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septiembre, 1982:

Tamajón en la Edad Media

 

No hace aún muchas fechas, permanecí unas horas en el serrano pueblo de Tamajón, en la basamenta clara del pico Ocejón, donde pronuncié una charla bajo el título de «Tamajón en la Edad Media». La Diputación Provincial, en su campaña Cultural de verano por la provincia, y la Asociación Cultural «Amigos de Tamajón», me instaron a ello, y el pueblo respondió de una manera magnífica, masiva, con verdadero interés por ser un tema muy ligado a sus propios orígenes al ciclo histórico en que están instalados, sintiéndose parte de una corriente dinámica a la que ellos mismos pueden marcar rumbo en el momento presente.

Al terminar la charla, y en el coloquio posterior, dos señoras sencillas, que dijeron haber pasado una hora llena de descubrimientos, pidieron que aquella conferencia fuera editada, y que de alguna manera pudiera ser leída, repasada, mostrada a otros, con cierta facilidad. La edición de libros y de folletos, es obvio, está muy encarecida actualmente, aparte de que todavía no es tan general como debiera el interés por la lectura, y menos aún de temas históricos. No; aquella charla no podría nunca ser editada. Pero yo me he acordado esta semana, al sentarme ante la máquina para escribir mi habitual «Glosario», de aquellas simpáticas señoras de Tamajón, y recordaré en breve sinopsis cuanto dije en aquella gran sala de la Asociación Cultural, para que quede escrito, impreso al menos, parte de esa magnífica historia del pueblo serrano.

El origen de Tamajón, en cuanto a tiempos primitivos, es desconocido. Parece ser, atendiendo más a leyendas que a documentos auténticos, que también hace muchos siglos hubo un asentamiento judío en esa zona y se denominó «Ciudad de Tamaya» lo allí existente. El hecho cierto es que, tras la reconquista del territorio por los ejércitos de Castilla, Tamajón surge como aldea, integrada primeramente, y desde el siglo XI, en el Común de Villa y Tierra de Atienza. De esa época dataría su iglesia parroquial. Posteriormente pasó al Común de Ayllón, por compra que hicieron los «hombres buenos» de este lugar segoviano. Ya en los finales del siglo XIII Tamajón pasa a ser de señorío particular, dejando de pertenecer de forma jurisdiccional a los comunes citados. Y así vemos que en 1289 era señorío de la infanta Doña Isabel, hija del rey Sancho IV; a principios del siglo XIV, durante el reinado de Fernando IV, era propiedad de Doña María Fernández Coronel, ama de la reina y de las infantas de la Corte. Perteneció después a Doña María, mujer del rey Alfonso XI. Y en la mitad del siglo XIV, el rey Pedro I donó el lugar a su caballero Iñigo López de Orozco. Este dejó Tamajón en herencia a su hija Teresa López, casada con el alcarreño Pedro González de Mendoza, pasando así al mayorazgo mendocino. Iñigo López, primer marqués de Santillana, se lo dejó a su hijo segundón Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado de Cazorla. En adelante pertenecería a la familia Mendoza, hasta el siglo XIX. Así vemos cómo en 1536 Tamajón y otros pueblos comarcanos pertenecen a doña Guiomar Carrillo de Mendoza, mujer de Arias Pardo de Saavedra, mariscal de Castilla, y en los finales del siglo XVI, sus dueños eran Don Diego de Mendoza y su esposa Doña María de Mendoza y de la Cerda, quienes construyeron palacio y convento. Del posterior destino de Tamajón, truncado indudablemente, podemos decir también que fue uno de los lugares seleccionados por la Corte de Felipe II para instalar el Monasterio de San Lorenzo, que finalmente se edificó en El Escorial. De haberse elevado las torres herrerianas bajo la mirada del Ocejón, qué duda cabe que ahora Tamajón tendría otra historia y otra vida.

De los datos conocidos, se colige que la importancia de Tamajón en la Edad Media se centró en dos aspectos: fue una potencia ganadera, pues por su pertenencia a Comunes libres, especialmente al de Ayllón en el siglo XIII, heredó el derecho de pastar con sus ganados en la Sierra de Ranas derecho que defendió ante la Audiencia Real repetidas veces, especialmente a lo largo del siglo XIV. Y, por otro lado, fue un núcleo muy floreciente de comercio, pues desde 1289 en que Sancho IV le concedió el privilegio de no pagar el impuesto de portazgo a los comerciantes y transportistas de Tamajón por cualquier parte del Reino que fueren (excepto en Toledo, Sevilla y Murcia), se asentaron a vivir aquí muchos de estos comerciantes, que dieron vida y dinero a Tamajón durante largas centurias, llegando este auge hasta el siglo pasado.

Estas noticias pueden espigarse de los documentos originales, en pergamino y con sus correspondientes sellos de cera y plomo, que se conservan con gran cuidado en el Archivo del Ayuntamiento de la villa. Entre ellos destacan, como digo, las diversas sentencias dadas por los reyes a que acudieron en demanda de justicia sobre la fuerza que los de Ayllón les hacían en la cuestión del pasto de sus ganados. En 1366 Pedro I dio sentencia favorable a Tamajón en el sentido de que podrían pastar con sus ganados por la «Sierra de Ranas», usando de la yerba y de las fuentes, incluso de la leña que hubiera, para que los pastores guisasen y se hicieran su pan, pero prohibiendo cortar «avellanares ni árboles verdes» El señor Iñigo López de Orozco defendió con energía este derecho de sus súbditos. Posteriormente, en 1380 y 1382 los de Tamajón tuvieron que acudir nuevamente ante la Corte real y fue Juan II el que extendió dos documentos haciéndonos saber que los de Ayllón habían vuelto a molestarles, les habían incautado 500 ó 600 cabezas de ganado «ovejuno e cabruno» y habían hecho roturaciones en Almiruete (que siempre perteneció al común de Ayllón) para evitar la entrada de los ganados por los tránsitos habituales. El derecho de los de Tamajón siempre quedó claro y patente.

Este es el resumen apretado de aquella hora de recuerdos medievales. Salieron luego a relucir otros temas: la estructura de la tierra de Guadalajara en Comunidades de Villa y Tierra; las construcciones del Medievo, castillos e iglesias románicas, y sus ejemplos más elocuentes por toda la provincia, e incluso los personajes que influyeron de forma decisiva en la historia del territorio. Creo que se consiguió el objetivo que perseguíamos todos, y que era hacer pasar una hora agradable del verano con el utilísimo repaso de la historia propia. El alcalde de Tamajón, Manuel Esteban, hombre emprendedor y decidido como pocos, expresó el deseo de que los pueblos de Guadalajara vayan teniendo actos de este tipo en los que la cultura llegue en forma clara a las gentes. El deseo de que su voz llegue a amplios círculos y especialmente a los de decisión provincial, señor alcalde, queda cumplido. Y a esas dos señoras que tanta ilusión tenían por ver en letra impresa la historia de su pueblo, aquí van unas cuantas líneas que han contado, en breve «flash», algo de sus horas medievales.

Nuevo viaje a Santamera

 

Hacía casi una decena de años de nuestro anterior viaje de uno de los rincones más apartados de nuestra geografía provincial: el enclave de Santamera, en plena serranía del Ducado, aguas abajo del río Salado, después de que éste atraviesa las fragosidades castilleras de Riba de Santiuste y las aprovechadas planicies de Imón. Resguardado entre un profundo hondón rocoso, zigzagueando su camino acuoso entre rojizas y grises murallas calizas, el río se acompaña de arboledas densas y va tallando un surco fino, cuajado de ecos en las orillas, rumbo de El Atance hacia Huérmeces.

El paisaje continúa, es lógico, similar a entonces. Nada ha alterado la paz serena del entorno. Las casas siguen como antes, algunas ya en ruina, otras sencillamente restauradas con el buen gusto aldeano que suponen los escasos caudales de sus dueños. No se ha construido nada nuevo, hasta ahora. Sigue siendo Santamera el pueblecillo casi medieval que meditó durante siglos su pequeñez y su sencillo aroma.

La iglesia es visita obligada para el viajero. No merece recordar otra vez sus detalles técnicos, su terminología descriptiva de una construcción de origen románico, medieval, con posteriores añadidos de todas las épocas. Su sencillo portón abocinado y semicircular marca la evocación de tiempos remotos. El interior, oscuro a pesar del luminoso día veraniego del exterior, orienta todas las miradas hacia el gran retablo mayor que preside el muro noble del presbiterio, cuajándole entero del color y el volumen de tablas y tallas. Lástima que su estado de progresivo envejecimiento y suciedad, le hagan cada día más oscuro, más gris, menos llamativo, haciendo casi olvidar los vivos colores que es casi seguro poseyó su primer día.

Se trata de un enorme retablo del siglo XVI. Es producto de los talleres artísticos que en esa centuria de apogeo económico y social de Sigüenza existían en la Ciudad Mitrada. Allí se contrataban pintores y tallistas, y los había muy buenos. Los mejores (Vandoma, Baeza, Pierres y tantos otros) se dedicaban en exclusiva a la Catedral. Gente de sus talleres hacían los retablos, las portadas, los altarcillos de los pueblos de la comarca. Esto ocurriría con Santamera. Allí dejó, por ejemplo, su huella un buen platero seguntino, Martín de Covarrubias, realizando en 1551 una magnífica cruz parroquial de plata que todavía se conserva. Allí, por ejemplo, también dejaron sus afanes artísticos el tallista Francisco de Vinuesa, que acabó la talla del relicario central o sagrario del retablo; el escultor Juan de Torres y el pintor Juan de la Bastida, que construyeron (era 1620) completamente el retablo para la ermita de Santa Emerenciana; el pintor seguntino Francisco del Castillo, que obró un retablo completo para este mismo templo. Todos ellos constan haber trabajado en el siglo XVII, y los datos son absolutamente fidedignos e inéditos hasta ahora, tan de primera mano como que los entresaqué leyendo el libro de fábrica más antiguo que se conserva en el archivo parroquial, y que por falta de tiempo (las prisas de nuestro siglo, siempre acechando) no pude estudiar más a mi sabor.

Del gran retablo mayor no pude obtener datos sobre sus autores. Lástima porque tendríamos dos nuevos nombres (el del pintor y el del tallista) para la historia del arte provincial. Lo que sí anotamos en esta ocasión fueron todos los temas iconográficos del retablo, que la oscuridad excesiva de la anterior visita nos lo impidió por completo. Presenta esta obra 15 magníficas pinturas sobre tabla, con trazo decidido, algo manierista y exagerado en los escorzos, pero con actitudes y dibujos que recuerdan (sólo en mediana calidad) lo de Pereda en la catedral de Sigüenza.

Describiendo estas tablas de arriba abajo y de derecha a izquierda, aparecen en ellas los siguientes motivos: en la cima central, el Padre Eterno. En el cuerpo superior, la Asunción de María, Jesús con la cruz a cuestas, el Calvario, la Resurrección de Cristo, y el martirio de San Sebastián. En el cuerpo medio, la Anunciación a María, la Natividad de Cristo, la Piedad o Enterramiento de Cristo, la Adoración de los Magos y San Gabriel alanceando al Dragón. Y en el cuerpo inferior aparecen estas otras escenas: la Misa de San Gregorio, la Ultima Cena, la Bajada de Cristo a los Infiernos y San Lorenzo. Todavía más abajo, en el banco o predela, se ven los doce apóstoles en cuatro grupos de tres. En el centro del cuerpo inferior, una hornacina cobija una buena talla del siglo XVI representando a una santa que las gentes del pueblo identifican con Santa Quiteria, pero que indudablemente viene a representar a la titular de la parroquia, María Magdalena, pues tal es el título de la iglesia según las libros del Archivo, y la talla representa a una mujer con un gran pote perfume entre sus manos, atributo  iconográfico clásico de la Magdalena. En el centro del apostolado inferior está el sagrario en madera con tallas de apóstoles, como obra hemos visto, de comienzos de siglo XVII debida a la gubia de Francisco de Vinuesa.

No es difícil encontrar una cierta firmeza iconográfica y un sentido homogéneo programático en este conjunto, un tanto azaroso en el orden descrito, de temas sacros indudablemente, en algún momento se debieron desmontar estas pinturas del retablo de Santamera, siendo posteriormente colocadas sin atender al orden anterior, ni siquiera a  un orden estricto de «Historia Sagrada». Pero la agrupación de los temas nos lleva a encontrar tres niveles en esta mezcolanza, que pueden ser enunciados como «escenas de la vida de la Virgen» y que serían la Anunciación, la Natividad, la Epifanía y la Asunción; otras «escenas de la Pasión de Cristo» y que estarían representadas por la última  Cena, Cristo con la Cruz a cuestas, el Calvario, la Piedad, la Resurrección y la Bajada de Cristo a los Infiernos. Y un último grupo que podríamos clasificar en «escenas y figuras de santos» que tendrían cierto favor en la devoción aldeana, y  que posiblemente se colocaran en el cuerpo inferior, San Sebastián, San Gabriel, San Gregorio y San Lorenzo, de los que una rebusca somera por los libros del archivo parroquial nos daría señal de su culto en forma de festividades, ermitas, etc. Es este de Salamanca un claro ejemplo de retablo en el que se mezclan y  entrecruzan diversos grupos temáticos, confluyentes de una devoción muy generalizada al santoral clásico y a los misterios de la Redención,  sobre los que el momento de la renovación espiritual del siglo XVI especial hincapié.

Para cualquier viajero que ahora se anime a recorrer las fragosidades de nuestra serranía seguntina, y no le tema a las carreteras todavía sin asfaltar (a Santamera se llega por un buen carril de firme que surge de la carretera que va de Sigüenza a Atienza, junto al puente de Imón), este viaje a tan bello pueblo, que añade además el interés de mostrar buenas reliquias del arte pretérito, puede resultar inolvidable y siempre complementario de un cada vez mejor conocimiento de nuestra provincia.

En las fiestas de Guadalajara. Una historia de bolsillo

 

Estas que pisas hoy, viajero amigo, calles de Guadalajara saturadas ya de automóviles, cuajadas del enfebrecido ir y venir de sus gentes, son la última palabra de una ciudad que posee larga y domestica historia sentimental. Una historia a primera vista anodina, sin hechos relevantes de armas, de explosiones políticas, de hallazgos culturales definitivos. Para nosotros, sin embargo, y para todos los que con Guadalajara se encariñan, está repleta de instantes y rincones que dicen en voz baja su auténtica trayectoria humana. Porque una ciudad, y eso en Guadalajara es bien palpable, respira y transpira humanidad en cada una de sus piedras, de sus esquinas, de sus luces postrimeras de cada día. Aquí se han encontrado razas y culturas. Aquí han convivido más o menos armónicamente. Y entre las oscuras piedras de sus murallas, hoy ya campo abierto a todos los influjos, han tenido su aventura grácil, y compleja, y española y humanísima, gentes iberas, romanas, mahometanas, judías y un sí es no es cristianas, a las que nosotros, sin definición posible, nos encadenamos. Si el nombre de Guadalajara viene, en árabe y como dicen algunos eruditos, del río que pasa por sus plantas, el Henares nada menos, esta ciudad es por ésta y aquellas razones, una ciudad‑río en la que historia y gentes, edificios e instituciones han ido dejando sus huellas en la orilla, pero al final se han ido.

De los diversos nombres que dicen ha tenido nuestra ciudad, tal vez el más antiguo sea el de «Thuria» que le pusieron los fenicios, sus hipotéticos fundadores. Un grupo de iberos, gentes estas de mayor afinidad racial con nosotros, se asentó en tiempo indeterminado junto a la margen derecha del Henares, llamando a su habitáculo «Arriaca», que viene a significar camino de piedra. Cuando el imperio romano y sus legiones vinieron a husmear en nuestra tierra, tuvieron la felicísima idea de construir un puente sobre el río, justo al lado del poblado ibero, sobre la calzada que de Mérida a Zaragoza seguía la margen derecha del Henares desde Alcalá (Complutum) para subir luego hacia Hita y Medinaceli. Por qué cosa tan pequeña, un puente que serviría para malpasar carros y soldadescas, tuvo comienzo nuestra ciudad. Porque a partir de entonces fue instalado el pueblo en ese espolón terroso, bordeado de dos barrancos, en el que aún se ancla el casco antiguo de Guadalajara. Era ésa una simple estación militar romana (¿Caraca?) a la que se fueron fundiendo los antiguos centros de población ibera que por Marchamalo, Iriépal, Taracena y ambos lados del Henares habían agotado ya su trayectoria vital. 

Los viejos cronicones hablan entreveladamente de esta Guadalajara romana, en la que el cristianismo perseverante y martirizado triunfaba siempre. Así, por lo visto, en el año 363 de nuestra Era, sufrió martirio en nuestra ciudad Santa Perseveranda, y ya desde comienzos del siglo IV aseguran era sede episcopal. Uno de sus escasos obispos conocidos sería San Licerio, quien perseguido se trasladó a Lérida, donde sufrió martirio en el 311.

La «Fluvium lapidum» del arzobispo Jiménez de Rada, se vio invadida de árabes el año 715, y entonces adoptó el ya casi definitivo apelativo de «Wad‑al‑Ha­yara» que ha dado el actual, ese «río de piedras» que cantan los poetas y en el que, una a una, van desgranando las amargas y alegres horas de esta ciudad.

Guadalajara mora tuvo importancia relativa en el acontecer general del califato omeya: construcción de la muralla y el alcázar, tal vez alguna mezquita, bastantes nombres de eruditos y poetas nacidos aquí, y poco más que reseñar, si no es el definitivo cambio de mando que se operó en 1085, cuando en noche estrellada, pagana noche de San Juan, el capitán y pariente del Cid, Alvar Fáñez de Minaya, hizo pacto con sus moradores y entró en ella sin derramar una gota de sangre. Las torres al otro lado del río, y el alférez a caballo con su bandera, fueron anverso y reverso del sello concejil, trasplantado luego y unificada su simbología en el actual escudo de la ciudad.

Es esa época de los siglos XII al XIV cuando Guadalajara es canto bajo, pero conjuntado, de razas y gentes diversas: los mudéjares (árabes que no se quisieron ir de ella), los judíos y cristianos vencedores, todos en común fuéronle dando vida y latido: ferias, reconstrucción de la muralla y del palacio real, iglesias, conventos, nuevos barrios…, recibiendo en la segunda mitad del siglo XV, de Enrique IV, el título de ciudad, aún perteneciendo todavía, tal como desde la reconquista ocurrió, a la Corona, que lo cedía en señorío a diversas personas (infantas, reinas madres, etc. ) de sangre real.

En el siglo XIV fue cuando arribó a Guadalajara su fortuna. La casa de Mendoza, en la persona de don Gonzalo Yáñez de Mendoza, montero mayor de Alfonso XI, tomó su asiento entre nosotros, yendo hacia arriba disparadamente, y dando a la nación y al mundo algunas figuras de talla reconocida, que por política, por valor o por literatura están en el acervo de la historia general de España. Sería interminable citar nombres y hazañas: baste con recordar a don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, autor, entre otras cosas, de las «Serranillas», quien murió en su palacio de Guadalajara, el 25 de marzo de 1458, rodeado de hijos, de libros, y riquezas. Don Pedro González de Mendoza, gran Cardenal de España, hijo del anterior, quien hizo y deshizo en el reinado de los Reyes Católicos;  su hermano don Diego Hurtado de Mendoza, primer duque de Infantado, constructor del palacio que lleva su nombre; y otros más que dejaron su verso, su buen gusto arquitectónico, su prolífico mecenazgo a favor de la ciudad de Guadalajara, en la que  eran «señores» de hecho, aunque nunca lo fueran de derecho.

A la sombra de los Mendoza creció la ciudad, se hizo a si misma, y fue nombrada «la Atenas alcarreña» en méritos a la cantidad de poetas y artistas que a la sombra de sus señores fueron creciendo y trabajando. ¿No son suficientes los nombres del pintor Rincón, de los poetas Gálvez de Montalvo y Alvar Gómez de Ciudad Real, de los humanistas Luis de Lucena y Páez de Castro, del arquitecto Covarrubias venido de Toledo para dejar en piedra grabadas la mas mendocinas?

Pero a los Mendoza también llegó la hora de la decadencia y emigración a lugares donde, como en la Corte, se necesitaba el trabajo continuo para sobrevivir. Guadalajara sin ellos quedó ajada y melancólica. Aunque  otras familias menores continuaron ocupando palacios y casonas, no pasaban de ser encopetados hidalgos labradores con portalón blasonado y lenta palabra.

El nuevo rumbo que la dinastía Borbón quiso dar a España, supuso que a comienzos del siglo XVIII, exactamente en 1719, se estableciera en Guadalajara una Real Fábrica de Paños dirigida por el Barón de Riperdá, que fue instalada en el antiguo palacio del Marqués de Montesclaros, frente al del Infantado. Nueva vida le infundió a la ciudad este centro fabril, aumentando su población y creciendo la alegría por las calles. Pero ya  bien entrado el siglo XIX no hubo otro remedio que clausurarle por las grandes pérdidas que tenía, pasando su edificio a sede de la Academia de Ingenieros militares, que a su vez informó la vida arriacense durante medio siglo, hasta 1923 en que ardió totalmente.

A esta pequeña historia de las altas y bajas económicas o industriales – Guadalajara fue siempre, ante todo, una ciudad de agricultores y algún que otro mercader- hay que añadir la comunal sangría de las guerras. Esa relación cruenta en la que Sucesión, Independencia, y Civil forman el trío capital de los pesares y los derrumbamientos, no consiguió nunca mirar el aliento viril de sus gentes, que hoy en día gozan de su bien conseguido despegue económico.

Ahora Guadalajara estalla en  fiesta. La fecha anual de la alegría se da cita sobre la venerable severidad de su piedra secular. Si tú, viajeros que ahora llegas a Guadalajara, o tú, arriacense «de toda la vida» que en estos días estarás más horas por sus calles, te asombras en algunas esquinas de tan añeja presencia de edificios, contrastando con la bullanga del cohete o «rock» cálido de Ríos, piensa que en esta relación de su herencia artística, monumental e histórica, está todavía el hálito verdadero de, su historia, la razón y el resultado de cada uno de sus pasos.

El Marqués de Santillana, de nuevo en Guadalajara

 

Como un viaje de reencuentro con su tierra secular, con sus paisajes permanentes, con su luz clara y su aire delgado, el marqués de Santillana ha llegado nuevamente a Guadalajara. Don Iñigo López de Mendoza, aquel delgado y severo caballero, aquel decidor galante  y político de afiladas esquinas, vuelve a su tierra, a esta Guadalajara donde comandó un castillo y unos ejecitos propios, donde almacenó la más increíble colección de libros clásicos del Renacimiento castellano, donde un día de 1458 dejó el hábito carnal y entregó su pasión a la muerte.

La vuelta del marqués de Santillana a Guadalajara tiene un sentido artístico fundamentalmente. Pero su valor y significado son muy altos. Para nuestra ciudad, este regreso en imagen viene a afianzar la unión del personaje con el burgo, y a revalorizar, un grado más, el interés cultural y turístico de Guadalajara. Porque el motivo de esta glosa no es otro que el anuncio de la llegada (todavía provisionalmente colocado en un muro del palacio del Infantado) del gran retablo que el pintor Jorge Inglés pintó a mediados del siglo XV para la iglesia del Hospital de Buitrago, por encargo de don Iñigo, y en el cual retablo aparece el personaje retratado con gran detalle, en actitud orante, así como su esposa doña Catalina Suárez de Figueroa, junto con otras figuras y temas, todo ello en una calidad pictórica de primera línea.

Este retablo tiene su historia. En cargado, como digo, por el propio marqués, hacia 1455, ya en el ocaso de su vida, a un acreditado pintor llamado «el maestro Jorge» al que apodaron sus coetáneos «el Inglés» quizás por ser de esta nacionalidad. Este pintor acudió a Castilla, donde ya había realizado algunas otras obras menores para ciertas parroquias castellanas (Villasandino, en Burgos, etc.), y durante un tiempo se dedicó a la realización de obras para don Iñigo: por una parte, sabemos que le decoró, en miniatura, algunos códices manuscritos que para su gran biblioteca habían realizado escribanos especializados. Inglés dibujó en ellos figuras de ángeles, escudos nobiliarios y algunas letras capitales. Pero a lo que se dedicó con especial interés fue al retablo que para la iglesia del Hospital del Salvador de la villa de Buitrago (de la que era señor el Mendoza) había decidido poner don Iñigo. Siguiendo las normas iconográficas y el programa artístico elaborado por el propio marqués, Jorge Inglés puso su técnica más depurada en la pintura de los personajes oferentes: don Iñigo López de Mendoza y su esposa doña Catalina Suárez de Figueroa, a los cuales acompañaban sendos criados. El retrato del marqués, detallista a máximo, recoge la expresión de sabiduría y de enérgica voluntad que por la historia sabemos tuvo don Iñigo. Aun cuando retrata los últimos años, los de la decadencia física, del personaje, esa fuerza de espíritu que sabemos poseyó, sale clarísima en la pintura. La mujer es una dueña sencilla y sin más historia que la doméstica, aun reconociendo la perfecta caracterización que el pintor hace también de ella. El resto del retablo se completa con las figuras de los padres de la Iglesia en la predela, y con una amplia zona superior en la que varios ángeles revolotean ostentando entre sus manos amplios pergaminos en lo que se leen algunos de los «Gozos» que para la Virgen María compuso don Iñigo. Uno de esos Gozos acompaña en pergamino al retrato marquesal. En el actual retablo, una estatua gótica de la Virgen centra conjunto.

Destruido el hospital de Buitrago y su capilla, este retablo prosiguió siempre en poder de la casa ducal del Infantado, creada en la persona del hijo primogénito del marqués de Santillana. Así, fue trasladada al castillo de Viñuelas (en la provincia de Madrid) cuando dicho edificio fue adquirido, en el siglo pasado por los duques del Infantado a lo marqueses del Campo, sus anteriores propietarios, quienes a su vez lo adquirieron del Estado tras la Desamortización de Mendizábal. En este castillo de Viñuelas, el retablo de Jorge el Inglés ha permanecido muchos años en dificultosas condiciones para su admiración por parte de los aficionados al arte español y de los entusiastas de la figura del marqués. En aquella mansión de los duques guardaban grandes y valiosísimas colecciones de tapices, de pinturas, de armaduras y muebles, así como de muchas otras interesantes obras de arte heredadas de generaciones y generaciones del Infantado.

Pues bien. tanto este magnífico retablo como toda esa gran colección de obras de arte que sin duda entroncan directamente con la propia historia de la ciudad de Guadalajara, porque son parte de la historia de la familia Mendoza, han sido entregadas por sus dueños, los actuales duques del Infantado y marqués de Santillana, a la ciudad de Guadalajara, para que sean expuestas en las salas bajas del palacio del Infantado, en esas salas decoradas espléndidamente en el siglo XVI por Rómulo Cincinato y que han sido también recientemente restauradas con acierto pleno. Con ello el Museo Provincial alojado en el palacio acrecienta su valor y el interés para todos los alcarreños. Con ese retablo y esas piezas, más los documentos, libros y otras piezas que sean necesarias y que espontáneamente ceden los Infantado actuales, se va montar un «Museo de la ciudad de los Mendozas y del Palacio» en las dichas salas bajas, que elevará el interés del edificio de cara a cuantos alcarreños están interesados por estos temas, y de cara a un turismo culto que indudablemente se acrecentará con este motivo.

La vuelta del marqués de Santillana a Guadalajara es, pues, una realidad afortunada. Cuando en su día, que esperamos cercano, quede definitivamente instalada esta magna colección de obras de arte, la ciudad de Guadalajara brindará -si es que todavía ostenta con verdad el título de «muy noble» que reza el su titulación ciudadana-su homenaje de gratitud a esos Mendoza que hoy encarnan los duques del Infantado, y que con su gesto generoso, han escrito una nueva página d aquella inolvidable «Historia de Guadalajara y sus Mendozas» que hace casi medio siglo escribiera el cronista Layna Serrano como monumento bibliográfico de nuestra ciudad.

El Casar de Talamanca y Tortonda: dos ejemplos a imitar

 

En este pasado mes de agosto se han producido un par de noticias que acuden a llenar de optimismo el marchito panorama de nuestro patrimonio artístico provincial, protagonista siempre de la nota ruinosa o el abandono secular. En este pasado mes han sido, como digo, dos pueblos de nuestra geografía los que han hecho levantar el ánimo a cuantos se preocupan por esta parcela de la tierra alcarreña. Y sus resultados, espléndidos para la contemplación y el rescate de obras de arte, han sido aún más interesantes al considerar la forma en que esas acciones de rescate se han llevado a cabo: quizás la más recomendable en estos momentos de crisis angustiosa en lo que a dinámica cultural se refiere.

El primero de estos ejemplos es el que ha brindado El Casar de Talamanca, en la campiña del Henares, y justamente hoy y mañana en lo más granado de sus fiestas patronales en honor de Nuestra Señora la Virgen de la Antigua Después de años de gestiones difíciles, de empujones espirituales y ánimo esforzado por parte del párroco de la localidad, don Marcos Ruiz, y de las autoridades del pueblo, entre las que es justo destacar a su alcalde don Francisco Ayjón, ha culminado lo más difícil de la restauración de su magnífico retablo mayor de la iglesia. La obra lució siempre, desde que a comienzos del siglo XVII se construyera, como una de las piezas más hermosas del arte estatuario de la Campiña. Construyó el retablo, en su diseño arquitectónico y en la materialidad de la talla de sus grupos escultóricos, el escultor natural de Alcalá de Henares pero residente en Madrid Antonio Herrera Barnuevo; Comenzó su tarea hacia 1625 y en 1633 ya estaba terminada su obra pues en ese año se le pagaron algunas cantidades al dorador Martín de Ortega. Fue Herrera muy apreciado en la corte madrileña de los Austrias, y resultó elegido por su maestría para realizar la mascarilla en cara del dramaturgo y poeta Lope de Vega cuando murió. En 1631 recibió del rey Felipe IV un magnánimo donativo en virtud de haberle servido eficientemente como escultor y aparejador de sus reales obras.

Este magnífico retablo sufrió el año 1937, en plena Guerra Civil española, los destrozos indiscriminados de quienes se servían del hacha y el fuego para hacer una revolución que todavía cuenta hoy con sus poetas. Quedó sin luz, sin color y sin formas. Pero el entusiasmo de las gentes de El Casar hizo que el pueblo entero se uniera en la tarea de restaurarlo, y así se ha hecho durante los últimos años, estando a cargo del escultor Críspulo Bóveda y del restaurador Antonio Perales. Gracias a la existencia de fotografías antiguas, y con una técnica del estofado similar a la utilizada por los artistas del siglo XVII, se ha conseguido rehacer los grandes paneles escultóricos que representan las escenas de la Natividad de Cristo, la Adoración de los Reyes Magos, su Resurrección y Pentecostés, y que bien iluminado sorprenden al visitante por su fuerza de volúmenes y su colorido perfecto. El resto del retablo, en su parte alta, quedó  más o menos respetado y solo ha requerido una limpieza a fondo, resaltando así la imagen central de la Asunción de María, que ha necesitado tan sólo de algunos retoques superficiales. La zona más castigada en la Guerra, concretamente los relieves y figuras de la predela, es la que todavía falta por hacer. Será necesaria una mayor libertad artística en esta tarea, pues sólo una fotografía y  borrosa, ha quedado del retablo de antes de la destrucción. Pero el pueblo está empeñado en completar el menos en estructura, lo que fue su cumbre artística. Los gastos, cuantiosos, de esta tarea comunitaria han sido sufragados en colecta unánime. Eso es lo destacable sobre todo: la conciencia de poseer algo valioso, algo a respetar, algo a rescatar entre todos.

También en El Casar de Talamanca, y en estos días de fiesta grade, es necesario resaltar otras obras de restauración realizadas en su parroquia, a costa  económica de la Diputación Provincial conseguida por medio de su alcalde Ayjón: la bella estructura mudéjar del coro ha sido limpiada y retocada, añadiendo nuevos algunos balaustres que faltaba, Ha sido hecha esta tarea por el tablista Carlos Aboin, y está tan sólo a falta de la necesaria policromía que hará recuperar un nuevo elemento del mudéjar del siglo XVI en esta comarca de la Campiña que tanto abunda en ello.

También reciente está el caso, aún más meritorio si cabe, del pueblecito serrano de Tortonda, junto a Alcolea del Pinar, perdido casi en las fragosidades de la Sierra del Ducado. La iglesia parroquial de esta villa, aislada del resto de las edificaciones del pueblo, resalta en la distancia con singularidad y un aire cierto de desafío. Casi recuerda la altanería de un castillo, especialmente conferido por el almenado plumón de su torre. Lo más valioso este templo, de construcción primitiva románica del siglo XIII, es su atrio porticado (lo que queda de él), que muestra la singularidad de estar orientado totalmente al norte, lo que nos hace sospechar que poseía otras galerías a poniente y al sur, haciendo de este templo el único del: románico rural guadalajareño con tres galerías porticadas, similar a las elaboradas y grandiosas iglesias románicas de la zona segoviana.

Sobre esta iglesia parroquial, así como la cercana de Villaverde del Ducado, y otras de área serrana, ya publiqué en estas páginas hará par de años una amplia referencia de sus detalles artísticos y del alto valor que ofrecían. Lástima, decía entonces, que la iglesia de Tortonda  esconda su magnífica galería porticada, con columnas y capiteles románicos de delicada ornamentación vegetal, bajo los muros de antiguas reformas que le tapan por completo. Pues bien, en un esfuerzo señalado y alentado por el cura párroco de Tortonda, don Alberto, con la colaboración de todo el pueblo que puso elementos y trabajo personal, en un par de días se ha recuperado la belleza de dicho atrio, que ha demostrado ser (y esto estaba oculto por masas de argamasa) de doble columnata y dobles capiteles, lo que todavía valora aún más este monumento, ya desde ahora señaladísimo, del románico rural de Guadalajara. Ha sido proponérselo, dedicar dos días de cariñoso esfuerzo y obtener para el patrimonio del pueblo y de la provincia toda, un nuevo monumento revalorizado, y, por añadidura, un nuevo aliciente para el turismo provincial que beneficiará a Tortonda con mayor afluencia de curiosos y estudiosos del arte románico.

Han sido, como digo, dos ejemplos simples, pero al sumo en este campo del patrimonio artístico que está en general, cubierto de una densa capa de abandono y apatía. Cuando el afán de un pueblo se despierta (y eso es fácil siempre que haya alguien dispuestos a hacerlo) los resultados son siempre rápidos y espectaculares. Recordar, si no, lo que fueron capaces de hacer los vecinos de Jadraque, hace unos cuantos años, al restaurar con prestaciones personales de todos los vecinos, su antiguo castillo que era una pura ruina. Es evidente que en muchos casos en que la tarea es simple, factible, sólo de esta manera puede verse hecha realidad en corto tiempo: la colaboración de los vecinos todos, los interesados en el tema directamente. La agobiada Administración central, que recibe por todas partes peticiones de cientos de millones y, por qué no decirlo, su lentísima maquinaria burocrática, no puede sino certificar actas de ruina, tapar agujeros de cualquier manera, y en algunos, pocos, casos realizar restauraciones que sólo el Estado puede llevar a cabo por sus dimensiones gigantescas. Lo pequeño, ha de hacerlo el propio pueblo. Sabe mejor, queda mejor. Es un puro ejercicio de terapéutica social. E incluso se defiende y aprecia luego mejor. Los ejemplos del El Casar de Talamanca y Tortonda han marcado un auténtico hito en este verano de 1982. Ojala que sea imitado por muchos otros lugares de la provincia.