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julio, 1981:

Los Tapices de Pastrana

 

Si Pastrana posee múltiples motivos que justifiquen una visita detenida, tal vez sean sus famosos tapices los que rematen, en polícroma algarabía de azules y carmesíes, el peregrinar asombrado por los rincones de la villa. Tras del palacio de los duques, con su severa fachada del siglo XVI; tras del barrio del Albaicín, de los conventos y casas blasonadas, del ocre pálido de portadas y aleros, la recia presencia de la Colegiata se alza en germen de religiosidad e historia Dentro, el Museo. El oro, la plata, las paciencias fértiles de los antiguos artesanos. Y, al fin, esos tapices fabulosos, donde la Edad Media canta su glorioso fin, cuajado de elegante guerrear y ardiente celo.

Muchos años, y aun siglos, llevan esos tapices góticos en la Colegiata pastranera. Cuando a mediados del siglo XIX escribía Pérez y Cuenca una historia de Pastrana, decía de ellos: «Hay también una hermosa colección de tapices antiguos bien trabajados; se dice lo fueron en esta villa: representan algunas guerras de las cruzadas y otros sucesos. Tenían en vez de cenefa, unas inscripciones que faltan ya a la mayor parte.» Y luego trata de copiar lo que, en caracteres góticos, aparece escrito en ellos.

Como se comprueba fácilmente, el señor Pérez y Cuenca andaba bastante despistado en cuanto al significado y origen de los tapices, que, andando el tiempo, serían redescubiertos por dos grandes sabios portugueses, José de Figueiredo y Reynaldo de Santos, quienes en 1915 viajaron a Pastrana y encontraron estas maravillas. El estudio de estas tapicerías, obra cumbre de este arte en el siglo XV, fue así completándose poco a poco, sin que se llegara a una conclusión definitiva en cuanto al modo de su venida a España y a Pastrana, aunque sí respecto a los asuntos que en ellos se trata.

Con la intención de dar por finalizados estos estudios, don Eustaquio García Merchante escribió una obra, en castellano, que venía a recopilar cuanto sobre ellas se había dicho. Sobre diversos aspectos de estos renombrados tapices diremos.

Los temas tratados en estas obras son guerreros en exclusiva. Se trata de las acciones de conquista que el rey portugués Alfonso V, «el Africano» de sobrenombre, llevó sobre las plazas norteafricanas en las que se había propuesto hacer sentir la naciente autoridad ultramarina de Portugal. En uno de ellos se representa el desembarco en Arcila, con tres distintas escenas. En la central aparece, sobre una barca, la figura brillante y majestuosa del rey, vestido de arnés gótico de acero cubierto de brocado de Florencia. Junto a él, su hijo, el príncipe D. Joao, y D. Enrique de Meneses, alférez mayor del Reino. Un par de trompetistas, con casco rojo y jubones azules, adornados sus instrumentos con el escudo portugués, hacen dorar los aires con su brillante sonido. El siguiente tapiz viene a representar el cerco de la ciudad de Arcila. A lo lejos se ven aún los gallardetes que lucen las naves ancladas en la costa; es curiosa en él la aparición de las primeras armas de artillería (bombardas apoyadas en pies de madera) con que los portugueses se disponen a combatir al moro. También en esta ocasión aparece D. Alfonso V, ahora sobre caballo, y con la ya conocida vestimenta guerrera. El siguiente paño relata el asalto de la plaza de Arcila, que tuvo lugar el día de San Bartolomé, 24 de agosto, en el año 1471 Junto al monarca y su hijo, otros importantes caballeros de la Corte portuguesa aparecen en esta ocasión: D. Duarte de Almeyda, «el hombre de hierro», lleva el pendón real delante de Alfonso V; D. Juan de Silva, camarero mayor del infante, era de la familia de la que luego saldrían los duques de Pastrana. En otra obra de esta multicolor colección vemos representada, en tres escenas, la toma de la ciudad de Tánger. A la izquierda aparece la entrada del ejército portugués, luciendo gran aparato militar y de vestimenta, y comandado por el Condestable mayor del Reino, D. Juan, hijo del duque de Braganza y luego marqués de Montemar. En el centro del tapiz aparece la ciudad de Tánger, idealizada por el dibujante, y, finalmente, a la derecha, se ve la salida de los moros de la ciudad, escena en la que el color de los vestidos, los turbantes y los velos forman un conjunto de difícil olvido. Aún quedan otros dos tapices de tema portugués en Pastrana: el cerco de Alccizar Seguer y la posterior entrada en dicha ciudad. En este último aparece el momento en que la comitiva real de D. Alfonso penetra en el templo (anteriormente mezquita) que fue bautizado con el título de Nuestra Señora de la Misericordia, y a continuación la investidura de caballero que hace el rey a algunos de sus vasallos que en la jornada guerrera se han distinguido.

En cuanto al aspecto artístico de las tapicerías, estudia Dos Santos por una Parte las posibilidades de que fuera Nuño Gonçalves, el mejor pintor del siglo XV peninsular quien los diseñara. La admite, en fin, basándose en el perfecto, en el íntimo y admirable conocimiento que de todos los detalles de la vida portuguesa tiene el diseñador y dibujante. En cuanto al lugar de ejecución, acaba admitiendo que fueron tejidos en los talleres flamencos de Tournai, por el artífice Pasquier Granier, en el último cuarto del siglo XV. Las posibilidades apuntadas de que fueran tejidos en Pastrana o Portugal carecen de fundamento, pues aunque en la villa alcarreña existieron importantes industrias de seda y tejidos, tuvieron su nacimiento a finales del siglo XVI y su florecimiento auténtico en el XVII. En el último siglo de la Edad Media, ni Castilla ni Portugal estaban en condiciones de producir tamaños complejos artísticos.

Iconográficamente, estos tapices representan un enorme valor para el estudio de la marina medieval, de la que tan escasos documentos gráficos, directos, nos han quedado. Portugal, país cuyos únicos horizontes de expansión y grandeza estaban en el océano, tuvo necesidad de desarrollar al máximo esta industria, mitad guerrera y mitad colonizadora. En estos paños aparece en su mayor momento de esplendor. Pero los tapices pastraneros de Alfonso V también poseen un inestimable valor desde el punto de vista del estudio de vestimentas guerreras, pudiendo clasificarse esta colección como el más amplio y fidedigno exponente del aparato militar del siglo XV: no sólo las armaduras, celadas, adargas, lanzas, plumajes…. sino el complejo cúmulo de toda clase de armas: espadas, arneses de los caballos, artillería ligera, ballestas, etc. Hay un detalle en estos tapices que llama la atención de cuantos los admiran: es el emblema que aparece en muchos de los estandartes que portan las tropas portuguesas y que simboliza el reinado de Alfonso V. Se trata de un círculo, en el que aparece una rueda de aspas, y a su alrededor múltiples gotas doradas sobre fondo de color púrpura. En una travesaña de la rueda se inscribe la palabra jamais. Muchas han sido las interpretaciones que los historiadores han dado a este emblema real. Una de las más románticas, y que Reynaldo de Santos acepta como buena, es la que interpreta el llanto del rey por la muerte de su mujer Dña. Isabel: constantes lágrimas arrojadas por el continuo rodar de la vida, a causa de la mujer que jamás podría olvidar.

¿Cómo llegaron a Pastrana estas joyas del arte de la tapicería? Diversas opiniones se han encontrado a este respecto, aunque las del padre franciscano, natural de Pastrana, Fr. Lorenzo Pérez, son las que mayor carácter de verosimilidad poseen. Creía este religioso que, muy poco después de ser tejidos, concretamente el año 1475, en el transcurso de la batalla de Toro, en la que los Reyes Católicos desbarataron por completo los planes de apetencia política en Castilla del portugués D. Alfonso, cayeron en poder de Isabel y Fernando, quienes los debieron donar a los Mendoza, en esa ocasión representados por dos de sus más grandes figuras: D. Diego Hurtado de Mendoza, segundo Marqués de Santillana y, desde aquella efemérides guerrera, duque del Infantado, y D. Pedro González de Mendoza, el Gran Cardenal de España. A uno de estos dos se los regalarían, y en el palacio recién construido de Guadalajara permanecieron durante dos siglos, hasta que en 1667 fueron llevados a Pastrana, concretamente al recinto de su iglesia Colegiata, donde han permanecido hasta hoy guardados. Su arribada a Pastrana tuvo el siguiente motivo: casó doña Catalina de Mendoza y Sandoval, heredera de los títulos del Infantado, con don Rodrigo de Silva y Mendoza, que lo era de los de Pastrana, y estos tapices, afincados desde tanto tiempo antes en Guadalajara, pasaron como dote matrimonial al lugar cabeza del nuevo matrimonio.

Allí continúan, expuesta al público su monumental grandeza, su acrisolado sueño de colores, su exquisita dulzura y trabazón de historias…

(Este trabajo fue publicado en el tomo I de la obra «Glosario alcarreño: por los caminos de la Alcarria», de Antonio Herrera Casado.)

Arte en Jadraque

 

Llegar a Jadraque, encontrárselo hundido por el sur bajo unos montes de aterciopelada carne yerta, y al septentrión abierto sobre el valle del Henares, reúne abundantes posibilidades donde dar camino al asombro y luz a la admiración incansable. Su dulce olear de tejas y chimeneas, la empinguruchada estampa del castillo y esa trenza gris y ascética de la iglesia dan marco, óleo y carisma al pueblo alcarreño en el que subyacen tantas cosas, tantas historias y tantas obras de arte que merecen ser conocidas.

Su poeta, su gran poeta muerto ahora ya se cumplen ocho años, cuando en Pastrana se decían, en la medianoche del verano, versos y más versos de divina altura, describe así su villa:

Nací donde Castilla se viste de perfume:

la Alcarria es una cera clue en olor se consume,

y cerca de mi villa, que tiene un nombre moro:

Charadraq -hoy Jadraque-, se alza un castillo de oro

que pone por las tierras, siempre ásperas y mozas,

la sombra apasionada de los graves Mendozas.

José Antonio Ochaíta, recordado y admirado cada día, nos enseñó desde su breve cuerpo, con su alta y bien templada voz, la villa de Jadraque. Fue un pacer inestimable que ahora, cada vez que volvemos allí, parece acrecerse y renovarse en cada esquina. Estas son, en fin, las cosas que, para quien lleva prisa o no puede parar más de tres horas en la villa, tiene Jadraque y brinda con gracia de Castilla. Para aquel otro que vaya por lo hondo, con más de una semana por delante, serán muchas otras, casi siempre nuevas, las sorpresas que se le aparezcan.

Viniendo de Guadalajara, y al comenzar el descenso hacia el valle desde la alta paramera alcarreña, lo primero que se le aparece al peregrino es el castillo, en magnífica estampa de reminiscencia medieval, para el cual se hicieron, no ya las más hermosas palabras, sino los más sugestivos silencios. En alguna parte, donde comienza el caminillo que hasta su altura lleva, se titula «Castillo del Cid», y no porque fuera levantado o construido por el noble caballero del siglo XI, sino porque, ya al fin de la Edad Media, don Pedro González de Mendoza, Gran Cardenal de España, lo hizo construir para su hijo don Rodrigo, que poco antes había conseguido de los Reyes Católicos no sólo la oficial paternidad del prelado, sino el título honroso de Conde del Cid. Allí tuvo también su corte de amor el marqués de Cenete -que con los dos títulos se trataba el personaje-, y  de su posterior ruina fue salvado, aunque sólo a medias, por voluntad recia de los vecinos de Jadraque, que subieron piedra y volcaron sudor reconstruyéndole.

Ya en la entrada de la villa, junto al lugar conocido por los cuatro caminos, se alza la que durante siglos fue ermita grande y aglomeradora de las devociones populares: la de Nuestra Señora de Castejón, con muros de recia mampostería, sencilla portada del siglo XVII, y hoy vacío interior, al menos en lo sentimental, desde que en guerra quemaron la imagen románica de la Virgen.

De la otra ermita, la de San Isidro, junto al cementerio, sólo mencionarla. Y pasar ya a la iglesia parroquial, obra de gran envergadura que trazó, por lo menos en su estado actual, el arquitecto montañés Pedro de Villa Monchalián, a fines del siglo XVII. La portada es obra de claro signo manierista, con elementos que rompen totalmente la serenidad del clasicismo, y se interna en un mundo de imposibles formas ornamentales. El interior es severo y sencillo. Bajo la advocación de San Juan Bautista, el retablo es traído de una iglesia de Fromista, en Palencia, y su arte barroco no ofrece ninguna particularidad notable. En las pechinas de la cúpula se ven pintados los cuatro evangelistas, y se cierra el presbiterio con una reja ochocentista notable. Quizás sea el eje de la visita a esta iglesia la pintura de Zurbarán, como obra cumbre de su último estilo tenebrista, que está firmada tres años antes de morir. Tan sólo una mancha tenue de carne, y un rayo blanco que de la ropa emerge sorprendido, dan el tono último a esta obra maestra, de la que decía Ochaíta, en ese alarde de síntesis y poesía que era su palabra, parece una llama.

Otro Cristo, éste de talla, y atribuido a Pedro de Mena, encontramos en la capilla de San Pedro. Todavía en otra capilla lateral se encuentran unas lápidas sepulcrales de varios personajes (el caballero Juan de Zamora, su mujer María Niño, y el cura de la parroquia, Pedro Blas) del siglo XVI y algunos escudos nobiliarios, de interés. La torre del templo, en fin, dibuja sobre el cielo un requiebro de gracia y va llena de sentimental nostalgia.

Entre las varias casonas nobles que posee Jadraque, una de ellas, la de la familia Verdugo, de la calle principal, no es sólo notable por su fachada severa y su gran escudo nobiliario, sino por lo que fue, y quiere ser, uno de sus salones de la planta baja. En él estuvo alojado, durante unos meses del período de la invasión francesa, el ilustre político y escritor don Gaspar Melchor de Jovellanos, y allí recibió a ilustres personalidades, entre ellas al pintor Goya, que le retrató. Del arte de Goya quedaron en propiedad de esa familia varios cuadros, que no hace muchos años fueron vendidos, y algunos emigrados al extranjero. Otro de la colección, una Purísima Concepción, de Zurbarán, fue llevado hace años al Museo Diocesano de Sigüenza, donde hoy puede admirarse. La Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana» ha llevado a cabo la restauración necesaria de esta saleta de Jovellanos, para que pueda ser visitada.

En la Plaza Mayor se conserva aún la casa donde se alojó la segunda esposa de Felipe V, doña Isabel de Farnesio, y sobre ella aparece, ya medio desmochado por algún iracundo detractor de la intolerancia religiosa, un escudo de la Inquisición, como señal de haber sido esa casa del Santo Oficio. Y aún luego, por callejuelas y placillas, siguen apareciendo escudos, casonas y retazos como en coagulación permanente, voluntariosa y decidida, de una vida y unas costumbres pasadas. Recordar el convento de los capuchinos (sobre cuya fachada aún se ve un gran escudo mendocino), los que fueron hospitales de Santiago y San Juan de Dios, y los natalicios en la villa de fray Pedro Urraca, famoso evangelizador de Indias, y don Diego Gutiérrez Coronel, historiador de nota, es último punto que debe tener presente, para dar el hálito preciso a las cosas vistas, quien haya hecho este corto, pero evocador, periplo por la alcarreña villa de Jadraque.

(Este trabajo fue publicado en el tomo II de la obra «Glosario Alcarreño: Sigüenza y su tierra», de Antonio Herrera Casado.)

Gremios de Molina

 

Es tema actual el de los sindicatos y las asociaciones profesionales, en que las gentes se agrupan para al defensa de unos intereses comunes. Pero no es, ni mucho menos, cosa de ahora, sino que tiene sus raíces en muy antiguos tiempos, concretamente en los siglos de la Baja Edad Media, y, en nuestra región castellana, a partir de la repoblación tras la conquista de la zona a los árabes. La Campiña, a fines del siglo XI; Molina, a comienzos del XII, y la Alcarria, a finales de esta centuria, son reconquistadas y en ellas va asentando el régimen social imperante en la época, en el que las villas grandes, cabezas de comarca y capitales del Señorío ven surgir las clases de artesanos y comerciantes que serán, siglos más tarde, el germen de otro cambio social más profundo, en el que ahora estamos inmersos.

Esos artesanos se reúnen en gremios desde el siglo XII, con plena autonomía en cada lugar, y van adquiriendo formas diversas a lo largo del tiempo, pues desde un interés meramente profesional se pasa a la institución ligada a la religión, en forma de hermandades o cofradías, para, posteriormente, en el centralismo político del Renacimiento, ser gobernados por disposiciones emanadas del poder central. En nuestra provincia hay ejemplos preclaros de estas hermandades o gremios, como «La Caballada», que los arrieros de Atienza instituyeron, y muchas otras.

Hoy nos detenemos en Molina, la de los Caballeros, feudo de los Lara que va creciendo desde el tercer decenio del siglo XII al cobijo de su gallarda y elegante fortaleza. Allí comenzó, en el momento de la repoblación, la creación de gremios. En una sociedad de nítido corte clasista, en el que los nobles y caballeros dominan el territorio y los bienes todos, surge bajo la protección de una condesa, doña Blanca de Molina, en 1284, el Cabildo de Ballesteros, en el que forman parte hombres de a pie, del estado llano o pechero. En su primitiva relación encontramos ya las ocupaciones de estas gentes, profesionales y artesanos de la Molina del siglo XIII: Juan Martínez, pellejero; Jayme, cuchillero; Domingo, carpintero; Domingo Pérez, cerrajero; Pascual Martínez y Martín Páez, zapateros, Martín López, odrero…

La asociación de estas gentes se reflejaba no sólo en una actividad corporativa y de defensa de sus intereses y producto. Generalmente se llevaba este aspecto asociativo al extremo de agruparse en zonas de la villa, en calles y barrios concretos. En una antigua relación de calles molinesas nos encontramos con estos nombres: la calle de Tejedores, que corría desde la puerta de Valencia hasta San Pedro, y la calle de la Viñadería, paralela a la anterior, pero en la parte alta de la cuesta. Hubo también una calle de la Albardería, y otra de la Zapatería, que se transformó con el tiempo en la calle de las Tiendas, nombre que ha pervivido hasta nuestros días. Aún queda el recuerdo de la calle de los Manteros, que iba desde San Gil al Arbollón.

Otro aspecto de los gremios de Molina eran las actividades extralaborales de sus miembros. Por una parte, las religiosas, cuajadas en múltiples cofradías que luego veremos. Por otra, las festivas y mundanas, que consistían en formar rondallas, grupos de bailes y representaciones de cuadrillas graciosas. Es lástima que nada de estas actividades haya quedado en concreto. Tenemos el testimonio de que el año 1534, cuando vino a Molina la mujer del emperador Carlos V, doña Isabel de Portugal, salieron a recibirla, entre otros grupos, todos los oficios, cada uno con su Ynvención entre ellos sacaron en unos carros unos Molinos moliendo las Muelas. Esto viene a darnos una idea de que la actividad festiva de estos gremios llegaba a montar carrozas con alusiones a sus oficios.

Otros cronistas del siglo XVI hacen referencia a los plebeyos, que con su trabajo de cada día, y su habilidad, hacían próspera a la sociedad molinesa. Así dice de ellos Núñez, en el capítulo 25 de su «Historia de Molina»: Hay mercaderes muy ricos, que con su comercio y grangeria enriquecen a la República y la hacen abundar de mercaderías necesarias; y también que hay oficiales muy primos en sus artes.

Veamos finalmente la forma en que los gremios fueron transformándose en cofradías religiosas, perdiendo luego, poco a poco, su primitivo carácter profesional y quedando diluidos en una actividad religiosa y humanitaria muy general. El origen clasista de estas cofradías es claro, fiel traducción de la sociedad en esos siglos: es de notar que en los Cabildos del Santísimo Sacramento y de San Blas no podía admitirse gente plebeya o que tuviere oficio servil o mecánico. Y, sin embargo, en otros se prohibía, en principio, la entrada a quien fuera ajeno a determinada profesión o actividad manual, para luego, con el transcurso del tiempo, quedar relegada esta imposición a la obligatoriedad de ser del oficio solamente a los miembros rectivos, piostres, etc., y luego quedar totalmente abiertas a todos. Una de las más antiguas cofradías de carácter gremial en Molina era la de San Mateo o de las Ánimas, que se sabe existía a comienzos del siglo XIV. Era «el cabildo de los Texedores y se imponía que sólo a este oficio podían darse los cargos de alcoldes, oficiales y piostre de la cofradía. Abierta ésta, en el siglo XVI volvió a formarse nuevo cabildo en exclusividad para los tejedores: el de San Joaquín y Santa Ana, con sede en el templo de San Martín, y cuyas constituciones fueron aprobadas en 1586. En ellas se estipulaba que sólo pudieran ser sus miembros oficiales de dicha artesanía, y que sus fondos se obtendrían con las tasas que se recaudaban en los exámenes para entrar en el oficio.

Noticias del siglo XVI tenemos de varias otras cofradías, quizás más antiguas, de otras profesiones: en el Cabildo de San José se encuadraban los carpinteros: sus constituciones fueron aprobadas en 1590. En el de San Miguel estaban inscritos los peinadores y cardadores, siendo sus constituciones de 1571. Reservada para los zapateros era la cofradía de San Crispín y San Crispiniano, con sede en la iglesia de San Martín, y su fecha de renovación, el año 1585. La cofradía se reservaba las dos terceras partes de las tasas de exámenes para el oficio, y, aunque luego se admitió a gentes  diversas, el cargo de piostre lo debía ocupar siempre un zapatero. Finalmente, los sastres fundaron el Cabildo de San Pedro, llamado «de los viejos», para diferenciarlo de otro «de los mozos» que se constituyó posteriormente.

Muchos otros oficios existían en Molina en siglos pasados, pues la capitalidad de un ancho y poblado territorio proporcionaba trabajo a gran cantidad de gente en los más variados oficios. Los relacionados con la lana y los tejidos eran los más abundantes. De arrieros, carreteros, hortelanos, albañiles, etc., también sabemos había en gran número, pero de ellos no nos ha llegado noticia de su afiliación en gremios o asociaciones. Quede, pues, este tema como uno más que vaya perfilando el interesante aspecto convivencial de la Molina de viejos tiempos.

Retablos y pinares

 

Serán muchos los que entre nuestros lectores aún se estén preguntando qué poder hacer este fin de semana, incluso solamente el domingo: a dónde ir que poder pasar un día agradable, con la familia o los amigos, y al mismo tiempo poder conocer algunas cosas de todo ese conjunto de maravillas que algunos dicen encierra Guadalajara. Bueno; pues vamos a ser prácticos y vamos a poner aquí un par de ideas que se puedan llevar a la práctica. Dos rutas que mañana domingo, podamos recetar a los automóviles de nuestros lectores y que les garanticen, a unos, el arte; la naturaleza a otro, en dosis no demasiado fuertes, pero lo suficientemente vitalizantes como para querer repetir otro día.

Un viaje ha de ser de tema artístico: la «Ruta de los retablos renacentistas» la podríamos llamar, y transcurrirá por lugares variados del cogollo de la Alcarria; el otro irá un poco más lejos: la «Ruta de los pinares del Alto Rey» se podría denominar, y nos llevará hasta los límites más norteños de la provincia, allí por donde los repliegues serranos de nuestra tierra se tapizan densamente de pinos y roquedas.

Para hacer la ruta de los retablos iniciaremos el viaje por la carretera de Cuenca o de los Lagos. Pasamos Horche y bajamos al amplio valle del Tajuña. Desde el «empalme de Tendilla» que llaman, unos cuatro kilómetros antes de llegar a este pueblo nos desviaremos a la derecha, y ascenderemos, sin problemas, y por una carretera de repetidas curvas, hasta Fuentelviejo, cuya iglesia parroquial encierra un precioso retablo de comienzos del siglo XVI, con varias pinturas sobre tabla, en las que se ven escenas de martirios de santos. Enmarcadas las pinturas por carpintería de grutescos y finas labores platerescas, y rematado por un escudo de la familia Velázquez. Se trata de un retablo todavía mal estudiado, en cuanto a escuela, temática, etc., pero de una alta categoría e importancia en el contexto del arte renacentista alcarreño.

Bajamos nuevamente a la carretera de los Lagos, atravesamos Tendilla con su larga presencia soportalada, y subimos las cuestas de la Salceda, dejando a la derecha las ruinas de este antiquísimo monasterio franciscano. En la meseta ya, con una larga recta por delante, no iremos demasiado aprisa, pues enseguida sale, a la izquierda, la desviación de Peñalver, que está a unos tres kilómetros, y a donde hemos de llegar a contemplar otra magnífica pieza de arte, cual es el grandioso retablo de su parroquia, obra que llena por completo el muro del presbiterio. Es obra muy estimable de principios del siglo XVI, de la escuela castellana, con 16 tablas de pinturas en las que se representan parejas de apóstoles de cuerpo entero (las de la predela o cuerpo inferior) y otras de la vida y pasión de Jesucristo, en orden actualmente poco ortodoxo, que está esperando no sólo su colocación lógica, sino la limpieza y restauración que indudablemente merece. Los cuadros se separan por finas columnillas góticas y calados doseletes, y todo el conjunto se cubre de un guardapolvo de labores platerescas. En la calle central aparece, aunque muy alta, una exquisita talla de la Virgen del Rosario, en alabastro blanco, y encima todavía un Calvario de talla también bueno. Este retablo ha de figurar, cuando algún día nuestras autoridades se decidan a proporcionarle el cuidado y la restauración que merece y repetidas veces hemos pedido, entre lo mejor de la pintura castellana del primer Renacimiento.

Volvemos a la carretera general, continuamos en dirección de Cuenca, y un par de kilómetros más allá volvemos a desviarnos, ahora hacia la derecha, por una carretera que nos llevará a Fuentelencina, otro de los pueblos grandes y con tradición en la Alcarria, que es famoso por sus fiestas de San Agustín, celebradas a fin de agosto. El retablo de su iglesia, dedicado a la Asunción de la Virgen, es grandioso y llamativo, obra posterior a los anteriores, puede fecharse hacia la mitad del siglo XVI, y sabemos que en 1575 ya existía. Alterna en él la pintura y la escultura. De la primera, varias tablas con escenas de la vida y pasión de Cristo. De escultura, varias figuras de apóstoles, medallones inferiores con escudos del obispo toledano Silíceo y del Emperador Carlos, y en la calle central, tres magníficos grupos escultóricos en los que vemos la Asunción de María cuajado de figuras y actitudes, el grupo de Santa Ana, la Virgen y el Niño; y, encima de todo, el Calvario. Es ésta una obra de escuela toledana, cuyo autor ignoramos por haberse perdido totalmente los archivos parroquiales, pero que podemos situar en el círculo berruguetesco, o de los autores que hicieron los ya también desaparecidos retablos de Almonacid y Mondéjar. El viajero quedará auténticamente impresionado de esta obra cuando la vea por primera vez.

Siguiendo esta carretera de tramos rectos que atraviesa la Alcarria, llegamos pronto a Pastrana, hasta cuya Colegiata, hoy en obras de restauración, nos dirigimos en derechura. Su retablo puede muy bien rematar el periplo artístico que hemos realizado. Cubriendo el gran presbiterio, surge oscuro, pero cargado de buenas pinturas y tallas de santas, santos, mártires y, en el centro, San Francisco, con carpintería de sobrio estilo renacentista herreriano, y una magnífica pintura sobre una piedra de ágata representando la Asunción, regalo del Papá Urbano VIII. El retablo es obra del pintor Matías Gimeno, quien lo realizó en la primera mitad del siglo XVII, y no tiene nada que ver con el que hubo antiguamente, antes que éste, que llevaba pinturas y tallas de Juan de Borgoña y Alonso de Covarrubias, retablo del que nada queda y que, incomprensiblemente, algunas guías modernas aún dan por existente. Desde Pastrana, donde el viajero, según la prisa que se halla dado en recorrer esta ruta, aún podrá disfrutar de sus otros interesantes monumentos y callejuelas, regresaremos a Guadalajara.

Para los más camperos está la otra ruta de los Pinares del Alto Rey. Iremos hasta Jadraque, y de allí, cruzado el río Henares por el puente de la estación, pasaremos por La Toba, dejando a un lado, a la izquierda, el Congosto de San Andrés, hoy ya destrozado por el pantano que se construye allí, y subiremos hasta Hiendelaencina, antiguo enclave donde tuvo vida la minería de plata. Poco después de pasado el pueblo, la carretera se sumerge en el bello cauce, bravío y duro, del Bornoba, que baja fresco y brillante desde las ya cercanas sierras. Pasado Bustares, donde el Santo Alto Rey se ofrece en su majestad y presencia de montaña sagrada, encontramos a la derecha una carretera perfectamente asfaltada que nos conduce hasta la base militar que hay cerca de la cima del monte, a unos 1800 metros de altura. Seguramente, el cuerpo de guardia nos pedirá el carnet de identidad mientras estemos allí, pero merece la pena subir para contemplar los extraordinarios panoramas que desde la altura se contemplan. Con muy poco esfuerzo podremos aún llegar a la misma cumbre, donde una antigua ermita, dedicada al Santo Alto Rey de la Majestad, sirve de nexo de unión a todos los pueblos de la vertiente de esta montaña, que allí se reúnen en romería a mediados de octubre.

Bajamos otra vez y seguimos carretera hacia el pueblo de Aldeanueva de Atienza, que muestra,  hundido en su vallecillo a la izquierda, el tipismo de su arquitectura rural, hecha a base de pizarras. La carretera, que bordea la montaña por el norte, atravesando hayedos y praderas, asciende hasta el alto de Pelagallinas, a unos 1.600 metros de altitud, donde iniciamos la bajada, en medio ya de un denso pinar, hacia el amplio valle del alto Sorbe. A media bajada, un lugar ideal para  comer y pasar un buen rato: se trata de un pequeño refugio y unas grandes mesas con bancos, todo de madera, que, junto al arroyo Pelagallinas, y en el cruce de varios caminos forestales, ha construido ICONA. Todo aquel bosque permanece cubierto de nieve varios meses al año, y en el verano se convierte en una de las zonas más frescas y agradables para ir de excursión, lo mismo que toda la zona pinariega de los contornos. Bajando luego Por la misma carretera, arribamos a Condemios de Abajo, y desde allí el camino hacia Atienza es fácil y ameno. En la alta villa acastillada podremos terminar el día visitando sus múltiples iglesias románicas o simplemente echando un vistazo a la maravillosa «Plaza del Trigo» que nos transporta a la Edad Media con poca imaginación que le echemos.

Y nada más. A hacer los bártulos y a preparar las tortillas, que mañana parece que va hacer bueno