Lectura actualizada del palacio del Infantado

sábado, 9 abril 1983 1 Por Herrera Casado

La ciudad de Guadalajara mues­tra en su portada más digna el me­jor de sus edificios, la silueta más representativa de su arquitectura y de su historia. Es ella la del palacio de los duques del Infantado, que, además de ser corte y estuche de un grupo familiar destacado, se dibuja como elemento característico del burgo. En este edificio, pues, puede simbolizarse en gran modo la histo­ria de Guadalajara, ya que en su in­terior, y en el espejo de su fachada, se han producido los hechos que marcaron el rumbo de la misma durante varios siglos.

El palacio del Infantado es un edificio de estilo gótico isabelino. En su fachada se funden detalles del gótico más puro -arco apuntado de la entrada- con el barroquismo or­namental impuesto en la corte de los Reyes Católicos, en que cuajan los espacios con cubriciones ago­biantes de hojarasca, bolas y blasones. Al mismo tiempo, elementos de tradición árabe, reflejo claro de la población y estilo de vida mudéjar que por entonces tiene Guadalajara, se expresan en su fachada: las puntas de clavo que tachonan el paramento, en disposición romboidal, así co­mo la voluntad de alfiz que tiene la galería superior de balconajes, apo­yados en gruesa marea de mocára­bes, dan la respuesta oriental de este edificio. En el interior, el «patio de los Leones», verdadero “salón de calados muros», impone el goticis­mo recargado de las enjutas cubier­tas de escudos, leones, águilas y fantásticos grifos guardianes de una casta, mientras se inicia el valor de la zapata sobre el entorchado pilar como un clarear del renacimiento sobre el declinante gótico que en barroquismo agoniza. Sobre un lar­go pergamino lineal, el constructor explicó el sentido de hacer tamaño edificio: «para que la grandeza de sus antecesores y la suya propia, permanezcan por los siglos…»

Surgió este palacio de la voluntad del segundo duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, cor­tesano de los Reyes Católicos. Verdadero dueño de Guadalajara -aunque nunca señor de ella- y de la Alcarria y Serranías. Derribó los antiguos y medievales caserones de sus antepasados, y mandó construir sus «casas mayores» con la dignidad que pedía su creciente estado de domi­nio. Comenzó las obras en 1480, y tres años después estaban ya en pie la fachada y el patio. A fines del si­glo XV, recién terminado y bien re­pleto de comodidades y lujos, resi­dieron en él algunos días los Reyes Católicos, El arquitecto constructor fue el borgoñón Juan Guas, ayudado por el también norteño Enrique Egas, el alcarreño Lorenzo de Trillo, y una pléyade de mudéjares que en la ciudad vivían.

Desde aquel momento en que, tarde tras tarde, el palacio agudiza las sombras del sol declinante en los clavos y cardinas de su fachada, co­menzó su función de símbolo de po­der de una familia Se trata de una «casa mayor», de algo que en su esencia es igual, pero «más grande y señalado», que lo que tienen los de­más ciudadanos. Una casa que en su fachada estampa, sostenido por dos salvajes que simbolizan lo remoto, lo maravilloso y lo puro a un tiem­po, el gran blasón nobiliario de la estirpe mendocina. A ello se añade la situación original del edificio, y que había sido planificado en esen­cia para ella: presidía el palacio una hermosa plaza que permitía la con­templación cómoda de la fachada, al mismo tiempo que una serie de edi­ficios cerraban el ámbito resguar­dando y realzando el valor, arquitectónico y social, de la tallada pie­dra de Tamajón.

Cambiaron los tiempos, se impu­so el modo Renacentista pleno y los sucesivos Mendozas, señores del palacio, quisieron ir adecuando su mansión a los nuevos tiempos. En el último cuarto del siglo XVI, el quinto duque, también llamado Iñi­go López de Mendoza, inició una serie de reformas que hacían cam­biar la faz de la casona, y ofrecer un mensaje nuevo superando el tradi­cional y primitivo de poder militar y preeminencia de corte medievalista. En 1569, este magnate encargó al arquitecto Acacio de Orejón que im­primiera al palacio ciertos cambios para introducirle en el camino orbitario de la corte filipina. A Imita­ción declarada de lo que el monarca Felipe II estaba haciendo en su Al­cázar madrileño, se dispusieron en la fachada balcones y ventanas de sereno clasicismo, en desentono completo con lo ya construido. En el patio se cambiaron las esbeltas columnas entorchadas del nivel in­ferior, por acortados pilares dóricos, suprimiendo los pináculos góticos que le daban airosidad y elevación. Detalles todos que querían hacer una «corte paralela» a la real, consiguiendo tan sólo descalificar de su primitiva esencia y jerarquía al palaci­o mendocino.

Pero el aire manierista de tan descabelladas reformas arquitectónicas, cuajó en aciertos sucesivos a la hora de plantearse la decoración inter­ior, en la que una larga tradición de intelectuales renacentistas, acu­nados durante décadas en las tertulias y academias del palacio, espe­cialmente del sabio cuarto duque, hicieron surgir un «programa iconográfico» completísimo a lo largo de las salas nobles de la planta baja, continuadas en su dicción por el jardín italianizante que también se construyó o renovó por entonces. Estas salas bajas del palacio del In­fantado, salvadas como por milagro del bombardeo y posterior incendio de 1936, acaban de ser recuperadas definitivamente para la historia de la ciudad y del arte.

A imitación del manierismo rena­ciente, el quinto duque quiere hacer una llamada literaria en favor de su mansión. Lo que sus tatarabuelos elevaron como «alcázar de caballe­ros » quiere él convertir en «templo de la fama», en un canto sonoro, aunque hermético, a la «virtú» renacentista que le adorna, a él y a su estirpe. Llama para ello, en imita­ción también de su Rey Felipe, a un pintor florentino que lleva algunos años trabajando en El Escorial: Ró­mulo Cincinato, que en numerosos murales y techumbres ha conquista­do el aprecio de la alta nobleza española, y en su época llegó a ser preferido por el Rey frente al Greco.

Mero ejecutor de un programa ico­nográfico que fue trazado por algún intelectual de la corte mendocina,  Cincinato expone en su pincel la amable sencillez y colorido que ca­racterizan a su época. Fue quizás el historiador Francisco de Medina, o bien el humanista Alvar Gómez de Castro, quien desarrolló el esquema y articulación de las salas y motivos pintados.

En un perfecto encadenamiento, se suceden las salas de Cronos, de las batallas, de Atalanta, del Olimpo, del Día de Escipión. El diseño de un jardín con voluntad de «locus amoenus» o paraíso terrestre, en el que la, mitología llega a primar sobre las referencias humanas, comple­ta este conjunto. Pero el Templo de la Fama que persigue ser el palacio del Infantado, debe buscar la conjunción de los hechos marciales que le dan basamento, junto a los hechos amorosos que le perpetúan. En imi­tación al templo ideal que en la «Diana» de Montemayor se descri­be, Mendoza coloca en sus salas una referencia al Tiempo (Cronos) del que su estirpe sale victoriosa Luego, en la gran sala de don Zuria o de las Batallas, se hace aún más claro el canto a la propia genealogía y a sus hechos famosos, guerreros, en mul­titud de guerras y en sucesivos si­glos, apoyados por imágenes de Ho­nor, Fama, Fortuna y Victoria. Será luego la sala de Atalanta e Hipómenes, en la que la anécdota de una conocida fábula de Ovidio sirve de referencia erudita al triunfo de los Mendoza sobre el Tiempo que huye. El resto de las salas desaparecieron. En ellas continuaban las visiones de temas mitológicos (el Olimpo) y mi­litares (la sala de Escipión) o amorosos (sala del Día).

El valor que hoy tienen estas pinturas de los techos de las salas bajas del palacio del Infantado, es real­mente notable. Tras su puesta en valor por una acertada restauración, forman uno de los más importantes conjuntos de pintura mural renacentista en España. Pocas cosas después de El Escorial o el palacio de El Viso del Marqués, pueden comparase a lo de Guadalajara. Además de constituir un reflejo fiel del manie­rismo pictórico en boga durante la segunda mitad del siglo XVI, Cinci­nato pintó estos techos entre 1575 y 1580), sirven de exponente lúcido de una mentalidad y un modo de vida: el personalismo renacentista y su juego de valores humanistas, repre­sentados fielmente por la familia Mendoza.

Con la restauración definitiva de estas salas, y la ubicación en ellas de una buena parte del Museo Provincial de Bellas Artes, la ciudad de Guadalajara obtiene un importante impulso en el ámbito de su patrimonio cultural, de lo que todos debemos congratularnos.