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febrero, 1982:

A orillas del Tajuña: Luzaga, Cortes y Abánades

 

El viaje a pie, que hizo clásico Josep Pla, puede en la provincia de Guadalajara deparará sorpresas e inolvidables andanzas a quien lo practique. Desde escalar montañas a aburrirse por interminables llanos, nuestra tierra ofrece un manojo muy amplio de posibilidades que conviene tener en cuenta a la hora de decidirse a emprender un periplo más o menos interesante. Yo recomendaría uno que, con buena dosis de espíritu y aguante realizamos hace poco, y que supone un conocimiento de paisajes típicamente nuestros, majestuosos en su sencillez, inolvidables de verdad.

La carretera que surge en Alcolea del Pinar, lleva a través de un denso pinar hasta Luzaga, donde iniciamos el viaje. Abrigado entre las suaves vertientes de un vallejo que se forma con el paso del Tajuña, asienta el caserío de Luzaga en el borde meridional del extensísimo pinar que cubre gran parte de la sierra del Ducado. Sus alrededores, por donde discurre el río entre angostos roquedales; los pinares densos y solitarios, las parameras frescas, constituyen encantadores motivos para realizar excursiones. Para los pescadores, además, es un ritual amenísimo el recorrer las orillas del Tajuña en busca de las abundantes piezas que crían en sus frescas aguas.

Sus alrededores estuvieron habitados en remotas épocas. Los lusones, uno de los pueblos que conformaban la raza celtibérica, asentaron en esta zona, y de ellos quizás derive el propio nombre del pueblo. Existió durante la Edad Media una torre

vigía en el término, y posteriormente a la reconquista quedó enclavado, en calidad de aldea, en la alfoz o Común de Tierras de Medinaceli, pasando en el siglo XV al señorío de los La Cerda, y con ellos estuvo hasta el siglo XIX incluida en el Ducado de Medinaceli.

En Luzaga se han encontrado importantísimos restos arqueológicos. Hace ya muchos años, el marqués de Cerralbo encontró una grande y rica necrópolis celtibérica, de los siglos III y II a de J.C., en la que llegaron a excavarse más de 2.000 tumbas, obteniendo muchos objetos cerámicos y de hierro. Recientemente, el pasado año, se halló también, en la misma plaza del pueblo, restos de importantes edificios públicos de época algo posterior, romana concretamente, que vienen a demostrar la gran importancia que en la antigüedad tuvo Luzaga.

En el pueblo se debe visitar la iglesia parroquial, dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. Es de estilo románico rural, construida en el siglo XII, con gran espadaña triangular a los pies y bella portada abocinada con arquivoltas semicirculares, columnillas y capiteles de temas vegetales sobre el muro de mediodía. En su interior, bastardeado, destaca una pila románica muy incesante, y una custodia del siglo XVIII donada por el doctor don Juan Manuel Ortega y Oter. El ábside del templo es semicircular y presenta ventanilla central muy estrecha, con canecillos bajo el alero y múltiples marcas de cantería el sillar del muro.

También en la plaza mayor, en su extremo occidental, existe ya muy destrozada y alterada una antigua casa‑fuerte con restos de torreón, portón de ingreso adovelado y dos escudos nobiliarios. Y por el resto del poblado deben admirarse buenos ejemplares de arquitectura popular de sillarejo intensamente rojizo,  esgrafiados geométricos y populares y tallas con nombres y fechas en los dinteles.

Seguimos hacia abajo las aguas del Tajuña, y en sus orillas, amables y cubiertas de arboledas, asienta el mínimo caserío de Cortés, todavía mal comunicado por caminos deficientes con el resto de la comarca. La pequeña vega en la que asienta le abriga de los cierzos y presenta bellos paisajes y entornos tranquilos.

Este pequeño pueblo estuvo incluido, desde la Baja Edad Media, en la tierra de Medinaceli, pasando al Señorío de la familia La Cerda, duques de dicho título.

Su pequeña iglesia parroquial es un interesante ejemplo de arquitectura románica rural, destacando en ella la portada de  acceso, hoy cobijada por atrio cubierto, y consistente en gran arco semicircular, con diversas arquivoltas baquetonadas que apoyan en sendas columnas rematadas en sus correspondientes capitales de decoración vegetal; también es de interés su ábside, semicircular, con modillones sujetando el alero, y ventanilla aspillerada central. Algunas casonas de popular y recia construcción completan el conjunto urbano, de interesante situación y aspecto. En su término, poco antes de llegar al pueblo bajando por la orilla del río desde Luzaga, señoreando un alto roquedal se ven los restos de un castillote o torreón vigía, obra medieval sin duda.

El camino junto a las aguas del Tajuña continúa, y una vez abierto ya en ancha vega, tras recibir el arroyo Estepar por su costado izquierdo, surge el pintoresco caserío de Abánades, vigilante del antiguo puente.

Perteneció tras la reconquista este poblado al amplísimo alfoz de Medinaceli, en cuya jurisdicción y normas forales estuvo incluido, siendo una aldea más de las que formaban su Común de Villa y Tierra. Siglos adelante, como todo el Común, quedó bajo el señorío de la familia de La Cerda, condes -y luego duques- de Medinaceli.

Destaca en lo más alto del caserío de Abánades la iglesia parroquial, que aunque demuestra ser un edificio macizo y sin gracia del siglo XVI, presenta sobre su muro meridional un magnífico atrio o galería porticada de estilo románico, que vemos junto a estas líneas en fotografías. Consta un arco central hecho en un resalte del muro, con piedra sillar, y otro ingreso en el extremo oriental del pórtico, al que se accede por unas escalerillas, a cada lado del ingreso, y sobre alto antepecho o basamento, se presentan dos series de tres arcos semicirculares apoyando en columnas pareadas rematadas en buenos capiteles de fina decoración vegetal y de entrelazos; en el extremo occidental de la galería que se cierne sobre violento terraplén aparece una pequeña y aspillerada ventana con derrame interior, y exterior, decorada con molduras y columnillas, todo del mismo estilo, lo que le confiere a este atrio una gran belleza, e importancia en el contexto del arte románico rural de la provincia de Guadalajara.

Desde Abánades, nuestro viaje paisajístico‑arqueológico se termina en su faceta pedestre y puede reanudar su marcha por carretera de vuelta a Guadalajara, pues por una bien asfaltada local llegaremos enseguida a Torremocha del Campo, a través de Laranueva, Renales, Torresaviñán, Fuensaviñán, etc. y regresar a la capital por la Nacional de Barcelona a Madrid.

Guadalajara: Cuna del Renacimiento

 

Es la del título una frase que se viene repitiendo desde hace años con asiduidad y énfasis, y no le falta en absoluto razón, pues podemos considerar a Guadalajara, la ciudad y su tierra, su entorno más mediato, como la auténtica cuna del Renacimiento español, al menos desde el punto de vista artístico, formal, visual y palpable. Quizás sea este uno de los aspectos más relevantes de la historia de nuestra comarca, que la ha conferido un carácter subsiguiente muy definido, pues sin duda puede considerarse a la Alcarria como el primer contacto de este compartimento de la civilización occidental en a Península Ibérica.

De una manera casi telegráfica pero clara y que procure la llamada de atención hacia este tema de importancia en nuestro pasado, expondré la forma y los modos de entrada del Renacimiento en tres núcleos humanos y urbanos de la tierra alcarreña: Guadalajara, Sigüenza y Pastrana.

Guadalajara

Es don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, quien ya en la primera mitad del siglo XV siente una atracción por todo lo que viene de Italia, adquiriendo modos en sus métricas poéticas, y traduciendo al castellano muchos clásicos. Ese afán humanista lo trasladó a sus hijos y nietos, De los primeros, sería el gran Cardenal don Pedro González de Mendoza quien heredaría con

preferencia el amor a las letras, y a las artes, y de los nietos había de destacarse su homónimo don Iñigo López de Mendoza, «el gran Tendilla» segundo conde de ese título, quien como embajador de los Reyes Católicos en Roma trajo a su regreso perfectamente asimilados los modismos del pleno Renacimiento italiano. Y todo ello antes que en ninguna otra parte de España.

Es así lógico que los más antiguos edificios renacentistas de la Península Ibérica se encuentren en la actual provincia de Guadalajara, área de mayor influencia de los Mendozas: en la capital, en Sigüenza, en Cogolludo, en Tendilla, en Mondéjar, Pastrana, etc., se ven todavía palacios y templos, monasterios y fachadas que denotan la magnificencia de esta familia.

En la ciudad, hay diversos edificios que prueban esta temporada aceptación del Renacimiento: además del palacio del Infantado, se encuentran el palacio de don Antonio de Mendoza, con su aneja iglesia de de la Piedad el palacio de los Dávalos; el atrio porticado de la iglesia de do Santa Maria; los soportales de la plaza mayor, la iglesia de los Remedios, etc. En todos estos monumentos hay un sello conjunto que caracteriza al estilo y le confiere el bien en ganado apelativo de «renacimiento alcarreño»: son sus capiteles, que adornando fachadas y rematando columnas, muestran su especifico diseño: un collarín de hojas de laurel, verticales, de las que sale el tambor alto, liso o estriado. Son también muy  típicas las grandes zapatas de madera.

Sigüenza

También puede considerarse a Sigüenza como una de las cunas hispánicas del Renacimiento artístico.

Los obispos seguntinos de los siglos XV y XVI, apoyaron en gran manera la introducción del nuevo estilo renacentista, edificando todas sus fundaciones religiosas en dicho modismo. Fue el más singular de ellos don Fadrique de Portugal, así como don, Pedro González de Mendoza, ya mencionado. El renacimiento seguntino, centrado especialmente en el interior de la catedral, tiene unas características muy especiales, pues en sus monumentos principales surgen los detalles puramente italianos, con otros directamente heredados de la tradición medieval hispana. Así serán especialmente el altar de Santa Librada, el enterramiento de don Fadrique, el altar de la Virgen de la Leche, y muy en especial la Sacristía de las Cabezas, donde este Renacimiento artístico seguntino centra todos sus primores y sus galas.

Pastrana

Y es finalmente la villa alcarreña de Pastrana la que nos da, con su renovada presencia de nobleza antigua, la imagen viva de un Renacimiento inicial y magnífico. La presencia de personajes ligados en gran manera a la monarquía y a la familia Mendoza, como fueron los primeros duques de Pastrana (Ruy Gómez de Silva y Ana de la Cerda y Mendoza), suponen la aparición en esta villa alcarreña de algunos detalles artísticos plenamente renacentistas. Se centra este estilo en el gran palacio ducal de la «plaza de la Hora», que hoy sabemos fue trazado y dirigido por Alonso de Covarrubias. Los detalles de su estructura, fachada y salones interiores, se corresponden fielmente con el renacimiento arquitectónico primero, que tanta y tan buena representación tiene en la provincia.       

Dentro de la comarca pastranera, Mondéjar muestra también sendos ejemplos magníficos de «Renacimiento alcarreño», como son su iglesia parroquial de la Magdalena, casi catedralicia por sus proporciones y detalles, y las ruinas del convento franciscano de San Antonio, cónstrucci6n de fines del siglo XV pero plenamente renaciente, toscano, estando hoy declarado como monumento histórico‑artístico nacional.

Otros varios lugares quizás podrían ponerse también como ejemplos, ya no de tanto relieve como los anteriores, de la entrada en Guadalajara del Renacimiento. Lo significativo es eso: que son muchos, y muy dispersos, los elementos que en nuestra tierra vienen a dar la imagen primera, y plenamente autóctona, del nuevo modismo constructivo del humanismo. De esta premisa pueden partir estudios y apreciaciones en detalle, de los que algunos ya han sido expuestos en ocasiones anteriores aquí mismo

Una leyenda monjil en Valfermoso

 

Uno de los mas hermosos, paradigmáticos valles íntimos de la Alcarria es el del río Badiel, en cuyo fondo asientan diversos pueblos, ruinas y lugares que despiertan el interés del viajero y del curioso. En su parte más estrecha, más verdeante y cordial, hállase el monasterio de monjas benedictinas de San Juan Bautista, junto al pueblo de Valfermoso, que, por ellas, lleva el sobrenombre «de las monjas»

Su fundación es remotísima: concretamente en 1186, tras su repoblación por el reino castellano, asentaron junto al río las monjas francesas que un noble atencino, don Juan Pascasio, hizo venir para encargarse de la nueva sede religiosa. Pronto se acogió a la rectoría espiritual del obispo seguntino, y enseguida llegaron las ayudas económicas, los acrecentamientos de tierras, y una prosperidad que, todo hay que decirlo nunca rayó con la opulencia, pero sí permitió que en los siglos medievales y renacentistas, las señoras monjas», las «sores» que llamaban tuvieran un muy buen pasar por este «valle de lágrimas» y por el Valfermoso umbrío del río Badiel.

Frente a la historia de este cenobio, que ya he hecho detalle en otra parte (1), sale al encuentro del viajero la estampa idílica del edificio monasterial y su entorno. Y en ese riente conjunto de montañas, arboledas, sonoros cursos de agua y sombreados muros de densa palabra secular, surge al fondo un hálito de leyendas, un escondido curso de aconteceres que sólo el curioso, el inquieto que lee entre líneas puede sustraer al silencio de las horas y a la paz de los rezares.

Hace un par de semanas (2), las páginas de este semanario daban cabida a un artículo muy interesante, escrito por un gran conocedor del monaquismo español y de las instituciones monasteriales de nuestro entorno: Servando Escanciano escribía el «Réquiem por una freila», haciendo la «intrahistoria» del cenobio de Valfermoso, durante el siglo XVIII, a costa de una simple monja «lega», digamos que «monja de segunda», dentro de las categorías que por entonces se llevaban. Y esa breve historia sacada de los viejos papeles del claustro, del «Libro de profesiones» de la época, nos esboza unos datos que nos hacen volar a la imaginación, ir más lejos de lo que dice el artículo: una «señorita», muy joven, procedente de Madrid (lejano sitio para lo que era costumbre con padres nobles de los del Don y Doña delante y varios apellidos encadenados, que entra al convento sólo para ser «lega», como si no pudiera alcanzar otras cotas religiosas más altas, y que es protegida, por conocida, del Dr. Malaguilla, clérigo visitador del monasterio, de biografía algo revuelta, y que la propone tiempo después de su ingreso para subir de categoría» y ser nombrada monja de coro. Cosa que no llega a alcanzar, pues las demás monjas, en votación secreta, no llegan a concederle tal cargo.

Estas premisas me hacen ahora volar la imaginación, y proponer: ¿no sería esta hermana lega, esta sor Josefa de la Trinidad que Escanciano historiaba, una descarriada de la vida, para la que sus padres sólo encuentran «jabón de honor» metiéndola en un convento, bien alejado de Madrid, y en cargo que nada, o poco, tenga que ver con la religión, pues la niña no era dispuesta a tratos demasiados místicos? Repito que es todo suposición, vuelo imaginativo ¿No sería Valfermoso, otra vez «refugio de pecadoras»?

Y digo otra vez porque en el siglo XVII ya lo fue. Voy a dar aquí otros datos, más conocidos, pero no menos interesantes y dignos de ser recordados. El monarca hispano más mujeriego, de la línea dinástica de los Habsburgo, fue sin duda Felipe IV, inmortalizado tantas veces por los pinceles de Velázquez, incapaz él mismo de alimentar la inmortalidad de su nombre con acciones más positivas. Tuvo, entre otras muchas amantes, a María Calderón, «la Calderona», famosa actriz teatral de la época, con quien tuvo un hijo, el futuro don Juan de Austria, y una hija. A la Calderona y su hija las recluyó en Valfermoso, hechas monjas «a la fuerza», y como un Honor a la casa alcarreña por admitir a aquellas mujeres tan fuera de su grado, confirió al monasterio el título de Real.

La anécdota tiene un estrambote que raya en la leyenda, pero que creo merece también ser referido aquí. El pintor cortesano, nada menos que Velázquez, pintó en cierta ocasión, complaciendo a su monarca‑patrón, a la bella Calderona. Sería un retrato excelente, cuajado de luz, de aire, de humanidad, de perfección en la línea y las distancias. Al ingresar en Valfermoso, la actriz se llevó el retrato velazqueño, y lo puso en su celda. Era un recuerdo de tiempos mejores, a los que ella no estaba dispuesta a olvidar. Pero pasaron los años, la Calderona ocupó una fosa de la iglesia de Valfermoso, y su retrato fue pasando de celda en celda, transformándose el motivo del óleo en objeto de devoción, pues llegaron a creer las monjas, dos siglos después, que «aquello» era, por supuesto, un santo canonizado y digno de recibir devociones. Como a San Antonio veneraba una monjita benedictina de fines del siglo XIX el retrato de la Calderona. Un día, alguien se dio cuenta de la realidad: aquello era una obra que merecía estar en el Museo del Prado, por lo que significaba y por quien la había pintado. En un momento de turbación, y, en cierto modo, de desconsuelo, la monjita fue a por el cuadro y lo hizo Picadillo. No quedó ni el marco.

En la tranquila, ordenada, incansable y santa actividad del Valfermoso de hoy, donde el espíritu de San Benito continúa cada día imprimiendo su serenidad a las acciones todas de las monjas, no hubiera venido nada mal encontrarse con un Velázquez colgando de los muros conventuales. Les habría sacado, seguro, de más de un apuro. Y el espíritu vigoroso y serio que mueve a sus pobladoras actuales, no hubiera hecho ascos de la retratada actriz. La historia hay que asumirla. Y la leyenda, como en este caso, que no pasa de ser conseja contada al amor de la lumbre invernal, tanto más que ella.

(1) ver mi obra Monasterios y conventos en la provincia de Guadalajara, Guadalajara, páginas 50‑57.

(2) ver NUEVA ALCARRIA de 23 y 30 de enero de 1982: Escanciano Nogueira, S.: Réquiem por una freila.

Llegamos a Valdeavellano

 

Desde Guadalajara, en cualquier tarde de domingo, puede el curioso y amante de las tierras alcarreñas acercarse, por la carretera de Cuenca y a través de la desviación de Lupiana, llegar con facilidad a un típico enclave de nuestra comarca, a la villa de Valdeavellano, que le va a ofrecer algunas singularidades en arte y costumbrismo, destacando entre todas el edificio de su iglesia parroquial, que se conserva casi intacto de reformas y añadidos desde el siglo XII en que fuera construido, en un elegante estilo románico.

Se encontrará el viajero a Valdeavellano en una leve depresión que hace la meseta alcarreña, en un declive de lo que será una barrancada que baja hasta el cercano y profundo valle del río Ungría; su caserío es irregular, con algunos ejemplares de arquitectura autóctona, polarizado entre los dos núcleos de la vida en el poblado: la plaza mayor, donde asienta el ayuntamiento, y la mencionada iglesia parroquial, siempre en esa oscilación de los poderes rurales, lo civil y lo eclesiástico.

La toponimia de Valdeavellano es de fácil comprensión, y desde la reconquista fue aldea perteneciente al Común de Villa y Tierra de Guadalajara, fue entonces cuando se fundó el pueblo (era el siglo XII) y cuando comenzó el régimen de vida que aún permanece: la agricultura de sus amplias extensiones.

En el siglo XVI, a 3 de febrero de 1554, el Emperador Carlos le concedió el título y prerrogativas de Villa con jurisdicción propia. En el siglo XVII figuran como grandes señores y potentados en Valdeavellano los de la familia La Bastida, que poseían en su término enormes viñedos y nutridas ganaderías de reses bravas. Aunque no ejercían señorío judicial, ellos se encargaban del cobro de todos los impuestos de la villa, lo mismo que en siglo XVIII hacía el duque del Parque y marqués de Vallecerrato.

En cuanto el viajero llega a Valdeavellano, lo primero que le aparece al encuentro es su plaza mayor, y en el centro de ella, sobre un gran pedestal pétreo, el rollo o picota, símbolo de villazgo, hermoso ejemplar del siglo XVI, construido por columna de fuste estriado, sin acabar, y remate en desgastado florón, apareciendo sobre el capitel cuatro bellas cabezas de leones.

Caminando por la calle principal se llega hasta la iglesia parroquial, dedicada a Santa María Magdalena. Se trata de una interesante obra den arte románico, construida a fines del siglo XII, y con algunas reformas y añadidos posteriores. De su primitiva estructura conserva los muros de poniente, sur (dentro del atrio y cubierto por la sacristía) y el ábside orientado a levante. Sobre el primero de ellos, se alza una bella espadaña. En el segundo, se abre grandiosa la puerta de acceso, formada por seis arquivoltas de grueso baquetón, uno de ellos trazado en zig‑zag, y el más interior, que sirve de cancel y lleva varios profundos dentellones, muestra una magnífica decoración de entrelazo en ocho inacabable. Apoyan estos arcos en sendos capiteles del mismo estilo y época, en los que se ven motivos vegetales, con complicadas lacerías de gusto oriental. En dos de estos capiteles, el artista se entretuvo en tallar, toscamente, sendas escenas de animales: en uno aparece un perro atado por el cuello, junto a otro perro royendo un hueso, y en el otro se aprecia un viejo pastor con su cayado, y a cada lado dos animales con cuernos que parecen cabras. El exterior del ábside muestra una pequeña ventana en su centro, formada por arco de medio punto resaltado El atrio exterior que precede a la iglesia en su lado sur, es obra posterior, constituida por cuatro arcos ojivales sin adorno ni decoración alguna. La nave interior se cubre de artesonado de madera muy sencillo. Sobre el presbiterio y entrada a la capilla mayor, hay sendos arcos triunfales. semicirculares, apoyados en sencillos capiteles. Al norte se añadió en el siglo XVI, breve nave separada de la primitiva por tres pilares cilíndricos. A los pies del templo hay un coro alto, y bajo él, en la capilla del bautismo, una magnífica pila bautismal románica, contemporánea de la puerta, que tiene en su franja superior tallada admirablemente una cenefa en madeja de ochos inacabable, similar a la del arco interno de la portada. La copa de la pila, que apoya sobre estrecho pie, está simplemente ranurada.

En la capilla de la cabecera de la nave del evangelio, que fundó el eclesiástico don Luís Lozano, se ve la lápida funeraria a él perteneciente. En el suelo de la nave aparece otra lápida, con gran escudo tallado de caballero calatravo, timbrado de yelmo y lambrequines de plumas, en la cual se lee con dificultad: «…iglesia y de sus deudos y señores del Maiorazgo… los Bastidas púsose en el… de Dº de La Bastida, sobrino C de la Orden de Calatrava ‑ Año 1651» perteneciente al enterramiento de un miembro de la poderosa familia La Bastida, a quien perteneció el caserón con patio anterior que todavía existe detrás de la iglesia, y en cuyo arco de entrada se ve el mismo escudo, sostenido por dos niños con inscripción que dice: «..ndo…honre gloria». Este escudo era el mismo que coronaba la puerta y el arranque de la escalera del magnífico palacio de los La Bastida en Guadalajara, que fue derribado no hace muchos años, sin tener la más mínima consideración a su interés arquitectónico, y levantado sobre su solar el actual edificio de la Delegación del Ministerio de Trabajo.

En el camino que baja hacia Atanzón, a escasa distancia del pueblo aparece la gran fuente pública, con muro de sillar sobre el que destaca tallado el escudo del reino, de Castilla y León, obra del siglo XVI en su primera mitad.

Charlando en la plaza con los elementos veteranos de Valdeavellano, éstos nos recuerdan también algunas de las fiestas que todavía tienen cierta raigambre o recuerdo en el pueblo. Ahora en febrero, (ayer concretamente) se celebra a Santa Águeda, y antiguamente al parecer existía la costumbre de recorrer las calles enmascarados sus vecinos, quedando hoy solamente el rito de que los maestros guisen unas patatas a los niños de la escuela. El último domingo de mayo se hacía una romería en honra de la Virgen de la Soledad. El 14 de septiembre se celebra la fiesta del Santo Cristo de la Fe, haciendo bailes, música, gran chocolatada y rondas de mozos. En diciembre se celebra Santa Lucía. Pero de todos modos cualquier época es buena para llegarse hasta Valdeavellano a conocer un típico y simpático pueblecillo alcarreño.,