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junio, 1984:

Un pueblo molinés: Tortuera

 

Viajando desde Molina hacia Aragón, por la carretera que lle­va directamente a Daroca, y jun­to al camino que durante varios siglos fue real y de mucho tráfi­co, asienta esta villa que se extiende por la llanura, y que en siglos pasados gozó fama de ser la mayor y más poblada de la sesma molinesa del Campo; qui­zás, por tanto, el segundo núcleo en importancia de todo el Se­ñorío. Su aspecto es hoy el de un pueblo sencillo, extendido sobre un suave otero, rodeado de am­plios e inacabables campos de cereal.

Su nombre, Tortuera, viene a significar «torre torcida» y es muy característico de la repobla­ción. Sería creado o aumentado en el siglo XII, en el hacer del Señorío. Y dadas sus magníficas condiciones agrícolas, creció rá­pidamente, sin conocer señorío privado. En 1554 alcanzó el títu­lo de Villa con jurisdicción propia, aunque siguió pertenecien­do al Común molinés en todo lo referente a aprovechamiento de pastos y dehesas.

De la torre que dio nombre al pueblo, y que en su término fue admirada, a pesar de su progre­siva ruina, por sus condiciones de fortaleza y altura, ya no que­da prácticamente nada. Se tra­taría de una torre defensiva, fronteriza. En el pueblo destaca el rollo o picota, símbolo de vi­llazgo, que consta de un fuerte pilar de sillar calizo, bien talla­do, con remate cónico y escama­do, propio de los comienzos del siglo XVI. De los diversos pairo­nes que existen en el término, es de destacar el pairón de las Áni­mas, a la entrada del pueblo vi­niendo desde Molina: consta de un conjunto de sillares sobre los que aparece un grupo de azule­jería recordando a las Ánimas del Purgatorio, como escena po­pular de llamas y cuerpos su­frientes.

También hay curiosas ermitas repartidas por todo el término de Tortuera, como son las de Nuestra Señora de los Remedios, la del Ecce Homo y la de San Nicolás, muy especialmente la pri­mera. La iglesia parroquial es un buen ejemplo de la arquitec­tura herreriana, del siglo XVI en sus finales. De estructura compacta, presenta una gran torre cuadrada a poniente, que remata en grueso chapitel. La portada, a mediodía, es de líneas rectas y molduraje geométrico; lleva la fecha de su construcción grabada: 1574. El interior es de plata cruciforme, cubriéndose el crucero con bóveda semiesférica. La nave se cubre con crucería, y a los pies surge el coro alto. Es­coltando el paso al crucero, dos gruesos pilares adosados a la pa­red, con decidido aire renacen­tista, exhibiendo incluso algu­nos grutescos en su fuste. El re­tablo mayor es de estructura y ornamentación barrocas ocupa todo el fondo del presbiterio. Posee tallas y cuadrados de poco mérito. Por el templo se distri­buyen varios altarcitos barrocos, de poco mérito. En el lado del Evangelio está la capilla de la Trinidad, de muy buena estam­pa arquitectónica. Es muy cu­rioso el cuadro que preside esta capilla, en el que se ve a la Tri­nidad, apoyada sobre un enorme globo terráqueo, en el que apa­recen Adán y Eva. Oferente del cuadro, surge a un costado un sacerdote joven, y enfrente su escudo de armas colocado. En el suelo de la capilla, ante el altar, una lápida  con escudos de armas y esta leyenda: «Este altar y peana dotó don Marcos Antonio Romero de Amaia Canónigo de la Santa Iglesia de Córdoba para el mayorazgo y capellán Año de 1685». En la misma iglesia, y so­bre el muro de la epístola, hay un pequeño retablo, del siglo XVI, con buena talla del Niño Jesús, además de otras tallas y pinturas sobre tabla de evange­listas, santos y santas. En el cen­tro de la predela, las frases de la consagración, en letras dora­das sobre fondo de plata, y ro­deándolas esta leyenda: «Este altar mandó fazer el Doctor don Antonio García Pérez, Abbad de Berlanga y Comisario del Santo Oficio».

Por pueblo de Tortuera se hallan distribuidas varias casonas molinesas de típica arquitec­tura y buen estado de conserva­ción. Merecen citarse de entre ella, las que rodean la plaza ma­yor, todas con grandes portones semicirculares adovelados: una es la de los Torres otra la de los Moreno, del siglo XVII. La casona de los Romero, en un ex­tremo del pueblo, es del siglo XVIII y muestra sobre la puer­ta un hermoso escudo de armas. La casona de los López Hidalgo de la Vega presenta una clásica distribución de vanos, con escu­do sobre el portón adintelado. Es obra del siglo XVII, construida por don Diego López Hidalgo Mangas, padre de una abultada nómina de figuras de la religión y las letras, que en ella vivieron y la adornaron, con sus retratos, durante siglos.

En el término de Tortuera existe todavía el caserío de Guisema, que jugó durante si­glos pasados un importante pa­pel en la historia del Señorío de Molina. Se encuentra abrigado de unos cerros, sobre el camino que sube desde el río Piedra. Fi­gura Guisema en las antiguas crónicas como conquistada por Alfonso I de Aragón, a comien­zos del siglo XII, y que ya en 1122 formaba el extremo sur del Común de Calatayud. En este lu­gar se levantó enseguida un castillo o casa‑fuerte, que sirvió de apoyo estratégico a nuevas con­quistas más al sur.

Formado el Señorío de Molina, Guisema pasó a formar parte del mismo, según el Fuero de don Manrrique, y durante siglos gozó un papel crucial en las luchas de Castilla y Aragón en aquel territorio fronterizo. Su posesión la disputaron reyes y magnates. Fue propiedad y señorío de los Lara molineses, desde el siglo XII, y luego de sus herederos los reyes de Castilla. Tuvo Concejo propio, y los documentos anti­guos destacan el «castillo e casa fuerte» que centraba el lugar. En 1338 lo tenía en señorío doña Sancha Alfonso Carrillo, descen­diente de los señores de Molina y en dicho año esta señora se lo vendió a Adán García de Vargas, vecino de Molina. En 1340, el rey Alfonso XI concede un breve Fuero Guisema, dando derecho a García de Vargas para repoblar el lugar con gente venida exclusivamente de Aragón, y no de Molina eximiendo a los colonos de muchos impuestos. En 1376 aparecen como dueños doña Ucenda López de Liñán y su hi­jo Sancho Ramírez, quienes lo venden a Martín González de Mijancas. Posteriormente fue se­ñor de Guisema don Iñigo López de Mendoza, alcaide de los cas­tillos y fortalezas comunales de Molina. El hijo de éste, don Die­go Hurtado y Carrillo, lo vendió en 1425 a Juan Ruiz de los Que­madales, el «caballero viejo» de Molina, en cuya familia quedó, pasando a los marqueses de Em­bid hasta nuestros días.

Los Mendoza de Guadalajara en la Guerra de Granada

 

La larga lucha que enfrentó, en las postrimerías del Medievo hispano, al reino cristiano de Castilla contra el bastión mahometano de Granada, dio ocasión al lucimiento de muchos personajes que, por par­te del costado occidental y norteño de la contienda, encontraron en la guerra su expresión más completa, tanto política corro religiosa y cultural. Todavía insertos con plenitud en la Edad Media, teniendo con­ciencia de ser apoyo firme de la monarquía. Los Mendoza de Guadalaja­ra, formando una familia numerosa y plural, pero bien conjuntada en sus miras políticas, emprenden la lucha definitiva contra el bastión nazarita, casi con la conciencia de ir a una cruzada personal, en la que el rey y los otros señores son sus colaboradores en la empresa. Pero, aparte de interpretaciones históri­cas, el hecho cierto es que el mayor número de hombres y capitanes, de recursos materiales y títulos nobiliarios, fue aportado por los Mendo­za de Guadalajara. Veremos algunas de estas figuras y sus actuaciones.

Ya en 1456, y al llamado de En­rique IV, acudió el entonces pleno de vigor marqués de Santillana, don Iñigo López de Mendoza, a la campaña contra el reino de Granada, llevando consigo a sus hijos, parien­tes y amigos. Al año siguiente, de­clinó la oferta, mandando a sus fa­miliares, y alegando estar ya viejo y achacoso. Serán sus hijos los que en años posteriores colaboren esplén­didamente en la reconquista grana­dina. Así, vernos como Diego Hur­tado de Mendoza, el primogénito y futuro primer duque del Infantado, luchó en 1438 en la conquista de Huelma en el reino de Jaén, y ayu­dó en el asedio de Velez al maestre de Santiago don Rodrigo Manrique.

También Pedro Lasso de Mendoza, hijo del marqués, participó en la conquista de Huelma.

Don Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, fue muy activo en la guerra granadina. Ya en 1438 colaboró con su padre y her­manos en la reseñada campaña de Huelma. Allí resolvió favorablemen­te una batalla gracias a su arrojo personal, y actuó directamente en los tratos entre los castellanos y el rey moro Aben Farrax. En la campaña de 1456, en la vega de Grana­da, descubrió un complot que los moros tenían formado para tomar prisionero al Rey, ayudando a que éste se retirara sin peligro a Córdo­ba, siendo premiado Mendoza por ello. Posteriormente, y ya en plena guerra final. Los Reyes Católicos nombraron a Iñigo López Adelanta­do mayor de Andalucía, y Capitán General de la Costa y Reino de Granada. Este supremo título del man­do militar en campañas contra los moros, o luego en la repoblación castellana de Al‑Andalus, lo mantendrán los condes de Tendilla co­mo un broche de oro de su mayorazgo durante muchas generaciones. Iñigo López colaboró en la defen­sa de la ciudad de Alhama, con gran ingenio y valentía. Allí dirigió el conocido hecho en que, al de­rruirse por las muchas lluvias, un buen trozo de la muralla de la ciu­dad, él mandó rehacerla con cartón y pintura, simulando ser la cerca verdadera En aquella ocasión y por la falta de dinero, no podía pagar a sus gentes. Entonces surgió, obli­gadamente, el invento del papel mo­neda: mandó el conde de Tendilla hazer una monneda fingida de tres metales, de oro, plata y cobre (de naypes dizen algunos que era esta moneda).

Todavía entre los hijos del pri­mer marqués de Santillana cabe recordar a cuantos se distinguieron en esta guerra. El tercero de ellos, Lo­renzo Suárez de Figueroa, comenda­dor de Mohernando en la Orden de Santiago luchó bravamente junto a su padre: salió con 200 de a caba­llo a escaramuzar con los moros, a los quales acometió con tal maña y destreza, que los coxió sin que tu­viesen recurso ni guarda en la ciu­dad de Granada. Aunque los moros según dice el cronista Pecha, era una tropa de ginetes, con lanzas y adargas, el caballero los atropelló, desbarató e hizo huir a refugiarse en Moclín. El sexto hijo, Juan Hur­tado de Mendoza, señor de Fresno de Torote, cercó y conquistó el pue­blecillo de Cogollos y lo tomó pasando a cuchillo muchos Moros con grade honor suyo y de los soldados de Guadalaxara que iban en su compañía. Uno de los más seña­lados Mendozas en la guerra de Granada fue Pedro Hurtado de Mendoza, también hijo del primer mar­qués de Santillana. Poseyó el título de Adelantado de Cazorla, y llegó a mandar él sólo un ejército de más de 3.000 hombres, entre los que for­maban las tropas de la archidiócesis de Toledo, las del adelantamiento de Cazorla, las de a mitra de Sig­üenza y muchas gentes de Guada­lajara. Fueron muy señaladas sus ac­tuaciones en Coín, Cártama, Velez-Málaga, Málaga, Loja, Baza, Alme­ría y Guadix.

Los Reyes Católicos le hicieron merced de la alcaldía vitalicia de Guadix. También como hijo del marqués, fue don Pedro González de Mendoza, gran Cardenal de Espa­ña y canciller de los Reyes Católicos, un firme puntal de la guerra granadina, de la que en algunos mo­mentos ocupó el puesto de Capitán General. Colaboró generosamente aportando hombres de sus señoríos y dineros de sus caudales. Desde la primavera de 1490, acompañó a dia­rio a los reyes en su acoso constan­te a Granada, y en enero de 1492, cuando la toma definitiva de la ciu­dad y el reino nazarita, el Cardenal fue uno de los primeros que puso su pie en la Alhambra, colocando en lo alto de sus torres la cruz y el pendón de Castilla y del arzobispa­do de Toledo. Todavía de un so­brino del marqués de Santillana llamado Garcilaso de la Vega, guar­dan memoria las crónicas, señalan­do como en la misma vega de Gra­nada, y a la vista del real moro, así como en la presencia del rey Enri­que IV, justó valientemente contra varios moros, venciéndolos siempre.

En la segunda generación, el se­gundo duque del Infantado, también llamado Iñigo López de Mendoza, colaboró en la campaña con todo el esplendor del que él gustaba y sus inmensas riquezas y enormes estados le permitían. Bajo su man­do se atacó Illora, Moclín, Montefrío y Colmera, siguiendo luego Ve­lez‑Málaga, Baza, Guadix y Alme­ría, hasta culminar en la toma de Granada, en la que personalmente luchó. En las tropas del segundo du­que del Infantado, formaba un jo­ven combatiente, hijo del secreta­rio ducal: se trataba de Martín Váz­quez de Arce, comendador santia­guista, culto y valeroso; murió en una refriega con los moros en la acequia gorda de Granada, en 1486. Su estatua yacente, puesta en la capi­lla familiar de los Arce en la cate­dral de Sigüenza, simbolizó el ala­bastro a este Doncel caballeresco.

En la rama de los condes de Ten­dilla, luego también marqueses de Mondéjar, se distinguieron varias fi­guras. Así, el segundo conde, tam­bién llamado Iñigo López de Mendoza, comenzó su actuación granadina en las campañas entre 1470 y 1474, siempre en empresas de mu­cha consideración. Se distinguió especialmente, al mando de sus propias tropas, en las tomas de Albalite, Alarfe, Alfacae y Aguilar, li­berando en esas acciones a muchos cautivos cristianos, y de él dice el cronista Pecha que allí ensangrentó su espada con la sangre sarrazena, haziendo en aquellos Bárbaros gran­dísimo estrago, y matanza, talándo­les los campos, robándoles sus gana­dos, ganándoles sus trincheras, es­caramuzando con ellos, y atacándo­les como a fieras.

Acompañó a los Reyes luego en los cercos de Adhama y Loja. Fue muy sonada su actuación personal en este último cerco, en una escaramuza contra las gentes del moro Alcalen Alcatar, en que recibió algunas heridas importantes. En 1475 volvió a actuar este personaje en los sitios de la vega de Granada, en el cerco de Loja y finalmente capita­neó la toma de Tajara. Dice la Cró­nica de Pecha de este hecho que el Conde de Tendilla apoderóse del Castillo, passando a cuchillo a los Moros rebeldes, ganándoles las ban­deras y estandartes, tomándoles ri­cos despojos, que repartió entre los suyos, enriqueciéndolos. Su hijo pri­mogénito, Luís Hurtado de Mendo­za, tercer conde de Tendilla, here­dó también el título de capitán ge­neral del Reino de Granada y alcai­de de la Alhambra, transmitido a sus herederos durante varias gene­raciones. Estos breves datos son simplemente un apunte de la parti­cipación de los Mendozas, en sus títulos máximos, y en las gentes, no­bles y villanos, de sus estados, tuvieron en la guerra de Granada.

Bibliografía:

PECHA.: Historia de Guadalaxara, Institución Cultural «Marqués de Santillana», Guadalajara, 1977; LAYNA SERRANO, F.: Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid 1942, tomo II, CEPET ADAN, J., El gran Tendilla, medieval y renacentista, en «Cuadernos de Historia», 1 (1967), pp. 159‑1

NADER, H.: The Mendoza Family in the Spanish Renaissance, y; Brunsiwck, 1979.

Empresas mendocinas

 

Hablar de los Mendozas alcarre­ños, supone evocar siempre con fuerza el ambiente del Medievo, los modos del Renacimiento. La vida que en su torno produjeron rezumó siempre del rito y el boato. Aparte de su significación cierta en los mo­vimientos políticos y culturales de aquellos siglos (el XV y XVI funda­mentalmente) en los que su nombre fue protagonista, los Mendoza die­ron a la sociedad en que vivieron un toque de color, de ritmo, de su­culencia incomparables. Los desfi­les de guerreros que el segundo du­que organizó en sus partidas a la guerra granadina, a la cabeza de cor­tejos fastuosos en los que gualdra­pas y estandartes se mezclaban con celadas y trompetas. O aquellas procesiones incesantes, cuajadas de obispos, canónigos y abades con el apellido de Mendoza, en las que Guadalajara entera daban honores al Corpus Christi, en tiempos del du­que tercero. Y, en fin, las reuniones cortesanas, los ateneos de mil pala­bras y pensamientos en los que el cuarto duque reflejaba y alentaba su animoso sentido de la cultura.

Como digo, no sólo en su papel de árbitros, de consejeros, de ejecu­tores poderosos de la política de su tiempo hay que ver a los Mendozas alcarreños. Sino como llama auténtica de una época, símbolo ineludi­ble y cierto de una sociedad que hoy ya desaparecida por completo, nos gusta evocar de vez en cuando. Para ello, nada mejor que hacer hoy un ejercicio de memoria sobre un tema quizás superficial, pero indudablemente muy significativo en el contexto total de la cultura mendo­cina. Me refiero a los escudos y «empresas» que cada uno de ellos adoptó como propia en los momen­tos en que pasaban de ser «delfines» condes de Saldaña a grandes duques del Infantado. De unos y otros nos hablan las antiguas crónicas, y va­mos aquí a recordarlos.

El marqués de Santillana, don Iñigo López de Mendoza, adoptó el primero un emblema que revistió con los ropajes de la literatura ex­quisita que él sabía producir. Lo mantuvo siempre celosamente vela­do en su significado, y solamente en la hora de la muerte, y de un modo efectista y casi teatral lo dio a co­nocer. Su «empresa» fue una cela­da o casco metálico totalmente ce­rrado, tapando incluso los ojos, que se ponían los caballeros y guerreros en los torneos y luchas medievales. Luego quedó la celada como emble­ma de nobleza sobre los escudos de armas. Y junto a la celada, el marqués puso esta frase: «Dios, e vos» Como refieren muchos autores, fundamentalmente el que fue su secretario don Pero Díaz de Toledo, en el momento de su muerte desveló el significado de «empresa» y «leyenda» La celada significaba la muerte, «porque en aquella hora es quando el enemigo está en celada, y emboscada para dar assalto re­pentinamente al Alma». De esa ma­nera, y aunque nunca lo desveló hasta la hora postrera, el marqués sabía que tenía como norte de sus acciones la idea de la muerte cier­ta. En cuanto a la frase que acom­pañaba a la «empresa», él mismo di­ce así: la verdad es que mi propósi­to e entención siempre fue teniendo gran esperança en Nuestro Señor Dios que avía misericordia de mí, yo tomé por devoçion, por tener continuamente en mi memoria a Nuestra Señora, de traer este mote Dios e Vos, entendiendo por aquel Vos a Nuestra Señora et queriendo decir que la misericordia de Dios e la devoçion a Nuestra Señora e su interçesión e ruego me avían de traer en camino de salvación».

El hijo del marqués poeta, don Diego Hurtado de Mendoza, fue nombrado por los Reyes Católicos primer duque del Infantado. También él tomó empresa y leyenda, imitando a su padre, poniendo así nueva imagen de grandeza, y am­pliando la impresión literaria que a su vida quiso también dar. El adop­tó como emblema de sus escudos una tolva de molino, en un intento filosófico de expresar su concepto de que solamente unos pocos, los elegidos pasarán el tamiz final del juicio último. Repetido por todas partes, en el patio y la fachada del palacio del Infantado, se ve este emblema de la tolva, escoltada por largos cordones. Su leyenda fue és­ta: «Dar es señorío, recibir es servi­dumbre», que Hernando Pecha, en su «Historia de Guadalaxara» in­terpretó mal, y así nos dice que el primer duque había adoptado en su leyenda la frase Dar es señorío y recivireys servidumbre, lo cual cambia por completo el sentido au­téntico y primigenio. Sólo conocien­do la mentalidad de mecenas que este hombre tuvo, es pensable que fueran la primera frase la auténtica. Aun de otro modo la interpreta Cristina de Arteaga en su «Historia de los Mendoza», diciendo que don Diego puso de mote a su tolva la frase de «Dar es Señoría, recibir es servidumbre» Esa frase la ha hecho suya, y la ejerce con creces, el Nú­cleo Pedro González de Mendoza, organización cultural de nuestra provincia, que en muchos aspectos revive el espíritu mendocino.

El segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, constructor del gran palacio arriacense del que acaba de cumplirse el quin­to centenario, tomó un curioso motivo por «empresa» personal. Tomó como símbolo unos «detalles» o espe­cie de guadañas que sirven para cortar la hierba de los prados, que­riendo con ello, por una parte, sig­nificar que «la guadaña de la muer­te corta la vida de los justos, y pe­cadores, y que éstos se condenan al tiempo de morir, y aquéllos se sal­van». Y aun interpreta Pecha qu­e este emblema quería ser significativo de la justicia con que trataba a todos sus súbditos, «pro­curando que la espada de la justicia se arrimase por igual a Amigos y enemigos, así en lo civil como en lo criminal de los que estaban debajo de su jurisdicción». Y él mismo, añadió, junto al símbolo, la frase: «amigos y enemigos, dalles», que puede tomarse en varias acepciones una de ellas, indudable, interpre­tando la última palabra como impe­rativo del verbo «dar» en forma ar­caica: sabia recomendación para el triunfo.

A su hijo, el tercer duque, don Diego Hurtado de Mendoza, no se le conoce emblema o frase propia. Hombre en exceso religioso, se ale­jó voluntariamente de las pompas humanas. En su tiempo se añadió al escudo verdi‑rojo de los Mendoza, el astro pálido y plateado de los Lu­na.

Y al cuarto duque, don Iñigo Ló­pez de Mendoza, el más literato y culto de toda la serie, debemos el emblema, la empresa y frase más cabalísticos, más elaborados, más renacentistas, en una palabra. Nos lo explica la historiadora Arteaga, quien descubre la «empresa» ducal como una esfera celeste (y hay que acentuar ese significado, el de no ser una «bola del mundo», sino el cielo mismo en forma de esfera, al­go muy normal en el Medievo) re­presentativa de la gloria: tanto la Gloria de los bienaventurados, co­mo la gloria mundanal de los triun­fadores, de los virtuosos al modo humanista. Junto a la esfera, una frase: «Meruisse satis», que podría­mos interpretar como «haber mere­cido suficientemente», pues satis es adverbio que significa «bastante, su­ficientemente» y meruisse es termi­nación de infinitivo perfecto del verbo mereo, que significa «mere­cer, ganar». En definitiva, el duque literato y escritor, autor de un famoso libro de interpretación clási­ca, venía a poner en dos palabras y una imagen, reducida al máximo la norma de su vida el intento conti­nuo de alcanzar la gloria; pero de alcanzarla con merecimiento y jus­teza

Después de estos cien años de figuras repletas de perfiles y persona­lidades extraordinarias, los Mendo­zas de Guadalajara parecen apagar la llama de su ingenio, olvidar el ca­mino de sus antepasados. Vanse a la Corte, al Madrid que relumbra, y se hacen satélites de otros soles. Di­ferentes a aquellos brillantes astros, que en la Guadalajara medieval o renacentista habían puesto su sello y su trazo latiente de su ingenio y se humanidad.

Historias e historiadores de Guadalajara

 

El reciente Encuentro de historiadores de la provincia de Guadalajara, en su primera edición, ha puesto de manifiesto el gran interés que existe en el momento actual por trabajar en el conocimiento de las, épocas y temas pretéritos relativos a nuestra tierra. Frente a todas las previsiones, han resultado ser legión quienes en los momentos actuales se dedican a estudiar la arqueología, la historia de todas las edades, el arte y el folclore de Guadalajara. Así, y ante la revisión somera de las Historias publicadas hasta ahora, pensamos que de aquí a pocos años, esta breve relación habrá de aumentarse notablemente, completando muchos aspectos actualmente olvidados o aún no estudiados

A continuación hacemos una revisión, casi telegráfica, de las Historias que se han escrito o publicado sobre la ciudad de Guadalajara, sobre sus comarcas o pueblos más destacados. No es una relación exhaustiva, ni crítica. Es simplemente una lista que viene a poner, en un descansillo del camino, la vista en lo realizado hasta ahora. Y a poner la bandeja todavía casi vacía para que otros que trabajan la llenen con, sus esfuerzos de historiadores. De todos modos, para quien desee adentrarse en la anchurosa avenida del pretérito acontecer de Guadalajara ya hay material con qué hacerlo.

Desde el siglo XVI, diversos historiadores se han ocupado de investigar los hechos señalados y las figuras singulares de Guadalajara, recopilando en tratados los resultados de sus búsquedas. En breve nómina, deben recordarse a Francisco de Medina y Mendoza, autor de los primeros Anales de la Ciudad de Guadalajara, hoy perdidos, pero que sirvieron de base a los siguientes historiadores. Medina tuvo acceso a los archivos familiares mendocinos, por ser secretario de los duques del Infantado. Escribió su obra en la segunda mitad del siglo XVI, Ya en el siglo XVII, son varios los historiadores que se ocupan del pasado de Guadalajara. Así, el padre jesuita Hernando Pecha escribió en 1632 la Historia de Guadalaxara y como la Religion de Sn Geronimo en España fue fundada y restaurada por sus ciudadanos, que siempre se mantuvo inédita en el archivo de los Mendozas, y fue editada en 1977 por la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», de Guadalajara. Incluye datos sobre la fundación de la Orden Jerónima en Lupiana, sobre la ciudad de Guadalajara, y muy especialmente sobre la familia Mendoza. Poste­riormente escribió el regidor Fran­cisco de Torres, hacia 1647, su His­toria de la nobilísima ciudad de Guadalaxara, que también se mantiene inédita en manuscrito primiti­vo, Siguió Alonso Núñez de Castro con su Historia eclesiástica v seglar de la muy noble y muy leal ciudad de Guadalaxara, que fue impresa en Madrid, en 1653, v viene a ser una refundición a covia de las anterio­res) Ya hasta nuestro siglo no vuel­ve a realizarse una obra válida. Y es el historiador y cronista Francisco Layna Serrano quien publica en 1942 su grandiosa Historia de Gua­dalaiara y sus Mendoza en los si­glos XV y XVI, con amplia base documental y una visión moderna del tema.

Sobre la provincia y sus pueblos hay varias interesantes obras históricas. Especialmente el Señorío de Molina, como entidad histórica y geográfica de características especiales, ha recibido la atención preferente de los historiadores. El más antiguo de ellos es Francisco Núñez, quien entre 1590 ‑ 1606 redactó su Archivo de las cosas notables de Molina, conservada en manuscrito muy deteriorado en jerez de la Frontera. Siguió Juan de Ribas, quien en 1612 compuso un Epítome de las cosas notables de Molina, también perdido. El más señalado de los historiadores molineses puede considerarse Diego Sánchez Portocarrero, regidor perpetuo de la villa y capitán de sus Milicias. Escribió la Historia del Señorío de Molina en cuatro tomos, el primero de ellos editado en Madrid en 1641, y los restantes conservados en limpio manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid. Diego de Elgueta escribió posteriormente una Relación de las cosas memorables de Molina, en manuscrito hoy perdido, y luego fue Gregorio López de la Torre y Malo quien ya en el siglo XVIII escribió su Chorográfica descripción del muy noble, leal, fidelísimo y valerosísimo Señorío de Molina, publicada en 1746. Ya en nuestro siglo, han sido Claro Abánades, con su voluminosa Historia del Real Señorío de Molina, en seis tomos manuscritos conservados en el archivo municipal de la ciudad del Gallo, y José Sanz y Díaz, con su Historia verdadera del Señorío de Molina, quien preferentemente y de manera total se ha ocupado de historiar el territorio molinés.

De otros pueblos de la provincia de Guadalajara han realizado historias, magníficas todas ellas, el cronista Francisco Layna Serrano, que publicó su Historia de la villa de Atienza, en 1945, y su Historia de la villa de Cifuentes en 1955.

Andrés Pérez Arribas publicó su Historia de Alcocer en 1974, y fray Ramón Molina Piñedo la Historia de Yunquera ‑de Henares en 1983 Muy interesante también, siempre fundamentadas en la consulta de documentación original, son la Historia de la villa de Hita, escrita por Manuel Criado de Val, y publicada en 1976, y la Historia de la villa de Pastrana, que escribió Mariano Pérez Cuenca en 1871, La Historia de Sigüenza, de su Diócesis y de sus obispos fue escrita por fray Toribio Minguella y Arnedo, y publicada en tres tomos en 1910, siendo continuada por Aurelio de Federico en lo referente a nuestro siglo.

Recientemente, José Andrés Riofrío publicó su Membrillera, historia y tradición, que en su día calificamos como estudio histórico y costumbrista modelo de un pequeño pueblo. Finalmente, y como una aportación personal y con el deseo de que sea útil a todos los interesados en el tema, la Excma. Diputación Provincial de Guadalajara ha editado una obra mía titulada Crónica y guía de la provincia de Guadalajara, en la que aparece, de forma concisa y esquemática, la historia de todos y cada uno de los pueblos de Guadalajara.

Son éstos algunos pasos dados en la tarea hermosa y apasionante de conocer Guadalajara. Esperamos, y estamos seguros de que así ocurrirá, que en el futuro esta nómina se ensanchará, en cantidad y calidad, hasta límites mucho más amplios. Será por el bien de todos.

El arte románico en Sigüenza

 

No cabe duda que una de las formas actuales de realizar turismo desborda la clásica estampa de la playa y la merienda campestre, y cae de lleno en lo que podríamos denominar «turismo cultural» en visita a las ciudades y monumentos que conservan la esencia y figura de los siglos pasados. En ellos se aprende la historia y las razones fundamentales del devenir de un pueblo.

Una de las ciudades que mejor conserva esa esencia del pasado, a través de su historia cuajada de he­chos cruciales, y de sus monumentos característicos y hermosísimos, es Sigüenza, en las orillas del alto Henares, en los límites septentrio­nales de la provincia de Guadalaja­ra.

En estos días aparecerá en el mercado una obra que he titulado «Sigüenza, una ciudad medieval» y que quiere ser un compendio de lo que este enclave serrano ha supues­to en la historia de Castilla, y al mismo tiempo expresión total de lo que sus hombres e instituciones han tenido de generadores de hechos importantes en los largos siglos que Sigüenza lleva de existencia. Épocas todas las que cuenta la historia de España, se dan cita entre los muros de la vieja ciudad. Desde los arévacos a los romanos, pasando por visi­godos y árabes, hasta la civilización castellana que puso la imagen de grandiosidad en monumentos y ur­banismo que hoy puede contemplar, casi intacta, el viajero que arriba a Sigüenza.

Dentro del capítulo, mayoritario, denso, dedicado al patrimonio artís­tico de Sigüenza, destacan con per­sonalidad total los edificios y piezas de la época y estilo románico. De esos siglos que, en plena Edad Me­dia, suponen el asentamiento defi­nitivo de la civilización cristiana en la ciudad, destacando obispos y guerreros, artistas y pensadores en su construcción paulatina. También serán comerciantes y artesanos, amén de agricultores y ganaderos de todo el territorio castellano los que acu­dirán a una repoblación que la haría presentarse en la sociedad de la historia con una silueta inconfundible. De tal modo que a Sigüenza le cabe el apelativo, quizás con mayor justicia que a cualquier otra de España, de «una ciudad medieval».

En los monumentos de estilo ro­mánico que posee Sigüenza, destaca con total preferencia la catedral, iglesia mayor de la ciudad y la dió­cesis, sede del Cabildo, altar de los obispos, marco incomparable del arte de todos los siglos. De la cate­dral seguntina puede decirse sin ex­ceso, que es uno de los monumen­tos capitales del arte español. Fue­ron puestas sus primeras piedras poco después de ser reconquistada la ciudad a los árabes, en el año 1124. El promotor del edificio fue el primer obispo seguntino, el aquitano Bernardo de Agen, y sus suce­sores continuaron paulatinamente la empresa, que continuó sin inte­rrupción, en el plano arquitectóni­co, hasta el siglo XVI, y en el decorativo hasta el XVIII, acabando esta secular evolución con las obras de restauración que, tras el período de Guerra Civil española, hubo de re­cibir a causa de las múltiples heridas abiertas en dicha contienda.

El estilo de esta catedral es fun­damentalmente gótico cisterciense, aunque con bastantes detalles de estilo románico. La primitiva planta de la catedral es de cruz latina, con tres naves paralelas y crucero del que salían cinco ábsides, mayor el central, que fueron posteriormen­te derribados para ir construyendo capillas, sacristías y una amplia gi­rola en la que se incluía el altar ma­yor. De la época primitiva románi­ca, son fundamentalmente las por­tadas principales del muro occiden­tal, en la que lucen grandes arcos baquetonados, semicirculares, con múltiples ornamentaciones de hojas y detalles geométricos de cierto aire mudéjar. También los pilares del crucero y algunos de la nave central son románicos, lo mismo que el magnífico rosetón que surge presi­diendo el muro sur de la catedral, sobre la plaza mayor, y que puede calificarse como uno de los más be­llos rosetones románicos del arte español. Inclusive las torres que ja­lonan la fachada de poniente del templo son obra, en su origen, ro­mánica. Ambas fueron iniciadas por el obispo don Bernardo, siendo aca­badas en el siglo XIV la de la dere­cha, y en el XVI la de la izquierda, pero conservando el plan primitivo, que reservaba para ellas una fun­ción más defensiva, casi castillera, que meramente decorativa.

Por la ciudad repartidas se ven otras interesantes muestras del esti­lo arquitectónico románico. La igle­sia de Santiago se sitúa en la empi­nada calle que sube desde la plaza mayor al castillo, habiendo sido mandada construir, como parroquia de la Sigüenza fortificada por el obispo don Cerebruno, en la mitad segunda del siglo XII. Su portada, que vemos en dibujo junto a estas líneas, consta como puede apreciar­se, de un gran arco abocinado deco­rado con varias arquivoltas ocupa­das por entrelazos y temas vegeta­les. Apoyan dichas arcadas sobre una imposta que corre por encima de la línea de capiteles, todos de hojas de acanto, y éstos rematan las siete columnillas de cada lado. En el tímpano de esta portada, luce un busto de Santiago, de época rena­centista, y arriba de todo el escudo de armas de don Fadrique de Por­tugal, autor de ciertas reformas en el templo. Es también interesante el ábside de Santiago, de planta cua­drada, y que conserva una gran ven­tana de arcadas semicirculares que pregona su estampa medieval sobre la hondura del arroyo Vadillo.

Más arriba del burgo, en la calle llamada de la «Travesaña alta», jun­to a la casona de los Bedmar, se en­cuentra la otra parroquia que para la Sigüenza amurallada mandó construir el obispo don Cerebruno entre 1156 y 1166. Aunque su planta ha sufrido numerosas variaciones a lo largo de los siglos, aún permanece su magnífica portada de pleno esti­lo románico, que consta de tres ar­cos de medio punto, en degrada­ción, biselados, ocupados por una delicada decoración de entrelazos y temas vegetales, siendo el más exte­rior el que se ocupa por una serie de estrellas inscritas en círculos. Descansan los arcos sobre capiteles de ornamentación también vegetal, y éstos a su vez sobre sus corres­pondientes columnillas. Sobre la portada se ve a la Virgen sedente en talla gótica. El interior de San Vicente, que es como se llama esta segunda iglesia románica de la Si­güenza alta, ha sido recientemente restaurado con gran acierto. Consta de una nave única, cubierta de bóveda apuntada apoyada en arcos fa­jones, todo en piedra vista. Al presbiterio, en alto, se accede por gran arco triunfal apoyado en capiteles románicos: es de planta netamente irregular, cuadrilátera, con algunos arcos primitivos adosados en el mu­ro del fondo.

Otros elementos de arte románi­co que Se encuentran distribuidos por Sigüenza, serán las excusas su­ficientes para terminar el día visitando el Museo Diocesano, donde algunas tallas de vírgenes románi­cas se muestran al espectador. Tam­bién en portada entera, la de la igle­sia de Jócar, y algunas bellísimas pi­las bautismales traídas de pueblos abandonados. Pero aún en la cate­dral, en el trascoro de la misma, se podrá admirar la talla románica, policromada, de Nuestra Señora de la Mayor, obra de exquisito arte me­dieval. O incluso el gran Cristo ro­mánico‑gótico que luce en el pres­biterio de la iglesia de San Vicente, escalofriante en su severidad y dra­matismo sobre la madera.

Son, en definitiva, unos retales, éstos concretamente en estilo romá­nico, del inmenso caudal de arte y monumentalidad que encierra la ciudad de Sigüenza, que ya debería haber visitado todo aquél que en al­gún momento ha pensado que es importante conocer lo propio, las maravillas de historia y arte que se tienen cerca, antes que lanzarse, en veraneos y escaramuzas de fin de semana, por esos mundos más ale­jados. La obra que, como comenta­ba más arriba, va a aparecer próxi­mamente, titulada «Sigüenza, una ciudad medieval», propone a ese viajero lo que de interesante tiene la vieja Sigüenza, lo que de inolvi­dable quedará, en el recuerdo, para siempre.