Santa Teresa y Pastrana

viernes, 23 septiembre 1983 0 Por Herrera Casado

 

Una de las figuras más universales de la Iglesia, y al tiem­po de las más hondamente hispánicas, es sin duda Teresa de Cepeda y Úbeda, que subió a los altares con el titulo de San­ta Teresa de Jesús, y que fue proclamada Doctora de la Igle­sia en nuestro siglo. De la santa abulense, abogada celeste de los escritores, cima insuperable de la literatura hispana, carácter entrañable y arrollador, también saben las alcarrias. Porque du­rante un pequeño instante de su vida -los tres meses del verano de 1569-, vivió en Pastrana y captó allá los paisajes, los persona­jes, las intrigas y los calores de nuestra tierra. Recordemos, aho­ra, en breve paso, esa andanza pastranera de Santa Teresa.

En su rincón de Toledo, allá por la Pascua del Espíritu Santo, le llega a Teresa una carta de doña Ana de la Cerda y Mendo­za, princesa de Éboli y duquesa de Pastrana. Con su letra ner­viosa, e imperante, la recuerda promesa hecha tiempo atrás: la pide que vaya a Pastrana, que llegó la hora de fundar allá un nuevo convento. La santa queda indecisa: está cansada de todo un año gobernando el nacer de la casa de Toledo. Pero los duques están poniendo los basa­mentos de una gran ciudad en plena Alcarria: tras elevar el palacio, poner fábricas, distribuir moriscos en las huertas y a traer­se una pequeña corte de hidal­gos, don Ruy Gómez de Silva y su mujer quieren poner a su do­minio el brillo de una fundación carmelitana.

Santa Teresa consulta al con­fesor, y Dios habla por su boca: de parte de Nuestro Señor, que no dejase de ir, que a más iba que a aquella fundación. Y sin conocer la clave de la promesa inicia su camino. Ya en Madrid, y en una casa franciscana que regenta Leonor de Mascareñas Teresa cruzará su senda con la de un hombre muy valioso, Am­brosio Mariano: un ingeniero, sabio y virtuoso italiano, que an­daba desde años antes haciendo eremitismo por aquí y allá, y que acudía también a Pastrana a ha­cerse cargo de una ermita, la de San Pedro, rodeada de cuevas y espesura, que el duque Gómez de Silva le había prometido para instalar allí su refugio de ora­ción.

Enseguida comprendió Tere­sa el mensaje divino. Su deseo, ya antiguo, de alentar la refor­ma carmelitana entre los hom­bres, podría encauzarse a través de éste. Con una charla, breve y profunda, creó en el alma de Ambrosio el deseo de acogerse a la regla del Carmen. Y hacerlo en su pureza primitiva, en la reforma que Teresa llevaba ins­taurando por Castilla entre las mujeres. Dos espíritus empren­dedores y animosos acabaron por cruzar sus manos. En Pastra­na, unas jornadas después, se pondría en marcha la operación. Les acompañaban, a ella, dos monjas, y a él otro hermano mancebo, llamado fray Juan de la Miseria gran siervo de Dios y muy simple en las cosas del mundo.

La plaza de armas, delante de la escurialense fachada del pa­lacio ducal, reverberaba de luz: el tono dorado de la piedra ce­gaba a los caminantes. Los escu­dos de Mendoza y Silva se alza­ban serenos sobre la portada del caserón: hallé allá a la princesa y al príncipe Ruy Gómez, que me hicieron muy buen acogimiento. Reservaron lo mejor de la casa para la santa: todavía andaba doña Ana con obras de reforma y ampliación, porque la parecía pequeño su refugio alcarreño. Y en un aposento apartado pusie­ron a Teresa, que pasó enseguida a tratar de las condiciones de su fundación.

Durante un par de meses, y a conversación diaria, no hubo forma de llegar a un acuerdo. La severidad y pulcritud de la san­ta, chocaba con las formas exce­sivamente mundanas de ver las cosas la princesa. ¿Asuntos de dinero, de jurisdicciones, de pre­eminencias? Teresa no veía sa­lida a tantas cuestiones, y ansí me determiné a venir de allí sin fundar antes de hacerlo. Pero in­tervino el duque: Ruy Gómez, a quien la santa califica de hom­bre cuerdo en alto grado, consi­guió que doña Ana cediera. Y el convento de monjas obtuvo la mutua luz verde para su existen­cia. Quizás la transigencia de la monja se hizo más fácil pensan­do en su deseo de ver fundado, también en Pastrana, y al mismo tiempo, su primer monasterio varonil de la Reforma. A eso iba.

El 9 de julio de 1569, se abrió con solemne ceremonia el Con­vento de San José en Pastrana. En la parte baja de la villa, una iglesia estrecha y un acumulo de edificios antiguos daban cobijo a la primitiva comunidad de unas pocas monjas. Los temores de Santa Teresa se vieron con­firmados poco después. La ines­perada muerte del duque Gómez de Silva llevó a su viuda, la tuerta doña Ana, a entrar en el convento y allí querer pasar el resto de sus días en hábito de penitente dueña: pero los áni­mos píos la duraron poco, y enseguida pidió sirvientes, necesi­tó cortejos y organizó algún que otro escándalo. Teresa decidió con juicio: antes perder un con­vento que el crédito de toda su obra. Y cerró la casa pastranera, llevándose una noche, sobre un carro, monjas y enseres a Sego­via. En 1574. Cinco años duró el experimento. El convento sigue en pie, hoy ocupado de monjas concepcionistas, y respirando el continuo perfume que dejó la Santa andariega por la trocha polvorienta de la Alcarria.

Por aquellos días, salió ade­lante el otro propósito que ani­maba a la Madre. La fundación de frailes, en lo que por enton­ces era una simple ermita -la de San Pedro- a escasos kiló­metros de la villa, y en una es­carpadura sobre el valle del río Arlés, tuvo lugar enseguida. La propia Teresa se dedicó a com­poner los vestidos nuevos de los primeros adeptos. En la capilla u oratorio del palacio, bajo el artesonado de valientes y oscu­ros grutescos, fray Baltasar de Jesús impuso a Ambrosio Maria­no y a Juan de la Miseria los pardos sayales del Carmelo. Po­co después hicieron su profesión. Y el 13 de julio de ese mismo año, en lucida procesión que, partiendo del palacio ducal re­corrió los ondulados olivares y pequeñas huertas, llegaron todos -nobles señores, humildes villanos, monjes, clérigos y aspiran­tes- a la pequeña ermita y cuevas anejas, donde quedó inaugu­rado el Convento de San Pedro. Este si prosperó. Y tanto, que ya en 1600 lucia la magnifica iglesia que hoy se conserva, de her­mosa fachada carmelitana, y buena porción de dependencias. Sería, andando el tiempo, sede del General y Capitulo de la Re­forma. Un gran fruto, frondoso y brillante, de tan sana simiente.

La sandalia de Santa Teresa llevó polvo de la Alcarria. Y nuestra tierra vio ennoblecida su silueta con la mirada y el latido de mujer tan singular. ¿Quedó algo más de ella en estos pagos? Quedaron, en la popular revisión de todas las historias, lugares y objetos a los que la devoción y el sueño asignó orígenes santos, pías funciones: el recuerdo, por una parte, de la campanita de la Santa: en una descripción do­cumental se nos dice que era «de metal, como de unas tres libras de peso poco más o menos, con una cruz incrustada en la mis­ma, una efigie de Nuestra Seño­ra con su Niño, y dos flores de lis». Dice la tradición que esa campana era la que llevaba Santa Teresa a sus fundaciones y quedó en Pastrana por estar allí la sede del Capítulo General de la Orden. Tras la exclaustra­ción, en 1868, se llevó tan pre­ciada reliquia al convento de monjas carmelitas de Ávila. Pe­ro otras muchas huellas siguie­ron testificando el andariego pa­so de Teresa por la Alcarria: po­drá el viajero encontrar, entre la Colegiata y el Convento de San José, cosas tan peregrinas como el escaño de Santa Teresa, un maderón carcomido en el que, dicen, se sentó nuestra protagonista cuando estuvo en el palacio ducal; hoy le han revestido de barrocas florituras y tallas pomposas, de tal manera que la emoción del encuentro pierde te­rreno ante el horror del gusto. También se guarda en Pastrana un pequeño trozo de un hueso de la Santa: va engarzado en la macolla de un relicario de pla­ta. De lo que ella trajo desde To­ledo, queda un cáliz hermoso, bien trabajado, y también ense­ñan la reja de confesión que por los caminos, y sobre su mula compañera, llevaba para acudir a lavar, en sacramento itineran­te, sus leves faltas. De tanto ca­mino, en Pastrana quedó el bos­tón que, hoy forrado en plata, dicen le regaló la princesa. Y de tanta amorosa, apasionada es­critura, un pedacito de carta con el rasgo sutil de Teresa pue­de contemplarse entre cristales. Finalmente, en idílica mezcla de espíritu y carne, y dando leves cabezadas al aire de la vega, en la puerta del convento de San Pedro luce hoy el moral de Santa Teresa, que tras varias muertes y renacimientos, sigue dando las moras negras que prometía cuando ella lo plantara. Era el vera­no, ya tan lejano, siempre tan próximo, de 1569.

Una mirada de bondad y ener­gía se posó sobre Guadalajara. De toda la Alcarria, con sus mil caminos y sus huertos incontables, sólo Pastrana pudo refle­jarse en su retina, latir con fuer­za en sus recuerdos. Desde en­tonces, también Santa Teresa fue alcarreña. En la imagen que nos dejó su discípulo fray Juan de la Miseria, late la perspicacia, la voluntad, la santidad incluso. Ella misma dijo que estando en esto, vi sobre mi cabeza una pa­loma bien diferente de las de acá, y de su boca iban saliendo palabras de alabanza hacia el Señor, pruebas de la confianza en la final victoria del amor en­tre los seres humanos

Bibliografía:

CORTIJO AYUSO, F.: Santa Teresa y Pastrana. Catálogo de la Exposición de Recuerdos Car­melitanos. Guadalajara, 1982.

HERRERA CASADO, A.: Mo­nasterios y conventos de la pro­vincia de Guadalajara. Guadala­jara, 1974.

PÉREZ CUENCA, M.: Recuer­dos teresianos en Pastrana, Ma­drid, 1871.

PÉREZ CUENCA, M.: Historia de Pastrana. Madrid 1871.

SANTA TERESA DE JESÚS: El libro de las fundaciones, ca­pítulo 17.

SANTA TERESA DE JESÚS: La vida de la Santa Madre Te­resa de Jesús escrita por ella misma, capítulo 38.