Historia del franciscanismo en Guadalajara (y III)

sábado, 29 mayo 1982 0 Por Herrera Casado

 

Será el siglo XVI el que, como antes se ha citado, verá el más denso crecimiento en nuestra tierra de la Orden Seráfica. La influencia del franciscanismo sobre la sociedad alcarreña se densifica al máximo. Entre los monasterios ya fundados y los que ahora se crean, puede calcularse con cierta aproximación que, en los finales de la centuria, son dos docenas de casas vivas las que existen en el territorio provincial, con una cantidad de unos 500 seres, entre frailes y monjas, que profesan el franciscanismo militante.

Será el primero de estos núcleos espirituales el que nace en la Guadalajara rica y creciente de 1524, cuando late en ella la pasión del conocimiento, las tertulias eruditas del palacio del Infantado, y por corredores y estrados el movimiento erasmista va recogiendo adeptos y purificando al pueblo. En el caserón, magnífico y lujoso de don Antonio de Mendoza, su sobrina Brianda erigirá convento de franciscanos bajo el titulo de la Piedad. Lo que había sido gran casona en la que el lujo del primer Renacimiento, por mano de Lorenzo Vázquez y Alonso de Covarrubias, había ganado un nombre merecido a Guadalajara, se transformó en esa fecha en una casa de oración y recogimiento, aumentada en los años con riquezas y los nombres de las hijas de las mejores y más nobles casas de la Alcarria. Tras muchos avatares después de la Desamortización del siglo XIX, este Convento sirvió para Cárcel, para Diputación Provincial, para Museo y para Instituto de Enseñanza Media, acabando hoy en la solitaria presencia de sus puertas cerradas.

En 1525, otro pueblo alcarreño, del área de los condes de Cifuentes, tendrá también su monasterio mendicante: Escamilla, en cuyo derredor creció la muralla y junto a ella -hoy en densa arboleda de antiguas presencias ruinosas-tuvo cenobio franciscano por fundación en ese año de don Hernando de Silva. Dos años después, 1527, la propia villa de Cifuentes será albergue amoroso para otra conjunción de monjas, estas capuchinas y bajo el patrocinio de Nuestra Señora de la Fuente, o de Belén. Al mismo don Hernando de Silva se debe la fundación  y erección de edificios y de la iglesia, con llegada de objetos de culto, tierras y rentas varias. En sus celdas, el espíritu devocional del siglo XVIII dio pálpito a algunas monjas de extraordinarias dotes: sor María Inés Martínez de la Cruz y Santa Rosa, «la monja de Trillo», como la llamaban, tuvo notorias dotes místicas. Y así otras muchas.

Otros dos años después, en el de 1529, arribaron las monjas a nuestra tierra. Una fundación se hace en Sigüenza: las batas de Villanuño, hermanas de un poderoso señor noble del obispado, deciden juntarse con otras devotas mujeres y crear un convento, que en principio se pone en la parte alta del burgo, pared por medio de la iglesia románica de Santiago. Años después, ya en nuestro siglo, bajarían a la alameda y junto a la iglesia de Nuestra Señoras de los Huertos, en la orilla gótica del río Henares, permanecen bajo la regla parda de Santa Clara. Ese año de 1529, la ciudad de Guadalajara recibirá nueva fundación, esta vez de una de las más ricas y humanistas familias de la ciudad: los Gómez de Ciudad Real. Fue don Pedro, caballero de guerras y aficionado a las poesías, quien cedió varias casas de su propiedad junto a la antigua parroquia de San Ginés hoy plaza de la Diputación y puso allí un nutrido grupo de franciscas menores, concepcionistas a secas, construyendo un fuerte y elegante convento que llegó entero hasta este mismo siglo nuestro

Pasado el ecuador de la centuria, en 1557 llegan los franciscanos a Cogolludo, la puerta de nuestra serranía. Es don Juan de la Cerda, duque de Medinaceli, gran señor que tiene en la plaza mayor del pueblo su fachada y sus armas talladas en piedra, quien trata de dar a su villa un nuevo servicio, espiritual en esta ocasión, y pone allí una comunidad, bajo la advocación de San Antonio, como convento y a la par Colegio de Misioneros que acudirán a evangelizar, más allá de las pardas extensiones de alto Henares, hasta la misma Oceanía. La guerra de la Independencia acabó con esta casa santa, de la que hoy sólo leves muros, alguna portada de severa línea, permanecen en pie.

En 1567, otra vez la Alcarria verá llegar a la grey franciscana: Escariche tendrá un convento monjil que don Nicolás Polo Cortés, señor de la villa, funda para dar cobijo, entre otras, a seis de sus hijas, llamadas por la vida religiosa con rara unanimidad. El resto de la Comunidad la traería desde las concepcionistas de Guadalajara. Puso su gran palacio señorial para utilidad del convento, y levantó adjunto un templo de reminiscencias góticas, hoy casi en ruinas, pero con el cuajado recuerdo de aquella comunidad viva, y pueblerina.

El flujo fundacional de conventos religiosos que padeció en su vida última la princesa de Éboli, dio lugar a que en su villa de Pastrana, y una vez fracasada la casa teresiana y carmelita en la que ella misma probó sus ineptitudes, fundara en 1574 otro convento, y lo pusiera en el mismo edificio. Esta vez sería para monjas concepcionistas, que al mando de doña Felipa de Acuña y Mendoza, vinieron desde Toledo. Es ésta una de las pocas comunidades monjiles que, a pesar de su inestable nacimiento en una época, una villa y una familia en crisis, logró sobreponerse a todas ellas y llegar, viva y dinámica, hasta nuestros días.

La Alcarria sigue, como un jardín verdeante y prolífico, dando cabida a los franciscanos. Así será Auñón, junto al Tajo, donde se pondrá nueva casa de frailes: es el año 1578, y será su fundador el señor de la villa, el potentado tesorero real don Melchor de Herrera. En ese convento vivieron largos años figuras insignes de la religión francisca como fray Martín de la Ascensión y Aguirre, protomártir del, Japón y elevado a los altares; fray Miguel de Yela o Auñón, que escribió una historia sobre la virgen del Madroñal, y aun el mismo don Diego de la Calzada, obispo de Salona y auxiliar del de Toledo, que en la villa alcarreña quedó a descansar de su ajetreada vida.

Otro de los conventos que aún pervive con latido, en idéntico edificio en el que fue lanzado a marchar, es el de Santa Clara de Molina, que aunque recibió el papeleo fundacional en 1537 se puso realmente en marcha, construido definitivamente, hasta 1584. La familia que ejemplarmente labró y puso hasta la última gota de sus caudales en darle vida, fue la de los Malos de Molina. La iglesia que utilizaron las monjas, venidas a poblar desde Huete, fue la románica de don Pero Gómez, levantada en los primeros días del Señorío. Tuvo desde su nacimiento, y hasta hoy en día, una especie de llamada unánime frente a las gentes de la tierra molinesa. Recibió en su seno a las hijas de muchas familias del territorio: heredó tierras y rentas, generó cariños y estuvo siempre en el corazón unánime, amplio como las sesmas mismas, del altiplano molinés.

En la ciudad de Guadalajara, y como una fundación más que añadir a las cuatro ya existentes en ese momento, una iniciativa privada vino a dotar en 1589 a la ciudad de un nuevo convento franciscano. Era indudable la importancia socio‑económica de la ciudad del Henares. El aumento de población suscitaba estas necesidades: fue un descendiente de los Medinaceli y Gómez de Ciudad Real, llamado don Antonio Arias Dávila, quien a su muerte testó a favor de la orden franciscana descalza, para que en Guadalajara pusiesen convento y le titularan de Antonio de Padua. Se levantó extramuros, al otro lado del barranco occidental, y aún hoy ese escueto y poco profundo vallejo ostenta en el lenguaje popular el nominativo de San Antonio, en recuerdo de aquel convento del que ni una sola piedra ha quedado.

Tamajón, a la sazón rico y populoso enclave en la entrada de la Sierra Central, tuvo también casa -y bien grande y nutrida- de franciscanos. Los señores de la villa, los omnipresentes y omnipotentes Mendozas, fueron sus fundadores en 1592. Doña María de Mendoza y de la Cerda fue quien en concreto dio las primeras pautas, creativas y económicas, de esta casa. Nada menos que 12.000 ducados de los de aquella época, sonora cantidad, sirvió para levantar el convento en la «Nava pequeña» junto a Tamajón. Las limosnas posteriores de las gentes serranas, su cariño a la Orden, y el atento socorro que en lo espiritual supieron dar estos frailes a las gentes del fío contorno, sirvieron para dar hondura a este encalve.

La última fundación franciscana del siglo XVI en Guadalajara es que en 1599 se erige en Fuentelencina, para monjas concepcionistas, y a cargo exclusivamente del Concejo. Una gran cantidad para ello fue entregada, en testamento, por doña María Heredia Inestrosa. L «casa de las monjas», como se la llamó siempre en este pueblo alcarreño a la edificación que las albergó un par de siglos, ha caído derribada en estos últimos años para dar paso a una construcción moderna.

Pasado el siglo XVI -que como hemos comprobado de forma quizás demasiado detallista, fue el período más franciscanista de nuestra historia- las fundaciones alcarreñas en la orden remiten un tanto de su acelerado ritmo. En el siglo XVII, nuestro dorado período de las letras y las artes, todavía dará frutos de oración nueva y engendrará nombres para la historia del santo de Asís. Sus fundaciones más esporádicas, menos potentes y duraderas, con más escasa incidencia que las anteriores. Pero deben ser también recordadas en este repaso de urgencia. Y así vemos que es Horche la villa que en 1605 crea su convento mínimo, con el título de San Juan de la penitencia, a instancias particulares de un clérigo, don Jerónimo de la Rúa, cura que había sido del pueblo y profesor de Teología en la Universidad de Toledo. Tuvo ciertas riquezas y un templo muy capaz que rivalizó en funciones con la parroquia de la villa. Sólo la francesada pudo con él, y hoy queda su restaurado esqueleto.

Poco después, en 1610, la villa de Uceda levantó su propio convento de mínimos. Pagó los gastos el duque de Uceda, y la pusieron por advocación la de San Buenaventura, quedando de esta casa muy poca documentación y escasa historia.

Otra fundación privada, en Sigüenza, aumenta la relación de esta centuria: en 1623, la ciudad de Sigüenza recibe de don Antonio de Salazar y dona Catalina de Villel el regalo de un convento de franciscanos, que con la advocación de Nuestra Señora de los Ángeles de porciúncula, se situó en el fondo de lo que unos años más tarde será la Alameda: una fachada de barroquismo mesurado para su iglesia, presidida por el emblema brazado del franciscanismo, da el recuerdo imperecedero de este cenobio a cuantos hoy aún pasan ante él. En este siglo XVII también

Brihuega, jardín de la Alcarria, tendrá su cenobio pardo. Creado por Juan de Molina, en unas peñas junto al castillo, fue desde su comienzo habitado por religiosos franciscanos de la reforma hecha por San Pedro de Alcántara, habiendo residido en él, como dicen antiguas crónicas, «varones de probada santidad y muchas letras». Y, en fin, de este tiempo, será el año de 1676 cuando otra nutrida población de la Alcarria, Jadraque, en concreto, vea nacer entre sus murallas, a un costado de ellas, el convento de frailes capuchinos que la duquesa del Infantado y señora de la villa, doña Catalina Gómez de Sandoval y Mendoza, con el apoyo económico del Concejo, el Cabildo eclesiástico de la villa y el provincial castellano de los capuchinos, fundaría junto a la ermita de Nuestra Señora de Castejón. Desapareció la grey en ocasión de la guerra de la Independencia, y del caserón antiguo quedan muros, patios y un enorme escudo de la duquesa fundadora.

El siglo XVIII, quizás por aquello de ser el «Siglo de las Luces y de la Razón», no verá en nuestra tierra sino la creación de un solo convento francisco: de mujeres concretamente. En Almonacid, y con fecha concreta en los inicios de la centuria. Las concepcionistas que se trasladaron desde Escariche, suscribieron un convenio con el Concejo, por el que se estipulaba que éste les cedía convento, huertas y bienes mientras estuvieran asentadas en el pueblo. Hace muy escasas fechas, esta comunidad se ha marchado de la villa alcarreña, dejando vacías su casa evocadora y recia.

Durante el siglo XIX, solamente tres fundaciones nuevas vinieron a completar la ya larga lista de casas franciscanas en la tierra alcarreña. En Pastrana, el año 1855, con ayuda de la parroquia y el Ayuntamiento, llegaron hasta el abandonado convento de San Pedro, que había sido casa madre de la reforma carmelitana, los franciscanos misioneros que aquí asentaron, con su seminario para la provincia de San Sebastián de Filipinas, sus museos carmelitanos y de objetos asiáticos, y su renovado espíritu que ha permanecido hasta hoy mismo. En la ciudad de Guadalajara, dos comunidades: la de concepcionistas de Nuestra Señora del Olvido, de la Orden de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, comandadas por sor María Rafaela de los Dolores y Patrocinio, más conocida como la monja de las llagas», y en el mismo edificio, que es el que dejaron los carmelitas de la Epifanía en el recoleto marco que hoy conocemos por «la Plazuela del Carmen», en su iglesia y enorme convento anejo, la comunidad de frailes que bajo la advocación de «Nuestra Señora del Olvido, Triunfo y Misericordias» es la única presencia viva, militante y actual que a la ciudad le queda de aquel medieval empuje que San Francisco de Asís dio al Occidente en el siglo XIII. Ellos son, prueba de vitalidad y dinamismo, quienes han organizado en nuestra ciudad unas recientes Jornadas culturales en rememoración de San Francisco de Asís, a cuya obra en Guadalajara hemos querido rendir este recuerdo y homenaje.