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octubre, 1980:

El arte de la orfebrería

 

Clasificada tradicionalmente entre las artes menores, la orfebrería es una ocupación antiquísima que ha seguido los pasos de las clases más poderosas de cada tipo de sociedad, realizando para ellas joyas y piezas de arte que en reducido número han llegado hasta nuestros días, procedentes de antiguas épocas y culturas. Hoy se encuentran como objetos de culto, o en las vitrinas de los Museos, a la contemplación de los curiosos. El estudio de la antigua orfebrería, supone hacer un repaso y una nueva valoración de las ciudades en las que existía el gremio de los orfebres, saber la potencialidad económica de la población por el número de piezas realizadas, y en definitiva, seguir el rastro, por otra vía, a la evolución de los estilos artísticos de cada momento de la historia.

En la provincia de Guadalajara existe hoy un acopio más que mediano de obras de orfebrería, que si bien es una parte muy reducida del gran arsenal que en tiempos pasados hubo, aún nos permite seguir con relativa comodidad la trayectoria de centros productores, maestros orfebres, estilos e influencias. Hoy se encuentran fundamentalmente estas obras en las iglesias parroquiales de los pueblos y en el Museo Diocesano de Arte Antiguo, de Sigüenza. Tan solo la iglesia ha sido capaz de guardar estas preciadas joyas, pues las familias nobles de Guadalajara y provincia, que en gran número tenían piezas de orfebrería (los Mendoza, -sabemos por algunos documentos y relaciones antiguas-tenían una inmensa fortuna en objetos de oro y plata, labrados por los mejores orfebres del país en su palacio de Guadalajara) las perdieron en ventas y almonedas.

En cuanto a los centros productores, tres están documentados en nuestra tierra. Sigüenza tuvo un importante auge en los siglos XV al XVII. Al abrigo de su catedral y su riquísimo episcopado, muchos plateros acudían a instalar su taller en las callejas cercanas al templo mayor. Algunos eran vascos otros castellanos. Los nombres de Juan Vizcaíno, los hermanos Oñate (Hernando Y Juan), Alonso de Lezcano, Matías Bayona y Gabriel Navarro nos indican sus orígenes norteños. Los más destacados, sin embargo, fueron castellanos, incluso alcarreños. En el siglo XVI destacaron los talleres seguntinos de los Valdolivas (padre e hijo: Diego y Mateo respectivamente); de Pedro de Frías, que fue platero oficial del Cabildo, y produjo muchas obras (cruces, custodias) para parroquias del obispado de Sigüenza, de Osma, y aun más lejos: suyas son las cruces de la parroquia de Villar de Cobeta, y otra de las conservadas en la Colegiata de Covarrubias (Burgos): Pascual de la Cruz fue también platero del Cabildo a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Hizo varias cruces para iglesias de la diócesis. Y quizás el más importante y sublime de los orfebres seguntinos de esta época fue Martín de Covarrubias, hermano del arquitecto Alonso de Covarrubias. Fue también el encargado por el Cabildo de realizar las obras y reparaciones precisas al tesoro de su sacristía. En 1543 ya ocupaba dicho cargo. Todavía en 1578 aparece en él, arreglando unas cadenas de plata. En 1548 hizo la cruz de la parroquia de San Gil, de Medinaceli (Soria), y a mediados de esa centuria realizó con su clásica maestría las cruces parroquiales de La Toba, Alustante y Pastrana, piezas que hoy se conservan todavía. Otros muchos orfebres y plateros, de menor entidad, tenían sus tiendas y talleres en la Travesaña baja sitúa dos, y allí acudían-o al Mercado semanal de la plaza-gentes venidas de toda la diócesis, especialmente de la Sierra, de Atienza y del Señorío de Molina, a comprar y arreglar sus piezas de plata.

Otro de los grandes centros de orfebrería de nuestra provincia fue la ciudad de Guadalajara. Tenemos documentación de que, al menos desde el siglo XV, se trabajó la plata en la ciudad del Henares. Muchos e ilustres nombres pusieron su arte y su trabajo en esta nómina. El gremio estaba radicado en las callejas circundantes a la iglesia de San Ginés (la antigua, que ocupaba el solar en que hoy asienta el palacio de la Diputación Provincial), y más concretamente en una vía que hasta esa plaza llegaba desde la puerta del Mercado (coincidente, más o menos, con las calles de Calnuevas y vizcondesa de Jorbalán). Aunque sobre el gremio y figuras de la platería en Guadalajara he de publicar próximamente en la revista «Wad‑al‑hayara» un estudio documental más detallado, vayan aquí los nombres más destacados de estos artistas arriacenses en el siglo XVI: Juan de Ciudad, que vivía en 1555; Francisco Gutiérrez, quien hacia 1573 realizó la cruz procesional de Marchamalo; Bartolomé Sánchez, quien en 1576 hizo su magnífica custodia para la parroquia donde tenían su gremio San Ginés; y Marceliano de Sotomayor, «platero de oro y plata» cómo se le cataloga en varios documentos, y al mismo tiempo fuerte comerciante en estas materias. También sabemos de la existencia del contraste Salamanca que tenía oficina propia en la calle mayor.

En cuanto al tercer centro productor, fue Pastrana, villa muy rica desde el siglo XVI, en la que asentaron diversos plateros, no de tanto renombre y buen arte como los de Sigüenza y Guadalajara, pero sí prestos a llenar con sus obras los pueblos de la Alcarria. Para los orfebres pastraneros, la competencia del centro productor de Alcalá de Henares fue muy fuerte, y por ello nunca pudieron llegar a sobresalir.

En cuanto a obras destacadas de la orfebrería en nuestra provincia, hemos de mencionar aquí, como orientación solamente para el aficionado a este tema, algunas de las piezas más bellas y notables. Repito que todavía afortunadamente existen muchas cruces, custodias cálices por ahí de gran Valor. Otras desaparecieron para siempre (la cruz y custodia de El Casar de Talamanca, la de Torija, etc.) pero aún puede el viajero acercarse a Alustante, en el confín del Señorío de Molina, y admirar la cruz que tallara en 1565 Martín de Covarrubias. O ir al pueblecito de La Puerta, y allí contemplar la obra grandiosa, quizás lo mejor de toda la platería alcarreña actual, que hizo Francisco Becerril, conquense, en el siglo XVI. Son especialmente bellas, y muy parecidas en su estructura y detalles, quizás del mismo autor, las cruces de Ciruelas y de Valfermoso de Tajuña, todavía con resabios góticos, y una gran colección de figuras y escenas talladas con singular cuidado. En Peñalver se conserva también una bella cruz del siglo XVII, con detalles escultóricos en la macolla de gran calidad. Y en Uceda sorprende la enorme y bellísima cruz parroquial que hizo el artífice toledano Abanda. En la zona de la sierra del Ocejón, la influencia de los orfebres segovianos es notable. Y así, la cruz de Valverde de los Arroyos es debida al punzón del famoso platero Diego Valle, que también hizo la de El Cardoso (hoy en el Museo de Sigüenza), o la cruz de La Huerce debida al también segoviano Francisco Ruiz. Muy bella es la cruz de Cifuentes, obra del platero madrileño del XVII Onofre de Espinos y sobre todas las piezas resalta la custodia de la catedral de Sigüenza, magnífica pieza salida de los talleres de platería de Alcalá de Henares. Este hecho curioso (que con tener Sigüenza gremio de plateros y artífices propios su Cabildo, sean los complutenses los que hicieran su custodia) se debe al hecho de que la original (que de todos modos realizó el madrileño Juan Rodríguez Bavia, platero real) se perdió en guerras, y la actual fue entregada modernamente a la catedral. No olvidaremos las cruces de Mondéjar y de Pastrana, en las que puso su arte el magnífico orfebre toledano Juan Francisco, quien asimismo realizó el cáliz de Viñuelas. Y entre las obras antiguas, románicas, de la orfebrería en nuestra tierra, son muy de tener en cuenta las cruces de Albalate de Zorita (la cruz del perro) y de Embid de Molina.

El brillo de la plata sobredorada aparece así en cada rincón, por remoto que parezca, de nuestra tierra. Un capítulo más de nuestro riquísimo patrimonio artístico que solamente así, estudiándolo a fondo, valorándolo, dando a conocer, es como mejor podrá ser defendido ante el futuro.

Don Sancho Caniego de Guzmán: una aventura en América

 

Fueron los Caniego una de las familias de mayor abolengo en la Guadalajara del Siglo de Oro, poniendo sus blasones y su recuerdo en diversos lugares de la ciudad, pues ya desde muy antiguo, a poco de llegar a ella, asentaron un palacio, en el centro del burgo, en la plaza que había delante de la iglesia de San Esteban, y en ese templo también dieron su devoción en forma de fundaciones y capillas. El primero de la estirpe que llegó a Guadalajara fue don Sancho de Caniego, traído por don Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, quien entre otros territorios del señorío vizcaíno, era propietario del Palacio de Caniego. Casó este don Sancho con dama de otra de las relevantes familias alcarreñas, con doña María Beltrán de Guzmán. Y fueron manantial de donde surgiría un ancho río de curiosos personajes y variados caracteres, que darían a la ciudad de Guadalajara historias y anécdotas en aportación constante.

Entre los herederos de este primitivo matrimonio, recordamos al caballero de San Juan, de Fernando Caniego (1), y, sobre todo, al que hoy protagoniza nuestro recuerdo y comentario, don Sancho Caniego de Guzmán. De él han llegado hasta nosotros algunas noticias fragmentarias, especialmente de su viaje y estancia en América, donde hizo algunas hazañas y dejó memoria diversa en los años del comedio del siglo XVI, por tierras del Jalisco mejicano.

En esa época, alcanzó el alto cargo de Virrey y Capitán General de la Nueva España don Antonio de Mendoza, de la ilustre casa mendocina alcarreña. Era nieto del marqués de Santillana, e hijo del primer conde de Tendilla. Su gobierno de los inmensos territorios mejicanos fue prudente, colmado de aciertos y de grandes realizaciones. Es en su época cuando centenares de alcarreños se lanzan a la aventura del Nuevo Mundo, especialmente en los territorios mejicanos que gobierna Mendoza. Además de la figura colosal de Nuño Beltrán de Guzmán, conquistador de gran parte de la Nueva Galicia, y fundador de la ciudad de Guadalajara de Jalisco, es necesario destacar la figura del licenciado Diego Núñez, que acudió como médico y cirujano del ejército de Guzmán (2). Entre ese ejercito aparecen mencionados muchos arriacenses: Cristóbal de Oñate, como capitán de jinetas; Juan de Oñate, como porta‑estandarte real y porta‑guión de Nuño, y muchos otros nombres que hablan a las claras de su procedencia alcarreña: así los Figueroas, Maldonado, Rueda, Urbina, Ortiz de Zúñiga, Saldaña Mendoza, Orozco, Flores, Medina, Yáñez, Núñez, etc. (3). Las noticias concretas sobre don Sancho Caniego de Guzmán (4) nos dicen que fue primo carnal del conquistador y fundador Nuño Beltrán de Guzmán, pues el abuelo del primero, don Sancho de Caniego, casó en Guadalajara con una ascendiente directa del segundo, doña María Beltrán de Guzmán, según hemos referido más arriba. Llamado a tierras americanas por su primo, Sancho de Caniego acudió junto a él, y fue comisionado de Nuño cuando éste, como gobernador del Panuco, quiso apropiarse de territorios anejos. Alcanzó enseguida Caniego el cargo de teniente de Nuño Beltrán, quien le envió a realizar descubrimientos y conquistas por el territorio todavía sin visitar. Dice la crónica que Caniego «sólo descubrió salvajes y terrenos desiertos». Colaboró con el virrey Mendoza en una de sus más queridas aventuras: la puesta en marcha y explotación de las minas de plata de Zacatecas. La ciudad de este nombre fue fundada en 1548 por los alcarreños Cristóbal de Oñate, Diego de Ibarra, Juan de Tolosa y Baltasar Tamiño, y allí puso el virrey su interés más decidido en proteger al indio minero. Sabemos, por documentos diversos que luego hemos de mencionar, como Sancho Caniego de Guzmán fue íntimo de estos hombres, en especial de Cristóbal de Oñate, y tuvo como ellos gran participación en la explotación de la plata de Zacatecas. Pero la codicia y el descontrol que tan lejanas tierras propiciaban, hizo que tanto Nuño Beltrán de Guzmán como otros compañeros y allegados suyos se excedieran en actos de crueldad, por lo que el virrey Mendoza decidió residenciar y prender a Beltrán de Guzmán, en 1537, y acabar con sus locuras, al mismo tiempo que desbaratando el sistema despótico que en el Jalisco había montado con otros compatriotas. Como se ve, el bien y el mal de los primeros años de la Guadalajara jalisciense y su región, fue protagonizado por gentes llegadas de la alcarreña tierra (5).

Para centrar un poco mejor la aventura americana de Sancho Caniego de Guzmán, podemos acudir a un interesante documento que he hallado recientemente, el testamento que este personaje escribió en Guadalajara, el año 1572 (6) y en el cual, aparte de ciertos datos anecdóticos que hacen referencia a su deseo de ser enterrado en la iglesia de San Esteban «en el arco questá junto al altar mayor a la parte de la epístola donde está sepultado don Pedro Yáñez» y de consignar que él mandó hacer un retablo para su cepillo de dicha iglesia, explica por una parte sus relaciones familiares, y por otra los asuntos pendientes que se dejó en América, algunos de ellos relacionados con la justicia. Sabemos por este documento que su mujer se llamaba doña María Calderón, y que sus hijos eran don Hernando Caniego de Guzmán, heredero del mayorazgo, Ana Caniego de Guzmán, y fray Juan de Guzmán, este último a la sazón General de la Orden de San Bernardo, a quien el testador encomienda muy especialmente su alma.

El relato que en dicho testamento nos depara Sancho Caniego es exactamente éste: «Yten digo que en la nueba España yo tube por amigo a xpval de oñate Vº de méximo hombre rrico y acostumbrado en hazer liberalidades con sus amigos, en gran cantidad, y aun con quien no lo era, a el qual dixe que llegava sin servº que me hiziese merced de darme un negro de los que allí se vendían por mercaderes que yo se lo pagaría. Un mercader me dio a quenta del dcho xpval de Oñate por precio de ciento y sesenta y cinco pesos de oro de minas de buena moneda de a quatrocientos y cinquenta mrs cada peso y ansí mismo le dixe que iba necesitado de rropa queme socorriese y me respondió que tomase de la tiendas a su quenta lo que fuese menester y ansí tomé lo que me paresció sin aver quenta ni rrazón dello ni jamás permitiómelo y de lo de alí fui de alcalde mayor a las minas de cacatecas y pasando el tiempo dello me tomaron rresidencia y en ella se movio un muy breve pleyto sobre una mina en que tenía parte xpval de oñate y compañía tiniendo yo el oficio y sentencia en fabor del dicho xpval de oñate y compañía y se confirmó my sentencia en vista y grado de rrevista en las audiencias rreales de galicia y nueba españa y por esto me siguieron en la dcha rresidencia los contrarios del dcho xpval de oñate y estando en la rresidencia le fixe un conocimiento del negro por si me condenasen en alguna pena en la rresidencia no me lo tomasen y esto hize si pedírmelo el dho xpval de oñate y fui dado por libre en la dicha residencia y estube en méxico y en compañía del dho xpval de oñate candad de tiempo y nunca me pidió cosa alguna del dcho conocimiento y saliendo de mexico para venirme en españa me salió a compañar algun espacio de tierra y aun me encargó alguna cossa que le convenía tratar en España y soy vierto que si biviera y pudiera hazer testamento que en él de clarara que no se me pidiera es ta deuda y agora sus herederos me la piden y molestan, y puesto caso que en conciencia yo estoy cierto no devérselos, mando que se los paguen de mis bienes» en el cual se trasluce algo más que simples nimiedades. Los «contrarios del dicho cristóbal de oñate y los herederos de este, eran producto genuino del tenso ambiente que gentes como Nuño Beltrán de Guzmán, Cristóbal de Oñate y el mismo Sancho Caniego habían creado en Méjico. También aparecen en el testamento del personaje alcarreño algunas otras cláusulas que nos hablan de sus actividades americanas y de su estancia en las minas de plata de los Zacatecas, así como en Guadalajara de Jalisco: «ytem mando que se pague a un herrador es muerto mando que estos veynte reales se distribuyan en lo que el señor çiménez y uno de loas demás albaceas mandares» y manda que se paguen a Toribio de Bolaños, vecino de Guadalajara del Nuevo Reino de Galicia de Nueva España 165 pesos de oro de mimas «de ley perfecta» «que le debo -dice- por un negro que  pagó por mí del dicho valor» y pide que se lo paguen con dinero que los mineros Francisco de Salas y García Pilo le debían a él. Aun añade otra cláusula que se ha de cobrar a Juan de Santa Cruz, vecino de Mechoacán, el dinero de una obligación que extendió a su favor.

Al año siguiente, don Sancho Caniego de Guzmán extendió otro testamento (7) en el que muy pocas cosas nuevas añadía, obrando finalmente como definitivo. En ese año debió de haber una grave epidemia en la ciudad al menos en el hogar de los Caniego pues su esposa doña María dé Calderón testó en octubre de 1573 (8), «estando enferma en la cama», pidiendo ser enterrada en la iglesia de San Esteban, y dejando a la misma una casulla valiosísima de damasco carmesí y blanco que ella tenía en su casa. También su hija doña Ana Caniego de Guzmán hizo testamento en septiembre de 1573 (9) «estando enferma en la cama de la enfermedad que dios nuestro señor tubo por bien de me dar…» mandando también ser enterrada en la capilla familiar de la cercana iglesia de San Esteban.

Pero el caso es que don Sancho no murió hasta cuatro años después, en 1577, ya muy anciano, en ese año, por el mes de mayo, con letra temblorosa, daba un poder al reverendísimo señor don fray Diego de Landa, obispo de Yucatán, alcarreño también (había nacido en Cifuentes, en 1524) «para que pueda aver y cobrar y rescivir y recaudar de juan sanpelaio y antonio de saleizes y garcía pilo vecinos estantes en las minas de cacatecas de la ciudad de Guadalajara del nuebo rreyno de galicia de la nueba españa… y de alonso de santa cruz v° de la ciudad de mechuacan… y de xpval escudero Vº de la ciudad de méxico» una serie de cantidades que le adeudaban (10).

De esta familia, y de tan curioso y central personaje de ella, apenas si quedan recuerdos en nuestra ciudad. Su magnífico palacio de la plaza de San Esteban hace ya años que desapareció, y así hoy hemos querido resucitar, momentáneamente, su recuerdo.

(1) Pecha, P. Hernando «Historia de Guadalaxara» Guadalajara, 1977, pág. l26.

(2) «Crónicas de la conquista del Reino de Nueva Galicia en territorio de la Nueva España», editado por el Honorable Ayuntamiento de la ciudad de Guadalajara, y el Instituto Jalisciense de Antropología e historia», Guadalajara, 1963.

(3) «Relación del descubrimiento y conquista que se hizo por el gobernador Nuño de Guzmán y su ejército en las provincias de Nueva Galicia escrita por Gonzalo López».

(4) Ver Fernando Ramírez, José: «Noticias históricas de la vida y hechos de Nuño de Guzmán» en la Colección «Libros y documentos para la historia de la Nueva Galicia», editado por el Círculo Occidental de Guadalajara (Jalisco), 1962.

5) «Crónica de la provincia de Santiago de Xalisco, escrita por Fr. Nicolás Antonio de Orleáns Mendoza y Valdivia» (1719-1722) editada por el Instituto Jaliscense de Antropología y de Historia» Guadalajara 1962.

6) AHPG, prot. 135, escrib. Pedro de Medinilla.

7) AHPG, prot. 136, escrib. Pedro de Medinilla.

8) AHPG, prot. 135, escrib. Pedro de Medinilla

Los duques del Infantado (yII)

 

Duque 7

D. Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval y Mendoza (1614- 1657), heredó el título de su abuela doña Ana. La hizo tal entierro, cuando ella murió en 1633, con tal fasto y suntuosidad, que el Consejo Real hubo de multarle por «salirse de pragmática». Mujeriego y pendenciero, no cesó en su vida de organizar buenos líos en la Corte, donde con preferencia vivió, dejando por ella sus Estados. Consiguió juntar a sus títulos el ducado de Lerma, y entre los cargos políticos y militares que ostentó figuran el de embajador en Roma y los de gobernador y capitán general de Sicilia. Tomó parte activa en la guerra de Portugal (1642) y en la campaña de Cataluña (1646), en la que, a decir de cronistas, se batió como un león. Vio morir, ya mayorcitos, a sus dos hijos varones, y le heredó su hermana.

Duquesa 8

Dña. Catalina Gómez de Sandoval y Mendoza (1616­1686), que casó con don Rodrigo de Silva, cuarto duque de Pastrana, en 1630, y que fue quien realmente gobernó los estados acumulados. Con este matrimonio, el ducado pastranero vino a engullir al del Infantado precediéndole en la enumeración de títulos aunque lógicamente el principal caudal de territorios y bienes lo aportaba el fontanar primitivo de los Mendozas.

Duque 9

D. Gregorio Maríade Silva y Mendoza (1649‑1693), heredó a sus padres. Nació en Pastrana. Allí vivió, y en Madrid, con la Corte. Recibió una esmerada educación de ayos y tutores de príncipes, perteneciendo a la vacía nobleza del Siglo de Oro, ocupado sólo en acumular títulos y relumbrar por todas partes. Caballero de Santiago, fue comendador mayor de esta Orden en Castilla. En la Corte tuvo cargos de mayordomo mayor, montero mayor y, en el ejército, jefe de la Compañía de hombres de armas de los Guardas de Castilla, título de adorno, sin efectividad alguna. En 1679 fue nombrado embajador extraordinario del rey Carlos II para ir a llevar a la princesa francesa María Luís de Orleáns, prometida del Hechizado, un retrato y una joya. Montó tal número el duque, que se gastó en pocos meses 100.000 ducados, astronómica e inconcebible cantidad, incluso para aquellos tiempos. El mismo casó con doña María de Haro y Guzmán.

Duque 10

D. Juan de Dios de Silva y Mendoza (1672-1737), hijo de los anteriores. Madrileño de nacimiento y cortesano de profesión. Participó, de corazón, en las guerras de Sucesión, junto al bando borbón. En su época (1702) se quemaron las casas mendocinas de frente a Santa María, en Guadalajara, donde se guardaba la armería de los Infantado, la más rica colección del mundo de armas. Y en su época también se constituyó y puso en marcha, en sus madrileñas casas de junto a San Andrés, el Archivo monumental de la casa. Le heredó su hija.

Duquesa 11

Dña. María Francisca Alfonsa de Silva Mendoza y Sandoval (1707‑1770), que casó en 1724 con don Miguel de Toledo Pimental, conde de Villada. Puso su vida en servicio de las obras de caridad, y, pronto viuda, se dedicó en exclusiva a la educación de sus hijos y el pacífico gobierno de sus estados. Como las personas felices, no tuvo historia. En su época mantuvo y aumentó el Infantado sus estados y riquezas. Es la época de la paz borbónica e ilustrada. Tantos eran sus títulos que fue preciso escribir una guía de ellos, la «Llave maestra o recopilación y extracto de los títulos de la Casa en tiempo de la Duquesa XI, por un archivero» que hoy se conserva en el archivo familiar. Heredó su hijo.

Duque 12

D. Pedro de Alcántara  Toledo y Silva (1729‑1790), llevó una vida tranquila, pasando más tiempo fuera de España, raptado por el espíritu enciclopedista que irradia Francia a toda Europa. Por una parte, se casó con la princesa alemana María Ana de Salm‑Salm, en 1758. Por otra, fueron constantes sus viajes por centroeuropa y París. Aquí residieron algunos años, cursando estudios de Física con Sigaud de Labord, visitando el laboratorio del químico Sage y el curso de Historia Natural de Valmont de Vomare. Aquí, en París, donde compraron el majestuoso hotel de la «Rue Saint Florentín» a los Fitz-James, trabajaron los duques amistad con Benjamín Franklin, que trató de ganar simpatías hispanas para la causa de la independencia norteamericana; y aquí, también, les pilló la Revolución francesa, de la que huyeron con rapidez. Murió el duque en Heusenstam, y años después fue trasladado su cuerpo hasta Guadalajara. Le heredó su hijo.

Duque 13

D. Pedro de Alcántara Toledo y Salm-Salm (1768­-1841), del que, como anécdota curiosa, síntoma de una época, podemos recordar los nombres que se le impusieron en la pila del bautismo, el día 21 de julio de 1768. Nada menos que éstos: Pedro de Alcántara, Manuel María de los Dolores, José, Joaquín y Ana, Felipe Neri, Elías, Francisco de Sales, Francisco de Paula, Juan de la Cruz, Teresa, Librada, Cayetano Bibiana, Sebastián, Antonio Camilo Diego, Miguel y Benito. Fue su vida dedicada intensamente a la milicia y a la política. Protagonizó la historia española de esos momentos cruciales que fueron centrados por la Guerra de la Independencia. Ya en la juventud acumuló distinciones propias de la nobleza: fue caballero de la europea Orden del Toisón de Oro, y Gran Cruz de las de Carlos III, de San Fernando, de San Hermenegildo, de Sancti Spiritus y del Cristo; gentilhombre de cámara, con ejercicio y servidumbre, durante la guerra contra los ejércitos de Napoleón, y, tras haberse enfrentado duramente a Godoy, demostró ser un gran patriota, al plantarse ante Napoleón rechazando la protección que le ofrecía si se sumaba al grupo de cortesanos llevados a Francia con el rey Carlos IV. Infantado regresó a España, y en 1809 se alistó en el ejército del general Cuesta. Fue nombrado comandante general de la Guardia Real, luego presidente de la Regencia y del Supremo Consejo de Castilla, y, finalmente, capitán general de los ejércitos nacionales. En la paz, ostentó posteriormente muchos otros caros políticos, a nivel de primer ministro, con Fernando VII.

Duque 14

D. Pedro de Alcántara Téllez Girón y  Beaufort (1810‑ 1844), sobrino‑nieto del anterior, heredó el Infantado por línea de madre y consiguió unir el Gran Ducado de Osuna (él fue el undécimo duque) por parte de padre. Fue la genuina figura romántica del príncipe lánguido, de revuelto pelo rubio, siempre montado sobre un caballo blanco, enamorado platonicamente de varias muchachitas dulces. Componedor de versos, y muerto en plena juventud de tisis galopante. El fue quien reunió tras su nombre el mayor número conocido de títulos de nobleza: ¡más de un centenar! Fue miembro de la Cámara de Próceres del Reino, una especie de Senado, y en 1836 tuvo que salir exiliado a Francia. Su figura pálida, enfundada en un oscuro traje de la época, destaca entre las arcadas góticas del palacio mendocino de Guadalajara, donde le retrató Madrazo. Le sucedió el sinvergüenza de su hermano.

Duque 15

D. Mariano Téllez Girón y  Beaufort (1814‑1882), de quien pueden destacarse algunos datos biográficos positivos: participó en las guerras carlistas, llegando a coronel de Caballería, y luego a Brigadier, Mariscal de Campo y teniente general del Ejército hispano. Fue nombrado embajador español ante el «zar» de todas las Rusias, pero lo que realmente puede y debe destacarse de su personalidad es su gracia única e inimitable para dilapidar en una vida -hecho dificilísimo- la riqueza inconmensurable de su familia. Era un narciso y un cursi, pero se dio buena maña en gastar: de Londres a San Petersburgo, de París a Viena, de Madrid a Berlín, don Mariano estaba en todas las fiestas, en todos los saraos, en todos los acontecimientos. Centenares de caballos, miles de trajes que sólo se ponía el día del estreno (y se cambiaba varias veces al día), decenas de palacios y castillos repartidos por toda Europa… un fasto de locura que acabó con todo. Una gigantesca almoneda de sus bienes, al final de su vida, no fue suficiente para pagar sus deudas. El palacio del Infantado de Guadalajara se salvó porque el duque «gentilmente lo regaló» al Estado para que en él se pusiera Colegio de Huérfanas de la Guerra. Casó con doña María Leonor de Salm‑Salm, pero no hubieron descendencia.

Duque 16

D. Andrés Avelino de Arteaga y Silva Carvajal y Téllez Girón (1833‑1910), marqués de Valmediano, Ariza y Estepa, heredero directo de la Casa y Señorío de Lazcano, Grande de España, llevó una vida tranquila y familiar, salpicada de vez en cuando por hazañas guerreras «de las de verdad»: en 1859 participó, de teniente, en la guerra contra el sultán de Marruecos; en 1875 peleó contra los carlistas. Llegó a coronel del Regimiento de Pavía y a senador real. Casó con doña María Belén Echague y Méndez de Vigo Bermingham y Osorio, sucediéndole su hijo.

Duque 17

D. Joaquín de Arteaga y Echague (1870‑ 1947), coronel honorario del Regimiento de las Ordenes Militares, que casó con doña Isabel Falguera y Moreno Lasa y Moscoso de Altamira, de quien es hijo el

Duque 18

D. Iñigo de  Arteaga y Falguera (1905), actual propietario del título de duque del Infantado. Militar de profesión, que casó en 1939 con doña Ana Rosa Martín y Santiago Concha, y de la que tiene tres hijos: Iñigo, Jaime y Francisco de Borja.

Esta es la sonora y monumental cadencia que enlaza varias sangres, varios destinos, tantos caracteres y genios, tantas desdichas y lujos, en un solo nombre y en una sola canción: la de los duques del Infantado, que durante cinco siglos se batieron en la primera línea de la nobleza hispana, poniendo en unas ocasiones su pendón victorioso y magnífico ante todos, y dejando en otras ridiculizada su estirpe con las más asombrosas peripecias.

Al fin, todo viene a dar, como dijo Manrique, en la mar, que es el morir. Y haciendo bueno el lema que el segundo duque mandó poner, como advertencia desoída por todos sus sucesores, en las arcadas de su gótico palacio de Guadalajara: Vanitas Vanitatum et Omnia Vanitas.

Los duques del Infantado (I)

 

Puestos a recordar las estirpes más preclaras y las familias que durante los pasados siglos tuvieron en Guadalajara el señorío de tierras o la potencia del dominio, justo será poner en memoria de todos uno de los títulos de la prolífica corriente de los Mendoza, que fue durante siglos su cabeza y guía: los duques del Infantado, que aquí en Guadalajara tuvieron su nacimiento y su asiento durante los días de mayor gloria. Poder e inteligencia; tierras y obras de arte; figuras de la guerra, de la santidad, de la política y del escándalo: todo eso y mucho más dieron y tuvieron los Infantados de Guadalajara.

Vamos, pues, a dar un repaso general a la lista, cuajada de curiosidades.-de personalidades gloriosas, de personajillos ridículos- y de hechos protagonizados por los detentadores de tan alto título, siempre interesantes para completar con ellos una visión más justa de la historia de España y de Guadalajara. Visión rápida, muy panorámica, que se detendrá algo más en los primeros duques, porque fueron los partícipes de mayores y más sonadas hazañas patrias; pasará más rápidamente sobre figuras posteriores, pero dará en todo caso un equilibrado rimero de noticias que formen esta columna fuerte y multicolor que son, que han sido, los duques del Infantado. Está claro que han sido otros autores quienes, con sus investigaciones exhaustivas, meticulosas, meritísimas, han conseguido desentrañar biografías y fundir hechos suprageneracionales. De ellos bebemos, y a ellos remitirnos al lector que desee una información más amplia (1).

Duque 1

D. Diego Hurtado de Mendoza

Primogénito de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Nació don Diego en Guadalajara, año 1417, y murió en Manzanares, en 1479. A la sombra política de su hermano el Gran Cardenal don Pedro González de Mendoza, lo mismo que sus otros parientes, formó la casa de Mendoza monolítico bloque de enorme peso durante los años difíciles del reinado de Enrique IV, al que sirvieron fielmente hasta su muerte pasando enseguida al bando de Isabel, ya casada con Fernando de Aragón, quienes serían los unificadores del país y los que alzarían a límites insospechados a esta casa mendocina. Batallas, conjuraciones alzamientos y un intranquilo vivir, hicieron que su valer literario no diera el fruto que de haber gozado vida más tranquila nos hubiera proporcionado. Entre los honores territoriales concedidos por Enrique IV, contaba don Diego las villas de Salmerón, Valdeolivas y Alcocer, con sus aldeas, integrantes de, la hoya ribereña del Guadiela, en plena Alcarria, que llamaban del Infantado. Le viene el nombre a este pequeño territorio de haber pertenecido en siglos anteriores a diversos infantes de la corona castellana. Fue primero de doña Mayor Guillén, amante de Alfonso X, y pasó de ella a su hija Beatriz, casada con el rey de Portugal Alfonso III, y posteriormente a la hija de esta, la infanta doña Blanca abadesa de las Huelgas, quien lo vendió al infante don Juan Manuel, de cuyas manos anduvo luego por breves temporadas en las de unos y otros, hasta parar en las del condestable don Álvaro de Luna, del que lo tomó el rey Enrique IV a su muerte, y lo entregó en 1471 al segundo marqués de Santillana. Poco tiempo después, los Reyes Católicos afirman de don Diego Hurtado de Mendoza que vos sois el prencipal grande caballero de nuestros Reynos que conservan nuestro Estado e sostienen nuestra Corona, y estando en los preámbulos de la batalla de Toro contra el rey de Portugal, el 22 de julio de 1475, señalan que avemos acordado e deliberado de vos fazer e fazemos Duque de las vuestras villas de Alcozer, Salmerón e Valdeolivas que se llaman del Infantado. E queremos e nos plasce que de aquí adelante para en toda vuestra vida seades llamado e intitulado e vos llamedes e intituledes Duque del Infantadgo, e despues de vos aquel o aquellos de vuestra Casa e mayoradgo hereden, para siempre jamás…

Duque 2

D. Iñigo López de Mendoza

Primogénito del anterior, nació en Guadalajara el año de 1438, pasando a mejor vida el 14 de julio de 1500. Fue casado en 1460 con doña María de Luna, hija del condestable don Álvaro. Dedicado exclusivamente al ejercicio de la guerra, entonces tan fácil de llevar a cabo, puso en todas sus actividades el sello de su amor al lujo y a la ostentación más exacerbadas, unas veces organizando copiosos y desmesurados banquetes, otras llevando a la batalla a su hueste engalanada como para un torneo o exhibición colorista de su corte. Por que ni más ni menos fue eso lo que reunió en su torno: una lucidísima corte como no la tenía ni tan siquiera el rey de Castilla. Fiestas, justas, caza frecuente, encuentros de poetas y alarde de obras artísticas, ocupaban los días de este gran señor y sus familiares en la Guadalajara de fines del siglo XV. En 1480 inició la construcción del nuevo palacio, en el solar del anteriormente utilizado por sus antecesores y por él mismo, y después de algunos años de febril actividad constructiva y ornamental, ya lo ocupaba en 1496.

Duque 3

D. Diego Hurtado de Mendoza

Hijo primogénito del anterior, nació en la fortaleza de Arenas, en 146, y murió en 1531. Dedicóse al aumento interno, y ornamentación y traída de ricos muebles, del palacio que levantara su padre. A poco de comenzar su actuación como duque, don Diego recibió un su casa arriacense a Felipe el Hermoso y doña Juana príncipes de castilla. Era el año 1502 y ya para entonces lucía en toda su fastuosidad, casi terminado el gran palacio ducal. La vida de este duque fue más reposada que la de sus antecesores, dedicado casi en exclusiva al lucimiento continuo, mediante fiestas y palaciegas demostraciones, de su casona. A don Diego Hurtado de Mendoza le tocó afrontar la rebelión de las Comunidades en su ciudad de Guadalajara. A pesar de los buenos oficios realizados ante los insurrectos y ante el emperador, la actitud de los primeros se hizo tan tajante que el duque se vio precisado a utilizar la fuerza, venciendo y ahorcando públicamente al carpintero Pedro de Coca. Incluso a su hijo y heredero don Iñigo López de Mendoza, conde de Saldaña, le tuvo que deportar de su palacio y enviarle a residir a Alcocer, por haberse aliado el joven con don Francisco de Medina, abogado de su padre, procurador de los comuneros de Guadalajara y uno de los principales miembros de la Junta sublevada. Don Diego Hurtado, a quien llamaron el gran Duque, tuvo en sus últimos años pasiones que le desacreditaron e hicieron que el total de la familia le creara un vacío en torno. Se enamoró, a la vejez viruelas, de una muchacha de su servidumbre, llamada María Maldonada, hija del aguador del palacio, y al fin casó con ella, trasladándola a las habitaciones ducales y obligando a todos a que la dieran el tratamiento que, por su matrimonio la correspondía. Fue su otra pasión la religiosa: dio en oír frecuentes misas, transformar en ostentosa capilla el grandioso salón de linajes, comprar reliquias de santos, por raros y desconocidos que fueran, al primero que se las brindaba, organizar procesiones y otras lindezas por pasillos y corredores.

Duque 4

D. Iñigo López de Mendoza

Hijo del anterior, nació en 1493 y fue educado en el palacio de su abuelo, aprendiendo, con las primeras letras, el latín y las humanidades saliendo al fin muy aficionado a lecturas e historias antañonas. Revoltoso en política, como hemos visto, se mantuvo, ya en su madurez fiel al monarca Carlos V, que le visitó en su palacio repetidas veces, y a su hijo Felipe II, quien a pesar de ello, nombró señora de Guadalajara a su tía doña Leonor, viuda de Francisco I de Francia, y dispuso que residiera en el palacio de los Duques. Don Iñigo, lógicamente ofendido, se retiró a las casas mendocinas de la plaza de Santa María, y allí esperó la muerte de la señora. Quizás por desagraviarle, dispuso don Felipe que en el palacio de Guadalajara se celebrasen sus bodas con la princesa Isabel de Valois. Los últimos años de su vida, que por ser larga le hizo ganar el sobrenombre de el duque viejo, los pasó don Iñigo en su palacio rodeado de libros, acrecentando enormemente la biblioteca de su tatarabuelo, el primer marqués de Santillana, leyendo, escribiendo e incluso publicando cosas. Se hacía así, una vez más, casa de cultura y ateneo humanista este palacio ducal del Infantado. Mantuvo íntima amistad con el sabio Alvar Gómez de Castro, y dio acogida a otros muchos ingenios, poetas y científicos de esa época hirviente de saberes que fue por la segunda mitad del siglo XVI. El mismo, llevado de su afición a la historia, escribió un libro titulado Memorial de cosas notables, que imprimieron, en 1564, Pedro de Robles y Francisco de Comellas, en una imprenta que, traída de Alcalá, instalaron en los salones del palacio arriacense. Murió el duque en 1566, rodeado de un gran número de hijos e hijas.

Duque 5

D. Iñigo López de Mendoza

Nieto del anterior, pues su padre murió siendo, todavía conde de Saldaña. Heredero de los estados del Infantado, en 1560. Este don Iñigo nació en Guadalajara, en 1536, y al casar, dieciséis años después, con la hija del almirante de Castilla, doña Isabel Enríquez, trasladó su residencia a Medina del Rioseco, hasta que en 1566 murió el duque viejo y regresó al palacio de Guadalajara, en el que poco después acometería profundas y poco afortunadas reformas. No se dedicó en toda su vida a otra cosa que dar fiestas en su casa y acudir a las que otros magnates daban en las suyas. De unos y otros gastos, casi siempre estériles, dejó en malas condiciones económicas a la casa ducal del Infantado. Murió en 1601.

Duquesa 6

Doña  Ana de Mendoza de la Vega y Luna (1554‑1633)

Hija primogénita del anterior, nació en Medina de Rioseco, en el palacio de sus abuelos los Almirantes de Castilla. Fue mujer que casó dos veces: la primera con su tío, el hermano de su padre, don Rodrigo de Mendoza, gentilhombre de la Cámara de Felipe II. La seguridad, al perder a sus hermanos varones, de que ella heredaría todos los estados del Infantado, determinó a su padre a hacer tal boda. Pero enviudó pronto y casó de segundas con su primo don Juan de Mendoza, séptimo hijo de la casa marquesal de, Mondéjar. De ambas uniones sólo la quedaron a doña Ana varias hijas, la mayor de las cuales, doña Luisa de Mendoza, casó con don Diego Gómez de Sandoval, perdiendo ahí los Infantado el primero y tradicional apellido mendocino. Fue doña Ana mujer línea de bondad y simpleza. Pasó su vida entera recluida en su palacio de Guadalajara, en el que hizo algunas feas ampliaciones, dedicada a sus hijas y a sus oraciones. La Corte de vez en cuando, a visitar familiares, y un trasiego de frailes, monjas, imágenes y misas por su palacio. Ella construyó la magnífica cripta de la iglesia de San Francisco de Guadalajara para enterramiento de su linaje.

(1) Layna Serrano, F.: Historia de de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, 4 tomos; Madrid 1942 Arteaga y Falguera, C.: La Casa del Infantado, 2 tomos; Madrid 1941 1944.

La iglesia románica de Jodra

 

En nuestro estudio permanente del patrimonio artístico de la provincia de Guadalajara, y cuando podría pensarse que todo está ya visto y estudiado, todavía nos sorprenden de vez en cuando algunas piezas que, sin problema alguno, se colocan entre las primeras líneas del mérito y la consideración. Eso ocurre con algunos retablos, algunas cruces parroquiales, algunas casonas o incluso algunas iglesias románicas, que, por el aislamiento de caminos en que hasta ahora habían estado sumidas, o por circunstancias casuales de que nadie había llegado hasta ellas con el ánimo investigador o del apasionado del arte, habían pasado desapercibidas en guías, tratados y relaciones de obras interesantes.

Hasta hace muy poco, algo así le había ocurrido a la iglesia parroquial de Jodra del Pinar. Se trata de un magnífico ejemplar de la arquitectura románica de tipo rural, tan abundante en nuestra provincia, que conocida de algunos pocos, todavía no había sido estudiada a fondo ni catalogada conforme merecía. En mis trabajos del pasado año tendentes a la elaboración del Inventario del Patrimonio Arquitectónico de interés histórico artístico de la provincia, que realicé por encargo del Ministerio de Cultura, tuve la dicha de encontrarme con este edificio y estudiarlo en profundidad. Hace escasas fechas, un informe muy amplio apareció en la revista «Wad AI­Hayara», número 7, de la Institución Cultural «Marqués de Santillana», con fotografías y notas. Y ahora quiero aquí, a mis lectores habituales, dar noticia también sucinta de este espléndido edificio románico que, en definitiva, y para su completo aprecio, deberá ser visitado y admirado por cuantos gustan de estas cosas «in situ» al pie de la rojiza piedra arenisca del monumento.

El lugarejo de Jodra del Pinar está incluido en el municipio de Saúca, en la provincia de Guadalajara. Sus coordenadas geográficas con: 41° 02′ N, 1° 07′ S, y su modo de acceso, hasta hace poco por malos caminos vecinales, desde Barbatona, hoy se realiza por cómodo carril asfaltado que parte desde el kilómetro 7,5 de la carretera comarcal 114 que va de Sigüenza a Alcolea del Pinar. En la actualidad muestra en pie una decena de edificios, algunos corrales, y está habitado tan sólo por una familia. Su aislamiento secular, como digo, impidió que incluso nuestro gran estudioso del arte, el recordado cronista Layna Serrano, en su obra sobre «La Arquitectura románica en la provincia de Guadalajara» solamente hiciera una breve referencia, de oídas, al lugar, sin mencionar siquiera la existencia de su iglesia.

Tras la reconquista cristiana de esta alta comarca de la Transierra, en el siglo XII, quedó incluida en el Común de Villa y Tierra de Medinaceli pasando después a pertenecer al ancho territorio señorial del Ducado de Medinaceli. La repoblación intensa a que fue sometida esta comarca en la segunda mitad del siglo XII y primera del XIII, dio su fruto en la aparición de numerosas aldeas que se poblaron de ganaderos y gentes dedicadas al cultivo predominantemente forestal y escasamente agrícola del suelo. Desde el primer momento Jodra del Pinar quedó dependiente en lo civil de Medinaceli, y en lo eclesiástico de Sigüenza.

La construcción de su iglesia parroquial, según deducimos de su detenido estudio arquitectónico, constructivo y estilístico, es obra de la segunda mitad del siglo XII, siendo incluida totalmente en el apartado de la arquitectura románica religiosa de tipo rural, con una influencia directa de las construcciones de este tipo y época en las comarcas sorianas y burgalesas de en torno al Duero.

El edificio en cuestión está asentado sobre un mediano recuesto, orientado al sur, con amplias vistas sobre el valle que surge al pie del pueblo. Construido con sillarejo y sillas de tipo arenisco, en tonos pardos o incluso fuertemente rojizos, como es normal en toda la zona. El edificio está perfectamente orientado: ábside a levante, espadaña a poniente, y atrio con entrada a mediodía. Su estado de conservación es muy bueno, pues sólo muestra el tabicamiento de la galería porticada y la construcción, en el siglo XVII, de un cuarto para sacristía prolongando por levante la galería porticada. El interior, enlucido sucesivamente con yeso tosco, muestra nítida su estructura primitiva.

Esta iglesia muestra, en su costado norte, un muro liso, de sillarejo y sillar en las esquinas, con alero sostenido por modillones estriados. En su costado de poniente, sobre el muro de lo mismo, alzase pesadísima la espadaña, rechoncha, de remate triangular, con muy obtuso ángulo, en cuyo vértice surge sencilla cruz de piedra. Dos altos vanos de remate semicircular contienen las campanas. Esta espadaña se prolonga hacia el templo, creando un cuerpo macizo, usado para palomar. En su costado de levante, el templo se estrecha, mostrando el rectangular presbiterio y el semicircular ábside, construidos en los mismos materiales. En el centro del ábside se abre una muy estrecha y aspillerada ventana de remate semicircular. El alero se sostiene por magníficos modillones bien tallados que alternan el tema estriado con el de bisel.

Sin duda lo más relevante del exterior de esta iglesia parroquial de jodra del Pinar sea su costado de mediodía, en el que se abre la puerta de ingreso, y sobre el que apoya la galería porticada. Esta galería muestra su fábrica de sillar arenisco, dividida horizontalmente, y a lo largo de sus tres caras, por una lisa imposta que viene a coincidir con la altura de los cimacios de los capiteles. Se remata el muro de la galería por alero sostenido de bien tallados modillones de tipo biselado. En el frente de esta, galería se abren cinco vanos: el central, más ancho y elevado, sirve de ingreso, y a cada lado otros dos, separados entre ellos, por sencillas columnas cilíndricas rematadas en capiteles con decoración vegetal de superficial talla. El remate de estos vanos es de arco perfectamente semicircular, adovelado, de arista viva. Para acceder al vano central de acceso, hay una escalinata de cuatro tramos, en piedra; los vanos laterales apoyan sobre una basamenta de sillar. En el costado occidental de esta galería, existe otro arco de similares características al central, sin capiteles. En el costado oriental de esta galería, -hoy tapado por la añadida sacristía de posterior construcción-hay otro arco similar.

Dentro del atrio porticado, y sobre el muro sur del templo, aparece el portón de ingreso, sencilla pero elegante obra del estilo. Se trata de un vano de arco semicircular, escoltado por diversas arquivoltas similares. El vano se limita por sendas pilastras que rematan en saliente cornisa, y de ellas surge el arco semicircular, adovelado, de arista viva. En torno a él, tres arquivoltas: la más interna, de baquetón simple, las otras dos, de múltiple y finamente estriado baquetón. Los tres descansan a través de saliente imposta lisa, en sendos capiteles de sencilla y superficial decoración de hojas. Estos apoyan en sus correspondientes columnas adosadas, y ellas, a su vez, lo hacen en basas y en una basamenta corrida. Aun por fuera de estas estructuras muestra el portón otro moldurado arco que sirve de cenefa exterior.

El interior del templo muestra, a pesar de retoques y poco afortunadas reformas, su primitiva estructura. Es de una sola nave, con añadido coro alto a los pies. Se di vide dicha nave en cuatro tramos por tres gruesos arcos torales, de piedra sillar bien labrada (hoy enlucidos de yeso), que soportan sobre sí la estructura de madera de la cubierta. Los muros son de mampuesto y sillarejo. Al fondo de la nave, surge alto y apuntado arco triunfal, apoyado en sendos capiteles sobre jambas, que da paso al estrecho y ligeramente elevado presbiterio, de planta cuadrada, que viene a rematar en el semicircular ábside. En el siglo XVII se abrió un vano en el lado de la epístola de este presbiterio, para acceder a la sacristía, la cual se ha hecho comunicar con la galería porticada a través del vano semicircular que esta posee en su costado de levante. Aparte de su estructura arquitectónica, nada de valor o interés artístico encierra este templo.

La iglesia de Jodra del Pinar recuerda en todo, aunque a un nivel ligeramente más modesto, a la iglesia Parroquial de Sauca, situada de ella a muy escasos kilómetros. El magnífico estado de conservación en que se encuentra, supone que las posibilidades de una limpieza somera y una restauración poco costosa podría recuperar de una manera completa esta magnífica pieza de la arquitectura románica para nuestro acervo artístico. Es de todos modos, una de las más destacadas piezas de este estilo en nuestra tierra, y debe ser ya, admirada y conocida por todos los amantes de estas piezas.