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enero, 1982:

De la miel (II)

 

En estos días, la Alcarria vuelve recobrar su pulso apícola como en los mejores tiempos. La villa de Pastrana ha albergado en las últimas jornadas de esta semana a la primera Feria Apícola regional y es hoy mismo cuando se clausura con la sonrisa lógica de todo paso bien dado, prometedor y roturador de caninos. La miel como tema, como «leit motiv» quizás demasiado típi­co, pero luego justificado de una comarca, la Alcarria, de recia personalidad y justo prestigio.

El folclores en torno a la miel elaborada por las abejas desde el alto y profundo andamio de las flores alcarreñas, es abundante y, aunque poco a poco en desuso, todavía podemos recordar algunos dichos, refranes y cantares que tienen a este espeso dulce por justificación. Inicia su aparición la miel en el terreno costumbrista por su uso más directo y familiar: por su consumo. Si muchos son los dulces que sirven de apoyo sustancial a la gastronomía típica alcarreña (ahí está el libro, irrepetible de Antonio Aragonés Subero sobre el tema) es lógico que bastantes de ellos basaran su contenido en azúcares generosos chorritos de miel al condimento. El agua miel o hidromiel es uno de esos dulces inigualables, leche vino o pasteles. La miel sobre hojuelas, que ha pasado al repertorio permiólogico como sinónimo de bondad, suerte y felicidad sin límite, es otro plato (yo, que soy goloso, diría platazo) que se puede gozar gracias a la calidad de la miel alcarreña: harina y huevos batidos, aguardiente más sal y agua forman pasta densa que luego con poco aceite se fríe, y sobre la que, ya en frío, se echa miel o azúcar. No se olvida. Y aun en al­gunos pueblos alcarreños, por ejemplo en Peñalver, en Fuentelencina y aun en el mismo Pastrana, para la Nochebuena se hace el mielarro, en el que van juntos el arroz, cáscaras de limón, canela en rama y una pizca de vainilla, añadiendo miel con generosidad, con lo que resulta un postre absolutamente autóctono, típico (y sabroso) como pocos.

El refranero, por otros caminos interpretando el saber popular de nuestra tierra, nos da sentencias como aquella de «Tras la miel, nada sabe bien» que consagra al dulce que manan las abejas como panacea estomatológica sin igual posible. Luego vienen las sentencias empíricas: «Picadura de abeja, al reúma aleja», o aquellas otras que vienen a ser la «formación profesional» andante y transmisible por vía oral, que aconseja fechas: «Quien quiera miel, que cate en San Andrés», o «Quien quiera miel y cera, que cate en las Candelas”.

Pero el folclore alcarreño se concreta luego en canciones y aun fiestas propias en torno a la recolección y cultivo apícola. Cuando a poco de llegar el invierno, se cataban las colmenas, las gentes alcarreñas se cantaban coplas alusivas, y así Aragonés recoge en su obra del folclore provincial una antigua seguidilla que recitaban en Budia a la  que llamaban el Corcho y que servía para acompañar  una especie de baile o ceremonia ancestral, casi mágica y con seguridad propiciatoria, que querría ser prometedora de buena cosecha meliflua:

Yo tengo un corcho

de cera y miel lleno

yo tengo un corcho

de cera y miel lleno

yo tengo un corcho.

Yo tengo un corcho

de catar en temprano

yo tengo un corcho

de catar en temprano

yo tengo un corcho.

Y el mismo corcho

me da miel en tardío

y el mismo corcho

me da miel en tardío

vaya un tesoro.

Otra coplilla aporta Eulalia Castellote en su trabajo sobre «Etnología de la miel en la provincia de Guadalajara», que se contaba en algunas zonas alcarreñas cuando se hacían los trasiegos de abejas de un lugar a otro, y al formar enjambres nuevos. En ella se apunta, como, como bien refiere la citada autora, la simbiosis entre lo sagrado y lo agrícola, como rémora de épocas ancestrales en que toda labor relacionada con la tierra, con la naturaleza y sus productos está directamente ligada (religada) a la divinidad.

Entrad, abejitas, entrad

a labrar la miel y cera;

el panal es el Señor

y la Virgen la colmena.

Qué bien parece la sierra

y el berecito negral;

mejor parece la cera

puestecita en el altar

Ahora que ha terminado, y con un merecido éxito, la primera Feria Apícola Regional celebrada en Pastrana, quizás vuelva a reavivarse el folclore de la miel, al unísono de una necesaria recuperación de la industria apícola por los pagos de la alcarria. La tradición es siempre emblema de lo seguro, de lo probado, yo diría que de lo auténticamente firme. ¿Por qué no intentar afirmarse en lo tradicional y reavivar la apicultura en Guadalajara? Para eso se ha hecho esta reunión, y esperamos todos que su fruto, además de dulce, sea positivo y cierto.

De la miel (I)

Se va a celebrar en días próximos una Feria, la primera, que lleva por denominación y bandera la miel y la región castellano­manchega. Una reunión de gentes dedicadas al cultivo de esos bichitos zumbones, ciegos de interés en su trabajo, rectos de espíritu aunque redondeados de formas, y al estudio de las posibles soluciones que la crisis de esta industria apícola padece en nuestra provincia fundamentalmente. Se van a hacer con la colaboración de diversos organismos oficiales y Cajas de Ahorro unas jornadas que bajo el título de «Primera Feria Apícola regional de Castilla‑La Mancha, aunarán a los principales responsables del sector y a los industriales que viven, o tratan de vivir, de la miel, en un intento de examinar los problemas que afectan al sector y de darle nueva vida y pujanza, pisando fuerte por el mundo con la miel más exquisita que-tradicionalmente-se produjo en España. Recuperar una bandera que se ha perdido. Al mismo tiempo, diversos especialistas en la materia, fundamentalmente veterinarios y técnicos apícolas, darán algunas conferencias que centren la problemática y le orienten al apicultor en las posibles salidas a su crisis. Todo ello será en la villa alcarreña de Pastrana, entre los días 27 al 30 de enero, en la próxima semana. La llamada de atención, a esta Feria regional, en la que uno de nuestros más clásicos y representativos productos es protagonista, no ha podido ser más floja. Frente al reconocimiento de los positivo de la idea, de lo adecuado del momento y de la oportunidad bien medida de poner en marcha de este modo uno de nuestros posibles motores de desarrollo, hay que criticar negativamente, y alguien sabe que con verdadero dolor nuestro, el cartel que se ha usado para hacer de reclamo a esta Feria. Muy malo: de colegio. Así no se atrae a la gente ni se llama la atención hacia un tema. Otra vez será en fin. Como siempre, se aludió al poco tiempo disponible. Y eso del poco tiempo para hacer las cosas es un tema que va a haber que irse replanteando, porque algún día habrá que ponerse a programar cosas a medio plazo, y no a un mes vista. En fin, la improvisación acechando por todas partes.

Pero a lo positivo: que preocupa ver como uno de los sonoros reclamos de nuestra tierra alcarreña, la miel incomparable producida por las abejas con el polen variadísimo y rico de tantas flores como en estos valles y umbrías, en estos páramos y recuestos crecen, va perdiendo la función de dar que vivir a bastante gente de nuestro medio rural, y, lo que es peor: la fama internacional que tenía se va esfumando en beneficio de otras mieles que, para más INRI, usan como reclamo para su venta el nombre de nuestra tierra. Todavía quedan voceros que la proclaman por las calles, por las encrucijadas, por los pisos: ¡Miel de la Alcarria! Pero ¿de dónde habrá salido el espeso alimento? Los de Peñalver surcaron el mundo entero, y por supuesto los caminos de España, llevando mieles y arropes de casa en casa, de plaza en plaza, dando vida a una figura que hoy ya sólo vemos en los retratos costumbristas y en acuarelas retrospectivas. Pero ellos solitos hicieron por la miel de la Alcarria más que todos los responsables de la Administración que por nuestra tierra ha habido desde que se inventó esto de la Administración.

Renovar la industria apícola, darle nueva vida y empuje es una forma de potenciar nuestra provincia, de crear nuevas perspectivas de progreso a sus gentes. Con un apoyo, aunque sea mínimo, de las autoridades provinciales y regionales, y por supuesto, con un sano espíritu empresarial de puesta en marcha de unos mecanismos productores llevados con moderno empuje, la industria apícola puede renacer y evitar, en algún modo, el desgaste humano y social de nuestra tierra. Es algo así como plantar unos cuantos pinos en la ladera de la montaña que la erosión continua quiere pelar y desertizar. Aquí en Guadalajara hay todavía muchos pinos por poner: unos, de verdad por los montes y riscos que sé desguazan hacia el mar sin provecho para nadie, y otros en forma de industrias, explotaciones agrícolas y ganaderas, recursos mineros e inventos varios que detengan ya, como sea, la hemorragia humana de esta tierra querida. Aquí, seamos honrados en reconocerlo unos y otros, no hay más que un problema: la despoblación, la desertización de Guadalajara. Todo lo que no sea frenarla, retener gente dándola trabajo es pura música celestial. Cualquier resultado que por parte de la Administración, del poder en uno u otro sentido, se nos ofrezca como exitoso, mientras vaya respaldado con una cifra decreciente de población provincial, es canto de sirenas.

No quiero decir que esta primera Feria Apícola Regional, que la próxima semana se va a celebrar en Pastrana, sea la panacea de nuestros males. Es, quizás, un síntoma, un latido nuevo que hace nuestro depauperado organismo en signo de vitalidad. Hay que apoyarlo, aplaudirlo, pero hay que exigir que de frutos verdaderos, que no se quede en nuevo fuego de artificio, de discurso, comida con brindis y caras sonrientes: esto tiene que cuajar en medidas tan concretas, tan exactas, tan firmes, que dentro de unos mese empiece a verse el resultado. Quizás sea ese tema clave de la reunión, el de conseguir una denominación de origen para la «Miel de la Alcarria», el que primero debería ponerse sobre el tapete y lanzarse a solucionarlo antes que nada. No tiene por qué ser de largo trámite; si se necesitan estudios háganse. A partir del próximo mes. Si se necesitan estadísticas tómense: en alguna parte estarán ya hechas. Si se necesita incrementar la producción, manos a la obra. Pero con visión realista, con ganas de salir de pozo, vamos.

Pastrana, la villa enriscada serena, tamizada de luz polvorienta y de olor a piedra húmeda. Pastrana ducal y monjil, sede caballeresca, ámbito donde la mística y el teatro tuvieron su pisada firme. Pastrana cabeza de una baja Alcarria ensimismada en valles suaves y arboledas íntimas va a tener, en su historia, un nuevo motivo para enorgullecerse y poner de gala una página: esta primera Feria Regional, de la que tanto esperamos los alcarreños, será arropada entre sus pétreas alas como si de una abeja grande, dulce y antigua se tratara.

Castros y torreones por Luzón

 

La serranía del Ducado, en los límites nortes de nuestra provincia es rica en recursos paisajísticos y en curiosos residuos del pasado, lo que siempre justifica hacer un viaje o mínimo periplo por sus caminos. Perteneciente al secular territorio dependiente de la villa de Medinaceli, que en árabe viene a significar nada menos que «ciudad celeste», en las reformas territoriales del siglo pasado quedó en la provincia de Guadalajara una buena porción de ese territorio. De sus infinitos recovecos, escogemos hoy un o que nos va a deparar un manojo de satisfacciones: un pueblo encantador y pleno de vigor; unos paisajes increíbles y aún sin mancha; unas huellas palpitantes de la historia: vamos a Luzón.

Se esconde el pueblecillo en el estrecho valle que forma el río Tajuña, aun recién nacido. Sobre una rocosa lastra se amontonan el caserío, la iglesia, la fundación Bolaños la alta ermita de la Virgen y él pálpito todo, conjunto y fiel, de la villa. No entramos en descripciones de detalle, aunque el edificio parroquial y el conjunto de la fundación bien lo merecen, porque nuestro objetivo está más allá. Quede bien sentado el interés del templo renacentista, sus hermosas pinturas y retablos barrocos, y aun la medida y elegante arquitectura eclesticísta y neogótica de la capilla Bolaños.

En cuanto al origen del pueblo, sí que merece consignarse algún detalle que puede ser esclarecedor. En esta zona de altas parameras inhóspitas y reducidos y abrigados valles, tuvo lugar el asentamiento de un contingente numeroso de gentes celtíberas allá por el siglo séptimo antes de Jesucristo, aproximadamente. Las razones concretas de por qué fueron elegidos tan altos territorios, y tan fríos no está del todo aclarado, aunque es muy posible que el hecho fuera debido a su abundancia en pastos y favorables condiciones para la ganadería.

Entre el conjunto celtíbero hubo otras subdivisiones en pueblos, y uno de estos fue el de los lusones, que formado por varias tribus, asentó en los límites nortes de la actual provincia de Guadalajara. De ese pueblo derivan los nombres de algunas villas actuales, como Luzaga y Luzón.

Con el paso de los siglos, y siempre poblado el entorno por grupos ganaderos, a partir de la reconquista del territorio adquirió nueva importancia quedando como uno de los puntales norteños del naciente señorío de Molina, creado por la familia de los Lara en el siglo XII. Luego pasó, como ya hemos dicho, al territorio o Común de Medinaceli, quedando en su territorio señorial o ducado durante varios siglos.

Pero de los inicios de su historia han quedado algunos vestigios que bien merecen una excursión detenida sin prisa, con el ojo y el corazón abiertos a la sorpresa. Nada mejor que hacer el camino a pie, por la vereda que desde la fuente del pueblo se echa abajo del río, por su orilla derecha, dejando a un lado la ermita de San Roque y el molino con cuyo propietario, el secretario Samuel Rubio, que es hombre de campos y sierras, y por ello cargado de profundas sapiencias y generosas humanidades, hacemos el viaje de pie en una memorable tarde otoñal, cuando el sol en caída va tiñendo el valle con la luz dulce e íntima de un habitáculo doméstico.

Después de media hora de camino, se llega a una encrucijada del valle, en la que el Tajuña recibe una rambla por cada lado. Le llaman «Torre de Moros» al lugar, y en efecto, sobre una escarpada roca, parece columpiarse un torreón antiquísimo, señero, aprendiz de castillo, y evocador de batallares. En punto dominante se alza una torre de planta cuadrada, con fuerte sillar calizo y de arenisca rojiza en las esquinas construida. La puerta la tiene orientada al sur, a la altura del primer piso, y se remataba con arco apuntado, hoy ya caído. Encima tenía otro piso, cubierto de terraza almenada. Algunas ventanas aspilleradas y oblicuas permanecen. Todo ello nos da idea inmediata del carácter vigía y defensivo de este torreón, que no fue construido por los moros, como dice la tradición, sino por los cristianos repobladores de territorio, en el ya remoto siglo XII, cuando aquel punto se constituyó en uno de los accesos, en una de las «puertas naturales del Señorío de Molina.

Al otro lado del río una suave loma se yergue también vigilante de la encrucijada de los arroyos. Con la sabia dirección de nuestro cicerone montano, llegamos arriba del cerro y descubrimos una de las más antiguas, curiosas y sorprendentes construcciones de la provincia toda: se trata de un castro celtíbero, con más de 25 siglos de antigüedad. Formando un recinto que se nos antoja de forma cuadrilátera, y de reducida amplitud, que no supera en mucho la hectárea, percibimos el antiguo habitáculo fortificado de los remotos lusones. En su costado oriental, se ve perfectamente el muro de enormes sillares, de los que en algunos puntos y esquinazos quedan hasta 10 ó 12 hiladas unas sobre otras. El derrumbe progresivo de murallón ha hecho que se forme una especie de altozano estrecho y alargado en todo el límite de castro, sobre el que a lo largo de los siglos ha ido creciendo una densa maraña de robledal En el recinto interno vemos alguna rueda de molino celtíbero, y no enteramos que de ese tipo de resto arqueológico ya se han re cogido en años anteriores otras piezas. Luego hacemos la bajada hasta el valle por un cómodo sendero que, incluso tallado en la roca por algunos trechos, nos lleva en zig‑zag hasta la orilla izquierda del Tajuña, en un punto donde existió, hasta hace no muchos años, un molino de agua. Parece ser que algunos aficionados locales encontraron tiempo atrás alguna piedra con inscripciones y algunas armas antiguas (espadas, escudos, etc.) en la parte declive del fortín, cerca de arroyo que le rodea por poniente, quizás en el lugar donde estuvo la necrópolis. El hecho cierto es que en el término de Luzón, en un entorno perfecto de estrecho y cómodo valle, se encuentra una más de las pequeñas aldea o castros del pueblo lusón, que forman el conjunto más denso de la Celtiberia, y que, pensamos deberá ser estudiado en un futuro con todo el rigor y la claridad científica que el tema merece.

Vencido el día, con el sano cansancio de la caminata por el monte, volvemos al pueblo, atravesando el robledal denso, oloroso y a veces cargado de sombras inquietantes que cae por la orilla izquierda del valle alto del Tajuña. Una excursión que puede repetir quien guste de leer, en pocas líneas y muchos colores la densa y vibrante historia de nuestra tierra.

Una pequeña historia de la Hoya del Infantado

 

Asienta la villa de Valdeolivas en la comarca de la Alcarria, amplio territorio de características geográficas muy concretas, situado en la histórica región de Castilla, y hoy partida en tres provincias distintas (Guadalajara, Cuenca y Madrid) separando administrativamente un terreno de latido único.

Dentro de la comarca de la Alcarria, existe una zona más breve pero también de características muy propias, como es la Hoya del Infantado, que comprende varios pueblos entorno al río Guadiela, y que poseen un paisaje, una economía y una historia propias y comunes. Sus pueblos son Alcocer, Salmerón, Salmeroncillos, Millana, Valdeolivas y algunos otros.

La población de este entorno es antiquísima, pues ya en épocas prehistóricas fue poblado de gentes íberas, que han dejado restos arqueológicos consistentes en cerámicas, ajuares guerreros y de adornos femeninos, e incluso algunas monedas ibéricas y romanas, que hacen datar el yacimiento de «los Cabezos», en término de Alcocer, hacia el siglo II antes de Cristo; también en término de Cañaveruelas se han visto restos semejantes.

Perteneció luego este territorio a romanos, visigodos y árabes. En la orilla izquierda del Guadiela, sobre abrupto territorio, asentó en lo antiguo la ciudad de Santaver, hoy ya sólo un despoblado en el que se vislumbran leves restos de antiguas construcciones, pero que estuvo habitado hasta la Edad Media. En este enclave de Santaver, magnífico por el paisaje y por las posibilidades que encierra para el estudio de la arqueología, se encuentran restos de construcciones romanas y visigodas; algunos autores sitúan aquí la que fue gran ciudad erigida por Leovigildo en honor de Recaredo: Recópolis. Será necesario estudiarlo bien desde el punto de vista arqueológico. En este lugar estuvo luego un importante enclave árabe, con fuerte castillo y ciudad amurallada, en el que se refugió Shaqya‑ben‑abd­al‑Wahid, líder religioso bereber, y otros líderes contrarios a los califas cordobeses. La Orden de Calatrava lo poseyó en la Edad Media, y posteriormente perdió su valor estratégico, quedando el entorno de Santaver sumido en el abandono, y, lo que es hoy peor, en el desconocimiento.

La reconquista de esta zona se llevó a cabo en los últimos años del siglo XI, llegando en cuña hasta estos lugares, y hechos fuertes previamente en Zorita y Almoguera, las huestes cristianas del capitán Alvar Fáñez. Quedó el territorio en principio bajo el control del Común de Villa y Tierra de Zorita, pasando luego a la demarcación de Huete, en la que se mantuvo, a efectos de jurisdicción y aprovechamientos comunales de pastos, bastantes años.

Alfonso VII, en 1154, donó estos lugares del señorío a los obispos de Sigüenza. Al ser conquistada Cuenca en 1177 por Alfonso VIII, este rey incluyó el valle del Guadiela en la diócesis conquense recién creada, volviendo a quedar sus pueblos en señorío real. Y es en 1252 cuando Alfonso X el Sabio crea un gran señorío en las tierras de la Alcarria para dárselo a doña Mayor Guillén de Guzmán, madre de su hija Beatriz, reina de Portugal. Recibió esta señora los lugares de Alcocer, Salmerón, Millana, Valdeolivas y otros varios que conformaban concreta comarca en el valle del río Guadiela, siendo desde entonces denominada Hoya del Infantado. También recibió esta señora Cifuentes, Palazuelos y otros lugares de la actual provincia de Guadalajara. Alfonso X confirmó a estos lugares en el uso de su antiguo Fuero, común al de Huete. El señorío quedó en doña Beatriz, pasando luego a su hija doña Blanca, quien acabó vendiéndoselo al infante don Juan Manuel.

De éste pasó más tarde al infante don Pedro, marqués de Villena, quien se lo vendió a don Micer Gómez de Albornoz, en la segunda mitad del siglo XIV. A éste le siguió en el señorío don Juan de Albornoz, y luego su hija doña María de Albornoz, casada con el misterioso personaje don Enrique de Villena, «el Nigromántico», dueño y señor en el castillo de Cifuentes, donde se dedicó a escribir extrañas obras de astrología. Doña María de Albornoz, sin descendencia del humanista, se lo donó a su primo el Condestable don Álvaro de Luna, mediado el siglo XV. Al valido de Juan II vino a heredarle su hijo don Juan, pero sus posesiones fueron tomadas por el rey Enrique IV, quien en 1471 entregaba los pueblos de la Hoya del Infantado, a don Diego Hurtado de Mendoza, a quien en 1475 los Reyes Católicos hacían duque de dicho título, el primero de una larga y honrosa serie de personajes. En los estados del ducado del Infantado quedó esta zona hasta el siglo XIX.

La protección que durante tantos siglos dispensaron a estos lugares sus señores feudales, se refleja hoy en los monumentos diversos que conforman un patrimonio artístico de gran interés. La iglesia parroquial de Valdeolivas es obra primorosa del protogótico, y también el templo cristiano de Alcocer destaca como uno de los más importantes de toda la Alcarria. Es incluso mencionable la iglesia de Millana, en la provincia de Guadalajara, que posee una gran portada de estilo románico con capiteles y decoración sumamente curiosa. Todo ello establece esa unión de historia y de carácter que a pueblos y tierras hoy partidos en dos diversas provincias, siempre los siglos unieron y dieron latido propio bajo la denominación de la «Hoya del Infantado».

El campamento romano de Anguita

El campamento romano de Anguita

 La provincia de Guadalajara tiene múltiples recursos, de tipo turístico general (y particularmente paisajísticos, monumentales y folclóricos) que la hacen ideal emplazamiento para el viaje, la excursión, la aventura incluso. Uno de esos recursos que se abren ante la mirada y la interrogación del curioso que quiere conocer nuestra tierra a fondo es la Arqueología. El acúmulo de datos, de ruinas, de objetos hallados en forma de vasijas cerámicas, cuchillos de hierro o monedas, forman hoy ya una verdadera «enciclopedia» de razones arqueológicas con la que se puede apuntar firme hipótesis en torno a la vida y población de la tierra de Guadalajara durante diversos siglos antes de nuestra Era. Otro día haremos recuento de castros y necrópolis, especialmente de aquellos que sobre el cogollo de las serranías del Ducado, marcan el hábi­tat de los celtíberos y explican con elocuencia sus formas de vida, sus lujos y sus miserias.

Lanzados al campo no hace mucho un grupo de amigos, arribamos en un claro día del otoño al pequeño pueblo de Aguilar de Anguita, donde el espíritu celtíbero parece aún latir retratado en cada piedra y en cada perfil suave de la sierra del Ducado. Buscábamos, campo a través, uno de los más curiosos restos arqueológicos de nuestra provincia: el llamado «Campamento romano de la Cerca», en los límites de Anguita y Aguilar, a 1.200 metros de altitud, dominando el «valle romano» y el Tajuña, cuando aún son suaves hondonadas abrigadas de álamos y matizadas de robles sus orillas.

No es difícil llegar a tan apasionante enclave de la antigüedad. Para cuantos viajeros quieran contemplar este monumento, que recomiendo como aleccionador de nuestra historia más primitiva. Por la carretera asfaltada que va desde Aguilar de Anguita a Anguita, a medio camino se ve salir a la derecha un carril de tierra que lleva hasta la misma base del suave cerro en que asienta el monumento. También puede irse por detrás, siguiendo el camino que arranca de la ermita que hay a la entrada de Anguita. En cualquier caso, es fácil acceder a «la Cerca», pues es terreno el más eminente de los contornos y sus amon­tonamientos de Piedras de muralla se ven a larga distancia.

Una vez junto al campamento, el visitante ha de entretenerse en reconocer todo su trayecto, siguiendo la muralla en toda su extensión se encuentra enclavada y puesta de relieve a partir de excavaciones que en ella hizo el marqués de Cerralbo en el año 1913. El conjunto de la muralla, que en sus puntos mejor conservados presenta hasta tres o cuatro hiladas de sillares unas sobre otras, cierra un espacio amplísimo, de 12 hectáreas, en el que no se ven sino escasos enebros, y alguna mata de juníperas, resistentes al frío y a la sequía. Siguiendo, como nosotros hicimos, todo el contorno de la gran muralla, se encuentran cuatro puertas de acceso, por las partes más cómodas y accesibles, esto es,  por la ladera oeste y norte, mostrando dichos accesos la curiosa estructura militar de portón en zig-zag que evitaba el asalto frontal y en masa. A trechos, en la parte interior de la muralla, se ven torreones de refuerzo, rectangulares, con el inicio de escaleras para subir a su altura y acceder así a lo que sería una larga barbacana almenada. Sólo en la punta oriental del campamento se ve más alta la muralla, con diversas alturas de hiladas de sillar.

La historia y el significado de este enclave son también dignos de recordarse y ser comentados. Pienso que, de todos modos, lo que merece un viaje y una visita es contemplar el monumento, gozar del paisaje en torno, y evocar las edades remotas en que tal conjunto fue construido y utilizado. Hicieron falta muchos meses y muchos brazos para levantar una muralla que en total mide varios kilómetros, con todos sus detalles de portones, torres, escaleras y demás elementos que le hicieran útil para la defensa. Pero si el lector se anima a repetir el paseo que aquí se ofrece, conviene que lleve en la cabeza, simplemente, algunos datos y consideraciones.

«La Cerca» fue descubierta, en el verano de 1912, por el arqueólogo español Aguilera y Gamboa, marqués de Cerralbo, emparentado en Sigüenza, y gran investigador de la cultura celtíbera por las altas tierras de Soria, Zaragoza y Guadalajara. Realmente, no fue un hallazgo casual, pues los pastores y aldeanos del contorno, de siempre habían admirado aquella portentosa «cerca» o murallón, de 12 Has, de extensión y varios kilómetros de largo, que no acababan de comprender su significado. El marqués excavó durante tres veranos el contorno de la muralla, poniendo de relieve la fuerza del muro (casi 2 metros de ancho en todo su trayecto), su trazado irregular, en cierto modo pentagonal, adaptado al relieve del terreno, con cuatro puertas de entrada. Todo lo hizo ayudado de obreros que él personalmente pagó. En su «diario» de excavaciones, que quedó manuscrito, dejó sólo constancia de su hallazgo, excavación, y del encuentro en el interior del recinto de «curiosos materiales» de hierro y cerámica que no llegó a describir ni detallar, y que, a pesar de haber dejado en donación al Museo Arqueológico Nacional de Madrid, hoy se consideran perdidos.

La hipótesis sobre el significado de este monumento se centraron desde el primer momento en una dirección: campamento militar romano. Pero Cerralbo en su «Diario» dice que aquello era un fortín o castro ibero-romano. Es más tarde el alemán Schulten el que visita el lugar y confirma que aquello no puede ser más que un campamento de la época de la República romana. Es más, apoyado en los escritos de Tito Livio, dice que sirvió de base de operaciones al ejército de Catón, en los comienzos del siglo II a. de C. para la conquista de Segontia (que está a una jornada de marcha) y para el acoso de la Celtiberia más enriscada (Numantia, Termantia, etc.). No ha vuelto a encontrarse ningún resto arqueológico en su interior que pueda aclarar datación, ocupación y significado real de tan gran obra.

A cualquier viajero que por allí se acerque, le está permitido elaborar toda suerte de teorías. En terreno tan poco abonado ¿no puede crecer cualquier sugerencia? Nuestro grupo se preguntó muchas cosas, y encontró otras, que pueden servir de apoyo a futuras y más razonadas cuestiones: en una comarca que, durante los siglos V a II antes de Cristo, está densamente poblada, con múltiples castros y ciudades celtíberas dominando un valle, breve pero estratégico, que pone en comunicación la cuenca del Tajo (río Tajuña) con la del Ebro (río Jalón), sobre un punto de relieve geológico aparece el resto clarísimo de una muralla enorme, muy fuerte, que costó tiempo y hombres el construirla. Su interior, vacío. Lo lógico es que en ese interior se colocaran tiendas portátiles, se metieran caballos y víveres, y se vigilara el contorno.

Pero, y con esto acabo, con patearse el terreno simplemente durante una mañana, y en plan de absoluto aficionado, pudimos encontrarnos los evidentes restos de un poblado celtíbero en la vertiente poniente del interior de «la Cerca», con muros de casas, alineaciones de calles, etc. En esa zona, y en la superficie del suelo, aparecen con profusión cerámicas que revelan ser del período celta (siglos V al II a. de C.), así como hojas de cuchillo de hierro y alguna que otra herradura. Cerca, se ve el gran agujero de una «nevera» o «pozo de las nieves» para almacenar alimento fresco. Evidentemente, la «Cerca» de Anguita fue algo más que un campamento militar romano. Ahí está, desde hace más de dos mil años, y a la espera de que la ciencia arqueológica se ponga de una vez a estudiar, en serio, su mensaje y su significado.

De momento, puede ser el justificante para una excursión en la que, además de evocar el pasado de nuestra tierra, se pueden oxigenar bien los pulmones.