En las fiestas de Guadalajara. Una historia de bolsillo

sábado, 18 septiembre 1982 0 Por Herrera Casado

 

Estas que pisas hoy, viajero amigo, calles de Guadalajara saturadas ya de automóviles, cuajadas del enfebrecido ir y venir de sus gentes, son la última palabra de una ciudad que posee larga y domestica historia sentimental. Una historia a primera vista anodina, sin hechos relevantes de armas, de explosiones políticas, de hallazgos culturales definitivos. Para nosotros, sin embargo, y para todos los que con Guadalajara se encariñan, está repleta de instantes y rincones que dicen en voz baja su auténtica trayectoria humana. Porque una ciudad, y eso en Guadalajara es bien palpable, respira y transpira humanidad en cada una de sus piedras, de sus esquinas, de sus luces postrimeras de cada día. Aquí se han encontrado razas y culturas. Aquí han convivido más o menos armónicamente. Y entre las oscuras piedras de sus murallas, hoy ya campo abierto a todos los influjos, han tenido su aventura grácil, y compleja, y española y humanísima, gentes iberas, romanas, mahometanas, judías y un sí es no es cristianas, a las que nosotros, sin definición posible, nos encadenamos. Si el nombre de Guadalajara viene, en árabe y como dicen algunos eruditos, del río que pasa por sus plantas, el Henares nada menos, esta ciudad es por ésta y aquellas razones, una ciudad‑río en la que historia y gentes, edificios e instituciones han ido dejando sus huellas en la orilla, pero al final se han ido.

De los diversos nombres que dicen ha tenido nuestra ciudad, tal vez el más antiguo sea el de «Thuria» que le pusieron los fenicios, sus hipotéticos fundadores. Un grupo de iberos, gentes estas de mayor afinidad racial con nosotros, se asentó en tiempo indeterminado junto a la margen derecha del Henares, llamando a su habitáculo «Arriaca», que viene a significar camino de piedra. Cuando el imperio romano y sus legiones vinieron a husmear en nuestra tierra, tuvieron la felicísima idea de construir un puente sobre el río, justo al lado del poblado ibero, sobre la calzada que de Mérida a Zaragoza seguía la margen derecha del Henares desde Alcalá (Complutum) para subir luego hacia Hita y Medinaceli. Por qué cosa tan pequeña, un puente que serviría para malpasar carros y soldadescas, tuvo comienzo nuestra ciudad. Porque a partir de entonces fue instalado el pueblo en ese espolón terroso, bordeado de dos barrancos, en el que aún se ancla el casco antiguo de Guadalajara. Era ésa una simple estación militar romana (¿Caraca?) a la que se fueron fundiendo los antiguos centros de población ibera que por Marchamalo, Iriépal, Taracena y ambos lados del Henares habían agotado ya su trayectoria vital. 

Los viejos cronicones hablan entreveladamente de esta Guadalajara romana, en la que el cristianismo perseverante y martirizado triunfaba siempre. Así, por lo visto, en el año 363 de nuestra Era, sufrió martirio en nuestra ciudad Santa Perseveranda, y ya desde comienzos del siglo IV aseguran era sede episcopal. Uno de sus escasos obispos conocidos sería San Licerio, quien perseguido se trasladó a Lérida, donde sufrió martirio en el 311.

La «Fluvium lapidum» del arzobispo Jiménez de Rada, se vio invadida de árabes el año 715, y entonces adoptó el ya casi definitivo apelativo de «Wad‑al‑Ha­yara» que ha dado el actual, ese «río de piedras» que cantan los poetas y en el que, una a una, van desgranando las amargas y alegres horas de esta ciudad.

Guadalajara mora tuvo importancia relativa en el acontecer general del califato omeya: construcción de la muralla y el alcázar, tal vez alguna mezquita, bastantes nombres de eruditos y poetas nacidos aquí, y poco más que reseñar, si no es el definitivo cambio de mando que se operó en 1085, cuando en noche estrellada, pagana noche de San Juan, el capitán y pariente del Cid, Alvar Fáñez de Minaya, hizo pacto con sus moradores y entró en ella sin derramar una gota de sangre. Las torres al otro lado del río, y el alférez a caballo con su bandera, fueron anverso y reverso del sello concejil, trasplantado luego y unificada su simbología en el actual escudo de la ciudad.

Es esa época de los siglos XII al XIV cuando Guadalajara es canto bajo, pero conjuntado, de razas y gentes diversas: los mudéjares (árabes que no se quisieron ir de ella), los judíos y cristianos vencedores, todos en común fuéronle dando vida y latido: ferias, reconstrucción de la muralla y del palacio real, iglesias, conventos, nuevos barrios…, recibiendo en la segunda mitad del siglo XV, de Enrique IV, el título de ciudad, aún perteneciendo todavía, tal como desde la reconquista ocurrió, a la Corona, que lo cedía en señorío a diversas personas (infantas, reinas madres, etc. ) de sangre real.

En el siglo XIV fue cuando arribó a Guadalajara su fortuna. La casa de Mendoza, en la persona de don Gonzalo Yáñez de Mendoza, montero mayor de Alfonso XI, tomó su asiento entre nosotros, yendo hacia arriba disparadamente, y dando a la nación y al mundo algunas figuras de talla reconocida, que por política, por valor o por literatura están en el acervo de la historia general de España. Sería interminable citar nombres y hazañas: baste con recordar a don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, autor, entre otras cosas, de las «Serranillas», quien murió en su palacio de Guadalajara, el 25 de marzo de 1458, rodeado de hijos, de libros, y riquezas. Don Pedro González de Mendoza, gran Cardenal de España, hijo del anterior, quien hizo y deshizo en el reinado de los Reyes Católicos;  su hermano don Diego Hurtado de Mendoza, primer duque de Infantado, constructor del palacio que lleva su nombre; y otros más que dejaron su verso, su buen gusto arquitectónico, su prolífico mecenazgo a favor de la ciudad de Guadalajara, en la que  eran «señores» de hecho, aunque nunca lo fueran de derecho.

A la sombra de los Mendoza creció la ciudad, se hizo a si misma, y fue nombrada «la Atenas alcarreña» en méritos a la cantidad de poetas y artistas que a la sombra de sus señores fueron creciendo y trabajando. ¿No son suficientes los nombres del pintor Rincón, de los poetas Gálvez de Montalvo y Alvar Gómez de Ciudad Real, de los humanistas Luis de Lucena y Páez de Castro, del arquitecto Covarrubias venido de Toledo para dejar en piedra grabadas la mas mendocinas?

Pero a los Mendoza también llegó la hora de la decadencia y emigración a lugares donde, como en la Corte, se necesitaba el trabajo continuo para sobrevivir. Guadalajara sin ellos quedó ajada y melancólica. Aunque  otras familias menores continuaron ocupando palacios y casonas, no pasaban de ser encopetados hidalgos labradores con portalón blasonado y lenta palabra.

El nuevo rumbo que la dinastía Borbón quiso dar a España, supuso que a comienzos del siglo XVIII, exactamente en 1719, se estableciera en Guadalajara una Real Fábrica de Paños dirigida por el Barón de Riperdá, que fue instalada en el antiguo palacio del Marqués de Montesclaros, frente al del Infantado. Nueva vida le infundió a la ciudad este centro fabril, aumentando su población y creciendo la alegría por las calles. Pero ya  bien entrado el siglo XIX no hubo otro remedio que clausurarle por las grandes pérdidas que tenía, pasando su edificio a sede de la Academia de Ingenieros militares, que a su vez informó la vida arriacense durante medio siglo, hasta 1923 en que ardió totalmente.

A esta pequeña historia de las altas y bajas económicas o industriales – Guadalajara fue siempre, ante todo, una ciudad de agricultores y algún que otro mercader- hay que añadir la comunal sangría de las guerras. Esa relación cruenta en la que Sucesión, Independencia, y Civil forman el trío capital de los pesares y los derrumbamientos, no consiguió nunca mirar el aliento viril de sus gentes, que hoy en día gozan de su bien conseguido despegue económico.

Ahora Guadalajara estalla en  fiesta. La fecha anual de la alegría se da cita sobre la venerable severidad de su piedra secular. Si tú, viajeros que ahora llegas a Guadalajara, o tú, arriacense «de toda la vida» que en estos días estarás más horas por sus calles, te asombras en algunas esquinas de tan añeja presencia de edificios, contrastando con la bullanga del cohete o «rock» cálido de Ríos, piensa que en esta relación de su herencia artística, monumental e histórica, está todavía el hálito verdadero de, su historia, la razón y el resultado de cada uno de sus pasos.