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abril, 1981:

El Cubillo de Uceda y el problema del Renacimiento

 

Caminando por los infinitos recursos paisajísticos, por las inacabables veredas de la tierra de Guadalajara, hemos llegado, una vez más, a la villa de El Cubillo de Uceda, que en tiempos remotos fue una simple aldea de la Comunidad de Villa y Tierra de Uceda, y posteriormente, hacia el siglo XVI, se hizo con una jurisdicción propia y creció con prosperidad. De esa época, primera mitad de la XVI centuria, es fruto su iglesia parroquial, actualmente en tramite para ser declarada, con toda justicia, Monumento de importancia histórico-artística a más alto nivel.

Está construido este templo parroquial de El Cubillo de Uceda con los materiales propios de la región, y otros nobles traídos de canteras del Jarama. Consta su fábrica de hiladas horizontales de piedra caliza y mampostería de canto rodado, que no llega a ser sillarejo alternando con breves paramentos de ladrillo. Su muro frontal, orientado al poniente, es muy amplio, equilibrado de proporciones, y en él se abre la portada, que luego comentaremos. Sobre el costado meridional, aparece un atrio de buenas dimensiones, con pilares delgados apoyados en altos pedestales, y una portada de sencillísimas líneas clásicas. A levante aparece el ábside, que es un resto de la construcción primitiva, de la primera iglesia del lugar, afortunadamente respetado, y que muestra en todo su esplendor el estilo románico‑mudéjar, con proporción de arcadas ciegas hechas totalmente de ladrillo, consiguiendo un equilibrio y unos contrastes de luces que le dan un valor estético muy acusado. También sobre el ángulo nordeste se alza una torre de escaso interés.

El interior es espléndido, de tres naves, separadas por pilares cilíndricos que rematan en grandes y curiosos capiteles cargados de iconografía renacentista. Al fondo de la nave central, en la cabecera del templo, se abre el presbiterio, incluido en el antiguo ábside, que es de pequeñas proporciones, y semicircular. Un arco de este tipo aparece enmarcándolo, y un buen artesonado de la misma época, con fuerte tendencia mudejarizante, cubre su altura. El equilibrio del interior de esta iglesia, sus proporciones un tanto pesadas, sencillas, pero bien logradas, le conceden el encanto suficiente como para saber que está ante una obra «con firma», una pieza meditada y dirigida por un arquitecto con experiencia y oficio. Un arquitecto, además, del círculo anejo a los obispos de Toledo, pues el Cubillo perteneció, como un gran área del sur de la provincia de Guadalajara, a la archidiócesis toledana durante muchos siglos, e incluso este mismo pueblo fue también, durante varias centurias, señorío de los obispos toledanos. Quizás no costaría ver, como autor de este templo, por lo menos en sus líneas magistrales, a Alonso de Covarrubias, que en esta comarca dejó muchas obras (Guadalajara capital, Alcalá de Henares). La traza del templo y su portada tienen un sello renacentista inconfundible, quizás con cierto aire de primitivismo impropio de este autor; pero donde se afianza la evocación de Covarrubias es en el friso de la portada, con una riqueza escultórica y un movimiento de grutescos, que se asemejan en todo alo hecho personalmente por tan afamado artista. Es curioso que en el cercano pueblo de Talamanca, exista un templo parroquial de similares características a este de El Cubillo, aunque sin una portada tan espléndida.

Lo que hoy llama principalmente nuestra atención es este ingreso al templo, cuya imagen acompaña estas líneas. La descripción es breve y sencilla: de estructura plana, con leves resaltes sobre el muro, aparece un vano escoltado de jambas lisas y pilares adosados. Sobre el dicho vano, un arquitrabe con tallas, y encima, un friso de extraordinaria decoración y movimiento. La línea de pilares remata en flameros, y el friso se corona por arco ciego semicircular que incluye hornacina con estatua de San Miguel. El problema que aquí plantea el Renacimiento es la utilización de estructuras clásicas, tomadas directamente de moción ha explicado el profesor Nieto Alcaide, al señalar la «profunda contradicción entre el tema, fundamentalmente de carácter religioso, y el sistema plástico, en sus diferentes desarrollos y aplicaciones». El Renacimiento (tomado en un sentido puro, total, como el que se opera en la Florencia del siglo XV; o heredado y desvirtuado, como el que puede aparecer en El Cubillo de Uceda a mediados del Siglo XVI) es en esencia un «ritorno all’antico», una vuelta a la Antigüedad clásica, en un intento de establecer la continuidad con una cultura laica anterior a la medieval, con la que se verificaba una identificación (1). El problema, que nace como tal en el siglo XV, plateando esa divergencia entre «tema» y «sistema», llega a una crisis que parece irresoluble al final del Quatroccento, y se resuelve en el comienzo de la siguiente centuria con la «concordatio» que el genial Pontífice Julio II logra establecer entre Cristianismo y Cultura Clásica. La obra toda de Miguel Ángel Buonarrotti estará en esta línea: la cultura cristiana, que prosigue lineal, indestructible, asimila de forma total la renovación de la Antigüedad. Se cristianiza la Mitología clásica; se acogen modos de comportamiento; se renueva el arte. Pero en definitiva, se sigue haciendo lo que a lo largo de toda la Edad Media ha tenido primacía: iglesias.

El Renacimiento se establece en dos vías -considerando el arte en Castilla- que son la civil y la religiosa. Pero gana siempre en esta última, porque la riqueza que la Iglesia emplea en promover el arte es siempre superior a la de las clases civiles.

Es indudable que los arquitectos del Renacimiento tuvieron modelos claros para levantar sus palacios, en imitación de los construidos, o rescatados, de la Antigüedad: plantas, fachadas, distribuciones, etc., estaban allí, en las excavaciones, en los libros y manuscritos exhumados. Había, simplemente, que copiarlos para recuperarlos. Pero en la Antigüedad clásica no había iglesias. Y las necesidades de éstas eran tan concretas, que no cabía sino aplicar de manera muy genérica los principios de la arquitectura clásica. A lo largo del Renacimiento italiano podremos ver cómo se van desarrollando fórmulas que intentan conciliar la necesidad ritual del cristianismo con los modelos antiguos. Ahí está Brunelleschi, que en San Lorenzo de Florencia obtiene un templo similar a las antiguas basílicas paleocristianas. Y al mismo autor en la Santa María degli Angeli, también en Florencia, con su planta circular, que viene a ser el primer edificio centralizado del Humanismo, y que surge como un replanteamiento de estructuras preexistentes.

Tras esos intentos, quizás exagerados, pero muy valiosos, de implantar de un modo total el sistema antiguo sobre la temática cristiana, se desarrollan por toda Europa, y especialmente en España, otras fórmulas más modestas, pero que van a ser capaces de conseguir resultados brillantes. Uno de esos «arquitectos renacentistas» plenos de fuerza e imaginación será Covarrubias. El y las gentes de su escuela (en cuya órbita gira esta iglesia parroquial de El Cubillo de Uceda) pondrán los recursos de la antigüedad clásica al servicio de los encargos cristianos que reciben. Pero lo pondrán especialmente en la parte correspondiente a la decoración. Porque la estructura de los templos, no se renueva en absoluto. Con su orientación clásica, su atrio porticado al sur, sus torres, etc., sigue fielmente los cánones medievales que, por otra parte, y concretamente en nuestra provincia, se mantienen en vigor hasta prácticamente nuestros días.

En la portada de El Cubillo de Uceda, se quiere imponer una estructura clásica, antigua, sobre una «puerta de iglesia». En imitación del arquitrabe de un «panteón» griego, de un palacio romano, de formas rectas, severas, perfectamente ordenadas y equilibradas no llegan a más que poner en orden pilares y frisos. Estos, en su sencillez distributiva, recurren a cargarse de una decoración en la que ganan los elementos clásicos: sólo se ven cabezas de guerreros, grutescos excesivos, «puti» utilizados como atlantes, jarrones, monstruos y un largo y abigarrado etcétera en el que la temática es absolutamente pagana, totalmente referida a motivos clásicos. Si sólo se contemplara, en una perspectiva ideal, el arquitrabe, frisos, capiteles y pedestales de esta portada, se dudaría de estar ante una iglesia cristiana: se apostaría más fácilmente por el resto de un edificio romano hallado entre unas ruinas.

En definitiva, la magnífica portada de El Cubillo de Uceda, que recomiendo a mis lectores visitar y saborear despacio, viene a ser un hermoso paradigma de lo que el arte del Renacimiento plantea, más allá de anécdotas y lugares comunes, aun en nuestra propia tierra: la contradicción continúa entre el «tema» y el «sistema». En esa Pugna, como en toda discusión, nace la luz y la esplendidez del arte.

(1) Nieto Alcaide, V., y Checa Cremades, F.: El Renacimiento (formación y crisis del modelo clásico), Istmo, l 980

El Fuero de Molina

 

Una de las peculiaridades más señaladas en orden a destacar en la idiosincrasia del Señorío de Molina, es el Fuero medieval que por don Manrique de Lara, primer conde molinés, fue concedido en 1154. En él se señalaron los límites originales del territorio, y se establecen las bases del ordenamiento político, jurídico y social que aquella primitiva sociedad medieval necesitaba para desarrollarse fuerte y decididamente.

Sólo dos ejemplares medievales se han conservado de este Fuero de Molina. Ambos son copias romanceadas del primitivo, que debió estar redactado en latín. Una se conserva en el Archivo del Ayuntamiento de Molina de Aragón; el otro en la Biblioteca del Palacio Real. El primero de ellos fue hecho en 1272, a instancias de la condesa doña Blanca; el segundo, en 1474, lo copió Francisco Díaz. Otras copias más modernas de estas señaladas, se encuentran en la Biblioteca Nacional de Madrid.

El Fuero lo redactó y promulgó, con pleno poder legislativo, el señor de Molina don Manrique de Lara, siendo luego confirmado por el rey de Castilla. Pertenece a la órbita jurídica del llamado «derecho consuetudinario», esto es: recopilación de normas jurídicas y sociales en uso habitual entre el pueblo al que se entrega, viniendo a ser realmente un «pase a limpio» de lo que habitualmente se hacía entre los hombres a los que se entregaba. Este tipo de Derecho germánico, de hondas raíces celtíberas, se extiende desde Vascongadas y Cantabria hacia Castilla y el Bajo Aragón, con todos los cuales ordenamientos tiene el Fuero molinés semejanzas, dejando ver en algunos temas una cierta influencia, suave, del feudalismo francés.

Quedaba en este Código un cierto número de acciones jurídicas ligadas a la figura del señor: el servicio militar de las gentes del señorío se prestaba al conde, quien poseía su propio ejército, que ponía a colaboración de la Corona castellana en las ocasiones en que se hacía preciso. Así ocurrió con la batalla de las Navas de Tolosa, o con la conquista de Cuenca y otros momentos cruciales de la Reconquista, en los que la «hueste» molinesa dejó muy alto el pabellón de su coraje y valeroso sacrificio. También el señor tenía la prerrogativa de nombrar merino en el territorio, Alcaide del alcázar molinés y alcaide de fortalezas, así como sesmeros o representantes señoriales encargados de la repoblación y distribución de tierras en cada sesma.

Quizás lo más interesante del Fuero de Molina es la estructura dada al territorio, y la serie de representantes populares que establece, en una articulada democracia similar a lo que fue normativa de los otros fueros castellanos: el Concejo de la villa de Molina era el órgano supremo de participación del pueblo. La villa se dividía en colaciones, y la tierra tenía un elevado número de aldeas. Todos los hombres y mujeres del Señorío dedicaban un domingo de finales del verano, inmediatamente antes o después de la fiesta de San Miguel, para elegir a sus «aportellados» o representantes, que tenían que pertenecer al estamento de «caballeros», aunque estaba dispuesto también en el Fuero que para estar dentro de esta categoría, no se necesitaba otra cosa que tener un buen caballo en uso y armas prestas para poder ir a la guerra. El cargo superior de los aportellados era el de juez, que tenía el sello del Común y presidía las reuniones del Concejo: dos o más alcaldes, los jurados, los pesquisidores y los caballeros de la Sierra. Estos elegían a su vez los oficiales del Concejo: notario, andadores, sayón, almotacén, veladores de las torres del alcázar, etc. El señalado hecho de considerar en el Fuero, en igualdad de condición ante la ley, a nobles y plebeyos, lo dice bien claramente el artículo 12 de dicho código, que señala lo siguiente: «Yo, Conde don Manrrique, doy a vos en fuero, que vos el Concejo de Molina, siempre en cada año, juez y alcaldes de cada una colación, pongades. Empezando por la fiesta de sant Miguel fasta en la fin desse mismo año. Et aquestos alcaldes sean a onor et a provecho de todo el concejo de Molina, también de los menores como de los mayores, et sean buenos et firmes et derecheros, cuidándoles el sennor et todo el concejo de Molina: ninguno non aya verguenza de juzgar derecho, ni de decir verdat ni de facer justicia segunt su alvedrío et segun su seso, ni por aver, ni por pavor, ni por comer ni por bever, ni por parientes ni por vando. Mas todos digan verdat también a los menores commo a los mayores. Et aquellos que aquesto ficieren, de Dios sean bendichos en la vida, et en buenas obras perseveren fasta la fin et despues ayan buena fin et despues ayan vida perdurable». Todo un ejemplo de democracia y buen gobierno.

Sobre región y comarcas en Guadalajara

 

En estos tiempos estamos asistiendo a una proliferación en el uso de algunos términos que, en la mayoría de los casos, no están plenamente asimilados por parte de quienes los manejan, y mucho menos por parte de aquéllos otros que reciben conceptos o noticias a ellos referentes. Esto es lo que está ocurriendo con las palabras región y comarca, que en la actual parcelación autonómica del Estado español se esgrimen cada día de un modo distinto, se utilizan con categorías diversas y, en definitiva, vienen a crear una confusión mayúscula en la población que, como digo, no entiende todavía, en líneas generales, qué es una cosa y qué es otra, y cuántas y cuáles son las que en su entorno inmediato existen.

Pienso que lo lógico, lo que se impone en estos momentos, es realizar un Congreso, Simposium o como quiera llamarse, en el que aquéllos especialistas más destacados de toda España se impongan la adopción de una terminología común, una clasificación uniforme, o, en todo caso (si ésto le puede «oler» a algunos a autoritarismo) conseguir de mutuo acuerdo un «consenso» de tipo terminológico geográfico que pueda servir para que los españoles vayamos a más en esto de entendernos, y no precipitarnos (como parece estar ocurriendo en algunos temas) en un desesperante diálogo de sordos. ¿Qué es una región? ¿Qué es una comarca? ¿Cuántas de una y otra hay en España?  ¿Cuáles son sus límites y por qué? Mientras no se contesten estas preguntas de manera contundente se está perdiendo el tiempo y gastando energías (y otras cosas). Y a esto solo pueden dar respuesta los técnicos en la materia: geógrafos, sociólogos, historiadores. Mientras este importante asunto lo sigan dilucidando los políticos (que lo único que tienen en su haber es el mandato popular conquistado por los votos, y nada más) seguiremos nadando en un mar de dudas.

Ejemplos los hay en abundancia. Los catalanes parecen tenerlo muy claro. Su país, nación o región (Cataluña), que de todos modos se acepta denominarla, quieren dividirla administrativamente en comarcas, que es como la gente conoce y usa a la tierra. Perfecto. La división en provincias no les vale, es artificial, no clarifica problemas. Me parece una postura correcta y lo único que espero es que se pongan pronto a trabajar en ello. Por otras partes, la cosa ya no está tan clara: la Rioja (antigua provincia de Logroño) se constituye en «región» incluso con carácter autonómico. Pero, sin embargo, en el País vasco (Euskadi) hay una comarca que es la Rioja Alavesa. ¿Cómo puede entenderse esto? Y aun en Navarra hay otra parte de Rioja incluida en ésta que, de momento, es región preautonómica (Navarra), pero que puede llegar a convertirse en comarca de una región superior (País Vasco). ¿Por qué, entonces, se constituye una región (Rioja) reconociendo que una parte de ella está en otra Región (País Vasco)? Ejemplos de esto hay por todas partes. Uno de ellos, de mayores dimensiones, lo tenemos en nuestra propia tierra: sin definir previamente el concepto región, se pasa a constituir dos de ellas que son parte de una sola: Castilla‑León y Castilla‑La Mancha, llegando a tomar, esta última, el nombre conjunto de una región (previamente partida) y una comarca.

La necesidad de esta previa definición de los conceptos que tanto se manejan reza para todo el territorio español. Sería necesario examinar la utilidad que la provincia como tal división aún mantiene, y realizar un análisis de las comarcas que en cada provincia existen, pero partiendo del concepto, que creo está muy claro, de que hay comarcas que alcanzan a varias provincias (léase, por ejemplo, la misma Mancha, o incluso nuestra Alcarria, partida ahora entre las provincias de Guadalajara, Madrid y Cuenca).

En un estudio que hacía Julio Caro Baroja hace unos años (1), examinaba la etimología de estas palabras, y aun reconociendo previamente el cambio que a lo largo de los siglos sufre el significado y el significante, venía a mostrar como «región» deriva de «rego»= dirigir en línea recta, tener la dirección o el mando; e incluso de «rex» = rey, por lo que «regio» o región en nuestro actual castellano viene a significar territorio con un gobierno único, común. La Academia Española de la Lengua ha dado este significado para región: «Porción de territorio determinada por caracteres étnicos o circunstancias especiales de clima, producción, topografía administración, gobierno, etc.».

Para la consideración de la comarca, el mismo Diccionarioooo de la Real de la Lengua viene a ser muy vago, expresándose así: «Comarca. División de territorio que comprende varias poblaciones». Verdaderamente, muy poca cosa para empezar a concretar las comarcas españolas. Pero el uso de historiadores y geógrafos a este término ha conseguido ampliarlo, y hoy existen unos criterios admitidos por todos que sirven para catalogar o encontrar una comarca. Serían éstos:

a) la comarca se halla incluida, con otras más o menos semejantes, dentro de una región más amplia, definida por un sistema orográfico, hidrográfico y un clima de cierta homogeneidad.

b) la comarca se halla limitada por alturas, valles de ríos, bosques, estepas, etc., que para las masas de población rural, de vida sedentaria, constituyen un marco familiar en el que se desenvuelve su vida. Hoy día, con el transporte motorizado, esto ya casi no sirve como punto definitorio, pero puede aún ser de utilidad en muchos casos.

c) la comarca tiene un centro comercial o industrial vigoroso y en tiempos antiguos tenía un sistema defensivo de castillos y fortalezas que le limitaba y concretaba.

d) la comarca tiene unas particularidades lingüísticas y costumbristas definidas y homogéneas.

e) la comarca tiene un centro religioso o de piedad unánimemente aceptado como centro de ella (una ermita, una romería anual, etc.).

En este sentido, no parece difícil  considerar en la actual provincia de  Guadalajara varias comarcas, que en  su mayor parte tiene zonas comunes con otras provincias: así, la más definida, por sus constantes geográficas, paisajísticas, de recursos, históricas, etc., es «la Alcarria«, que se incluye en Guadalajara, Madrid y Cuenca. Otra sería el «Señorío de Molina«, con un componente geográfico clarísimo, un centro comercial (Molina) y uno devocional (la Hoz), unos límites orográficos (Sierra Menera, Sierra Molina) e hidrográficos (el Jiloca, el Tajo) muy concretos, etc. Otra sería «el Ducado» (antiguo de Medinaceli) que abarca nuestra provincia y parte de la de Soria, con capital en Sigüenza y su santuario en Barbatona. Y en fin, la comarca de «la Sierra«, cuyas capitales caen al norte de la Somosierra (Ayllón, Riaza, Sepúlveda, etc.) y la «Campiña del Henares«, ampliamente distribuida por las provincias de Madrid y Guadalajara, hoy sin duda la más rica y floreciente de todas. Como se ve, comarcas definidas, con personalidad propia. Dentro todas ellas de una región, Castilla, a la que sobran, lógicamente, apellidos.

De todos modos, insisto en que el tema es lo suficientemente importante, y trascendental en estos momentos, como para que antes de tomar decisiones cruciales (que en todo caso son coyunturales) se repase a fondo la problemática, y se conozca en serio, el terreno que se pisa. ¿Se le ocurriría a alguien hacer un viaje sin saber a dónde se va, ni quiénes son sus compañeros, ni en qué vehículo se viaja? Sólo en caso de huída precipitada, pienso, sería pensable hacer tal cosa.

(I) Caro Baroja, J.: Sobre los conceptos de región y comarca, en «Boletín Oficial de la Asociación Nacional de Ingenieros Agrónomos» V‑VIII, núm. 12 (1951).

José de Creeft, otra vez con nosotros

 

En los pasados días, y gracias a la actividad cultural que despliega incansable la Caja de Ahorro Provincial de Guadalajara, hemos tenido los alcarreños la oportunidad de contemplar una de las más extraordinarias exposiciones de arte que han pasado por nuestra tierra: la titulada como «La Aventura humana de José de Creeft», que nos ha permitido conocer y admirar la obra viva, magnífica y enriquecedora para el arte universal, de uno de nuestros más ilustres paisanos: José de Creeft, en estos momentos todavía vivo (tiene 96 años) y residente en Nueva York, y que está mundialmente considerado como uno de los más calificados renovadores de la escultura del siglo XX. Han sido esos días que ha durado la exposición, un continuado desfilar de gentes, un permanente encomio ante lo que de genial actividad artística puede calificarse. Por añadidura, la entidad patrocinadora de la exposición ha realizado un catálogo, también titulado «La aventura humana de José de Creeft», en el que a lo largo de sus 100 páginas y varios centenares de fotografías, se recopila todo lo que de interesante reúne la biografía y la obra de este escultor.

Para introducir a su conocimiento o recordárselo a los que ya saben de él, y vieron su obra, es preciso anotar que este relevante artista nació en Guadalajara, el 27 de noviembre de 1884, de padres catalanes: Mariano de Creeft y Masdeu, militar y a su vez hijo de general, y Rosa Champane y Ortiz. Su padre había participado en la Revolución de 1868; de ideas liberales y revolucionarias, poco después fue degradado y encarcelado, vagando por España algún tiempo, siendo así que, en una estancia en la ciudad de Guadalajara, naciera su hijo José, y aquí pasara sus años de primera infancia. Poco después volverían a Barcelona, donde el padre moría en 1890, dejando a la familia en la miseria. Siendo todavía un niño, José se dedicó a elaborar figuritas de nacimiento, en barro y pintadas, que vendía por las Ramblas, para obtener algún dinero para la familia. Su formación auténtica la hace en Barcelona, trabajando durante algún tiempo con el imaginero Barradas, para poco después pasar como aprendiz a la Fundición Masriera y Campins, que dirigía Mariano Benlliure. Allí contactó con Manolo Hugué y con Pagés i Serratosa, quienes le introdujeron en las ideas del nuevo arte. Poco después viajó a Madrid, entrando allí en el taller del escultor Agustín Querol, academicista a ultranza, y poco tiempo más tarde se dedicó al estudio del dibujo con Rafael Hidalgo de Caviedes. Al fin, decidió su carrera en la moderna tendencia artística, y marchó a París en 1905. Fue a residir en el «Bateau‑Lavoir» en el barrio de Montmartre, donde toda la vanguardia del siglo XX tenía su cuartel creativo: allí se reunió con Picaso, Juan Gris, Brancuci, Modigliani, Apollinaire, Cocteau, Gertrude Stein, Jacob, etc. y con ellos participó en el parto del arte nuevo, de esa explosión que abrió los cauces -desde el fauvismo, el expresionismo, el cubismo o el futurismo- el arte abstracto. Es así que José de Creeft puede considerarse hoy día, tras la muerte de Picasso, el más destacado sobreviviente de aquel bullir parisino trascendental en la historia del arte.

Desde los primeros años de estancia en París, José de Creeft se inclinó por el trabajo de la materia en forma de «talla directa», al estilo de los antiguos escultores primitivos y renacentistas, por los que sentía una gran admiración. Sobre esa técnica de gran fuerza, nuestro artista se inclinó hacia las formas surgidas de antiguas y remotas culturas: lo africano, asiático, egipcio, americano precolombino, prehistórico europeo, etc. le llamaban con fuerza a crear en su ámbito. Rechazando enérgicamente el trillado camino del academicismo romántico, de Creeft pasó al estudio y creación genial de formas simples pero elocuentes. Siguiendo a Miguel Ángel, de Creeft dirá que «esculpir» consiste en eliminar el exceso de materia que cubre las formas». En esa tarea, humana fundamentalmente, por creativa y dura, tenaz y esforzada, está José de Creeft desde un principio. Trabaja sobre variadas piedras: desde las más o menos blandas, como la esteatita, la pizarra, areniscas, calcáreas y otras algo más duras como el mármol y el granito, hasta la durísima diorita. Hace sus tallas también sobre la madera: en una gama amplia, desde el pino, olmo y castaño hasta las más resistentes de nogal, teca y ébano. Y de los metales también usa el bronce y el plomo para el repujado. Otros diversos materiales completan en ocasiones sus obras: el papel, los hierros viejos, el cemento, etc. Sus herramientas son simples, siempre necesarias de la mano humana que las guíe: él mismo, en una forja propia, las realiza justas para cada tarea. El pico y la escoda son sus amigos y fieles colaboradores. Al enfrentarse a un gran bloque pétreo, no piensa siquiera en la posibilidad que la técnica le ofrece de atacarle con un compresor: «el uso del compresor sobre la piedra distrae el pensamiento. Se me ha acusado de utilizar los utensilios del hombre de las cavernas, pero yo digo: el ruido y la velocidad de la máquina se interponen entre la piedra y yo» dijo en cierta ocasión. La fuerza de José de primitivismo una gloria perenne del arte español.

En cuanto a su biografía posterior, una vez hecho como artista en el París de los años 20, sólo podemos decir que, aunque larga en años ha sido breve en acontecimientos. Volvió a España durante la República, y en el transcurso de la Guerra Civil marchó exiliado a Estados Unidos, donde desde entonces ha trabajado y ha estado considerado como una de las glorias del arte contemporáneo yanqui. Allí sigue, en su casa de New York, con la juventud perenne en su mirada, y el ímpetu ágil de la genialidad creativa entre sus manos. Su avanzada edad le ha impedido, como hubiera sido su deseo, «cruzar el charco», y estar entre nosotros, pero la provincia de Guadalajara, y la región catalana, saben que este hombre es una de sus figuras más preciadas, más destacadas de su larga y generosa nómina de artistas.

Haber contemplado esta exposición de «La aventura humana de José de Creeft», en la sala grande de la Caja de Ahorro Provincial de Guadalajara, ha sido un ejercicio útil de aprendizaje, para cuantos por allí hemos pasado. Pero también ha sido, y creo que eso es lo más importante en el caso del arte, una ocasión de sentir que la actividad del hombre, cuando vuelca su pasión creativa sobre la materia, es superior a la naturaleza, y en todo caso generadora de optimismo para el resto de la humanidad, que sabe es capaz de regenerarse perennemente en esta función de la creatividad artística. Además, ha sido un alcarreño, José de Creeft, quien nos lo ha dicho.