El Cubillo de Uceda y el problema del Renacimiento

sábado, 25 abril 1981 0 Por Herrera Casado

 

Caminando por los infinitos recursos paisajísticos, por las inacabables veredas de la tierra de Guadalajara, hemos llegado, una vez más, a la villa de El Cubillo de Uceda, que en tiempos remotos fue una simple aldea de la Comunidad de Villa y Tierra de Uceda, y posteriormente, hacia el siglo XVI, se hizo con una jurisdicción propia y creció con prosperidad. De esa época, primera mitad de la XVI centuria, es fruto su iglesia parroquial, actualmente en tramite para ser declarada, con toda justicia, Monumento de importancia histórico-artística a más alto nivel.

Está construido este templo parroquial de El Cubillo de Uceda con los materiales propios de la región, y otros nobles traídos de canteras del Jarama. Consta su fábrica de hiladas horizontales de piedra caliza y mampostería de canto rodado, que no llega a ser sillarejo alternando con breves paramentos de ladrillo. Su muro frontal, orientado al poniente, es muy amplio, equilibrado de proporciones, y en él se abre la portada, que luego comentaremos. Sobre el costado meridional, aparece un atrio de buenas dimensiones, con pilares delgados apoyados en altos pedestales, y una portada de sencillísimas líneas clásicas. A levante aparece el ábside, que es un resto de la construcción primitiva, de la primera iglesia del lugar, afortunadamente respetado, y que muestra en todo su esplendor el estilo románico‑mudéjar, con proporción de arcadas ciegas hechas totalmente de ladrillo, consiguiendo un equilibrio y unos contrastes de luces que le dan un valor estético muy acusado. También sobre el ángulo nordeste se alza una torre de escaso interés.

El interior es espléndido, de tres naves, separadas por pilares cilíndricos que rematan en grandes y curiosos capiteles cargados de iconografía renacentista. Al fondo de la nave central, en la cabecera del templo, se abre el presbiterio, incluido en el antiguo ábside, que es de pequeñas proporciones, y semicircular. Un arco de este tipo aparece enmarcándolo, y un buen artesonado de la misma época, con fuerte tendencia mudejarizante, cubre su altura. El equilibrio del interior de esta iglesia, sus proporciones un tanto pesadas, sencillas, pero bien logradas, le conceden el encanto suficiente como para saber que está ante una obra «con firma», una pieza meditada y dirigida por un arquitecto con experiencia y oficio. Un arquitecto, además, del círculo anejo a los obispos de Toledo, pues el Cubillo perteneció, como un gran área del sur de la provincia de Guadalajara, a la archidiócesis toledana durante muchos siglos, e incluso este mismo pueblo fue también, durante varias centurias, señorío de los obispos toledanos. Quizás no costaría ver, como autor de este templo, por lo menos en sus líneas magistrales, a Alonso de Covarrubias, que en esta comarca dejó muchas obras (Guadalajara capital, Alcalá de Henares). La traza del templo y su portada tienen un sello renacentista inconfundible, quizás con cierto aire de primitivismo impropio de este autor; pero donde se afianza la evocación de Covarrubias es en el friso de la portada, con una riqueza escultórica y un movimiento de grutescos, que se asemejan en todo alo hecho personalmente por tan afamado artista. Es curioso que en el cercano pueblo de Talamanca, exista un templo parroquial de similares características a este de El Cubillo, aunque sin una portada tan espléndida.

Lo que hoy llama principalmente nuestra atención es este ingreso al templo, cuya imagen acompaña estas líneas. La descripción es breve y sencilla: de estructura plana, con leves resaltes sobre el muro, aparece un vano escoltado de jambas lisas y pilares adosados. Sobre el dicho vano, un arquitrabe con tallas, y encima, un friso de extraordinaria decoración y movimiento. La línea de pilares remata en flameros, y el friso se corona por arco ciego semicircular que incluye hornacina con estatua de San Miguel. El problema que aquí plantea el Renacimiento es la utilización de estructuras clásicas, tomadas directamente de moción ha explicado el profesor Nieto Alcaide, al señalar la «profunda contradicción entre el tema, fundamentalmente de carácter religioso, y el sistema plástico, en sus diferentes desarrollos y aplicaciones». El Renacimiento (tomado en un sentido puro, total, como el que se opera en la Florencia del siglo XV; o heredado y desvirtuado, como el que puede aparecer en El Cubillo de Uceda a mediados del Siglo XVI) es en esencia un «ritorno all’antico», una vuelta a la Antigüedad clásica, en un intento de establecer la continuidad con una cultura laica anterior a la medieval, con la que se verificaba una identificación (1). El problema, que nace como tal en el siglo XV, plateando esa divergencia entre «tema» y «sistema», llega a una crisis que parece irresoluble al final del Quatroccento, y se resuelve en el comienzo de la siguiente centuria con la «concordatio» que el genial Pontífice Julio II logra establecer entre Cristianismo y Cultura Clásica. La obra toda de Miguel Ángel Buonarrotti estará en esta línea: la cultura cristiana, que prosigue lineal, indestructible, asimila de forma total la renovación de la Antigüedad. Se cristianiza la Mitología clásica; se acogen modos de comportamiento; se renueva el arte. Pero en definitiva, se sigue haciendo lo que a lo largo de toda la Edad Media ha tenido primacía: iglesias.

El Renacimiento se establece en dos vías -considerando el arte en Castilla- que son la civil y la religiosa. Pero gana siempre en esta última, porque la riqueza que la Iglesia emplea en promover el arte es siempre superior a la de las clases civiles.

Es indudable que los arquitectos del Renacimiento tuvieron modelos claros para levantar sus palacios, en imitación de los construidos, o rescatados, de la Antigüedad: plantas, fachadas, distribuciones, etc., estaban allí, en las excavaciones, en los libros y manuscritos exhumados. Había, simplemente, que copiarlos para recuperarlos. Pero en la Antigüedad clásica no había iglesias. Y las necesidades de éstas eran tan concretas, que no cabía sino aplicar de manera muy genérica los principios de la arquitectura clásica. A lo largo del Renacimiento italiano podremos ver cómo se van desarrollando fórmulas que intentan conciliar la necesidad ritual del cristianismo con los modelos antiguos. Ahí está Brunelleschi, que en San Lorenzo de Florencia obtiene un templo similar a las antiguas basílicas paleocristianas. Y al mismo autor en la Santa María degli Angeli, también en Florencia, con su planta circular, que viene a ser el primer edificio centralizado del Humanismo, y que surge como un replanteamiento de estructuras preexistentes.

Tras esos intentos, quizás exagerados, pero muy valiosos, de implantar de un modo total el sistema antiguo sobre la temática cristiana, se desarrollan por toda Europa, y especialmente en España, otras fórmulas más modestas, pero que van a ser capaces de conseguir resultados brillantes. Uno de esos «arquitectos renacentistas» plenos de fuerza e imaginación será Covarrubias. El y las gentes de su escuela (en cuya órbita gira esta iglesia parroquial de El Cubillo de Uceda) pondrán los recursos de la antigüedad clásica al servicio de los encargos cristianos que reciben. Pero lo pondrán especialmente en la parte correspondiente a la decoración. Porque la estructura de los templos, no se renueva en absoluto. Con su orientación clásica, su atrio porticado al sur, sus torres, etc., sigue fielmente los cánones medievales que, por otra parte, y concretamente en nuestra provincia, se mantienen en vigor hasta prácticamente nuestros días.

En la portada de El Cubillo de Uceda, se quiere imponer una estructura clásica, antigua, sobre una «puerta de iglesia». En imitación del arquitrabe de un «panteón» griego, de un palacio romano, de formas rectas, severas, perfectamente ordenadas y equilibradas no llegan a más que poner en orden pilares y frisos. Estos, en su sencillez distributiva, recurren a cargarse de una decoración en la que ganan los elementos clásicos: sólo se ven cabezas de guerreros, grutescos excesivos, «puti» utilizados como atlantes, jarrones, monstruos y un largo y abigarrado etcétera en el que la temática es absolutamente pagana, totalmente referida a motivos clásicos. Si sólo se contemplara, en una perspectiva ideal, el arquitrabe, frisos, capiteles y pedestales de esta portada, se dudaría de estar ante una iglesia cristiana: se apostaría más fácilmente por el resto de un edificio romano hallado entre unas ruinas.

En definitiva, la magnífica portada de El Cubillo de Uceda, que recomiendo a mis lectores visitar y saborear despacio, viene a ser un hermoso paradigma de lo que el arte del Renacimiento plantea, más allá de anécdotas y lugares comunes, aun en nuestra propia tierra: la contradicción continúa entre el «tema» y el «sistema». En esa Pugna, como en toda discusión, nace la luz y la esplendidez del arte.

(1) Nieto Alcaide, V., y Checa Cremades, F.: El Renacimiento (formación y crisis del modelo clásico), Istmo, l 980