Una Guadalajara nueva y cierta

viernes, 31 agosto 1984 0 Por Herrera Casado

 

Tras varios años de interrupción, y ahora con nuevos brillos y dimen­siones, nos vuelve el «Día de la Provincia», que es algo que había calado ya en los calendarios festivos de nuestras gentes, y que parece ser va a retornar por sus fueros, con un entusiasmo nuevo que le haría ser aún más popular y útil.

Ante este nuevo «Día de la Pro­vincia», que ha de celebrarse estos dos próximos sábado y domingo, 1 y 2 de septiembre respectivamente, en la ciudad de Molina de Aragón, conviene hacer algunas reflexiones que traten de presentarnos con ma­yor claridad su significado, su utili­dad, la importancia que tiene el he­cho de que, al menos una vez al año, seamos todos congregados en torno a esta cita que hace nuestra Diputación Provincial. En una so­ciedad como la española actual, cua­jada de mal entendidas autonomías y encastillamientos, el hecho de que una provincia como la nuestra, pe­queña pero viva, trate de reencon­trarse, de inquirir sobre su ser y su sentido, es algo que debe ponernos a todos en marcha, y con ganas de colaborar en esta tarea noble, y pienso que útil. Al menos que sea la presencia, la participación de to­dos, la que dé un inicial sentido a la jornada.

Porque ese otro camino de simb­olismos que trata de recorrer el hecho, nace precisamente de las int­erpretaciones que queramos darle. Cuando, de una forma sencilla, y sin pretensiones, alguien se plantea un momento la pregunta de «¿qué es Guadalajara?» surgen algunos in­convenientes que sería interesante tratar de resolver. En principio, ya es todo un éxito que unos, o muchos, se planteen tal interrogación. Señal de que la prisa y las querellas descansan por un momento, y una causa sencilla, pero hermosa, nos congrega y nos reposa.

Es de general aceptación que la división de España en provincias que el año 1833 hizo Javier de Burgos, siendo ministro de Fomento, fue artificial y casi de carácter pro­visional, aunque la misma se ha consagrado ya después de siglo y medio de andadura. De esa provisio­nalidad e imperfección han nacido ahora las autonomías que configu­ran el nuevo Estado, que no han si­do estructuradas previamente, con la opinión de todos, como hubiera sido lógico. Pero de aquella división surgieron tierras provinciales que, partiendo comarcas naturales en va­rios trozos, rompiendo territorios históricos en otros cuantos, hubie­ran prometido un porvenir inestable y artificial. Durante mucho tiempo, Guadalajara ha sido eso, un cúmulo de tierras, de pueblos, de referen­cias conjuntadas a las que faltaba el cemento de unión para hacer un edificio único.

Se invocaba Guadalajara y aparecían en torrentes los ríos, los paisajes, los pueblecillos serranos o es­condidos en los valles de la Alcarria. Se decía lentamente Guadala­jara, y acudía el tropel de los Mendozas, del arcipreste con los poetas de la Atenas alcarreña, los palacios ducales de la capital y Cogolludo, el Renacimiento plateresco de cruces y portadas. Se pronunciaba el nombre de nuestra provincia, y llegaban los mieleros, los arrieros, la economía de autoabastecimiento: pasto­res, hortelanos, viñedos, algunos al­fares… pero no existía la cohesión, la cifra exacta, el nombre único.

Hay algunas referencias que hoy, como ayer, pueden traer la evocación de la tierra toda al pronunciar­las. Parece que cuando se nombra al Doncel, y se explora con dolor el alabastro triste de su sueño, acu­den memorias de otros siglos, la polvorienta tierra de en torno al Henares se aviva, y el pendón men­docino junto a las trompetas epis­copales cabalgan el espacio. Incluso cuando los versos dulces, las serra­nillas medidas y montaraces del marqués de Santillana se desgranan desde las hojas de un viejo libro, los campos de la Alcarria verdean y se enternecen. Y si las coplas del arci­preste Juan Ruiz, el de Hita, se po­nen en la picota, una multitud aún se congrega, de pastores, caminantes y viejas a escucharlas.

También en la geografía de Gua­dalajara parece haber palabras que son advocaciones, que en su sonido congregan la memoria de toda una tierra. Y así decir Tajuña es pensar en una cinta fina de agua que se pierde entre los juncos y los cantos de las ranas, dibujando con chopos la columna vertebral de la provin­cia. Desde Maranchón donde se re­cibe entre rocas y pedregal escueto, el río canta por Ciruelos y Luzón su primer aria de robledales y torreo­nes vigías Anguita y el recuerdo del Cid entre la voz profunda de su lastra. Y después Luzaga, Cortes y Abánades, niño todavía que jugue­tea por praderas, y es amigo de las estrellas, tan cercanas. Después se pone la faja y las alforjas, y se hace alcarreño. Si en Masegoso y Valde­rrebollo tiene ecos sin retorno, des­de Cívica hasta Brihuega se ahoga de verdor y cerros, dando luego la estampa más bella y auténtica de su curso, hasta salir de la provincia: Valfermoso, como un preludio a su carrera madura, vigila Armuña, y aun Aranzueque, antes de que en Loranca se pierda hacia las alcarrias madrileñas.

La historia se cimenta de asona­das, de luchas de moros y cristianos, de repoblación continua enmarca­da por una cenefa jaquelada romá­nica. Se nutre luego de castilleras andanzas, y en fin, aparece la som­bra de unas manos únicas, todopo­derosas, a ratos nobles y profusas, a ratos codiciosas: los Mendozas. Ellos -Iñigos, Diegos y Pedros- encontraron desde aquí seguras las más altas sillas del reino: el almirantazgo, la primacía, la cancillería o la embajada. Si desde Guadalaja­ra salieron con rumbos guerreros, aquí volvían a pensar, a procerar, a escribir. La añoranza de esta tierra estuvo siempre en sus corazones: desde Flandes, a las Indias, los Mendozas pusieron en Guadalajara sus sueños. Y su reliquia es hoy nuestra tierra.

Incluso no podemos olvidar las referencias a la economía de autoabastecimiento a que se vio sometida, durante siglos, esta tierra. Recuerdos quedan hoy solamente de lo que fueron sus ganados, sus lanas, sus paños. De lo que sus campos de cereal producían, en cantidades ingentes, incluso para exportar. ­De sus vinos ‑los de Illana, Mondéjar, Sayatón- o incluso de su miel, que hoy ni siquiera se sabe aprovechar en la medida que su fa­ma internacional ha ganado. En una época en que las grandes fuentes de energía dan la clave del desarrollo. Guadalajara se transforma en una de las primeras productoras de energía nuclear en España. Ya sólo nos falta una bolsa de petróleo de­bajo de la árida faz de las parameras molinesas…

Y tanto dato, tanta cifra, tanto recuerdo estaba falto de una cone­xión lógica. Han sido, sin duda, los escritores, los cronistas, los poetas que se han dedicado a indagar y nombrar a Guadalajara, quienes han hecho realmente el milagro ­de definir, de acaudalar conceptos y razones para tener de nuestra tierra un nombre cierto Layna Serrano con José Antonio Ochaíta; Juan Ca­talina García con José de Juan; Suá­rez de Puga con Sanz y Díaz… y un largo etcétera de nombres que han dispuesto, en su afán, dar vida real, concreta, certera a Guadalajara.

Incluso hechos como los que mañana y pasado se celebrarán en Molina, Días de la Provincia en los que el espíritu y los cuerpos de la tierra se aúnan en un grito, vienen a levantar la estatua, a clarificar sus perfiles, a entregarnos a todos la concreta imagen de Guadalajara. Es por ello que mañana, en Molina de Aragón, nuestra tierra será to­davía un poco mejor, más bella, más fuerte, más próspera y más que­rida por todos.