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junio, 1982:

Guadalajara: arquitectura de una ciuad

 

Podríamos calificar de acontecimiento cultural del año, al menos entre lo realizado hasta el momento, la exposición que ha montado y aún muestra el Colegio de Arquitectos de Madrid, en su Delegación de Guadalajara, en la sala alta del Palacio del Infantado. Porque si el resultado de público está ofreciéndose magnífico, siendo muchos alcarreños los que están acudiendo a presenciar el acontecimiento, el de critica ha flojeado, quizás por no haber llegado a captar el auténtico mensaje de la muestra, quizás por el ambiente que vive estos días el personal opinante, volcado al deporte balompédico.

Hasta el próximo miércoles, día 30, en horario de mañana y tarde, permanecerá abierta la exposición «Guadalajara: arquitectura de una ciudad». En ella, y a lo largo de sesenta y un paneles, va apareciendo ese quehacer múltiple, diverso, vivificador, de la categoría de Guadalajara en los últimos años del siglo XIX y primeros del XX. Las palabras del arquitecto presentador de la exposición, don José Manuel González Valcárcel, se hacen realidad en esta muestra: «Conservar la memoria urbana». Lo que fue esta capital de provincia en esos años, y que lentamente ha ido dejando de ser. En esos múltiples y grandes paneles van apareciendo mapas de la ciudad, planos y fotografías, dibujos que traen a la memoria edificios que fueron, estampas que se han perdido.

La tarea de elaboración de esta exposición ha llevado a diversos profesionales de la arquitectura, vecinos nuestros, más de dos años de paciente trabajo. Primeramente, rebuscando en el polvoriento depósito de papeles (porque a eso no se le puede llamar archivo) del Ayuntamiento de Guadalajara todos los planos y alzados, todos los proyectos y datos posibles relativos a los edificios de la ciudad que allí hubiera. No han aparecido todos pero sí una cantidad muy estimable, conservados demasiado bien para lo que pudiera esperarse del estado de abandono en que se encuentra aquella dependencia municipal. Enormes planos, magníficos bocetos y alzados de edificios, fotografías antiquísimas, certificados y presupuestos. Son varios centenares de documentos de este tipo los que han sido rescatados. A ello se añade el trabajo posterior de articular todo ese material conforme a un orden urbano, a una especie de recorrido por la ciudad en el que el visitante se va encontrando con la sombra de lo que fue su burgo. Y fotografías en gran cantidad y en estupenda calidad de aquellos otros edificios más antiguos, de los que no quedó memoria firmada. Indicaciones escritas, datos escuetos, pero fundamentales, de los nombres de edificios, fecha de construcción, arquitecto autor del proyecto, etc., completan la exposición y le alzan en valor dejando al visitante con la boca abierta, no sólo por contemplar una obra bonita, sino por gozar de una obra bien hecha.

En el acto de la inauguración de la muestra, el arquitecto restaurador del Palacio del Infantado, hombre que ha dejado una huella imborrable en la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XX, don José Manuel González Valcárcel, decía que «la arquitectura no puede ser nunca mueseable», sino que, por el contrario, debe estar viva, ser mantenida en vitalidad constante por sus profesionales y los responsables de su existencia. Así, el concepto moderno de conservación de ciudades no pasa por la restauración puntual de monumentos o detalles artísticos, de conservación de fachadas, ni siquiera de ambientes urbanos; pasa por el mantenimiento de funciones, por la salvación de «papeles» de un protagonismo arquitectónico, dando y devolviendo la utilidad tradicional a los edificios.

El recorrido por los paneles de la exposición «Guadalajara: arquitectura de una ciudad» es evocador y aleccionador. Por una parte trae a la memoria, a cuantos los conocimos, el recuerdo de edificios que no están ya entre nosotros; por otra, nos muestra las reformas inconcebibles, absurdas, que se han hecho en otros; finalmente, muestran el abandono en que están otros edificios que hacen la ciudad y están «que dan pena». Sin embargo, la pureza de los planos, de los alzados y proyectos levanta en muchos momentos esa memoria y revitaliza el entusiasmo por esta ciudad que, pequeña y provinciana, fue en años y siglos pasados una exposición constante de buen hacer arquitectónico.

La muestra de los arquitectos alcarreños viene, por otra parte, a hacernos reconsiderar una parcela de la monumentalidad guadalajareña hasta ahora poco considerada: la del siglo XIX y primera mitad del XX. Aquí se han construido numerosos y bellísimos edificios que durante mucho tiempo han sido eclipsados por la leyenda del Palacio del Infantado, por la fama de los torreones amurallados o por el exotismo de las puertas de Santa Maria. Pero esas fachadas del arquitecto Eugenio Sánchez F. Lozano de la calle Torres y plaza de los Caídos, o las del profesional Pedro Cabello Maíz en la calle Mayor baja, pueden ponerse codo con codo con los monumentos venerables de Guadalajara y formar la trama monumental de la ciudad. Y no digamos ya nada de los edificios que para sede de Correos levantó Joaquín Sáinz de los Terreros, o para la del Banco de España diseñó José Yarnoz Larrosa: son joyas de la arquitectura contemporánea. Dilata el pecho la contemplación de la sucesión de planos y proyectos para la sede del Ayuntamiento, que, siguiendo la tendencia de restauración del caduco edificio renacentista, cuajó finalmente en un proyecto absolutamente independiente, electricista y con carácter, de Antonio Vázquez Figueroa, en los comienzos de este siglo.

El cogollo de la ciudad, que, afortunadamente, está vivo hoy, latiente, en materia de arquitectura valiosa lo constituye la Calle Mayor y sus aledañas (Torres, Francisco Cuesta, Teniente Figueroa, Benito Hernando, Topete y la Travesía de Santo Domingo). Tampoco convendría olvidar de ningún modo aquella otra parcela de los barrios humildes, que también le dan carácter a la ciudad, como eran las calles Arcipreste de Hita, Calnuevas, la misma Carrera (hoy Boixareu Rivera), que por conducir hacia los barrios limites (barrio de Budierca y Alamín) tiene un valor arquitectónico menos monumental, pero también respetable. Si realmente los arquitectos y las autoridades responsables del tema tienen voluntad de salvar la arquitectura de la ciudad, tarea ardua y hermosa les espera por delante.

Lástima que, de todo lo expuesto, no se hayan encontrado los planos de lo que indudablemente fue la cumbre de la arquitectura guadalajareña de esta época que comentamos: la fundación de la duquesa de la Vega del Pozo. La obra del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, tanto en el Panteón y edificios anejos como en el cercano poblado de Villaflores, fue colosal, magnífica. Y un pero, uno solo y pequeño: se ha olvidado poner en esta exposición uno de los edificios más representativos de la arquitectura del XIX en nuestra ciudad: la Cárcel o Prisión Provincial, de la que no se aportan planos ni fotografías, siendo un ejemplar extraordinario y, por supuesto, merecedor de recuperación total.

En definitiva, no podemos por menos de volver a expresar nuestra alegría por haber tenido la oportunidad de contemplar y de gozar (de trabajar, incluso, en ella) esta exposición soberbia que el Colegio de Arquitectos de Guadalajara ha ofrecido a la ciudad. Recomendar vivamente a todos los buenos alcarreños que también la visiten y gocen es una obligación, de la que no se mostrará nadie arrepentido. Un aldabonazo más y muy bien dado, a la conciencia de una Guadalajara dormida.

Viaje a Arbancón

 

Para un fin de semana de esta todavía lluviosa primavera, podría el lector proponerse hacer un corto viaje por la provincia, y en él colocarse como meta uno de esos lugares encantadores, por lo curiosos y desconocidos, que todavía nuestro territorio provincial conserva. Es lugar sería Arbancón, al que se llega yendo primero hasta Cogolludo, y desde allí, en escasos kilómetros, subiendo por la carretera que detrás del castillo se desvía hacia Muriel y Tamajón.

En un recuesto que domina estrecho valle tributario del río Aliendre, a escasa distancia de Cogolludo por el norte, asienta este pueblo, dinámico y renovado en los últimos años, sede de una nutrida colonia veraniega. Su aspecto de caserío apiñado en torno a la iglesia es muy típico. Sus calles estrechas y retorcidas, en las que abundan las casas de construcción popular, con soportales, tallados aleros, dinteles de piedra, etc., son encantadoras.

Perteneció desde la reconquista al pequeño alfoz o tierra de Cogolludo, bajo cuya jurisdicción quedó, usando su fuero. Como esta villa, estuvo bajo el señorío de la Orden de Calatrava, y posteriormente bajo el almirante don Diego Hurtado de Mendoza y su hija doña Aldonza, duquesa de Arjona, pasando definitivamente, en los finales del siglo XV, a la casa ducal de Medinaceli, en la que permaneció hasta el siglo XIX. Dice la tradición del pueblo que aquí asentó unos días Cristóbal Colón, cuando viajó a Cogolludo a visitar al duque, y aquí en Arbancón probó el cordero que tan ricamente condimentan sus naturales.

Entre los edificios notables a contemplar, figura en primer lugar la iglesia parroquial, que es una magnífica obra arquitectónica del siglo XVI. Al exterior destaca la portada orientada a mediodía, bello ejemplar renacentista en su período de clásica severidad. A los pies del templo se alza la torre, acabada en 1660. El interior consta de tres naves, separadas por cilíndricos pilares toscanos de anillados capiteles de los que arrancan las bóvedas de los tres tramos que componen cada nave; estas bóvedas son de crucería de traza gótica en el crucero, y con relieves renacentistas en el resto. El ábside es poligonal y se cubre también de retablo mayor, magnifica obra de talla y pintura, del siglo XVII. Sus composiciones pictóricas presentan soberbias escenas de la Historia Sagrada, realizadas por magistral pincel de la escuela madrileña del Siglo de Oro.

Conserva la parroquia una buena cruz de plata, obra también del siglo XVII.

Es muy interesante la Plaza del Ayuntamiento, ámbito de planta irregular en el que destaca el edificio concejil, con torre del reloj y torrecilla metálica; una gran fuente de piedra tallada, rematada en airoso pináculo, y varios notables edificios de estructura y arquitectura popular, como los que en imagen acompañan estas líneas, completan de forma pintoresca el aspecto de Arbancón.

Pero a este pueblo de la preserranía guadalajareña hay que llegar en ambiente festivo. Son muchas las que allí se celebran. Es muy solemne la Semana Santa. En San Juan, ahora para junio, se celebra festejo juvenil por los campos que rodean al pueblo. Para el 8 de septiembre se celebra festejo juvenil por los campos que rodean al pueblo. Para el 8 de septiembre se celebra con gran solemnidad la fiesta de la Virgen de la Salceda. Pero la más interesante es la fiesta de las Candelas, el 2 de febrero, en que sale a las calles del pueblo la botarga, un hombre revestido con traje azul y verde, careta, porra y castañuelas, todo de madera y fabricado por él mismo, pintado con vivos colores. Lleva un cinto con campanillas, y al hombro unas alforjas o cesto. Va de casa en casa tocando las castañuelas, y lleva en su mano una naranja y el que la quiera coger, recibe un golpe de la porra. Pide el «aguinaldo», haciendo «mogigangas y tonterías». No canta ni dice palabra, aunque los chicos le preguntan el nombre y se meten con él. Cuando acaba la fiesta, se entregan los atavíos al alcalde, que los guarda para otro año. Antiguamente salía el botarga acompañado de los bailarines, que solían ser seis u ocho, y que iban vestidos de domingo. Sacaban a la Virgen en procesión, figurando que María iba a misa tras la cuarentena de su divino parto. Los bailarines y la botarga danzaban delante de la Virgen, y la ofrecían un par de pichones y los típicos «pestiños», pequeños grumos de harina y miel que las mujeres del pueblo fabrican ese día. Es también muy característico de Arbancón el sabroso guiso del cordero.

Con estos datos, y el buen humor y hospitalidad que saben derrochar las gentes de Arbancón hacia los forasteros que llegan hasta su rincón serrano, está asegurado un buen día de excursión, y, por supuesto, se cumplirá una etapa más de ese inacabable libro del deambular guadalajareño, del conocimiento meticuloso de nuestra hermosa y rica tierra.