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abril, 1982:

Simbología medieval en Labros

 

Como si de un capítulo para el hipotético libro de «La iconografía románica en la provincia de Guadalajara» se tratase, hemos pensado esta jornada hacer los preparativos para admirar, estudiar y analizar con el mayor rigor posible un mínimo y a la vez interesante monumento de la arquitectura medieval de nuestra provincia: concretamente la iglesia parroquial del lugar molinés de Labros, y aún más especialmente su portada de capiteles y ornamentación. Para ello hemos viajado por la carretera nacional hasta Alcolea del Pinar, allí hemos seguido por Maranchón en dirección a Molina, y al llegar a la villa de Anquela del Ducado hemos penetrado en la sexma del Campo, arribando a Labros, hoy casi en despoblación total.

Labros es villa, antigua y legendaria, en el Señorío de Molina. Asienta sobre un empinado recuesto, protegida del viento norte, oteando un amplio terreno suavemente ondulado donde se cultiva cereal. A su espalda y costados se alza un denso bosque de sabinas. Lugar de paso, desde hace muchos siglos, entre Castilla la Nueva y Aragón.

El historiador del siglo XVII, don Diego Sánchez Portocarrero, en su inédita «Historia del Señorío de Molina» habla con amplitud de Labros, incluyendo en su texto todo lo que la tradición de la zona guardaba, sin someterlo a revisión crítica alguna. Y dice que es seguro que allí asentó la famosa ciudad romana Lacóbriga, y que en aquella fue donde mucho tiempo predicó al Apóstol Santiago, rematando su crónica con la descripción de la dura batalla que allí mantuvo El Cid Ruy Díaz de Vivar para la conquista del lugar. Lo primero lo justifica a base de complicada e inconsistente exhibición etimológica. Lo de la predicación de Santiago, por la gran cantidad de veneras que se encuentran en el termino, y que en realidad se trata de diversos tipos de conchas fósiles. Lo del Cid parece que pudo ser cierto su paso por aquella zona en su destierro de Burgos a Valencia, pues en todos los pueblos del entorno se conservan topónimos relativos al Cid, e incluso en Hinojosa, un alto cerro que llaman «Cabezo del Cid» muestra restos de fortificación, de castro celtibérico, que hizo volar la imagen de Sánchez Portocarrero.

Lo que sí parece cierto es que en su iglesia parroquial, con la advocación de Santiago apóstol, hubo durante los siglos medievales, hasta el XVI, un altar mayor en el que presidía una buena talla policromada del Apóstol, rodeada de varias tablas con escenas de su vida y predicación en España. El dato de estar en camino principal entre Aragón y Castilla, existir una tradición legendaria del paso de Santiago, y tener su iglesia a él dedicada, con altar y estatua del mismo, puede hacernos pensar que Labros tuviera cierta relación, aunque remota y muy tangencial, con las peregrinaciones jacobeas de la Edad Media: un punto de atracción para esos peregrinos que seguían, por el interior de la Península, otros caminos diferentes de los habituales. Así es posible que, buscando la llegada de peregrinos y ecos del Camino santiaguista, recibiera su influjo y algún artista foráneo se entretuviera en tallar la portada de su parroquia.

De ella quedan solamente los muros y la torre. En este siglo, y por la despoblación paulatina del lugar, se abandonó el templo y se hundió la techumbre, siendo vendidas a un anticuario sus obras de arte muebles. Hoy se puede contemplar, sobre el muro meridional, la magnífica portada románica, obra sin duda de mediado el siglo XII, así como la gran torre de la planta cuadrada, sobria en su decoración, de la segunda mitad del XVI. Durante varias centurias, un tejadillo protegió a la portada de las inclemencias del tiempo, pero en época reciente se hundió, sin ser repuesto.

La portada de la parroquia de Labros es un ejemplar sencillo y magnífico, muy bien conservado, de arquitectura románica. Se alberga en un cuerpo saliente, todo él de bien tallado sillar. Su bocina se constituye por tres arquivoltas concéntricas, en degradación, siendo la central moldurada con poco saliente baquetón, y las extremas de arista viva. Una cenefa exterior resalta sobre la arquivolta externa, presentando decoración ajedrezada al centro y de roleos magníficos en los lados. La arquivolta interna descansa en sendas jambas lisas, mientras que en las más externas lo hacen sobre sendas columnas rematadas en capiteles historiados. Estas columnas son cortas, pues sus bases molduradas con suaves curvas apoyan en un pedestal que forma el muro. Los fustes son exentos. Entre capiteles y arquivoltas corre una imposta finamente decorada con roleos románicos. Los capiteles de esta portada son muy interesantes y plenos de simbología medieval. Ahora los describo, de izquierda a derecha del espectador:

1-El capitel primero muestra una figura humana, de ruda silueta, de rasgos masculinos, vestida con túnica larga y sencillos pliegues. Cabalga sobre el lomo de un animal, a cuyo cuello se agarra con las manos. Este animal es de difícil identificación, pero semeja un león muy esquemático. En la otra cara del capitel, frente al jinete, aparece un ave con cabeza humana, una arpía de simple trazo, que parece sonreír.

2-Capitel de fina ornamentación geométrica. Es el típico motivo del entrelazo, o encestado, a base en este caso de triple hilo. Es heredero claro este capitel de los magníficos ejemplares que de lo mismo existen en Silos, más extensos, con mayor finura tratados, pero con hilo simple o doble, no triple como en Labros, donde el artista, minucioso en su trabajo, se entretuvo en su tarea con mimo. En la provincia de Guadalajara aún vemos, en diversos lugares, capiteles de este mismo aspecto: en la capilla del castillo de Zorita de los Canes, a donde llegó desde la cercana ciudad visigótica de Recópolis. En el ábside de Campisábalos, en la portada de Hijes. Es motivo muy utilizado en el románico español, que lo hereda de los trabajos previos de iluminación de letras capitales en códices más antiguos, y a éstos llega desde el oriental, bizantino. Este entrelazo o encestado, pudiera incluso estar relacionado con un posible simbolismo de «ofrenda» contenida en cestos. Todo ello recibi­do de diferentes y antiguas civilizaciones, elaborado y perdido sentido concreto. En todo caso, este capitel entrelazado de Labros es una bella pieza románica en esta tradición.

3-Capitel en el que aparecen, ocupando sus dos caras, sendas representaciones de arpías o sirenas‑pájaro, de rostros humanos sonrientes. Están tratadas con simplicidad, pero con acabado gusto. Cuerpos llenos, alas pegadas con marcada talla de plumas, y cabezas rudas. De difícil identificación estas arpías, y conocido simbolismo en el bestiario románico, en el que se les concede el valor de seres que atraen con su canto y su simpatía al viajero o navegante, para perderle y matarle. Puede tenerse como representación diabólica frente a la que es necesario precaverse.

4-El último capitel que al espectador se ofrece, lo conforma una gran figura central, semejando un anciano de alto gorro y poblada barba, revestido de ropajes ampulosos. A este ser le acosan otros dos elementos zoomórficos, parecidos a monos o perros, que se le suben a la espalda, como tratando de herirle, morderle o inferirle alguna injuria. Al ser imposible la identificación iconográfica de la escena no podemos tampoco discernir el sentido iconológico de la misma. Aunque pudiera tratarse de un modo muy general, de un ser benéfico atacado por otros dos maléficos. La eterna lucha del Bien contra el Mal, en sus mil formas, viene a ser de este modo expuesta en este otro capitel.

No se puede hablar, en esta portada de Labros, de un programa completo, de una ilación de sus cuatro capiteles. Los motivos que en ella aparecen son claramente herederos de Silos y otros edificios norteños. Su aparición, simple testimonio del gusto de una época y un artista por colocarlos, como en la gran abadía benedictina, unos junto a otros, en sumación de efectos estéticos. Su carga simbólica hablaría muy claro, cada uno por si, haciendo de esta portada, en un muy secundario ramal de las rutas jacobeas, resumen breve de otras grandes portadas.

Se constituye la iglesia de Labros, sin embargo, como un buen ejemplar, hasta ahora inédito, del románico molinés.

Bibliografía previa: Herrera Casado A.: Labros: un románico inédito, en «Nueva Alcarria» de 7 de julio de 1973.

Pastrana iba para ciudad

 

Uno de los restos que en nuestra edad (pleno cuarto final del siglo XX) de liberalismo y democracia, todavía perviven del Antiguo Régimen, es la diferenciación de los núcleos urbanos por títulos y calidades. Se trata de una rémora medieval, de cuando la sociedad toda estaba dividida en clases, y la separación de las gentes y las cosas por estamentos estratificados colocaba a cada uno en su lugar (siempre, o casi siempre, por razón de nacimiento) del que ya no podía salir, hiciera lo que hiciese. Si la Revolución Francesa y el movimiento liberal burgués consecuente establecieron la desaparición total de las clases sociales, no ocurrió lo mismo con la división y títulos de las agrupaciones humanas: y así permaneció, y todavía permanecen, una diferenciación de los núcleos de población españoles según su título: Hay ciudades, villas, aldeas y lugares. Otras clasificaciones, ya derivadas de antigua costumbre local, se añaden a esto en la cornisa cantábrica de Es­paña. Pero también allí a los núcleos de agrupación humana le queda esa rémora clasista por la que cada uno sabe muy bien a qué atenerse en cuanto al título e historia de su pueblo.

Y así ocurren cosas curiosas, como por ejemplo que la más grande de las localidades españolas, concretamente Madrid, su capital, tiene el título de Villa, mientras que por ejemplo Alcalá de Henares lo tiene de ciudad. Eran títulos que fueron naciendo en la Edad Media, con los que los monarcas castellanos recompensaban a los núcleos que surgidos de la primitiva repoblación, no pasaban de ser lugares, y finalmente ascendían al rango de villa o aún de ciudad, por sus merecimientos o sus aportaciones económicas importantes.

En nuestra provincia hay solamente tres núcleos con el título de ciudad: Sigüenza, desde la Edad Media; Guadalajara, desde que en el siglo XV el rey Enrique IV la entregara tal denominación; y Molina de Aragón, cuando en el siglo XIX, después de la Guerra de la Independencia, obtuvo de Fernando VII tal galardón por su heroico comportamiento frente a los franceses.

Hoy quisiera recordar un dato curioso de la historia de la villa de Pastrana: es la anécdota de cuando en el siglo XVII estuvo a punto de conseguir también e] título de ciudad. Fue concretamente en 1635, cuando su señor natural, el duque de Pastrana don Rodrigo de Silva, intentó sacar dinero al vecindario pastranero con el ofrecimiento de gestionar, y conseguir, en la Corte el título ciudadano para el enclave alcarreño.

Dice del cuarto duque de Pastrana la historiadora mendocina Sor Cristina de Arteaga y Falguera: «Genio vivo el de don Rodrigo de Silva, buen tipo, elegancia en el vestir, suerte en los pleitos y en otras lides». De su viveza veremos ahora algunos datos complementarios. De su fortuna, sólo mencionar el hecho que nos refiere el puntual cronista Barrionuevo, que en 1655 le daba al duque como poseedor de una renta anual de 60.000 ducados (unos 60 millones de pesetas de las actuales, al año) para gastos y mantenimiento de su persona, familia y casas, y ello sin tener que trabajar…

En 1635, don Rodrigo escribió una carta al concejo de Pastrana pidiéndole dinero. Así de sencillo. Lo que ocurrió fue que se lo presentó como ofrecimiento de un gran favor. En el pleno del ayuntamiento de 15 de febrero de dicho año, fue leída la carta enviada por el señor duque, en la que sin precisar cantidad concreta, pedía que el pueblo le enviara una cantidad en metálico para «pedir (al Rey) que se haga ciudad esa villa», pensando respecto de los vecinos «que todos lo llevarán muy bien por ser interesados con este luzimiento». Ni decía cuánto costaría comprar ese titulo, ni precisaba lo que el pueblo debía mandarle. Pero él se ofrecía «gentilmente» a pagar el resto que faltara de su propio bolsillo.

Tan malos estaban los tiempos (en esto de las economías municipales siempre fueron malos cualesquiera tiempos) que el concejo pastranero rechazó de plano la proposición del duque. Primero se le argumentó «que no hallan que por hazerse ciudad se le sigan utilidad ni probecho, ni que tenga Pribilegios considerables», e incluso argumentan luego que más bien lo que pudiere ocurrir con ese título es que le asignaran mayores impuestos, y a eso ya no podían llegar, «porque los propios de este concejo son muy cortos y están empeñados y aún no alcanzan a pagar a su Excelencia «el duque) el situado que tiene sobre ellos de mesa maestral y clavería». En definitiva, que con el rigor lógico y el miramiento certero y responsable en los intereses del pueblo y sus vecinos, los ediles de Pastrana le dijeron «no» a su señor duque, rechazando la propuesta que les hacía de conferir a la villa el honroso título de ciudad. El prurito de los honores no alcanzaba a ponerse por delante de la realidad de los dineros. No eran tontos, no, los pastraneros, del Siglo de Oro. No se dejaban deslumbrar por brillos falsos.

La verdad es que aún con el título sencillo de villa, Pastrana tiene hoy, en su densa historia y en su rico y hermoso patrimonio, razones más que sobradas para obtener la admiración de cuantos la conocemos. Y precisamente aquel rasgo, aquella breve y simplísima diatriba con su duque, rechazando un título honorífico por defender la economía del pueblo, la hace todavía más simpática y admirada a nuestros ojos. Dos simples frases, la aduladora del duque Rodrigo, y la sensata y realista del concejo, centran esta pequeña anécdota que pienso ha de resultar curiosa y evocadora a los pastraneros de hoy.

Meditaciones en Santamera

 

No hace mucho tiempo, viajé hasta un ínfimo lugar de nuestra Serranía, en la comarca seguntina, escondido de miradas y pisadas, ajeno al tiempo y sus oscilaciones, encajonado en las estrechuras rocosas que forma el río Salado antes de bañar los pueblos de El Atance y Huérmeces. Es uno de esos muchos lugares que, no por repetida la frase tiene menor validez, de los que abunda la provincia de Guadalajara: espléndidos de paisaje, de arquitectura popular, de virginidad en sus múltiples aspectos de vida rural, desconocido de la mayoría simplemente por estar algo apartado de las normales vías de comunicación.

Allí en Santamera, y tras recorrer sus calles empinadas algunas talladas en la misma roca, ascendí hasta lo más alto del caserío, donde desde hace varios siglos asienta la iglesia parroquial, que tiene una sencilla puerta abierta a mediodía con ornamentación de bolas sobre su única arquivolta. Dentro de ella, fue realmente sorprendente el efecto producido por su grande y magnífico retablo renacentista. Este llena el muro del fondo de presbiterio. Se trata de una obra majestuosa de estilo plateresco, compuesta de un total de 19 pinturas sobre tabla, enmarcadas por ricos frisos, pilastras y todo tipo de ornamentación renacentista en madera tallada y policromada. Los asuntos de sus pinturas, de más que mediana calidad, se refieren a escenas de la Vida y Pasión de Jesucristo; se mantiene plenamente en el estilo de los retablos que, de talla y pintura, salen de los talleres de Sigüenza en torno a la mitad del siglo XVI. Ostenta también una buena talla de Santa María Magdalena, de la misma época, y en la sacristía se guarda el primi­tivo sagrario, con estimables tallas y esculturas, y una magnífica pintura sobre tabla que representa el Calvario, muy bien conservada, procedente del mismo retablo.

En dicha iglesia parroquial de Santamera, todavía se admira un altar dedicado a San Roque, que es obra del siglo XVII con diversas tallas de santos y apóstoles. También guarda una extraordinaria cruz repujada, hecha en 1551, obra de los talleres de orfebrería de Sigüenza en esa época, y, aunque no lleva punzón notable, se puede asegurar que es de la mano y arte del platero Martín de Covarrubias. 

Contemplando estas maravillas desconocidas de casi todo el mundo, nunca fotografiadas con minuciosidad y orden, no referidas ni detalladas en catálogo alguno, se me ocurría pensar que si, por un desgraciado impulso, alguien se llevara en robo, que por otra parte no es difícil de realizar ni impensable, estas obras de arte, ya no habría constancia alguna para poder en un futuro reclamar esas tablas, esas tallas y esas piezas de orfebrería, porque no existe un anclaje documental, fotográfico o descriptivo, que las asegure.

Y el hecho no es mera fantasía. Cerca de allí en un pueblecito llamado Cercadillo, en los últimos años se han sucedido con rara periodicidad, y en varias ocasiones, robos nocterniegos que han mermado gravemente su patrimonio artístico. Hace muchos años visité la iglesia parroquial de Cercadillo, asombrándome de la cantidad y calidad de sus obras de arte. Parecía imposible que en un pueblecillo tan apartado existieran tales retablos, obras renacentistas y barrocas admirables; tales tallas románicas de la Virgen; buenas pinturas sueltas. E, incluso, después me enteré que también existían obras de orfebrería, entre ellas una gran cruz procesional de plata, quizás de la misma época renacentista que la de Santamera. Y digo que me enteré después porque, durante mi visita, el párroco me aseguró que no existían obras de orfebrería de ninguna clase. Sin embargo, cuando unos años después la prensa difundió la noticia de uno de los robos cometidos en esta parroquia, se relacionó que entre las obras perdidas (además de una imagen románica, grande, de la Virgen, y varias tablas de pintura renacentista) se habían llevado la gran cruz procesional del pueblo.

¿Cómo poder encontrar ahora esas obras? No existían fotos de las mismas; no había descripciones de ellas. No existe, en definitiva, catálogo de ninguna clase de todas las obras de arte que, en la parroquia de Cercadillo, en la de Santamera, en la de Atienza en la de Pastrana, en la de Alustante, ni en ninguna de los varios centenares de parroquias de nuestra diócesis y provincia.

Este hecho es lamentable. El patrimonio artístico de España, y de Guadalajara, más concretamente, está por ahí suelto, sin que en ningún caso conste de una manera organizada y homogénea, su cantidad, su calidad y sus detalles. Al igual que se hizo hace tres años por parte del Ministerio de Cultura que realizó el Inventario total de los bienes arquitectónicos de interés histórico-­artístico, que en la provincia de Guadalajara realicé personalmente, y que dio como resultado un acopio de 2.000 fichas relativas a todo lo que de interés arquitectónico, por uno u otro motivo, existen en Guadalajara, salvándolo así en cierto modo para el futuro, se debería realizar ahora con los bienes muebles: con todas las obras de arte que andan por ahí sueltas y que, en caso de desaparición, ya nadie podrá intentar siquiera recuperarlas, porque ni están fotografiadas ni catalogadas convenientemente

Quisiera ser este comentario una nueva llamada de atención a este grave problema, que afecta a la razón y a la raíz más íntima y palpitante de nuestro pueblo: el legado de arte e historia que España ha recibido de anteriores generaciones. Las autoridades competentes, que tienen a su cargo el cuidado de este inmenso patrimonio, deberían concienciarse de que esta tarea de catalogación es inaplazable, urgente, fundamental.

Y podríamos seguir, machacando -porque en muchas otras ocasiones ya lo he tratado en estas páginas- y machacando, en el tema de los archivos. De la necesidad de cuidarlos, de organizarlos, de salvarlos para el futuro. En la provincia de Guadalajara existen algunos archivos valiosísimos y muy bien montados, muy  útiles: el Histórico Provincial, en el Palacio del Infantado de Guadalajara, es pieza clave para el estudio de la historia de nuestra tierra. En Sigüenza, los archivos de la catedral y de la Diócesis están también cuidados y no corren peligro. Aún pueden mencionarse alguno archivos de Ayuntamientos (como los de Almonacid, Pastrana, Atienza, Cifuentes, Molina de Aragón, Almoguera, Tamajón y el mismo de la capital de Guadalajara) que está muy completos y muy bien cuidados, útiles para investigar en ellos y, sobre todo, seguros frente al futuro. Pero hay otros, la mayoría, que no pueden exhibir el mismo título. En los rincones más oscuros y sucios de los cuartos traseros. Allí donde caen las goteras de una sacristía (y, según me decía una vez un responsable de una parroquia precisamente allí, donde caía el agua de la lluvia, para ver si de una vez acababa la humedad con aquel montón de papelejos), o allí donde incluso los chicos entran para jugar o hacer travesuras. No sólo la incuria ha acabado y está acabando con archivos parroquiales y municipales, sino otro tipo de acciones que caigan incluso en el capitulo de lo delictivo. Pero esto es delicado de tratar y sólo lo mencionamos.

Es realmente lamentable, pero en el último cuarto del siglo XX -lo que en otros países a los que intentamos parecernos y copiar en otras cosas ya no ocurre desde hace centurias-, aquí sigue pasando. Tratamos de ponernos al día de la Europa occidental en armamento, en pornografía, y en el precio de la gasolina; y, mientras tanto, estamos al nivel que ellos tenían en la Edad Media en lo que se refiere al cuidado y salvamento de los archivos, de los libros y papeles que dicen nuestra historia. ¿Es que queremos olvidarla? Se impone, seamos sinceros, una normativa urgente y tajante que evite más deterioros, más pérdidas, más calamidades a los archivos, por mínimos que sean, de nuestra tierra.

Seguir como hasta ahora es actitud suicida, alienante, pura locura.

La Pasión según Vandoma

 

En estos días que anuncian y preludian la anual conmemoración por los cristianos de la Pasión y Muerte de Cristo, no está de más hacer recordación y glosa de uno de los monumentos -mejor dicho, de uno de los fragmentos de un monumento- que más densamente proclaman el significado eterno de este hecho, llenando la piedra y modelando el aire con las imágenes poetizadas, pero duras y valientes, de la Pasión cristiana. Se trata del púlpito o predicatorio que adorna el lado del Evangelio del crucero de la catedral de Sigüenza, obra de Martín de Vandoma, en el siglo XVI.

El Cabildo catedralicio, al ver que solamente contaba con un predicatorio (el que a fines del siglo V regala el obispo y cardenal González de Mendoza), decidió construir otro para ser utilizado en las grandes ceremonias religiosas en las que se necesitaban lugares para dos locutores. Y se lo encarga a uno de los más grandes artistas que han pasado por Sigüenza, y, por supuesto, uno de los más relevantes del Renacimiento español (aunque todavía menos conocido de lo le debiera), Martín de Vandoma. Este había sido, desde algún tiempo antes, y tras realizar en la ciudad del alto Henares todo su período formativo, director de las obras de la sacristía y luego de toda la catedral. Entre 1572 y 1573 taIló este púlpito, personalmente, pues además de arquitecto y diseñador era un experto tallista y escultor.

Este púlpito podemos describirlo, en forma breve, como obra plenamente renacentista, sostenido por cilíndrica columna de fuste estriado rematada en capitel jónico‑corintio, sobre el que aparece moldura con cabecillas de ángeles, y encima todavía un cuerpo de sostén en el que se ven los escudos del Cabildo y cuatro cuerpos de niños tenantes. El predicatorio propiamente dicho se forma de ocho panales, en cinco de los cuales se ven magníficamente talladas escenas de la Pasión de Cristo, separadas entre sí por atlantes. Quizás sean éstos representación de la gentilidad que, como siempre que se les utiliza en arte, sirven para sostener, para soportar pesos, labores ingratas, en la exposición de las verdades y prodigios de la religión cristiana.

Aun siendo un puro goce estético, en estos días de la ya cercana Semana Santa, el viajero en Sigüenza puede pararse unos instantes ante este púlpito alabastrino y rememorar la Pasión en sus magníficas tallas, perfectas de composición y modelado. En esos grupos de figuras y escenas evocadoras puede uno darse cuenta en donde se halla la perfección del arte, la lucha difícil con la materia, el poder de las manos contra el duro elemento rocoso, sacando proporciones y sentimientos. Empezará por el panel de la izquierda.

Primeramente se ve «El prendimiento de Jesucristo en el Huerto de los Olivos», y allí se ven dos escenas que se sucedieron en el transcurso de la Pasión. El artista las pone en el mismo punto artístico, aunque realmente se suceden en el tiempo: son el beso de Judas y el milagro de Jesús restituyendo al soldado Marco la oreja que le había cortado San Pedro. Con sólo cuatro figuras se describen estas dos escenas, preámbulo de la Pasión. Aunque en el fondo, y entre florestas, aparecen cabezas y medios cuerpos de apóstoles y soldados.

Le sigue la escena de Jesús ante el Tribunal de Caifás. El Sumo Sacerdote de los judíos se encuentra sentado en una gran silla oriental, presidida por la imagen de la hidra, quizás emblemática en este caso de la malignidad de corazón. Delante se halla, en actitud humilde y postrada, Jesucristo, que es sometido a un juicio humano. Arquitecturas pletóricas de grandeza y proporción se apuntan en los lados de la escena, por la que aparecen algunos rostros de espectadores asombrados. Con sólo dos figuras el artista ha conseguido dar un aire de grandiosidad y tensión a este fragmento de su obra.

En tercer lugar vemos la escena de Jesús cuando es conducido al Tribunal de Pilatos. Sin embargo, vuelve a desdoblar, en un solo panel, dos momentos de la Pasión. El primero de ellos es la comitiva en que Jesús es conducido ante el romano. Pasa el cortejo ante la arquitectura señera del templo, mientras a Cristo, ya desvestido de su túnica, dos sayones le alzan sus látigos. Posteriormente, Cristo es puesto ante la figura lujosamente ataviada de Pilatos, que llena al mismo tiempo que con otros detalles arquitectónicos y decorativos el panel todo.

Sigue una cuarta escena con la representación de Jesús siendo insultado por los soldados, que se burlan de él postrándose. Mientras el Redentor se sienta en un escalón, algunos soldados y judíos le maltratan, empujándole y alzando sus látigos contra Él. Uno de ellos, incluso, lleva la burla más allá y se postra ante el Cristo en tono de fingida humildad. Vandoma consigue en esta escena que cada rostro exprese con fidelidad un estado de ánimo, una intencionalidad concreta, incluso. Es por ello que quizás pueda considerarse el mejor conjunto de los cinco paneles.

Termina el relato de este inicio de la Pasión con el quinto y último panel en el que se ve a Jesús expuesto por Pilatos a la puerta del Pretorio. Es una escena en la que sólo existen, y fragmentarias, tres figuras: desde lo alto de una fingida arquitectura palaciega, Jesús y Pilatos se muestran de frente al pueblo. En éste, un sacerdote judío alza y aprieta su voz contra Cristo, pidiendo su crucifixión, dominando con su estampa violenta el resto de la multitud, apuntada como cabezas y cuerpos.

Sería aún curioso y digno de estudio el por qué en este predi­catorio solamente se puso el inicio de la Pasión al querer simbo­lizar toda ella. Porque igualmente se podría haber usado para llenar estos paneles escenas de Jesús con la Cruz a cuestas, o incluso, las escenas finales del Calvario. Ellas hubieran conseguido, incluso, un mayor sentimiento en el pueblo que las contemplaba. Pero quizás sea ésa idea medieval, la de conseguir una emoción religiosa a costa de la tremebundez de las escenas, la que Vandoma, por indicación del Cabildo seguntino, quiere evitar. En un momento de Renacimiento y humanismo plenos, es precisamente ese fragmento de la Pasión en el que Jesús es sometido a juicio, y donde se esgrime una dialéctica más fina, menos dramática, el que se quiere hacer notar. Da pie, incluso, para que la predicación pueda ser más profunda, más útil en la búsqueda de la verdad.

El hecho cierto es que el viajero que se ponga ante el púlpito del Evangelio en la catedral seguntina dejará volar su imaginación y su sentimiento con las alas fáciles que un artista genial, Martín de Vandoma, le confiere a golpe de buril y gubia: en un alabastro alcarreño de bellos tonos la Pasión de Cristo quedó en el siglo XVI magistralmente tallada para la eternidad.