sistema, muy útil, en el que establece para cada territorio, perfectamente demarcado, un sistema de relaciones que trate de clarificar aquellos problemas de más frecuente aparición en las relaciones interpersonales. Así, el Rey legisla, y luego son los habitantes de las villas y aldeas quienes aplican esos Fueros.

Pasado el turbión almorávide, que desde 1086 hasta el primer tercio del siglo XII sacudió a Castilla, el Rey Alfonso VII decide poner en orden las cosas en Guadalajara y, por supuesto, en el nuevo reino de Toledo. Así, el año 1133 concede un Fuero a la villa de Guadalajara y a todo el Común o territorio que la rodea y que demarca. Este Fuero es bastante parecido al que dio a Toledo, y nos ha llegado muy deteriorado e incompleto en sus normativas.

El original fue escrito en latín, y entregado por el Emperador Alfonso al Concejo de la villa, el año 1133. El texto que conocemos procede de una copia romanceada (escrita ya en castellano) con letra del siglo XIV, sobre pergamino, que se conservaba en el archivo del Cabildo de Clérigos de Guadalajara, y que fue destruido en julio de 1936. Antes de esa fecha, lo publicó Muñoz Romero en su «Colección de Fueros y Cartas Pueblas de España», y Antonio Pareja Serrada en su «Diplomática Arriacense», aunque ambos con notables errores en la trascripción, añadiéndose la falta de algunas frases, con lo que en ocasiones el texto de este Fuero se hace a veces ininteligible.

Así y todo, de su atento examen podemos extraer interesantísimas sugerencias referentes al modo de vida de la ciudad de Guadalajara y sus gentes, en la remota Edad Media, desde los años inmediatos a su reconquista por Castilla. En principio, queda bien definido el carácter y título de villa con que cuenta Guadalajara, y su condición de realenga, esto es, que el señorío lo ostentaba el rey de Castilla. El Emperador, junto a su esposa doña Berenguela, dice al comienzo del texto que «a vos los homes de Guadalfayara damos y otorgamos y confirmamos por este escrito…» un Fuero para gobernarse.

En cuanto a la estructura de la población y sociedad, encontramos escasos datos. Pero en ellos se nos revela que hay bastantes mozárabes, e incluso que muchas costumbres o «albedríos» de los buenos hombres mozárabes de Guadalajara servirán para dirimir diferencias judiciales. Es curioso que ese «derecho mozárabe», meramente consuetudinario, quede explícitamente reconocido en el antiguo Fuero de Guadalajara, pues viene a demostrar la carga de germanismo que por él fluiría, y al mismo tiempo el importante porcentaje de población que los mozárabes representaban. También había gente venida de Castilla, de León, de Galicia, y «de otras partes». Eran los auténticos repobladores, aquellos que habían decidido venir a poblar, desde el norte, esta ciudad reconquistada. Son mencionados también, como habitantes habituales de Guadalajara, los moros y los judíos.

Respecto a la estructura social, también es difícil establecer conclusiones por los datos tan escasos que nos ofrece el Fuero. Es claro que existía un nivel de jerarquías administrativas judiciales. Estas autoridades iban desde el mermo real, representante de la confianza del monarca y señor, que venía a ser el equivalente del futuro corregidor y más reciente gobernador, hasta las jerarquías del Común y el Municipio, que comprendían al juez, personaje en la pirámide de los representantes populares, elegido por sufragio general; y sus colaboradores los alcaldes y otros «aportellados» del Común, que ejercían la autoridad en representación de los barrios de la villa y de las aldeas o sesmas del Común. En el nivel más bajo de las autoridades, estaban los «oficiales del Común y Concejo, que eran muy variables. En el Fuero sólo se mencionan a los «porteros» de la muralla, encargados de la cobranza de los impuestos en dichas puertas, pero seguro que también se incluían «guardas de campo», “guardas jurados», «almotacenes”, “escribanos” etc.

También existía el estamento de los «caballeros», que formaba la nobleza o caballería urbana, muy abundante y firme auxiliar de la monarquía castellana. En esa clase entraba todo el que tenía caballo, lo mantenía, y guardaba en su casa armas para la guerra. Los que tal no tenían eran denominados “peones», y ellos formaban el más abundante núcleo de la sociedad. En otro extremo de ella se encontraban los clérigos, que sólo reconocían la autoridad directa del Rey y de su Obispo. En la época de concesión de este Fuero. Cobraron una fuerza inmensa, pues Alfonso VII fundó el Cabildo de Clérigos de Guadalajara, organización que siempre ejerció una fuerza notable en los asuntos de la ciudad.

La estructura judicial se constituía de forma muy simple. Los juicios en los que se dirimían cantidades menores de 10 sueldos, se realizaban en la propia villa por el juez del Común. Cuando la cantidad en liza era mayor, había que acudir al juicio real, y por lo tanto esperar a que el monarca castellano viniera a Guadalajara, y se le pusieran ante él los juicios importantes pendientes. De la lectura atenta del Fuero, parece colegirse una cláusula que viene a decir que lo mejor y primario era el acuerdo voluntario entre partes, pagándose mutuamente los daños causados. Pero que siempre que lo descaran podrían llevar su contienda ante el juez, o el merino. Las multas o l4calofias» impuestas se distribuirían dando la séptima parte a la hacienda real, y el resto al agraviado. En los casos de «hurto y traición» el Fuero impone que toda la multa sea para el Rey.

También se contemplan las relaciones interpersonales y las herencias. Dice el Fuero, que cuando un hombre haga testamento, las cuatro quintas partes de sus bienes las distribuya como quiera, pero la quinta parte la dé siempre «por su alma» (se supone que la debía entregar a la Iglesia). En los casos en que algún vecino muriera sin testar todo sería para la Iglesia, distribuido «según alvedrío de buenos homes mozárabes».

Las obligaciones para con el Rey y el Estado también son concretas: los caballeros deben ir en «cabalgada», «hueste» o «apellido» al llamado del rey, una vez al año, cada año. De todos los caballeros de la villa, en cada ocasión de empresa guerrera o leva, irían las dos terceras partes, quedando la otra tercera parte en la ciudad. Si alguno, cuando le tocara, no quería ir, lo solucionaba pagando 10 sueldos al rey. Los clérigos estaban exentos de servir al Rey como caballeros. Si poseían caballos, era por su voluntad, pero no tenían obligación de mantenerlos.

La libertad para poblar en Guadalajara era total. Podían comprarse casas, y venderse. Podían venir e irse a cualquier otro lugar de Castilla o de las extremaduras. Sólo se ponía una condición, en orden a mantener un buen nivel defensivo: que si un caballero se iba de la villa, en las sucesivas guerras o levas serviría otro por él. Y si fuere peón en las batallas, igual. El monarca Alfonso VII, sin embargo, da en este Fuero una serie de normas que estimulan a los castellanos a poblar en Guadalajara. Por ejemplo, estipula que si alguien, de otro lugar, agrede a uno de Guadalajara, peche una multa de 500 sueldos. Los impuestos los rebaja notablemente: exime de pagar fonsadera a los peones, y para los comerciantes de Guadalajara, quita totalmente los impuestos de portazgo y montazgo en todos aquellos lugares del reino donde Alfonso sea señor. Esto hace muy interesante para quienes vivían del comercio, el establecerse a vivir en la ciudad del Henares. En cuanto a otras cuestiones hacendísticas, se estipula que sólo se declaren las ganancias que sean en oro o plata, pero que de cualquier otro tipo de ganancia, no se dé cuenta a la Hacienda real. En puntos a ayudas comerciales, impone el monarca una multa de 60 sueldos a todo aquél que moleste en su trajinar por Castilla a los comerciantes de Guadalajara.

Otros temas que apunta este Fuero son los relativos a la ganadería en la villa y su alfoz. Permite que cualquier habitante del Común pueda llevar sus ganados a pastar libremente dentro de él. Pero que sí de otros lugares del reino, concretamente de los alfoces sorianos o segovianos, traían aquí sus ganados, que pagaran el impuesto de montazgo estipulado (que no cita) y la mitad fuera para el Rey. También concede Alfonso VII ayudas para reconstruir la muralla de Guadalajara. Expresamente declara que los «porteros» de las puertas de la muralla recogerían los impuestos correspondientes, de los que una parte se entregaría al juez.

También podemos colegir, de algunos datos del Fuero, la amplitud que el Común de Villa y Tierra de Guadalajara tuvo en sus primeros momentos. Por el poniente llegaba hasta limitar con el Común de Talamanca, y por el Norte con los de San Esteban y Berlanga. El alfoz de Guadalajara tenía entre sus límites (aparte de otros muchos lugares de toponimia hoy arcana), las aldeas de Daganzo, Alcolea de Torote, Galápagos, y Archilla, Irueste, Hueva, Hontova, Escariche, en un amplio círculo que comprendía dos sesmos: el del Campo (Campiña del Henares) y la Alcarria.

Aunque muy sencillas, breves y escuetas, estas normas que emanaban del Fuero real concedido por Alfonso VII a la villa de Guadalajara, sentaron en gran modo las bases de su crecimiento, y la fuerza con la que fueron impuestas, o quizás la seriedad con que querían ser interpretadas, se tradujeron en estas sentenciosas frases del final de su texto: «Si alguien por aventura quisiere menospreciar aquesto que nos creemos y aqueste mio testamento quisiere quebrantar, o de romper quiera, de la ira de Dios poderoso sea encorrido, y del Santo Cuerpo y Sangre del Nuestro Señor sea mal dicho, y enegado y con Datan y Abiron, y con judas, que traió al nostro señor, con el diablo que las penas infernales dentro del infierno sostenga».