Figuras Seguntinas: Una de obispos

viernes, 26 agosto 1983 0 Por Herrera Casado

 

En estos días en que Sigüenza celebró, con la alegría que es tradicional, sus fiestas veraniegas en re­cuerdo de San Roque, merece que nos detengamos un tanto en ciertas figuras que, a lo largo de muchos si­glos, conformaron la historia de la ciudad tan densa en lances y ple­tórica de acontecimientos curiosos. Entre esas figuras, directivas y, por lo tanto, catalizadoras de todas las miradas, se encuentran algunos de los obispos que ocuparon la silla principal del coro catedralicio. San­tos varones y elementos de cuidado: hubo de todo en los pretéritos días.

Recordaremos algunos de ellos, fi­jándonos especialmente en los más ejemplares, en los que la ciudad se espeja y entretiene.

Durante el siglo XII, el primero en que Sigüenza, ya reconquistada, se organizó en torno a la institución episcopal, son cinco los obispos que ostentan la mitra, todos ellos fran­ceses, lo cual no puede ser ninguna casualidad. Es un dato que confir­ma la enorme influencia de la cul­tura franca en el Medievo castella­no. Gentes venidas de la Aquitania y de la Provenza ocupan puestos de responsabilidad en la corte de los Alfonsos. Así, serán don Bernardo de Agen, don Pedro de Leucata, don Cerebruno, don Joscelmo y don Ar­derico los cinco primeros nombres de las listas episcopales seguntinas. Todos ellos de feliz recordación: ca­balleros, guerreros, intelectuales y buenos hombres.

El primero reconquistó la ciudad a los árabes. Inició la construcción de la catedral, que continuaron los demás. Don Cerebruno reorganizó la diócesis y construyó por doquier iglesias románicas con gentes traídas de su Aquitania natal.

En los últimos años del siglo XII ocupó la silla episcopal un hombre tan virtuoso que alcanzó tras su muerte el título de santo. Ha sido el único de todos los obispos segun­tinos que ha llegado a tan alto ca­lificativo. Gobernó con acierto la diócesis durante siete años, entre 1186 y 1192, y antes había sido abad en Santa María de Huerta, y un gran impulsor del monasterio de Las Huelgas, en Burgos. Se piensa que fue el mismo arquitecto que cons­truyó las iglesias de estos monaste­rios y la catedral de Sigüenza, en orden a su parecido mutuo, y que San Martín de Finojosa, cuyo es el nombre de este obispo, le había he­cho venir de Francia. De todos mo­dos, un nombre del episcopologio seguntino que tiene luz propia.

El primer cuarto del siglo XIV está marcado por el mandato de don Simón Girón de Cisneros, ilus­tre varón procedente de una de las más nobles familias de Castilla. Mi­litar y político, además de eclesiás­tico, fue durante muchos años can­ciller mayor o primer ministro del Reino castellano. Edificó en Sigüen­za gran parte del castillo, y de él queda el recuerdo en la hoy monu­mental entrada con rastrillo y flan­queada por torres almenadas.

También políticos a la par que eclesiásticos, pero más de lo primero que de lo segundo, fueron dos jerarcas del siglo XV, miembros de una misma familia, que jugó capital papel en las guerras civiles de la Castilla bajomedieval: don Alfonso Carrillo de Albornoz, cardenal de San Eustaquio, de quien la pasada semana veíamos su biografía sucin­ta y recordábamos su enterramien­to sorprendente en la capilla mayor de la catedral. Y su sobrino don Alonso Carrillo de Acuña, que llegó a arzobispo de Toledo y fue uno de los más significados políticos de su de su tiempo, pues alcanzó también el grado de canciller mayor de Casti­lla. Gobernó Sigüenza entre 1434 y 1446, aunque paró poco por estas tierras.

En los finales del siglo XV apa­rece en Sigüenza, como obispo y señor del territorio, don Pedro Gon­zález Mendoza, uno de los más des­tacados miembros de la familia de los Mendoza, y quizás el hombre que más cargos, todos ellos bien retribuidos, almacenó en el transcur­so de su vida. Entre otros altísimos puestos, tuvo los obispados de Ca­lahorra, de Sigüenza, de Sevilla y de Toledo, estos tres últimos acaparados al mismo tiempo. Gozó de varias abadías, incluso por países europeos y asiáticos; fue cardenal con tres títulos y patriarca de Alejandría. Ro­deado siempre de una nutrida corte de familiares y amigos, ayudantes y acólitos, según le vemos en el ad­junto retrato que Hernando de Rincón le hiciera para el retablo de San Francisco de Guadalajara, don Pedro González de Mendoza no pa­ró tampoco mucho por Sigüenza, pero sí dejó una profunda huella en la ciudad y su diócesis, pues fue el mecenas, a caballo entre la Edad Media y el primer Renacimiento, de multitud de edificios, obras de arte y obras sociales que le han mantenido en el recuerdo, agradecido, de todos los seguntinos, durante las largas centurias que median desde su desaparición.

Todavía en el Renacimiento, en la primera mitad del siglo XVI, acudió a gobernar la diócesis de Fadrique de Portugal, también más tentado por la carrera política que por la eclesiástica. Aunque casi no apare­ció por Sigüenza, y murió en Bar­celona ocupando el puesto de virrey y capitán general de aquel territo­rio, decidió ser enterrado en la ca­tedral de Sigüenza, y aquí, en el bra­zo norte del crucero, se levanta, so­berbio y afiligranado, su enterra­miento, que más parece retablo pla­teresco. El mandó levantar, con en­cargos a los mejores artistas de la época (Vasco de la Zarza, Alonso de Covarrubias, Juan de Soreda) el al­tar de Santa Librada, y allí en sus muros dejó su escudo tallado, te­nido por ángeles, como en el adjun­to dibujo mostramos.

Y en los siglos siguientes, una plé­yade de obispos, progresivamente más apegados estrictamente a su misión pastoral, cada vez más dispuestos a dedicarse por entero al bien espiritual de sus gentes, a la prosperidad material de ellas, inclu­so. Son los nombres más destacados los de Fernando Niño de Guevara, que gobernó Sigüenza entre 1546 y 1552, y que alcanzó el patriarcado de las Indias; el de Diego de Espi­nosa, ministro de Felipe II, presidente del Consejo de Castilla y re­gente de Navarra (1568‑1572), to­davía volcado a la política con pre­ferencia; el de don Sancho Dávila y Toledo, rector de la Universidad de Salamanca y confesor de Santa Teresa (1615‑1622); el de Francisco de Mendoza, una curiosa personali­dad que le hizo ser obispo tras ha­ber dedicado su vida a la lucha armada en Flandes y a haber sido un notable almirante (1622‑1623); el de Francisco Rodríguez de Mendaroz­queta y Zárate, presidente de los Consejos de Castilla y de Estado (1714‑1722); el de Francisco Díaz Santos‑Bullón, también presidente del Consejo de Castilla. que llegó desde el obispado de Barcelona y pasó luego al de Burgos (1750‑1761); el de Juan Díaz de la Guerra, qui­zás uno de los mejores obispos de toda la historia seguntina, a quien hemos apelado el «obispo albañil» por la cantidad de obras públicas y artísticas que desarrolló en Sigüen­za y su tierra (1777‑1800), y Pedro Inocencio Bejarano (1800‑1819), a quien tocó entregar el Señorío de la ciudad y su entorno a la potestad civil; sin olvidar finalmente la figu­ra de un mártir, don Eustaquio Nie­to y Martín, muerto en el verano de 1936 de forma sangrienta, y hoy en­terrado en la capilla de la Anuncia­ción catedralicia, bajo bella escultu­ra del aragonés Bayod.

Son todos ellos nombres que quie­ren ser recuerdo de tantos y tantos obispos que dejaron horas, sacrifi­cios e ilusiones en la tarea de com­pletar, poco a poco, esta insigne historia seguntina, una de cuyas páginas acabamos de repasar.­