El conde de Romanones

sábado, 27 junio 1981 0 Por Herrera Casado

 

No hace falta haber nacido en un territorio para poder ser tenido por hijo, y muy señalado, del mismo. Eso ha ocurrido, y ocurre aún hoy día, con diversos personajes, escritores, artistas, y destacados trabajadores que, sin haber tenido su origen directo en Guadalajara, pueden ser tenidos como ilustres alcarreños, por su dedicación y entrega a esta tierra. Esto es lo que ocurrió con el Conde de Romanones, de quien podemos decir que fue una de las personalidades singulares que, por haber descollado de modo singular en la vida política de España, fue su relación tan estrecha con la tierra de Guadalajara, que debe ser tenido como un alcarreño más. Y por eso le traemos a esta galería y glosa de lo nuestro.

Nació don Álvaro de Figueroa y Torres en Madrid, el ano 1863. Dentro de una familia entroncada con la más rancia nobleza de la Alcarria: los Figueroa eran ya ascendientes de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Y la rama de los condes de Coruña y vizcondes de Torija dieron en siglos recientes, tras diversas uniones con otras herencias de la nobleza castellana, a los Figueroa y Torres, marqueses de Villamejor, que en Guadalajara poseían diversas casas (el palacio de la Cotilla, entre otras) y grandes extensiones de terreno por la Alcarria y Campiña.

Cursó estudios nuestro personaje en la Universidad de Bolonia, doctorándose en Derecho. Fue gran lector, aficionado a los estudios arqueológicos e históricos (publicó una obra sobre la ciudad arévaca de Termancia, en Soria), buen escritor con estilo sencillo pero ameno, y biógrafo de diversos personajes con los que tuvo trato directo, y de los que obtuvo datos abundantes: Amadeo de Saboya, Sagasta, Espartero y la reina María Cristina fueron por él estudiados y biografiados. Sus «Notas de una vida» refieren con gracia y desenvoltura su paso por la política, convirtiéndose a la vez en una valiosa fuente histórica de la época finisecular y de principios del siglo XX, cuando la alternancia en el poder de los conservadores y liberales. Entre sus cargos meramente culturales, don Álvaro de Figueroa y Torres fue académico de la de Ciencias Morales y Políticas, de la de Historia, director de la de Bellas Artes, y en repetidas ocasiones presidente del Ateneo de Madrid.

Su gran inteligencia y su dinamismo incansable cuajaron preferentemente en la parcela política. Su primer puesto parlamentario lo obtuvo como diputado por el distrito de Guadalajara en las primeras cortes de la Regencia, en 1889. Desde el primer momento se aplicó al partido liberal, que ya entonces capitaneaba Sagasta, a quien nuestro personaje guardó siempre fidelidad absoluta. «En política soy liberal sin exageraciones, pero también sin miedo ni tibiezas» se definiría Figueroa dando fe de su talante.

Entró pronto, en 1890, en las elecciones municipales, como concejal del Ayuntamiento de Madrid, provocando continuas polémicas, lances dialécticos y hasta algún que otro duelo. En 1894 fue nombrado alcalde de Madrid, dejando una tarea amplia realizada y proyectada; entre otras, la iniciación de la Gran Vía madrileña; urbanización de calles y barriadas enteras. Pero el conde de Romanones (título concedido por la reina regente en 1893) intentaba algo más. Los puestos ministeriales en las ocasiones en que los gabinetes fueron del partido liberal, fue ocupándolos con frecuencia y buen ánimo. En 1901 ocupó su primer puesto de gobierno: en el gabinete formado entonces por Sagasta, él obtuvo la cartera de Instrucción Pública.

Tan intensa y rápidamente trabajó en él, que el 26 de octubre de ese mismo año firmó el memorable decreto en el que se redimía a los maestros de escuela de su secular ostracismo, aumentando de forma notable sus sueldos y afirmando su seguridad. El Magisterio Español, agradecido, le erigió un monumento, con su busto y alegorías talladas en bronce por Blay, y colocado en Guadalajara, donde aun permanece. Figueroa siempre se rió de aquello, y decía que al pasar por delante de él sentía verdadero bochorno.

Siempre militando en el liberalismo, bajo el mando de Moret y de Canalejas ocupó diversos ministerios: en 1905, el de Fomento; al año siguiente, el de la Gobernación, y en ese mismo año, el de Gracia y Justicia en el gabinete de López Domínguez, en el que publicó un célebre decreto autorizando el matrimonio civil que originó graves protestas de la opinión católica. En 1909, con Canalejas volvió Romanones al Ministerio de Instrucción Pública. Y en 1912 alcanza la presidencia del Congreso de los Diputados. Tras el asesinato de Canalejas, el Rey encarga a Romanones la formación de Gobierno: el 15 de noviembre de 1912 alcanza, pues, el ansiado puesto de jefe de gobierno y cabeza de su partido. Hasta octubre de 1913 estuvo Álvaro de Figueroa en este puesto, en el que llevó con buen pulso las negociaciones con Francia sobre el protectorado de Marruecos En diciembre de 1915 volvió Romanones al Poder: se declaró aliadófilo en la contienda europea, y ante el miedo de ver a España mezclada en la Gran Guerra, numerosas opiniones neutralistas se alzaron en su contra y al final se vio obligado a dimitir, en 1917. En el Gobierno Nacional presidido por Maura (1918) Romanones ocupó la cartera de Gracia y Justicia, y poco después, al dimitir Alba, la de Instrucción Pública, siempre tan querida para él. Con García Prieto, el conde ocupó el ministerio de Estado, y al fin en diciembre de 1918, en medio de una situación social muy inestable, ocupó por tercera vez la presidencia del Gobierno, de la que hubo de dimitir en abril de 1919. Cuando en 1922 se constituyó el gobierno de concentración liberal bajo la presidencia de García Prieto, Romanones accedió nuevamente al ministerio de Justicia. En ese año fue elegido senador por Guadalajara, y automáticamente fue designado como Presidente del Senado. El golpe de Estado del general Primo de Rivera, en septiembre de 1923, redujo al ostracismo -como a otros muchos políticos- al conde de Romanones. Pasado el  trance, el gobierno Aznar designó a nuestro personaje ministro de Estado. Las elecciones de abril de 1931 que abrieron las puertas a la República, dieron finalmente al traste con la carrera política del conde de Romanones, que sobrevivió como pudo la guerra, y hasta 1950, en su ancianidad sabia, experimentada e irónica, pasó largas temporadas en la provincia de Guadalajara; en la capital también, donde gozaba general simpatía y entrañables amistades Pública.

Tras largos años de ejercicio político y parlamentario, Romanones llegó a ser el símbolo de la democracia de partidos en la España de los primeros años del siglo XX, y al mismo tiempo la genuina representación del caciquismo y las trampas electoralistas en los distritos rurales que, como los de Guadalajara, eran fácilmente manejados por dinero e influencias. En sus «Memorias» hace profesión de honradez en esto, de la lucha electoral, aunque también afirma: «muchas veces se necesita emplear el grito para dominar  el tumulto. En esto de gritar no he envidiado a nadie. Los ataques violentos al adversario, cuanto más de brocha gorda, serán más útiles». Fue Romanones un profundo luchador político. «Una elección supone siempre una lucha», decía. Se rodeó de caciquez, y de él han surgido anécdotas a cientos sobre sus artes para conseguir escaños. Pero al menos en sus escritos siempre se manifestó en contra de ello: «no pocos confunden el arte electoral con el empleo de las malas ‑ artes en las elecciones» y él confesaba no ser de éstos. Siempre que tuvo ocasión elogió y apoyó la libertad de prensa más absoluta. No le importaba que le atacaran, porque él aprovechaba cualquier resquicio para hacerlo a su contrincante. Dejó, en fin, la imagen del político profesional que sólo atendía al interés de su partido y de sus gentes, olvidando la tierra que le llevaba al puesto, a la altura, y a los intereses generales del país. En su juventud, y al inicio de su carrera (cuando tuvo la cartera de Instrucción en 1901) era un joven lleno de buenas intenciones; luego como suele ocurrir, se fue «maleando», Ahí sigue, sin embargo, su recuerdo, su estatua, y ese riachuelo tan gracioso y denso de anécdota que entre las gentes de la tierra alcarreña aún corre sobre los dicho y hechos de Romanones. Un personaje, en fin, para figurar en este gabinete de los recuerdos de los guadalajareños.