El antiguo Colegio de Huérfanos de la Guerra en Guadalajara

viernes, 12 octubre 1984 15 Por Herrera Casado

 

Una de las instituciones que caracterizaron con mayor niti­dez la vida social de Guadalajara en los años finales del si­glo XIX y comienzos del XX fue el Colegio de Huérfanos de la Guerra, que atrajo en su derre­dor un gran número de perso­nas, tanto profesores como em­pleados, y sobre todo de niños y niñas, que, tras sufrir la desgra­cia de perder a su progenitor, veían atendidas sus necesidades educativas en este centro, de una forma verdaderamente cui­dada y avanzada para su época. Eso hizo que durante muchos años millares de españoles y es­pañolas hayan llevado marcado, con un sello indeleble, el recuer­do de su infancia y época estu­diantil ligado a Guadalajara. In­cluso no hace mucho tiempo fue publicada una novela del pro­fesor, recientemente fallecido, ­don Eufrasio Alcázar Anguita, ­que titulaba «Amor en el Infantado», y que era un reflejo vivo, sentido y romántico, de aquellos años de adolescencia entre los muros palaciegos y las calles de la pequeña Guadalajara de principio de siglo.

El hecho de que el palacio del Infantado, la lujosa y dorada mansión de los Mendoza, viniera a ser de dominio público, tiene una explicación muy sencilla: la ruina de la casa de los Osuna, herederos de los múltiples títulos y riquezas que los mendocinos Infantado habían atesorado a lo largo de los siglos anteriores. En 1878, uno de los más derrochones duques, don ­Mariano Téllez‑Girón y Beau­fort, titular de los ducados de Osuna e Infantado, no tuvo más remedio que desprenderse del querido palacio arriacense, símbolo del poder y la magnificen­cia de sus antepasados.

En ese año hizo una venta­-donación del palacio al Estado. Tras la tasación del mismo, y su evaluación en 750.000 pese­tas, el duque hizo donación de la mitad del precio, y la otra mi­tad la pagaron (por supuesto, al duque) entre el Ayuntamiento de Guadalajara y el Consejo de la Caja de Huérfanos de la Gue­rra. Este Ministerio fue el que se encargó de restaurar el edi­ficio, en una obra impresionan­te de adecuación para los nue­vos fines que se le iban a dar, teniendo en cuenta el semirrui­noso estado en que entregó el duque la vieja casona. Muy pronto, el 23 de mayo de 1879, el rey Alfonso XII, gran promo­tor y entusiasta de la idea de la creación de este Colegio de Huérfanos de la Guerra y su coloca­ción en Guadalajara, vino a nuestra ciudad a darlo por inaugurado, aunque las obras de adaptación siguieron varios años más.

A la terminación de las san­grientas guerras que, en el oca­so de su imperio colonial, sostuvo España contra los Estados Unidos de América, en Cuba y Filipinas, y la consiguiente de­rrota y hundimiento de los áni­mos hispanos, aumentó consi­derablemente el número de los huérfanos de militares, y llega­ron en tan enorme cantidad a Guadalajara que se hizo impres­cindible aumentar su capacidad, decidiendo finalmente dividirlo en dos, dejando a las niñas en el palacio del Infantado y a los chicos poniéndoles en el habili­tado cuartel antiguo de San Car­los. Estas reformas se hicieron en 1898, siendo presidente del Consejo de Administración de los Colegios de Huérfanos de Guadalajara el capitán general don José López Domínguez. Se reinauguró en esa fecha, y se colocó entonces una lápida, en el vestíbulo del palacio, que decía así: «Reinando Alfonso XIII, durante la Regencia de su Augusta Madre, se inauguró este Colegio, año de 18898».

A partir de entonces, el Colegio de Huérfanos de la Guerra, que era el que ocupaba el antiguo palacio de los duques del Infantado, recibió atenciones e inversiones en gran cantidad, por parte del Ministerio de la Guerra. Se distinguieron muy especialmente, en su cuidado, y durante los años iniciales del siglo XIX, el capitán general don Fernando Primo de Rivera, marqués de Estella, como presidente del Consejo de Administración de ambos colegios, y el director del mismo, el coronel don Carlos Duelo y Pol. Por entonces, este colegio podía decirse que era un auténtico modelo de la enseñanza infantil y juvenil, contando con los mayores adelantos en el campo educativo de la época.

Su claustro de profesores es­taba formado por numerosos oficiales del Ejército. En higiene y limpieza estaba cuidado al má­ximo. Las clases, amplias y lu­minosas, se adornaban con di­bujos, óleos y mapas realizados por los propios alumnos. Fue du­rante muchos años proverbial en Guadalajara el gran mapa de América, de detalle y perfección extraordinarios, que habían he­cho los alumnos Adolfo del Hoyo y Antonio González Yanguas. Existían gabinetes de Física y Química, contando con muchos aparatos para el aprendizaje de la óptica, la acústica, el magnetismo y la electricidad, que era entonces lo más novedoso en punto a «ciencias y adelantos». También contaba con museos propios de ciencias naturales y enormes colecciones de minera­les, animales disecados, plantas, calaveras, etc. En su inmensa biblioteca, además de los libros que el centro fue adquiriendo para su alumnado, se encontra­ba la importante biblioteca do­nada por el marqués de Novali­ches, en la que había, según de­cían quienes la vieron y estudia­ron, importantes manuscritos de autores españoles. También con­taba el colegio con una impren­ta, con frontón y diversos pa­tios, con un gran gimnasio, una sala de esgrima y otra de ins­trucción militar. En la capilla, que se puso en el salón de lina­jes, donde el artesonado mudé­jar causaba admiración de quien lo contemplaba, había una ex­quisita talla de la Purísima Concepción, regalo de la infanta Isabel al colegio.

Todo aquel esplendor quedó roto, aniquilado, una noche de diciembre de 1936. Aunque meses antes ya había quedado vacío el colegio, y dado el ambiente de alteraciones continuas que su­frió Guadalajara desde el vera­no de ese año, el caserón de los Mendozas se encontró nueva­mente solo, huérfano a su vez de las voces de las niñas que du­rante tantos años habían ale­grado sus patios y galerías. El bombardeo de la aviación franquista produjo el incendio del histórico palacio, que durante tres días seguidos continuó ar­diendo sin que nadie corriera a socorrerlo. Luego, los años de ol­vido y, finalmente, su renaci­miento y vida plena en estos días, para otro cometido todavía mejor, más amplio y comu­nitario: el palacio del Infanta­do es hoy un punto de cita para la cultura y la convivencia de los alcarreños. Es, así, todavía el símbolo de nuestra historia y nuestra cultura, algo querido y defendido por todos.