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septiembre, 1980:

Guerrero y político: Alvar Fáñez de Minaya

 

De todos es conocido el escudo de la ciudad de Guadalajara. Aparece en él una ciudad fuerte, amurallada, con torres y banderolas en su interior. La cubre el estrellado cielo de la noche. Ante ella, un caballero fuertemente armado, con bandera al viento, y tras él un reducido ejército.

La explicación tradicional es que la escena representa la conquista de la ciudad por Alvar Fáñez de Minaya y su mesnada cristiana durante la noche del 24 de junio de 1085.

Y aunque no es éste realmente el significado cierto y primitivo del escudo, heredero hoy de sucesivas leyendas, sí es un claro exponente de la tradición que encarnó siempre en nuestra ciudad el guerrero castellano Alvar Fáñez de Minaya, compañero del Cid, y autor de una importante tarea reconquistadora y repobladora en la Transierra de Castilla, concretamente en la comarca de la Alcarria. Veremos algunas pinceladas, las pocas que se conocen, de su biografía.

Era Alvar Fáñez un miembro más de la familia del Cid, Rodrigo Díaz de Vivar. Concretamente, sobrino, por parte de la mujer del burgalés. Por lo tanto, algo más joven que éste desde su infancia también, formó parte de la casa y luego mesnada del Campeador. Y siempre le veremos, por más joven y valeroso, si cabe, junto al héroe castellano, codo con codo en las batallas, unidos en la desgracia y el destierro, en la conquista y el éxito. Será precisamente el «Cantar del Mío Cid», la gesta poética y heroica de Castilla, la que mayor cantidad de datos y mejor perfil humano de Alvar Fáñez nos aporten. Otros detalles proceden de los documentos históricos que, en escaso número, nos hablan de su peripecia vital y de sus cargos. Finalmente, la tradición prendida en las consejas y decires del pueblo, nos lo traen hasta hoy con un latido mágico, viviente, sonoro de metálicas andaduras y difíciles pasos de guerra.

Como un joven ayudante o alférez de la mesnada personal del Cid aparece Alvar Fáñez. Ya desde el momento del destierro de Burgos se dibuja su figura. El poeta le señala una y otra vez por sus méritos y virtudes: «el bueno de Minaya», le adjetiva, y el mismo abad del monasterio de Cardeña así le llama: «Minaya, caballero de prestar». El mismo Rodrigo Díaz en varias ocasiones, le dedica alabanzas sentidas, fiel dato de su aprecio: «Vos Minaya Albar Fañez/ el mio braço mejor» o «Venides Alvar Fañez / una fortida lança». El carácter de Minaya como caballero de gran prestancia, valentía y fuerza se repite a lo largo del poema. Cuando se preparan campañas o correrías por tierras de moros, dice el vate en primer lugar: «Primero fabló Minaya, un caballero de prestar», y al describir las batallas suele salir alguna referencia al castellano, como, por ejemplo, cuando se narra la lucha de la mesnada del Cid contra los moros Galve y Fáriz, en el valle del Jalón:

Cavalgó Minaya

el espada en la mano

por estas fuerças

fuertemientre lidiando

a los que alcança

valos delibrando.

Y luego se entretiene el anónimo cantor en reseñar algunos otros detalles, sangrientos y hermosos, del batallar de Alvar Fáñez. En una ocasión, tan valerosamente pelea que la sangre de los moros que mata le va chorreando por el codo:

A Minaya Alvar Fáñez

bien le anda el cavallo,

daquestos moros

mató treinta y quatro:

espada tajador

sangriento trae el braço

por el cbodo ayuso

la sangre destellando.

Pero también como político, como buen mediador, como hombre con quien se puede hablar y con el que todos logran entenderse, le describe el «Cantar». Primero declara su lealtad al Cid en el momento del destierro. Rodrigo Díaz obliga al rey de Castilla a jurar ante la Biblia que no ha tenido intervención en la muerte de su hermano Sancho. Esta jura de Santa Gadea es la prueba de que los hombres castellanos tienen un claro deseo y visión de su independencia frente a la Corte leonesa. Por ello, Alfonso VI será recibido de uñas, aunque luego demuestre ser también un castellano de raza. Alvar Fáñez es fiel al Cid. Le acompaña, se pone en cuerpo y alma al servicio de su pariente y señor. Con él atravesará la extremadura castellana, el Duero, y remontará la sierra central, dejando a un lado Miedes y el fortísimo castillo de Atienza, todavía en poder de los árabes. Bajarán el Henares hasta Castejón de Abajo (hoy Jadraque) y allí harán su primer gran conquista, quedando dueños del castillo y la población. Después, bajando por Molina hasta Valencia, la conquista de esta plaza será una muestra renovada de la valentía del Cid y su mesnada. Los meses siguientes servirán para demostrar el genio político de Alvar Fáñez. Es encomendado por el Cid para volver a Burgos y gestionar el perdón; él, personalmente, lo consigue, y para el Cid lo obtiene en un segundo viaje. Gestiona el matrimonio de las hijas del Cid con los infantes de Carrión, y, aunque queda como uno de los capitanes más destacados de la corte castellana, alcaide de algunas plazas fuertes, y brazo derecho del rey Alfonso, sigue también como ayuda principal del Cid en Valencia, defendiendo con él la ciudad del ataque repetido de los almorávides de Yuçuf. Esos oficios diplomáticos gustaron al Cid tanto o más que su fuerza guerrera. Cuando volvió de la Corte de Castilla con el perdón logrado, Rodrigo Díaz le dice:

Ya Alvar Fáñez

bivades muchos días,

máS valedes que nos

tan buena mandadería!

En su aspecto puramente guerrero, activo como capitán de su propia mesnada, le vemos primero haciendo una correría Henares abajo, desde Jadraque, donde acampaba con el Cid. Recorrió en pocas jornadas, con 200 hombres de confianza, los campos de Henares asaltando Hita, Guadalajara y Alcalá. No llegó a la conquista definitiva, pero entre la población árabe, muy numerosa, del valle quedó su figura como de héroe legendario en plena juventud. La morisma le temía y le admiraba al mismo tiempo. Siguiendo junto al Cid, participa en su sonada conquista de Alcocer. Es en Molina huésped ilustre del rey moro Abengalbón, del que consigue que pague tributos al Cid, su señor.

Como capitán de Castilla, Alvar Fáñez desplegará una gran actividad guerrera. Un año antes que el rey Alfonso VI haga suyo Toledo, Minaya conquista la importante ciudad de Guadalajara, punto clave de la defensa del reino moro toledano. Es el año 1805. Al mismo tiempo caerá todo el valle del Jarama y del Henares, como paso previo a la conquista del Tajo. También diversos puntos fuertes de la Alcarria quedan en poder de Castilla. La tradición lo señala así en Horche, donde dicen que Alvar Fáñez entró victorioso la noche antes de hacerlo en Guadalajara. El caso es que él participó también en la recuperación difícil de Zorita y su castillo, en la conquista de Santaver, legendaria atalaya fortificada de los árabes, y aun en la conquista de Toledo. En 1111 se reconquistó, fugazmente, la ciudad de Cuenca, y es a Alvar Fáñez a quien señalan por autor de este hecho. Lo cierto es que él figuró como alcaide de la fortaleza de Zorita, y capitán o delegado regio en Peñafiel, Toledo, Santaver y Cuenca. La ciudad de Guadalajara, aunque por él conquistada, tuvo por primer alcaide a don Fernando García de Hita, familiar del rey, y su delegado en Medinaceli, Uceda Talamanca, Hita, etc.

Se sabe que Alvar Fáñez de Minaya murió el año 1114 quizás en una pelea civil con los del concejo de Segovia. Está enterrado, junto al Cid, en el burgalés monasterio de Cardeña.

Su nombre y su leyenda han quedado prendidos por numerosos lugares por los que su vida y su acción pasaron. En la provincia de Cuenca, todavía comarca de la Alcarria, un pequeño pueblo lleva su nombre. En Alcocer de junto al Guadiela, una de las puertas de su muralla, hoy ya caída, también era denominada con su apelativo. Ya hemos mencionado la tradición que existe en Horche de haber sido tomado el pueblo por las tropas de Alvar Fáñez. Y en Romanones mantienen la leyenda de que el héroe y conquistador pasó allí una temporada, quedando de su estancia algunos restos de armas y un pilón donde-dicen-comía su caballo. En realidad son los restos de la ermita de los Santos Viejos. También en Labros, en las alturas molinesas, y junto al recuerdo del Cid aparece el de Alvar Fáñez, poseedores cada uno de un monte en las cercanías. Finalmente Guadalajara, la ciudad que es cabeza y Capitana del «valle de castillos» que su nombre indica, tiene por su conquistador a este hombre. Nada documental queda sobre el tema. Ni fecha exacta, ni forma de adquisición, ni hora ni lugar. La tradición del pueblo ha dado bella forma a este hecho. Y así lo damos nosotros, tal como en el rodar de los siglos fue tomando su forma y su melodía: en una noche resplandeciente de San Juan, cuando el verano se inicia y las estrellas son más altas y limpias que nunca, un grupo de cristianos se acercan a la fuerte y amurallada ciudad de Guadalajara, donde los árabes llevan ya más de trescientos años dando culto a Alá, y haciendo una cultura propia y magnífica. Se aproximan los soldados, guiados por su capitán Alvarfáñez, al costado sur de la muralla. Atraviesan un hondo barranco y entran sin fuerza por el portón agudo que nadie defiende. Tienen buen cuidado todos de poner las herraduras de sus caballos al revés, y se introducen sin ruido en las casas de la ciudad. A la mañana siguiente, los jerarcas árabes oyen algo de que durante la noche se vieron cristianos por las calles, pero observan que las huellas de sus caballos apuntan hacia afuera: es señal de que se han ido. Por si acaso, cierran las puertas. Y en ese momento las tropas de Alvar Fáñez salen de sus escondites y acaban con la vida de los jefecillos moros, quedando la ciudad conquistada, y como una perla más del reino de Castilla. La puerta por donde entraron, que también se llamó «de la Feria» quedó enseguida con el apellido de Alvar Fáñez. La fecha, un 24 de junio de 1085, grabada en todas las historias arriacenses. Y la leyenda, de labio en labio, como un relato de las Mil y Una noches, primer capítulo de tan larga y fructífera historia.

El escudo de Guadalajara

 

Los emblemas y escudos de las ciudades vienen a ser el resumen lo más apurado y fidedigno posible, de la historia y del largo acontecer centenario de las mismas. Muchos de ellos han ido surgiendo, espontáneos, fáciles, a lo largo de los siglos. Otros se han elaborado en épocas más recientes, pero siempre recogen, en definitiva, ese valor de símbolo, de identificación que han de tener. En nuestra tierra son relativamente escasos los emblemas y escudos que ciudades y villas ondean en las ocasiones señaladas. El pendón castellano, propio de la región, no es bien visto por las autoridades actuales, que recientemente incluso prohibieron su muestra pública. El hecho de que la actual división de España en regiones o entes preautonómicos, haya incluido a Guadalajara en la inventada región «Castilla‑La Mancha», ha provisto a nuestra tierra de una bandera «oficial» que de vez en cuando ondea en el balcón de la Diputación, pero que será imposible que llegue a prender, como algo propio, en el corazón de las gentes alcarreñas. La bandera tradicional, histórica, que los castellanos debemos reivindicar, es única y está muy clara: en campo rojo un castillo de oro. No hay más. Son diez siglos de peso frente a las elucubraciones tecnocrático‑coyunturales de nuestra actual clase política.

Otros pueblos de Guadalajara tienen sus banderas, sus escudos, sus emblemas tradicionales. Incluso hay algunos que están ahora tratando encontrar estos restos de su historia, para darles el valor justo, el valor que les corresponde. Símbolos de un pueblo, de una comarca, sería magnífico que en cada lugar se tuvieran y conservaran estas enseñas propias. Recordamos con especial agrado las extraordinarias y espectaculares jornadas festivas que en Alemania, actualmente aprovechan para cubrir plazas y calles de las ciudades históricas con las banderas, escudos y pendones-rigurosamente comprobados por las investigaciones históricas-de diversos territorios.

Guadalajara, nuestra ciudad ya en fiestas, tiene también su enseña. El pendón morado es una equivalencia al rojo de Castilla. Aunque, precisamente por querer ser el color castellano, el morado es erróneo, la tradición ciudadana lleva muy dentro este color, y tampoco sería bueno violentarlo y extirparlo. Es más, incluso le añade riqueza este conjunto de colores, y sería ideal que en las celebraciones se usaran ambas: el morado de la ciudad, y el rojo de Castilla.

El escudo de Guadalajara tiene también varios siglos de existencia. Goza de una peculiaridad interesante frente a la mayoría de los escudos de ciudades españolas. Y es que, en vez de mostrar una o varias imágenes simbólicas, enseña una escena histórica completa, que ha sido desarrollada en ocasiones con una gran minuciosidad y riqueza expositiva. En resumidas líneas, éste es el escudo arriacense: Aparece una fuerte ciudad medieval amurallada, y en su interior se vislumbran las torres de una iglesia y los fuertes bastiones de un castillo. Sobre el conjunto urbano brillan la luna y las estrellas, mientras el cielo oscuro de la noche cubre la escena. Ante la ciudad, sobre una verde pradera, se ve un jinete, armado de pies a cabeza, a la usanza de la Edad Media, seguido de una regular hueste de guerreros a pie y armados. El significado que popular y tradicionalmente se le ha dado, es el de la escena de la conquista de Guadalajara por Alvar Fáñez de Minaya. El momento es la noche estrellada del 24 de junio de 1085. La ciudad del fondo es la Guadalajara árabe, amurallada y floreciente. El jinete es el caudillo cristiano, sobrino y alférez de la mesnada del Cid, Alvar Fáñez de Minaya. Tras él, su hueste. Van a conquistar el burgo en ese instante. Es, pues, un modo de afirmar la identidad cristiana y occidental de la ciudad. Una cultura concreta frente a otra. Sin anularse del todo: cristianismo e Islam, siempre marcando el rumbo de Guadalajara.

Este escudo fue elaborado en el siglo XVI. Los escritos de don Francisco de Medina y de Mendoza, y posteriormente de Francisco de Torres y de Núñez de Castro, recogen las tradiciones de la conquista, y crean este escudo, fundiendo en una escena sola las dos caras del metálico sello del concejo, único ejemplar que por entonces quedaba en el archivo de la ciudad. Y es interesante saber esto de que para elaborar el escudo de la Guadalajara renacentista se acudió a una pieza histórica real y más antigua. Porque nos dice que el significado que se le dio al escudo es totalmente fantástico e inventado.

El sello concejil de Guadalajara, conocido por todos-pues se le ha dado siempre gran relieve y publicidad, incluso se utiliza como regalo a los visitantes ilustres en reproducción espléndida-era una pieza de plomo con dos caras: en el anverso aparece la ciudad medieval amurallada completamente, tras de cuya defensa se alzan las torres de iglesias y edificios civiles. Bajo los muros se ven las ondas de un río, y en derredor del dibujo Se lee » + Sigillum Concilii Guadelfeiare» que significa «Sello del Concejo de Guadalajara». En el reverso aparece un caballero armado, sobre caballo enjaezado, con amplias gualdrapas. El jinete porta una gran bandera de líneas horizontales, y ante él aparece la palabra «Iuis» que significa juez. En rededor de esta imagen se lee una frase bíblica: » + Vías tuas domine demostra michi amen». No cabe duda alguna del significado de este sello. Entre otras cosas porque es similar a otros muchos sellos concejiles de Castilla. Por un lado, la imagen de la ciudad, que está amurallada como lo están todas las que son cabeza de Comunidad de Villa y Tierra Por el otro, el juez a caballo, figura política principal de esa Comunidad, se representa como caballero y abanderado. Y aparece en el sello por la razón de que solamente él, en su calidad de máximo representante de la ciudad, puede tener en su poder y estampar este sello. En él está, pues, el símbolo. No sólo de la ciudad, sino de toda su tierra (Guadalajara se extendía, como Comunidad por 50 pueblos de Campiña y Alcarria) e incluso de la forma política-absolutamente igualitaria democrática y foral-que regía el Común.

El escudo de Guadalajara es, por tanto, auténtico y de cuño histórico riguroso. No se podría haber encontrado otro mejor. Pero el significado que los fabulosos cronistas del Renacimiento le dieron ha cambiado un tanto ese primitivo sentido. Sea una u otra cosa, los arriacenses podemos decir, con orgullo que tenemos nuestros símbolos bien concretos, y mostrarlos en los lugares donde, como en espejo, la ciudad se mira: el juez del Común, caballero abanderado, frente a la ciudad amurallada, un pendón morado por la ciudad, y un pendón rojo por Castilla y a llenar ahora la ciudad toda, que está en fiestas y recobra su ritmo eterno, tradicional y renovado a la vez, resumen de un modo de ser y de vivir: el de Guadalajara nada menos.

Pairones molineses

 

Si hacer la vida es recorrer un camino, también pasar la vida haciendo caminares, paradas y admiraciones es un modo hermoso de dejar correr los días. Pisar los caminos de la propia tierra es tarea que deberíamos practicar con más frecuencia, y de ese modo-es una opinión-viviríamos la vida más intensamente.

Recorrer las trochas o anchas carreras del Señorío de Molina da siempre sorpresas y permite encontrar múltiples huellas de lo más destilado, de lo mejor de la raza. Las gentes que recorren Molina andando son todavía pastores, agricultores de pro, algún arriero. Y no sólo la charla con ellos, sino la admiración de los pueblos que se encuentran, de los bosques, de las mil cosas que a la orilla el viajero descubre: todo eso hace de la tarea un quehacer inolvidable y gustoso.

En los caminos de Molina hay muchas piedras que vigilan, hoy como hace siglos, los pasos resonantes. Son los llamados «hitos» o «pairones», aunque existen otras modalidades de apelación, con inflexiones de pronunciación que llegan a variar de pueblo en pueblo. Hoy los encontramos a decenas por toda la comarca de Molina. La costumbre, heredada de antiguo, es mantener uno de estos monumentos en cada uno de los caminos que llegan al pueblo. Así lo normal es que cada municipio tenga seis o siete de estos pairones. Todos tienen dedicación a un santo, advocación de la Virgen o figura cualquiera del celeste imperio. Lo normal es que pongan, sobre la columna pétrea, y dentro de breves hornacinas que la rematan, las imágenes de alguno de los santos que más devotamente son venerados en el pueblo. Y, en gran número de ocasiones, esos pairones están dedicados a San Roque (que fue un santo caminero) o a las ánimas del Purgatorio, por lo que luego veremos. Cada uno, pues, tiene su apelativo, y como digo, raro es el pueblo molinés que no tiene alrededor de la media docena de estos elementos, con lo que nos viene a salir una cifra que ronda los 500 pairones en todo el señorío. No es exagerada, y de ellos hay algunos ejemplares realmente hermosos. La mayoría están construidos en los siglos XVIII y XIX. Hay alguno que sobrevive desde hace varios siglos. Y otros relativamente recientes. La costumbre es de raíz celtíbera, como todo lo profundamente molinés, luego influenciada por el paso de los romanos, y dorada con el manto cristiano que hasta hoy sobrevive. Pero es algo tan realmente nacido de la esencia de la raza, que aunque pasen miles de años, yo diría que lo último que se perderá en Molina son sus «pairones».

En cuanto a su origen primitivo, podemos remontarnos a la costumbre romana, y muy posiblemente celtíbera, de que cada caminante que pasara por un lugar de frontera o por un cruce de caminos, debía ir echando una piedra en un montón ya previamente formado. Al pasar de un dominio a otro, al dejar un territorio y entrar en otro, o simplemente al llegar a un cruce de caminos: todo lo que podía suponer una novedad, un cambio en la marcha, se recordaba echando una piedra que pasara a engrosar un montón que, poco a poco, iba creciendo. Es curioso comprobar como esta costumbre aún permanece hoy en día. Al atravesar la raya de Castilla con Aragón, entre Milmarcos y Campillo, los habitantes y caminantes suelen echar pedruscos a lo que ya es casi una montaña de piedras sueltas, tras siglos de práctica y rito. Eso viene a ser el antecedente del pairón, que fue considerado como pieza definitiva, «montón de piedras reglamentado y permanente» de separación de municipios y de señalamiento de cruces de caminos.

Quizás de esta costumbre puede derivar el controvertido nombre de Milmarcos, pueblo de los más grandes de la sesma del Campo, en el Señorío de Molina. El prefijo Mil (que en documentos antiguos se escribe Mill, con dos eles) puede derivar de la palabra latina Milliarium (piedra que señala distancias en los caminos) y el resto de la palabra, Marcos, podría ser transformación latina «Martius» que significa: dedicado al dios Marte. De hecho, generalmente los Miliarios que se ponían en los caminos solían estar dedicados a algún dios, y a Marte, el de la guerra, era especialmente numeroso. Así, Milmarcos vendría a significar: piedra dedicada a Marte, y en ese nombre veríamos una prueba del antiguo origen de los pairones, que podrían ser derivaciones domésticas, estrictamente rurales, de los Miliarios de las calzadas romanas. En Milmarcos se han mantenido en pie los correspondientes pairones de todos sus caminos. Y así recordamos el de San Antonio, tras la ermita de Jesús Nazareno; el de San Blas, en los caminos de Calmarza y Algar de Mesa; el de Santa Lucía, en el camino de Campillo de Aragón; el de San Miguel, en el camino vecinal que enlaza con la carretera de Cillas a Alhama de Aragón; el de Nuestra Señora de la Cabeza en la carretera de Hinojosa, y el de Jesús Nazareno, en el camino de Jaraba. Todos ellos son grandes ejemplares, bien cuidados, merecedores de un recuerdo.

Pero aún hay otro aspecto de interés relacionado con estos monumentos. Es evidente que muchos de ellos, podríamos decir que la mayoría están dedicados a las ánimas del Purgatorio, que se representan en populares azulejos, tallas simples, o el nombre exclusivamente. Es, en definitiva, en recuerdo a los muertos, a los hombres y mujeres del pueblo que vivieron en épocas anteriores. Los romanos enterraban sus muertos a la orilla de los caminos, a la salida de las poblaciones. Allí, unas simples lápidas o estelas ponían el nombre del muerto, y tras él aparecía la frase simple «Séate la tierra leve» que como plegaria todos recibían. Esos pairones molineses, a la orilla de los caminos, a la salida de, las poblaciones, en que se pide un recuerdo y una oración cristiana para las ánimas del Purgatorio, son claros herederos del culto a los muertos practicado en nuestra tierra desde lejanos siglos. En definitiva, todos estos datos vienen a demostrar el antiquísimo e hispano origen de los pairones molineses, que tan honda raíz meten en el pretérito.

Son centenares los que todavía quedan distribuidos por los 3.000 kilómetros cuadrados del Señorío de Molina. Es curioso que, fuera de él, son rarísimos de encontrar en el territorio provincial de Guadalajara. La costumbre queda, pues como una prueba más de la autóctona cultura molinesa, con razones prehistóricas incluso que prueban su idiosincrasia. Los hay entre ellos muy hermosos. Estas palabras quisieran ser un acicate para que tú, lector, pruebes a descubrir estos pairones, recrearte en el hallazgo de los más grandes y pulcros, admirarte por la visión sencilla de los más austeros y populares. Algunos de ellos son tan peculiares que han quedado registrados incluso como elementos conformantes del patrimonio artístico de Guadalajara. Entre estos valiosos recordamos ahora el dedicado a las ánimas a la entrada de Tortuera, o el mismo que hoy adorna una de las plazas de este pueblo. En Rueda de la Sierra hay otro magnífico, del siglo XVIII.

En Cillas también hay pairón barroco, lo mismo que en Cubillejo del Sitio, muy bien cuidado. En Milmarcos destaca el de San Antonio, tras la ermita de Jesús Nazareno, y son especialmente curiosos los que en término de Tordesilos se esparcen por los campos señalando en medio de las extensiones de cereal el trazo de sus caminos.

Será, de todos modos, su descubrimiento y admiración, uno a uno por el viajero interesado, lo que le haga cobrar un valor real e inolvidable a estas piezas sencillas y hermosas del patrimonio molinés: los pairones.

Nuestras viejas piedras: el torreón del Alamín

 

Uno de nuestros más antiguos y representativos monumentos, es el llamado Torreón del Alamín, cubo de la muralla que se alza junto al barranco del mismo nombre, frente al barrio árabe también así denominado. Este torreón es uno de los escasos restos de la muralla fortísima que rodeaba por completo la ciudad, y equivale a la puerta de septentrión de la misma, como auxiliar de la principal de esta vertiente, que era la de Bejanque. Viene a ser también una huella aunque mínima, de la primitiva organización social de Guadalajara que en el siglo XII se constituyó en Comunidad de Villa y Tierra con otros cincuenta pueblos de la Campiña y la Alcarria. Como cabeza de Común, Guadalajara ciudad estaba completamente rodeada de murallas, presentando en principio cuatro grandes puertas, defendidas por torreones, y orientadas a los cuatro puntos cardinales. Aunque, la primitiva muralla y portones fueron construidos por los árabes, posteriormente a la reconquista de la ciudad por Alvar Fáñez, en tiempos de Alfonso VII, se reconstruyeron.

Uno de esos elementos tan consustanciales con el urbanismo de Guadalajara como ciudad comunera, fue este torreón que ahora comentamos, y que en principio recibió el nombre del barrio junto al que estaba, el Alamín, sirviendo para la entrada un arco que tenía junto a sí, y que permitía el acceso a los viajeros que procedían de Aragón, o bien a los que subiendo desde el río, habían rodeado a la ciudad por el camino salinero. Para cruzar el barranco, no profundo en ese lugar, existía un puente levadizo. Ya en el siglo XIII en sus finales, las infantas Beatriz e Isabel, hijas de Sancho IV el Bravo, rey de Castilla, que tenían a la ciudad de Guadalajara en Señorío, mandaron construir un nuevo puente, para pasar cómodamente al convento de monjas bernardas que se había levantado extramuros. Al puente nuevo le llamaron «de las Infantas», y ese nombre tomó la puerta y torreón anejos. Más tarde, recibió el nombre de «puerta Postigo», y al final, cayó derribada, como toda la muralla de su entorno, quedando tan solo el puente y la torre albarrana que se forma por tres pisos con bóvedas de ladrillo, y muros fortísimos de sillar esquinero y mampuesto de fuerte grosor, rematando arriba con curiosas ventanas de ladrillo y restos de matacanes. En los siglos pasados sirvió este torreón de hospital de peregrinos, y finalmente de perrera.

El destino de este venerable monumento no ha podido ser más triste. Su representatividad en cuanto hace a la historia y el ser de la ciudad de Guadalajara, es tan grande, que se impone, ya, estudiar las posibilidades de su rescate. El y el torreón de Alvar Fáñez han sido, durante muchos años, las «ovejas negras» del patrimonio histórico de nuestro burgo. Deben ser rescatados de su olvido, y puestos en valor para uso ciudadano. Una restauración no muy costosa, un adecentamiento del entorno, un acondicionamiento mínimo del interior, y algo de imaginación al asunto: ¿centro cultural, sala de exposiciones, museo municipal, casa de la juventud, un restaurante incluso? El caso es salvar aquello, y que cobre vida nuevamente entre los arriacenses.