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diciembre, 1981:

Santa Teresa, en Guadalajara

 

El próximo año, en que ya estamos casi introducidos, va a traer a España, y a Guadalajara, concretamente, un importante aniversario, que habrá de celebrarse como se merece: es el cuarto centenario de la muerte de Teresa de Cepeda, Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia, y uno de las figuras que, sin discusión, está admitida entre la nómina de mentes lúcidas y geniales que ha dado la Humanidad a lo largo de los últimos siglos. En Alba de Tormes, el 4 de octubre de 1582, se agotaba una de las vidas más fecundas que ha tenido nuestra historia. El ímpetu espiritual, de dotes organizativas, la valentía de miras frente a cualquier contratiempo, la voluntad de trabajo, el estilo literario depurado, y un sinfín de cualidades, todas grandiosas y en grado superlativo, adornaron a esta mujer abulense que ahora nuevamente el mundo entero recuerda, estudia, aclama.

Santa Teresa de Jesús estuvo por estas tierras de Guadalajara. Su caminar constante por los vericuetos, las ciudades y las aldeas de Castilla permitió que en algunas ocasiones su pie incansable asentara sobre los caminos de la Alcarria.

Recordaremos hoy un aspecto de esta su presencia entre nosotros. La fuente documental de donde podemos tomar nuestras notas para narrar, aunque sea someramente, el paso de la santa de Ávila por la Alcarria, es su «Libro de las Fundaciones», continuación del «Libro de la vida». Este último lo terminó en 1565, y el primero comenzó a escribirlo en 1574, redactándolo luego en dos etapas posteriores: 1576 y 1582, el año de su muerte. Ambas obras, redactadas en un estilo directo y vivo, muy característico de la santa, son más bien unos relatos de las aventuras externas de sus períodos fundacionales, aunque según ella refiere «no pongo en estas fundaciones los grandes trabajos de los caminos, con fríos, con soles, con nieves, que venía vez no cesarnos en todo el día de nevar, otras perder el camino».

En el capítulo 17 de este su «Libro de las Fundaciones» refiere Santa Teresa los acontecimientos que rodearon a la fundación de sus dos conventos alcarreños: el de monjas y el de frailes, ambos en Pastrana. Ocurrió todo en el año 1569, y comienza diciendo que, tras la fundación del convento de Toledo, parecía encontrarse ante una temporada de descanso, de retoma de fuerzas, y, sobre todo, de oportunidad de oración y gozo espiritual. Pero en esos días llegó a Toledo un caballero emisario de la casa del príncipe Éboli, don Ruy Gómez de Silva, gran valido de Felipe II, quien recordaba a la santa la promesa que tenía hecha de fundar algún monasterio en Pastrana. Refiriéndose en el texto a doña Ana de la Cerda, princesa de Éboli, dice que «había mucho que estaba tratado entre ella y mí de fundar un monasterio en Pastrana». La monja no se decidía a ir; se encontraba cansada. Pero tras un rato de oración, Dios le aconsejó que emprendiera el camino hacia Pastrana: «Fuéme dicho de parte de Nuestro Señor que no dejase de ir, que a más iba que a aquella fundación».

De camino ya, paró en Madrid en un convento de monjas franciscanas que regía doña Leonor Mascareñas, y allí conoció a dos ermitaños, italianos, llamados Mariano de San Benito y Juan de la Miseria; el primero de ellos hombre erudito «de nación italiano, dotor y de muy gran ingenio y habilidad». El otro muy sencillo y humilde, gran pintor y artista. Ellos andaban en qué orden meterse, pues desde las normas dictadas por el Concilio de Trento ya no se permitía ser ermitaño ni anacoreta «por libre».

La santa convenció a ambos de las ventajas que para sus anhelos espirituales podía suponer el ingreso en la Orden del Carmelo Descalzo, creada por ella, en una rama masculina que estaba intentando formalizar. Ellos quedaron tan entusiasmados que se lanzaron a recoger por curias y despachos los necesarios permisos.

Llegó pronto Teresa de Jesús a Pastrana, y allí fue recibida con grandes honores por los príncipes de Éboli, duques de Pastrana. Dice «hallé allá a la princesa y al príncipe Ruy Gómez, que me hicieron muy buen acogimiento. Diéronnos un aposento apartado, adonde estuvimos más de lo que yo pensé». La acompañaban solamente dos monjas. Fueron más de tres meses los que en Pastrana pasó la santa de Ávila, y dice que «se pasaron hartos trabajos por pedirme algunas cosas la princesa que no convenían a nuestra Religión», por lo que casi dispuso marcharse sin fundar. Pero el príncipe Ruy Gómez, al que Teresa califica de hombre cuerdo y bondadoso, puso gran empeño en que todo se arreglase, y señala que él «tenía más deseo de que se hiciese el monasterio de los frailes que el de las monjas».

Por entonces llegaron a Pastrana Mariano de San Benito y su compañero, siendo también muy bien recibidos por los duques. Y así, ya decididas todas las condiciones de fundación, patronato, emplazamientos, etc., con gran solemnidad, en julio de 1569, realzados por largas y solemnes procesiones a las que concurrieron eclesiásticos, frailes y cortesanos, se inauguraron ambos conventos carmelitas: el de hombres, en la vega (lo que hoy es convento de franciscanos de Pastrana), junto a la ermita de San Pedro y unas cuevas de eremitas en el roquedal que da sobre el Arlés, y el de mujeres, en la población, en la parte baja, junto a la fuente de San Avero.

La fortuna de ambas fundaciones, una vez ida de allí Santa Teresa, fue diversa. El convento de hombres creció y se engrandeció de tal manera que en siglos posteriores llegó a ser sede repetidas veces de los Capítulos Generales del Carmelo Descalzo masculino, cosechando gran número de vocaciones carmelitanas, de misioneros, de sabios, etc. La huella de Santa Teresa fructificó genialmente entre sus muros. El convento de monjas, sin embargo, sólo duró cuatro años. Tras la fundación, unas cuantas monjas se dedicaron con gran cariño a ponerlo en marcha. Pero al morir, en 1573, don Ruy Gómez de Silva, su viuda, la princesa doña Ana dio en meterse monja en su convento pastranero, y allí se armó. Revolucionó a las monjas y sus costumbres, sembró rencillas, y, como dice la santa en su «Libro de las Fundaciones», vínose a desgustar con ella (la priora) y con todas de tal manera… que yo procuré (escribe Santa Teresa) por cuantas vías pude… que quitasen de allí el monasterio, fundándose uno en Segovia». Efectivamente se hizo así: las monjas devolvieron a la princesa (cada día más desequilibrada) lo recibido de ella, y se fueron a la ciudad castellana a recogerse en un nuevo convento, dejando a Pastrana en solitario de esta herencia carmelitana, y «bien lastimados a los del lugar», según confiesa en su obra Santa Teresa.

El cariño hacia esta gran mujer y hacia toda su obra permaneció vivo siempre en Pastrana y en la Alcarria. A lo largo de los siglos continuó su recuerdo, y en la ocasión en que se canonizó a Santa Teresa, el Pueblo de Pastrana se volcó en conmemoraciones y actos solemnes. Al igual que siempre, hoy, la villa alcarreña, y por extensión la tierra toda de Guadalajara, se apresta a conmemorar como merece el cuarto centenario del tránsito de tan excepcional mujer.

El fuero de Hita

 

Es ya ampliamente conocido el tema de la distribución del territorio en la Castilla medieval, durante los siglos siguientes a la Reconquista. En un sistema democrático de gobierno, y en una autonomía de decisiones de los territorios estaba basada la convivencia de nuestros antepasados. Sobre la provincia de Guadalajara actual, conquistada a los moros entre los siglos XI y XII se estableció el sistema repoblacional castellano, y la distribución de las gentes se hizo en Comunes de Villa y Tierra, con una serie de elementos imprescindibles para su consideración como tales, tal como las murallas de la villa cabeza del territorio, el Fuero por el que se gobernaban, el sello comunal tenido por el juez, así como el pendón comunero, etc.

En la actual provincia de Guadalajara estuvieron enclavados varios Comunes de Villa y Tierra, algunos tan destacados y de historia tan profusa como el de Atienza‑ otros, más estrechos de límites, como el de Beleña. El Común de Hita fue uno de estos territorios que desde el momento de la reconquista adquiere vida propia. Ya en tiempos de los árabes, el cerro de Hita (que los romanos habían denominado Peña Amphitrea) fue crucial en la defensa de la línea del río Henares, pues su atalaya velaba el paso fronterizo, junto a los también notables castillos de Guadalajara y Castejón (Jadraque),

La reconquista, efectuada a fines del siglo XI, corrió a cargo de la Corte castellana de Alfonso VI, interviniendo en la toma de Hita el mismísimo Alvar Fáñez de Minaya. Perteneciente en señorío a la corona, ésta se la pasó en donación a la familia de los García de Hita. Luego otra vez quedaría en el señorío real, para ya en el siglo XIV ir a parar a don Iñigo López de Orozco y de ahí a los Mendozas.

Durante los siglos de la Baja Edad Media, el Común de Villa y Tierra de Hita abarcaba bastantes aldeas de la Campiña y la primera Alcarria. La capital, amurallada y con un fuerte castillo en lo alto, estaba progresivamente poblada por gentes de todas las razas y religiones, convirtiéndose en un emporio de riqueza. Barrios moros y aljama judía, gentes mozárabes y muchos hidalgos castellanos pusieron en Hita su residencia. La convivencia fue siempre buena, paradigma de lo que los siglos XIII al XV supusieron de mezcla y enriquecimiento mutuo de culturas en Castilla.

Un elemento que para completar la imagen del Común de Hita faltaba hasta hace poco, era el de tener su Fuero correspondiente, entregado por los monarcas al territorio autónomo para regirse por una justicia propia con arreglo a las costumbres tradicionales de sus gentes, y aludiendo algunos beneficios que procuraban la repoblación rápida de la villa y su Tierra. Algunos historiadores se habían preguntado hacía tiempo por qué Hita no tenía Fuero. Al menos, no se conocía. Yo mismo, hace ya varios años, examinando (deprisa y sin luz y con las dificultades que a estos menesteres de la investigación suelen ponerse siempre) el archivo parroquial de Hita, descubrí un libro (del siglo XVI) que estaba forrado con papel pergamino, magníficamente escrito dicho papel con letra de la Baja Edad Media, en el que dificultosa y fragmentariamente podía leerse algunos retazos, frases y puntos que atestiguaban pertenecer al texto (más amplio, y ya perdido de un Fuero, que presumiblemente sería el de Hita, escrito en el siglo XII ó XIII. Ese era el dato, escueto, que garantizaba haber habido en el Común de Hita un Fuero. Pero nada más.

Cuando hace pocos años, concretamente en 1976, el profesor don Manuel Criado de Val dio a la imprenta su magnífica obra «Historia de Hita y su Arcipreste», incluyó en los apéndices de su interesantísimo libro, un relevante documento encontrado por él en el Archivo Histórico Nacional, sección de Osuna, legajo 1671/4, cuyo texto, breve, no ocupando más de una hoja, se titulaba «Fuero de Hita, por Alfonso X el Sabio, año 1256». Parecía que el tan esperado y misterioso Fuero de la Villa alcarreña iba a salir a la luz, y una parte clave de la historia medieval de nuestra tierra puesta al descubierto. Pero no fue así. El documento encontrado y publicado por Criado de Val venía también a confirmar la existencia de un Fuero en Hita, entregado poco después de su reconquista por algún rey castellano. Pero lo encontrado no era precisamente dicho Fuero, sino un privilegio de Alfonso X por el que ampliaba algunas cláusulas del grande y desconocido documento.

Dejando pues, bien claro, que todavía el Fuero de Hita está por hallar, y recomendando la lectura de la obra del profesor Criado de Val, en la que tantas y tan cabales teorías sobre la villa, la Alcarria y nuestra tierra toda se encuentran, quisiera brevemente glosar los aspectos claves de dicho «Fuero resumido» o privilegio que comentamos. La verdad es que el fuero antiguo de Hita debía estar, ya a mediados del siglo XIII, perdido y sin efecto, y por ello Alfonso X en el preámbulo de su privilegio dice «que la villa de Fita no avíe fueron complido por que se juzgasen assy como devíen y por esta razón viníen muchas dudas y muchas contiendas e muchas enemistades y la justicia no se cumple assy como deviere». Entonces decide dar a Hita «e otorgoles aquí fuero que yo fiz con Consejo de mi Corte, escrito en el libro sellado con mio sello de plomo, que lo hayan en el Concejo de Fita, también de villa como de aldeas, porque se juzguen por él en todas cosas pra syempre jamás».

Los temas que trata este privilegio son los siguientes:

1. Declaración por la que exime de impuestos a los caballeros que vivieran en Hita. Especifica claramente las condiciones que deben reunir estos caballeros: tener casa poblada en la villa, un caballo de valor superior a treinta maravedises, y una serie mínima de armas: lanza escudo, armadura de hierro, espada, loriga y brazuneras. Esta es, como vemos, la definición clara del «caballero villano» que tanto auge social adquiere en Castilla durante la Baja Edad Media. Esta exención de impuestos que para ellos se instituía en algunas villas, haría que quienes tuvieran las condiciones mínimas requeridas fueran a vivir a las villas aforadas, y se les abrían así las posibilidad de entrar en el estamento de la nobleza. Estos privilegios los hace extensivos el Rey a cuantos paniaguados» o servidores tenga el caballero a su servicio: yugueros molineros, hortelanos, pastores, criados, etc., siempre que tuvieran un patrimonio menor de 100 maravedises.

2. Declaración por la que garantiza la posesión, por parte del Concejo de Hita, de montes y dehesas libres y exentas de impuestos. Estos montes y dehesas serían del Concejo o ayuntamiento, y todo lo que produjera o rentase, sería para engrosar el capítulo de «propios» del Concejo. Recomienda el control total de los oficiales «montaneros» y «deheseros» por parte del Concejo de Hita.

3. Finalmente, concede el privilegio de que el año u ocasión en que los hombres y caballeros de Hita tengan que acudir «en hueste» (formando ejército concejil para la campaña primaveral y veraniega de ataque a Al‑Andalus), nadie pague los impuestos que por este concepto normalmente se pagaban: la «fonsadera», típica carga fiscal medieval que pagaban todos los hombres libres de Castilla cuando no había que formar batalla al Islam. El año en que esto era imprescindible, los de Hita no pagarían la «fonsadera»: eso es lo que les ofrece el Rey.

Como se ve, escasos puntos como para denominar a dicho documento «Fuero de Hita». Viene a ser, no cabe duda, una coyuntural ampliación del mismo, que supone una serie de atractivos para atraer nueva masa de población hacia la villa alcarreña, que a partir de entonces, es seguro, creció en número y calidad. Respecto al Fuero de Hita, pieza medieval importante, todavía no ha aparecido, aunque, eso sí, con toda certeza sabemos que existió.

Folclores de Sauca: la cofradía del Santísimo

 

La recuperación de nuestro folclore se puede hacer todavía por muchos caminos. Uno de ellos es el «de campo», buscando el costumbrismo vivo (agonizante en muchos casos) que aún queda por nuestros pueblos. Otro es el de buscar en la documentación antigua, y rescatar de la palabra vieja y borrosa de los archivos el antiguo quehacer festivo de nuestras gentes. Esta ha sido la sistemática seguida en el actual caso. El folclore de Sauca lo traemos hoy, en una parcela pequeña, y desde luego perdida, gracias a la fortuna de haber encontrado entre los viejos papeles de su abandonado archivo parroquial el «Libro antiguo de la Cofradía del Santísimo Sacramento», escrito en el siglo XVI, y de cuya lectura se obtienen curiosos y reveladores datos de una serie de costumbres de este pueblo que hoy están ya completamente desaparecidas.

Saúca es un pequeño pueblo, hoy en el partido de Sigüenza, que se halla junto a la carretera nacional de Madrid‑Barcelona a su paso por nuestra provincia. Ha sufrido también la garra de la emigración, y mantiene en su patrimonio una interesante iglesia parroquial de estilo románico, construida en el siglo XII, que está catalogada como Monumento Nacional. Del referido «Libro antiguo» hemos obtenido una serie de datos, que ahora exponemos en detalle, referentes a los trámites y costumbres de constitución de una antigua Cofradía. De ellos se obtienen las siguientes conclusiones: que en el siglo XVI Saúca era un «lugar» o aldea del Común y jurisdicción de Medinaceli; que en ella habitaban 30 vecinos, y que se celebraban, al menos por lo que se refiere a esta cofradía, las festividades de la Semana Santa con gran devoción. Y también el Corpus Christie, en el cual los vecinos realizaban procesión, danzas y representaciones teatrales, así como ponían altares por el pueblo.

El librillo que relacionamos, ya en muy mal estado de conservación por las humedades a que ha estado sometido, se presentó en Sigüenza, el 5 de diciembre de 1571, por Alonso el Moral, vecino de Saúca, como mayordomo del «Cabildo del Santísimo sacramento» que pocos días antes se había construido en el lugar por «la mayor parte de los vecinos e moradores dél». El titulo verdadero del librillo es este: «Ordenanzas del Cabildo del Santísimo Sacramento e nombre de Jesús del lugar de Saúca, diócesis e arciprestazgo de Sigüenza, jurisdicción de Medinaceli». También en otros párrafos se le denomina «hermandad y cofradía». A fundarlo se juntan el licenciado Lope Sánchez de Ricalde, cura de la iglesia parroquial de Saúca; Pedro de Gonzalo, clérigo capellán perpetuo de dicha iglesia, y 30 vecinos más del lugar.

En dichas ordenanzas se establecen algunas consideraciones generales, como que podían ser miembros tanto hombres como mujeres, aunque éstas no tenían obligaciones ni cargas en la hermandad. Tenían que ser todos, eso si, vecinos del lugar. No había tope establecido de número de cofrades. Las condiciones para entrar en el cabildo serían: cada clérigo al entrar daría 4 reales y una libra de cera; cada lego, 6 reales y 2 libras de cera. Y luego cada año se establecía una cuota de 3 celemines de trigo. Más diversas multas para los casos en que algún cofrade no cumpliera con los ritos establecidos para la cofradía. Si alguno quería salir, tendría que pagar 3 libras de cera, y ya no podía ser admitido de nuevo. Otros aspectos generales, y comunes a muchas cofradías surgidas en nuestros pueblos desde la Edad Media, era la ayuda mutua de sus cofrades. Se establecía rigurosamente el comportamiento diario entre ellos, de tal modo que nunca deberían pelear entre si, ni decirse malas palabras. Cuando alguno estuviera enfermo, todos los demás le velarían y ayudarían, por parejas. Y cuando alguno de los cofrades muriese, irían al entierro los demás, estableciéndose incluso los modos de amortajarle en común, y llevar a hombros su féretro, cavar su fosa, etc. Todo en común.

Los cargos rectores de la Cofradía eran los siguientes: un abad (generalmente el sacerdote o párroco), dos mayordomos, dos diputados, un secretario, un limosnero y un muñidor. Los cargos eran renovables cada año, haciéndose las elecciones el día de la Octava del Corpus, después de la hora de vísperas.

Las fiestas que esta Cofradía del Santísimo de Saúca realizaba eran numerosas y curiosas. Como fuente documental del folclore o ritual religioso de nuestras gentes en pasados siglos a continuación las reseñamos. Estaban señaladas como más importantes, y propias de la Cofradía, las fiestas del Día del Corpus Christie, y el Día del Santísimo Nombre de Jesús.

El día del Corpus se realizarían oficios religiosos y procesión, con danzas y representaciones. Dice así textualmente el libro de las ordenanzas: «Y para que estas procesiones del día del Corpus Xtie y viernes siguiente se haga con aquella docencia autoridad y deboción que requiere para tanta solemnidad hordenamos que algunos días antes nuestro abbad, mayordomos e diputados se junten e traten del conçierto e traza e limpieza y adorno que a de aber ansi en las danzas e representaciones como en la compostura de las calles y altares e manden donde mejor comodidad obiere hacer los altares necesarios». Después, el día de la Octava del Corpus, había visperas solemnes, en la iglesia, seguidas de una procesión por el atrio románico de la iglesia, donde las mujeres de los cofrades habían instalado dos altares, y luego se procedía a la ceremonia de elección y renovación de los cargos rectores de la Cofradía, lo cual tenía lugar en la casa del más antiguo de los mayordomos. Incluso el domingo después de la Octava del Corpus, se tomaban las cuentas a los mayordomos salientes, y se procedía a anotar dichas cuentas en el libro correspondiente.

La otra fiesta señalada del Cabildo era el Día del Santísimo Nombre de Jesús. Para entonces se establece que «se haga una procesión con las ynsignias e banderas de Na. hermanda alrrededor del pueblo si el tiempo lo permitiere, o por allí donde más cómodamente se pueda hacer». Y se establece que en esta procesión irán los hermanos con velas encendidas en las manos.

Otras diversas celebraciones tenía esta cofradía. Así, el Jueves Santo se decía una misa por los cofrades vivos y muertos. Era una forma solemne de demostrar que tanto los que vivían como los que ya se habían ido formaban una sola comunión, un solo cuerpo. La noche del Jueves Santo, después del oficio de tinieblas, estaba establecido «se haga una procesión al Calvario con aquel sentimiento e devoción que conbiene a la que asistan los hermanos con sus velas encendidas». Y para el alba del domingo de Pascua o de Resurrección, también estaba establecida una misa y procesión del modo siguiente: «que la mañana de pasqua de la rresurrection del señor nuestros hermanos se debanten todos a la mysa del alba y procesión que por loable costumbre deste obispado se acostumbra a hacer e asistir con sus belas». También existía un rito mensual, a celebrar los terceros domingos de cada mes, consistente en que, después de la misa dominical, se hacía una procesión por el atrio románico de la iglesia. Lo regulan así las ordenanzas: «ytem que todos los terceros domingos de cada mes se diga misa particular del sanctisimo sacramento con conmemoración del sanctísimo nombre de Jhesus por los hermanos bivos y difuntos e paguen al abbad un Real e después de la mysa mayoe se haga procesión con el santísimo sacramento por la yglesia e portal della pues es de tan buena comodidad de salir por el postigo e bolver por la puerta principal sin salir del claustro e portal a todo lo quel nuestros hermanos asistan con sus belas encendidas e para que sepan los hermanos que es domyngo desta solenidad pueden rrepicar las campanas e tañer la campanylla del Sacramento».

Un detalle curioso, que en algunos pueblos ha quedado como folclore vivo hasta hace pocos años, y que desde luego en Saúca ya no existe, es el del «limosnero» de la hermandad, que debía salir por las calles del lugar: «hordenamos que nuestro limosnero… cada un año todos los domingos ande por todo el pueblo con su ynsinia en la mano e pida para los gastos desta nuestra hermandad».

Han sido estos algunos datos, espigados brevemente, de un antiguo documentos, que han venido a renovar la memoria de antiguas tradiciones de nuestra tierra. Ritos, folclore, formas de convivencia viva entre las gentes que durante siglos poblaron los páramos, las sierras y las alcarrias de Guadalajara. Hoy ya todo tan vacio que ni alientos quedan para recuperar estas maravillosas costumbres comunitarias

La ferias medievales de Brihuega

 

La Edad Media no es, -como se ha querido hacer ver por algunos- una época oscura, vacía de adelantos, tenebrosa en los espíritus, sino que continuamente fue evolucionando y teniendo sus propios «renacimientos», muy claros en los aspectos artístico, filosófico, social, etc. Uno de esos renacimientos, al que los historiadores europeos han dado en llamar «revolución comercial» de la Edad Media, se operó en los siglos XI y XII, desarrollándose posteriormente. Hasta qué punto es clave este hecho y el momento en que ocurre, que según Henri Pirenne, gran estudioso de las ciudades medievales, éstas fueron creación exclusiva de los mercaderes. Las ferias y los mercados, modestos en su principio, hicieron crecer de forma impresionante el intercambio comercial entre todas las gentes y los pueblos de Europa.

Hecho similar se registró en las ciudades hispano‑cristianas, y es a mediados del siglo XII, en el reinado del dinámico Alfonso VII, cuando comienzan a aparecer estos focos comerciales en algunos burgos castellanos. La creación de ferias en el territorio castellano es facultad exclusiva del rey, incluso en los señoríos particulares: de este modo, la monarquía se erige en árbitro comercial del reino, promotora clara de un progreso seguro. Las ferias se convierten, según expresa el profesor García de Valdeavellano, en «el centro de toda la actividad comercial». En ellas se verifica el comercio de artículos del propio país, extendiéndose luego en algunos al comercio de exportación ‑importación de materias primas y productos de lujo extranjeros (tapices, telas, estatuas). En ellas, también, se inicia la actividad dineraria, a partir de la necesidad de cambiar las monedas que los diferentes reinos y estados acuñaban, o de recibir préstamos en cantidades necesarias para realizar operaciones comerciales interesantes. Así, en las ferias se instalaban los «cambistas» colocando una mesa a la que llamaban «tabula» o «banco» donde realizaban las operaciones. De ahí el nombre que enseguida recibieron, heredado hasta hoy, de «bancos» y «banqueros».

La feria medieval más señalada, y aun en fechas posteriores continuó su primacía, fue la de Medina del Campo, que en el siglo XV se colocaba a la altura de las más señaladas de Europa.

En la Transierra de Castilla se inició la creación de ferias a comienzos del siglo XIII. Tras un siglo (el XII) de dedicación exclusiva a la repoblación del territorio, a la erección de caseríos e iglesias, de castillos, caminos y puentes, basando la vida en una explotación agrícola y ganadera exclusivamente, los reyes castellanos comienzan en la decimotercera centuria a promover el comercio al Sur de la Cordillera Central. Será la feria de Brihuega una de las primeras de esta región. La creó en 1215 el rey Enrique I, a instancias del señor de la villa, el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada. Esto suponía transformar la villa, que hasta entonces había sido un reducto militar consistente en su fortaleza, su naciente muralla y poco más, en un centro comercial, en una ciudad mercantil al estilo europeo, aunque siempre con una reducida población. La concesión real (que al parecer se conservaba, el siglo pasado, en la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional de Madrid, de donde ha desaparecido misteriosamente) instituía la Feria de Brihuega en torno a la festividad de San Pedro y San Pablo, a finales de junio. Sin embargo, algunos años después, concretamente en 1252, un privilegio del rey Alfonso X el Sabio, protegiendo más firmemente la feria de Brihuega, menciona la época de celebración de dicha feria, y dice «que será por la fiesta de Todos los Sanctos». Todavía en ese siglo, Sancho IV «el Bravo» sigue ocupándose de la villa alcarreña, y en un documento de 1288 extiende un privilegio por el cual prohíbe que mientras durasen las ferias de Brihuega y Alcalá (villas de los arzobispos toledanos) no se tomasen prendas por los débitos que se tuvieran por impuestos reales o por otra causa. Así no existiría el miedo de que los comerciantes fueran molestados con trabas burocráticas o fiscales al acudir a dichas ferias. En ellas se centraba, es lógico, gran parte del comercio de la comarca alcarreña. Pues Guadalajara no tendría feria propia hasta mediados del siglo XIII. Brihuega fue receptáculo de ganaderos, tejedores, pañeros, espaderos, curtidores y mil oficiales y artesanos más, de todas las razas y religiones: cristianos, judíos y moriscos acudían allí, y muchos de estos últimos lo confirma el Fuero que el arzobispo Ximénez de Rada concedió poco después. La existencia de aljamas judías es constante en las villas y ciudades con feria propia. La tradición hebraica de Brihuega (con sus sinagogas y otros detalles) es conocida de todos.

Los reyes castellanos, en los siglos siguientes, continuaron demostrando su deseo de beneficiar a Brihuega, perfeccionando y aumentando las concesiones y privilegios tendentes a garantizar la afluencia numerosa de comerciantes a la feria. Y así el rey Fernando IV, en 1305, extendió un documento por el que prohibía tajantemente que se celebraran ningunas otras ferias en Castilla al tiempo que lo hacían las de Brihuega y Alcalá, y que cualquiera que enseñara documento autorizativo de tal cosa, que lo daba por nulo. También este rey extendió a poco otro documento en el que proponía severos castigos para aquellos caballeros e hijosdalgo que en la Feria de Brihuega organizaran escándalos, robaran o mataran. Normas parecidas, para imponer el orden ferial, que muy a menudo se veía comprometido, se expresan también en el Fuero briocense. Y en él se da la definición de lo que es «quebrantamiento de Feria»: cuando dos hombres, que fueran vecinos de Brihuega, o forasteros, discutan y peleen en el recinto ferial, si la discusión es tal que se causan heridas o alguno muere, se les quitarán sus tiendas y se les expulsará.

En época de Alfonso XI, hacia 1318, debió ocurrir algo que supuso el miedo y recelo de los comerciantes de Burgos para asistir a la Feria de Brihuega. El rey da un privilegio en el que propone su protección más firme a todos los comerciantes, de cualquier parte de sus reinos, que se trasladen a comprar o vender a las ferias de Brihuega y Alcalá. Su poder real y su justicia les protege al máximo. También es preciso decir que la protección de los monarcas castellanos para con las ferias briocenses era un cierto modo interesada. Pues los impuestos que los comerciantes pagaban en ellas eran realmente valiosos para la hacienda real. Se conserva un «Libro de cuentas» de la corte de Sancho IV en el que figuraron los ingresos fiscales de 1293 ‑ 1294 por la Feria de Brihuega. Estos eran muy subidos. Viene a decir así el inicio de la página en que éstos se apuntan: «vino a cuenta Alfon Martínez de lo que recabdó de la sisa en la feria de Brihuega, que fue por Todos los Sanctos (la feria se celebra exactamente entre el 5 y el 18 de noviembre) et montó tanto como aquí se dirá segund lo mostró por un quaderno quel tien firmado del escribano público de Brihuega. Pero Simon, e de D. Gutierre, alcalde de ese lugar». Suma el impuesto obtenido 8.464 maravedís y 13 sueldos.

Son estas algunas noticias, de las más antiguas que hemos podido obtener, en torno a las ferias de Brihuega, capitales en el comercio castellano desde el siglo XIII, y motores en el desarrollo de la villa desde aquel momento. Muchas otras noticias estarán desperdigadas por archivos y documentos, que bien merecería la pena tratar de investigar más a fondo. Queda, de todos modos, centrada su importancia y relieve.