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agosto, 1980:

Arte alcarreño: La iglesia de Peñalver

 

Varias veces se ha asomado a estas páginas la alcarreña villa de Peñalver, por razones de paisaje, de historia, de anécdotas folclóricas, e incluso del mucho arte y patrimonio artístico selecto que guarda el pueblo. No sólo su castillo, sede de los caballeros sanjuanistas desde siglos, o las ruinas de su iglesia románica de la Zarza, en el centro del lugar, sino el rollo o picota, las ermitas y aun la iglesia parroquial, que es cofre, magnífico de otras tantas obras extraordinarias de los más variados siglos y estilos. Un viaje reciente a esta villa amable siempre, y acogedora por sus gentes, ha servido para admirar nuevos detalles de este rico patrimonio que aún conserva. La amabilidad de don Julio el párroco y de don Doroteo el maestro, nos ha procurado una reposada y útil toma de contacto con el templo parroquial de Peñalver, dedicado a Santa Eulalia, y que puede calificarse sin exageración como uno de los mejores edificios renacentistas de la Alcarria. Así es reconocido por visitantes y estudiosos, en comparación fácil con el resto del patrimonio arquitectónico de la comarca. Vamos pues a desarrollar su visita, en descripción que quiere servir de acicate y guía para cuantos se decidan a viajar a este interesante confín de Guadalajara.

Situado el templo en medio del caserío, como todo él está instalado en sitio incómodo y sobre fuerte pendiente. De tal modo, que se hizo preciso, cuando su construcción, rellenar lo que había de ser ocupado por el ábside, acumulando tierra y piedras y haciendo un fortísimo muro de contención con barbacana encima. De ese modo se consigue que templo tan grande pueda caber, en equilibrio permanente, sobre tan cuestuda pendiente. Su fábrica es de mampostería de piedra caliza y argamasa, llevando sillar de lo mismo en esquinas y refuerzos. A los pies del templo se alza una torre rechoncha y de fuerte aspecto.

En el exterior hay dos detalles artísticos que arrebatan la atención: son sus puertas. Una de ellas, la orientada al norte, es obra de fines del siglo XVI, y por lo tanto está construida con unos cánones geométricos severos, en el sentido que la reforma trentina y los gustos del reinado de Felipe II imponían. La portada principal está orientada al sur, y ante ella se abre una estrecha y muy recoleta plazuela. Esta puerta monumental, joya de la arquitectura plateresca en la Alcarria, es obra de la mitad del siglo XVI, momento en el que se alza en conjunto todo el templo. Está, pues, pensada y programada con equilibrio, y merece un comentario aparte por varias causas.

Una de ellas es su estructura general: se incluye la portada toda en gran arco, como si una inmensa hornacina la cobijara. Ese gran arco lo forma el muro del templo, y dentro aparece, como un tapiz, la portada, toda ella cuajada de decoración y esculturas muy en la línea del plateresco alcarreño y toledano, casi perfectamente encuadrable en el modo de hacer de Alonso de Covarrubias. Al menos, es lo que recuerda la primera visión de esta portada: a la del templo conventual de la Piedad en Guadalajara, que este artista trazara y tallara en el primer tercio del siglo. Dentro de gran arco, la portada también con arco semicircular, y columnas y pilares recubiertos densamente de decoración de grutescos. En Peñalver, la portada es también poseedora de un arco de ingreso semicircular, escoltado de pilastras y rematado arriba por dintel, frisos y hornacina. Todo ello cubierto de numerosas esculturas y relieves: se ven muchos grutescos (monstruos, sirenas, faunos, cabezas de ángeles, etc.) pero también se ven,-y esto es llamativo-una gran profusión de símbolos santiaguistas: bordones, veneras, escarapelas, calabazas, cruces incluso de Santiago. Todo ello como si nos quisiera recordar, proclamar incluso, que quien ha hecho aquello es un fervoroso santiaguista ¿canteros gallegos? Poco probable, pues un cantero no dirige la decoración de una portada generalmente. Será la historia del pueblo, una vez más, la que acuda a explicar este detalle: perteneció el pueblo durante varios siglos a la Orden Militar de San Juan, que tenía su iglesia en el centro del lugar (era la ya arruinada iglesia de la Virgen de la Zarza, de estilo románico rural). A mediados del siglo XVI, concretamente en 1552, Peñalver fue puesto en almoneda por el Emperador Carlos I, maestre proclamado de todas las órdenes militares, y este pueblo alcarreño, junto con el inmediato de Alhóndiga, fue comprado por don Juan Juárez de Carvajal, obispo de Lugo, en cuya familia (pues tuvo hijos, y nietos) permaneció también varios siglos. Quizás sea esta razón, la de que su nuevo dueño, en el comedio del siglo XVI y nada más tomar posesión del lugar, se pusiera a construir nueva iglesia, la de que por ser obispo de Lugo, gallego de nacimiento, y por tanto ferviente enamorado de Santiago, de su Camino, y de sus símbolos, mandara llenar la portada del templo parroquial de Peñalver con veneras, bordones y cantimploras camineras.

Pasemos al interior. Se arquitectura es espléndida. Tiene tres naves, mucho más ancha la central, y algo más alta. Las tres se cubren por bóvedas de crucería, con bellos dibujos y combinaciones geométricas, que recuerdan inmediatamente el estilo de las catedrales góticas, pero que se justifica en su época de construcción porque así se hacía todo en esos momentos, salvo los muy «snobs» que, como los Mendoza, o el propio Emperador, preferían la herencia renaciente italiana a lo tradicional hispano. Dichas bóvedas apoyan en pilares poliédricos que separan las naves. Toda la estructura del templo está hoy, desgraciadamente, muy maltrecha, pues la nave de la epístola y el ábside entero, están cediendo, al tener por cimientos un simple relleno que, con los siglos se resiente. Así, se han abierto grandes grietas, y las bóvedas se resquebrajan peligrosamente. Debe de realizarse en esta iglesia, cuyo valor arquitectónico es innegable, una labor de restauración inmediata que la salve de una posible y no muy lejana ruina.

En su interior, todavía quedan varias joyas artísticas de incalculable valor. Los siglos y las rapiñas han acabado con casi todos sus altares y obras de arte (a principios de este siglo, todavía existían un total de 13 retablos en su interior), y se han perdido piezas de orfebrería, cuadros, y, lo que es casi todavía más lamentable, la totalidad de su archivo documental, que hubiera sido de gran utilidad para estudiar y centrar debidamente, en el lugar que le corresponde dentro de la historia del arte español, a este templo y sus obras. Destacan, pues, los hierros forjados de puertas y fallebas, muy especialmente el de la entrada principal, obra de los talleres de cerrajería de Alcalá, en el siglo XVII. También la pila bautismal es pieza de gran valor, obra del período románico (siglos XII‑XIII) y con toda seguridad proveniente de la vieja iglesia parroquial de los sanjuanistas. Es una de las pocas pilas bautismales que hay en nuestra provincia con tallas geométricas, muy regulares y bien hechas. También hay algunas piezas de orfebrería y ornamentos hoy custodiadas en casas de vecinos) como son la gran cruz procesional de plata sobredorada, realizada a finales del siglo XVI por desconocido autor (de los talleres de Alcalá o Toledo posiblemente) que dejó una primorosa muestra de la tradicional maestría orfebre de la época: tallas en plata de Cristo, la Virgen, los Evangelistas, y ángeles con emblemas de la Pasión, cubren los brazos de la Cruz, y con extraordinario muestrario de figuras en relieve, casi exentas, en la macolla de la pieza (es especialmente buena la de San Juan Niño). También hay algunos cálices (uno con escudo, grutescos y santos, del siglo XVI, es especialmente destacable) y varios ornamentos con imaginería y escudos de armas, de los siglos XVII en adelante.

Como pieza a destacar del conjunto del patrimonio artístico de la parroquia de Peñalver, está su gran retablo principal, obra de principios del siglo XVI, quizás hecho para la antigua iglesia de la Zarza y luego aquí colocado al terminar la fábrica de este templo. O quizás, incluso, hecho exprofeso para ésta, en la mitad de la centuria, lo que nos obligaría a corregir la data que en ocasión anterior le hicimos, teniendo en cuenta que los modos primitivos y los remanentes estilísticos gotizantes son en Castilla (y especialmente en este templo se ha demostrado ya) muy fuertes, de tal modo que algunas obras de arte son fechadas en un determinado momento con arreglo al estilo en que están hechas, y luego documentalmente se prueba que están auténticamente elaboradas 100 años más tarde. A falta de los libros del archivo de Peñalver respecto al retablo sólo nos queda elucubrar. Desde luego, es obra de la primera mitad del siglo XVI.

Se compone todo él de pinturas incluidos entre frisos y adornos de claro sabor gótico. En la calle central se ven algunas tallas (una moderna de Santa Eulalia, y otra primitiva, magnífica, de la Virgen del Rosario, así como un Calvario en lo más alto, que cuando se limpie destacará por su perfecta escultura y su dorado primoroso) y el resto lo ocupan pinturas sobre tablas todas ellas muy buenas de exquisito arte. Están muy sucias hoy, y se distinguen con dificultad sus motivos. En trabajo anterior ya los enumeramos (1) pero destacan las figuras de los apóstoles de la predela, y la composición y la imagen de la Virgen en el cuadro de la Epifanía. Se están realizando actualmente gestiones, por parte del actual párroco, y de la delegación provincial de Cultura, para que este retablo sea restaurado y limpio. Esperemos que tengan más fortuna las gestiones actuales, de la que tu vieron las que nosotros hicimos, hace ya años, ante la Dirección General de Bellas Artes, a la que fue presentado un completo estudio, con diseños, descripciones y fotografías del retablo, pero no se obtuvo nada positivo. Si en esta ocasión Peñalver consigue la restauración de su templo y su retablo, bien pueden alegrarse de ello, y es acción a la que debe encaminarse el pueblo todo.

La visita a Peñalver, de todos modos, está más que justificada hoy día, para admirar no sólo este templo y sus obras de arte ahora descritas, sino todo lo que de interesante muestra (desde su aspecto general hasta la arquitectura popular de sus edificios) al viajero que a él acude esperanzado.

(1) Glosario Alcarreño, tomo I; «Por los caminos de la Alcarria», páginas 24‑26.

Por los confines del Señorío molinés

 

Según el Fuero que en 1154 dio don Manrique de Lara a su territorio de Molina, recibido de las manos del gran monarca aragonés Alfonso I el Batallador, los límites eran mucho más amplios de lo que son hoy en día. Pues si los Armallones (sobre el Tajo) le limitaban por occidente, al Norte llegaba hasta prácticamente el Jiloca, y por levante y sur alcanzaba hasta el rincón de Ademuz, adentrándose en las serranías conquenses, entonces casi despobladas. Posteriormente fue perdiendo territorios y pueblos, que pasaron a formar sesmas de otros Comunes de Villa y Tierra fronteros, de organización característica y similar a los castellanos, pero ya en pleno Aragón. Así, en favor de Calatayud, Daroca y Albarracín, incluso del de Cuenca, Molina perdió tierras y extensión.

Una comarca bellísima, un campo impresionante, formando un paisaje inolvidable, es su límite histórico norteño, aquel que tenía en su costado la laguna y pueblo de Gallocanta, limitado aun a septentrión por la serranía que arropa al valle del Jiloca y a la ciudad de Daroca. En esa alta campiña, donde el ancho tapiz acuoso y vegetal refleja con largueza el inmenso cielo asientan algunos pueblos que hoy son provincia de Zaragoza y Teruel, pero que en sus orígenes, allá por el siglo XII, fueron también molineses, y en sus costumbres y construcciones siguen manteniendo un innegable entronque con el estilo general de vida de Molina entera. En busca de ese común origen, de esas características que aúnen los pueblos molineses de uno y otro lado de la actual raya de la provincia, hemos acudido en largo viaje. Y hemos traspasado esa imperceptible raya, más absurda aún cuando se piensa que, sobre un paisaje único, homogéneo, no sólo se separan provincias, sino regiones (hoy preautonomías) y aun nacionalidades, según la Constitución reza. En el alto llano de Gallocanta, Embid y Tortuera a un lado son pueblos de Castilla‑La Mancha, mientras pocos metros más al norte, en un paisaje que es la palma de la mano, viéndose mutuamente torres de iglesia y campos de labranza, están Odón, y Bello y Torralba de los Frailes, y Gallocanta, de Aragón ya, aunque con común historia todos.

En Bello, provincia de Teruel, se encuentra el viajero con una magnífica iglesia parroquial dedicada a la Natividad, en la que, bajo la arquitectura espléndida de sus techos gotizantes, se admira un descomunal y riquísimo retablo, que muestra en hornacina central una estatua de María Virgen, del siglo XV, y una gran colección de tablas de principios del siglo XVI, más otras tallas del XVII, dando un aspecto de grandiosidad inigualable. El párroco, hombre culto, se conoce la historia del territorio, sabe pertenecer su tierra al antiguo Señorío molinés. Se lamenta, sin embargo, de que tan riquísima joya como es el retablo mayor de su iglesia esté sin estudiar como debiera. Los de Teruel-nos dice- tienen muy a trasmano estos pueblos, los consideran rayanos con Castilla, y casi no los hacen ni caso. Quizás no sabía todavía que lo mismo, pero a la inversa, les ocurre a los rayanos de Guadalajara, a los del confín molinés, de los que en la capital tampoco se acuerdan de su existencia. Triste destino, tras haber sido en épocas anteriores un poco el centro de la Celtiberia.

Seguimos andando por Bello, y encontramos varias casonas, muy modificadas. Hay una, especial mente bien conservada, que encierra una similitud con otras de esta comarca o ancho valle de Gallocanta. En el centro de su fachada presenta un gran panel de bien tallada sillería, con una cornisa superior, y al centro un arco semicircular, de gruesas dovelas.

Prosiguiendo el viaje por este límite casi desconocido de Molina, llegamos a Odón, también hoy en la provincia de Teruel, aunque sus gentes se sienten molinesas todavía. No son muy viejos los hombres que en la plaza, apoyados en los rojizos muros del templo parroquial, nos cuentan con pormenor las tradiciones locales, prendidas en toda época junto al territorio molinés. De siempre fue el pueblo de Odón el que se preció de hacer la mejor romería del Señorío a su patrona, la Virgen de la Hoz. En septiembre viajaba hasta el santuario del río Gallo el pueblo entero, con mujeres, niños y viejos, montados en carros bellamente enjaezados, y allí ejecutaban «el dance» ante la Virgen un grupo de hombres de Odón que iban vestidos «con sayas» blancas y adornos de flores. Hablamos con alguno que en su juventud hizo este dance, y parece ser que tenían pasos de sables, danzas de fertilidad y otras muy similares a las que ahora ha vuelto a poner en práctica, el mes de junio, la ciudad de Molina. Pero la vestimenta «de sayas blancas» y flores es la propia de las danzas guerreras y agrícolas características de la Celtiberia, hoy vivas aún en Valverde de los Arroyos, Majaelrayo y Utande.

En Odón visitamos la iglesia parroquial, dedicada a San Bartolomé, y admiramos su altísima y bien construida torre, con una portada de corte trentino, del siglo XVII, en la que se exhiben ya bastante deterioradas algunas estatuas del titular y otros apóstoles. El interior,-según referencias, pues no estaba en esos momentos el cura párroco y no fue posible entrar- posee un gran retablo mayor con tallas y pinturas del siglo XVII y algunos otros altares más antiguos, con pintura de la escuela bajo‑aragonesa del Renacimiento, todo sin estudiar ni catalogar convenientemente aún. A un costado del pueblo, y sobre una atalaya desde la que la sierra de Zafra parece tocarse con la mano, se alza la ermita de la Virgen de las Mercedes, sencillo ejemplar del siglo XVIII.

El interior del pueblo muestra un trazado cómodo, de calles anchas y llanas, con edificios blanqueados en su mayor parte, muy limpio todo y agradable. Destacan algunos edificios antiguos por los que estábamos especialmente interesados. Sin ninguna guía concreta previa, las apariciones de las casonas de Odón, no por esperadas, son menos sorprendentes y gustosas. Hay una de especial relieve: la casona de los Arias, que alcanza el calificativo de palacio, con puerta central de arco semicircular, ventanas laterales, tres balcones en el piso central y un escudo de armas incluido en majestuoso adorno o plafón barroco. Esta fachada remata en una serie aragonesa de arquillos semicirculares sobre los que descansa un soberbio alero de exquisita talla. El interior está muy bien conservado, y es en todo similar a las normas que ya conocemos de las casonas molinesas. Un escudo consistente en castillo de una sola torre y orla con aspas de San Andrés, bajo yelmo y lambrequines, cifra el honor y la hidalguía de la familia poseedora. Otras casonas, ya más modificadas, surgen por Odón: la del Traverío de las Peñas muestra un arco semicircular con escudo de armas sobre la dovela clave, y una ventana con capitel sencillo. Otra casona grande, que llamamos de Abajo porque allí no le dan nombre específico, presenta la clásica distribución de elementos que se dan en este extremo del Señorío que circunda Gallocanta: portón semicircular de gran radio, adovelado e incluido en un paramento de bien tallado sillar, que remata en breve nicho que incluye escudo de armas. El resto de la fachada de la casona enseña ventanales de jambas y dinteles de enorme tamaño.

Salimos de esta comarca, prometiendo volver a escudriñar otros pueblos de la misma, con dirección a Daroca, cabeza de Comunidad y ciudad fortísima amurallada, donde el Aragón eterno, sí, ofrece a los caminantes reposo y acogimiento.

Guadalajara de hoy, Guadalajara de siempre

 

Su historia

De esta ciudad, que es vieja a fuerza de lágrimas y fiestas, se sa­ben muchas cosas. Tantas que contarlas por menos llevaría largos años. Empezó la cosa en una reu­nión de antiguas gentes, íberos, he­chos a la guerra y a la labranza en las márgenes del río Henares. Lue­go, según los tiempos vinieron marcados por el imperio romano, la ciudad fue custodiada por soldados, pretores y esas cosas. De visi­godos, ni se sabe. Y de los árabes, sí. Aquí pusieron los mahometa­nos, a partir del año 711 en que hi­cieron suya esta altura, una ciudad fuerte y numerosa en habitantes, base principal de los desplazamientos hacia el norte siguiendo el an­cho valle del Henares, una de las comunicaciones naturales de am­bas mesetas. Pero fundamental­mente era Guadalajara entonces cabeza militar de la Marca media de Al-Andalus, punto fuerte y principal de la resistencia árabe contra el progre­sivo avance cristiano. Que, de to­dos modos, se hizo muy lentamen­te, y aun permitió que en los casi cuatrocientos años que fue mora, la ciudad de Guadalajara tuviera en su nómina de gentes importan­tes un largo desgranar de sabios, historiadores, ascetas, poetas y guerreros. En 1085, Alvar Fáñez conquista, en fácil tarea, el burgo, y este queda como cabeza de co­mún, bastión de las libertades po­pulares castellanas, en el reino de Castilla engarzado. Durante largos siglos, el poder de la ciudad perte­necerá al Concejo. Guadalajara es villa independiente, cabeza de un vasto territorio, y en ocasiones, breves, es dada en señorío o algún príncipe, a alguna infanta, etc. Pe­ro son episodios cortos, que no rompen la tradición de autogobier­no. Aunque esto era de un modo teórico, pues en la práctica quien mandaba entre estos muros, y aun en muchos kilómetros a la redon­da, era la poderosa familia de los Mendoza, que aquí tuvieron, desde el siglo XIV, su principal palacio y la oficina suma de su poder eco­nómico y social. Ellos eran los que ponían y quitaban alcaldes, desa­fiando a un pueblo que, en 1519, en plena Guerra de las Comunidades a punto estuvo de cortarle el cuello al insolente Iñigo López de Men­doza, tercer duque del Infantado que les hizo cara. Corte de mece­nas y de poetas, Guadalajara llegó a tener el calificativo de «la Atenas alcarreña» en el siglo XVI. Después, la despoblación fue haciendo presa en ella. Cruce de caminos, apetencia estratégica en las gue­rras, por sus callejas han sonado más tiros de los necesarios, y tan­to ruido estuvo a punto de dar al traste con su vida. Ahora parece ser que rebulle, (a la vista está) y esperamos todos -de verdad, con ilusión- que esto sea una ciudad, auténtica, de cara al futuro.

La vieja muralla

Una cosa que, en secreto, nos ha gustado hacer a todos los que ama­mos a Guadalajara y la queremos encontrar sus más íntimas pala­bras, ha sido recorrer su perímetro amurallado, el seguro y ya casi imperceptible contorno de antiguas defensas medievales, como tratan­do de cogerle por el talle -de piedra desgastada- a esta damisela parda. Y no es cosa difícil hoy, so­lamente de ponerse. Como ciudad cabeza de una Comunidad de Villa y Tierra, Guadalajara tuvo cerca completa, hecha de argamasa, mampuesto y ladrillo en las esqui­nas, con basamentos de sillar. En los puntos cardinales, y a la entra­da de los principales caminos, puertas defensivas de envergadura notable. Su situación geográfica ya le daba un signo de fortaleza, pues está circuida, a levante y poniente, por sendos barrancos que le dan protección. Desde el río, atravesa­do por puente pétreo desde época romana, la muralla subía ascen­diendo por el barranco del Alamín encerrando al alcázar o castillo cer­ca del Henares. Más arriba se abría la puerta del Alamín, protegido por el torreón del mismo nombre, a la que se llegaba cruzando el puente de las Infantas. Seguía la muralla coronando el barranco, y doblaba luego bruscamente hacia poniente, llegando a constituir la más fuerte de todas sus puertas: la de Bejan­que, que recibía el camino de Za­ragoza. Aún hoy, se ven los gruesos paramentos de aquel monumento. Seguía la muralla por lo que es hoy calle de la Mina, has­ta la plaza grande donde se encon­traba la puerta del Mercado, delan­te de la cual se celebraba los mar­tes habitual y sonadísima reunión de comerciantes de la comarca. Es­ta puerta se hallaba al inicio mismo de la calle Mayor, y la plaza de Santo Domingo era el habitual cam­pamento de los mercaderes. Seguía la muralla cuesta bajo, por lo que es hoy travesía de Santo Domingo, llegando hasta el actual santuario de Nuestra Señora de la Antigua, donde había otro fuerte cubo de­fensivo, en el interior del cual di­cen que se encontró en época re­mota la imagen de la Virgen Pa­trona de la Ciudad. La muralla se­guía el barranco de San Antonio, y a poco se abría en ella la puerta de Alvar Fáñez, escoltada del fuerte torreón que aún hoy sobrevive. Continuaba toda la barrancada hasta más abajo de la iglesia y con­vento de los Remedios, donde, de­lante del alcázar, se abría la puer­ta de Bradamarte o puerta de Ma­drid.

De todas estas piedras, puertas, torreones e historia, no quedan si­no leves huellas difíciles de reco­nocer. Siempre supone, para el que tiene ganas y un par de horas, o al­go más, por delante, hacerse este recorrido, un nostálgico ejercicio de historia local.

Un recorrido por la ciudad

Para quien llega por primera vez a esta ciudad de Guadalajara, lo primero es hacer una primera y ri­tual visita al Palacio del Infantado, que según todas las lenguas es lo mejor del conjunto, y un monu­mento singular sin comparación posible en España. Esto se puede cumplir a cualquier hora, pues lo mejor de todo es la portada, y ésa, mientras haya sol, se contempla fá­cilmente. Algo más difícil es pasar al interior, especialmente si se va en horas en que el estrecho horario del Museo Provincial proclama que la puerta está cerrada hasta el día siguiente. En ese caso, el turis­ta se perderá el sabroso «patio de los Leones» que es también pieza soberbia de la arquitectura espa­ñola. Por las habitaciones, mere­cen verse los techos que en el si­glo XVI pintó Rómulo Cincinato, cubiertos de pavorosas escenas de batallas y asuntos mitológicos; también las cuatro salas del Museo Provincial permiten pasarse media hora viendo cuadros de tema reli­gioso, algunos buenos. De aquellos artesonados que llevaban fama por el mundo entero, gloria del arte mudéjar, no queda nada. Este pa­lacio es obra de los duques del In­fantado, concretamente del segun­do personaje de la serie, don Iñigo López de Mendoza, cortesano en la corte de los Reyes Católicos, y hombre fastuoso y peleón. Se co­menzó a levantar en 1480 (ahora cumple, pues, los cinco siglos jus­tos) y fueron sus autores Juan Guas y Enrique Egas, borgoñones de pro. En su portada y patio luce la filigrana del gótico isabelino, con toques arrebatados de mudejarismo y algo del incipiente Renaci­miento. Ha sido reconstruido en los últimos años y espera ahora ser sede de la Casa de Cultura que Guadalajara pide y necesita.

También se irá el viajero, si vie­ne como turista buscador de viejas piedras, a ver los monumentos más singulares, protagonistas de un espíritu único, intérpretes de una estampa irrepetible. Y así no dejará de ver la iglesia de Santiago, an­tiguo templo conventual de las cla­risas, que es una obra magnífica de la arquitectura religiosa mudéjar, con tres altas naves que culminan en sendas capillas de cabecera, la central con cúpula de cuarto de esfera, gallonada, en ladrillo, y las laterales con expresiones vivaces del gótico y el plateresco. También muy cerca se encuentra el palacio de don Antonio de Mendoza, uno de los mejores ejemplos de la ar­quitectura civil del Renacimiento hispano, con una portada y un pa­tio que trazara Lorenzo Vázquez, y que es una hispanización de modelos varios italianos. Junto a él, la iglesia del convento de la Piedad, obra que diseñó y talló personal­mente el gran artífice Alonso de Covarrubias, como un verdadero tapiz de filigranas pétreas, cuaja­do todo él de escudos mendocinos, sello irrenunciable de cualquier em­presa artística en Guadalajara. Se­guirá luego el viajero dando repa­so, si lleva tiempo suficiente, a conventos que marcaron la vida del si­glo XVII en la ciudad. Tantos, y de tantos colores, que parecen to­dos juntos una feria mística y so­ñada: el de San José, o de monjas carmelitas, con portada sencilla, estatuas y escudos de doña Ana de Mendoza, sexta duquesa del In­fantado su fundadora; el del Car­melo masculino (hoy iglesia del Carmen) con portada de iglesia que es paradigma de la arquitectura celestial de la Orden; el de San Francisco en la cota más alta de la ciudad, gran templo gótico que al­zara el Cardenal Mendoza en el siglo XV; el de los jesuitas, hoy iglesia parroquial de San Nicolás, con el barroco sello de la orden en planta, ornamentos y aire de dominio; el de los dominicos, hoy igle­sia parroquial de San Ginés, maci­zo y triste como el destino del ar­zobispo Carranza que lo comenzó a edificar; y el de las jerónimas (hoy abandonada iglesia de los Remedios, junto a la Escuela Normal que muestra en su fachada, en su lonja y en las proporciones interiores, el equilibrio perfecto a que llegó, en la segunda mitad del si­glo XVI, la arquitectura renacen­tista en esta ciudad.

Todavía más cosas puede el via­jero degustar y meter en su máqui­na de fotos, en su morral de re­cuerdos. Cosas con sabor árabe son la iglesia de Santa María, que muestra tres grandes puertas de ti­po sirio (con arcos de herradura apuntados) que fueron hechas en el siglo XIV por alarifes mudéjares, mostrando en el interior un buen retablo del Siglo de Oro, con tallas bien hechas y policromadas. Y también enfrente puede admirarse, aunque todavía solamente por fue­ra, la capilla de Luís de Lucena, que este humanista alcarreño, exi­lado en Italia, diseñó y patrocinó a mediados del siglo XVI, construida en un espectacular y único estilo mudéjar, con las bóvedas de su in­terior cubiertas de pinturas de tra­dición manierista florentina. Y, en­tre la arquitectura ya más moder­na, hay quien se extasía contem­plando el panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, con su institu­ción, colegio, iglesia, etc., anejos, que es obra del eclecticismo de fi­nes del XIX, trazada y ejecutada por el arquitecto Ricardo Veláz­quez. Cosas muy modernas son la Caja de Ahorro Provincial de Gua­dalajara, en la calle mayor, con puertas y detalles de José Luís Coomonte, y el Banco Exterior de España, en la Mariblanca, diseñado de arriba abajo por el geometrista Sobrino. Si el viajero quiere, des­pués de esta visita turística, mo­rirse de un susto, debe pasar a echar un vistazo a la plaza de San Gil (hoy denominada oficialmente del Concejo) donde una arquitectu­ra ciudadana y pulcra del siglo XIX se ve pisoteada y herida por el edificio de negro cristal que, como anuncio del Apocalipsis, construyó el ayuntamiento hace unos años y ahora lo tiene abando­nado y como proscrito. No es para menos.

Sus fiestas

Si el motor de la vida de las gentes y de sus ciudades ha sido siempre el motivo económico, esta misma razón encontramos también en el origen de las fiestas. Concre­tamente en las de Guadalajara. En la época larga de ocupación árabe las transacciones comerciales de sus habitantes y los de comarcanas al­deas se celebraban en el interior de la ciudad amurallada. Eran épocas de guerra y alteración constante, y era más seguro hacer el comercio en las estrechas calles del centro, en el zoco que se formaba por ca­llejuelas cuyo centro estaba en la actual vía de Bardales, ancha para las costumbres de los árabes. Des­pués de la reconquista, y dado el carácter de Guadalajara como ca­beza de Comunidad, una de sus más caracterizadas funciones era la de servir de sede a un mercado se­manal y a una feria anual de gran categoría. El mercado se celebraba en la gran explanada que se abría ante la Puerta de levante, delante de la actual iglesia de San Ginés. Todos los martes del año, allá se daban cita aldeanos del campo (con hortalizas de la campiña) y gentes de la alcarria (con cereal, frutos y artesanías).

La feria grande se tenía señalada para San Lucas, alrededor del 18 de octubre, que fue la fecha con­cedida por el monarca castellano Alfonso VIII como privilegio de celebrar anualmente feria con exenciones importantes de impuestos a los comerciantes. Estas concesiones suponían un gran favor y ayu­da al burgo, pues estimulaba el asiento en él de comerciantes y ar­tesanos, y favorecía el aflujo de muchas gentes de la comarca y aun de todo el reino. La feria otoñal de Guadalajara fue siempre una de las sonadas de Castilla en el aspec­to ganadero, especialmente en su parcela de «ganado de trabajo» (mulas, etc.) Esta costumbre, cada vez más preterida en los tiempos modernos por el bullicio de la fies­ta popular sin más, se ha manteni­do hasta hace muy pocos años. Tradicionalmente la feria se cele­bró al otro lado del barranco de San Antonio, frente al torreón de Alvarfáñez que también llamaban «puerta de Feria». Después, el fe­rial ganadero se puso en las lomas que bordean por mediodía a la ciudad, y aun algunos recordamos estas reuniones de ganaderos, tra­ficantes, muleteros y maranchone­ros, más algún que otro gitano, ex­tendiéndose con su ganado por las entonces verdes cotillas que se al­zaban al final de la Llanilla, donde habitualmente quedaban todo el año cercados de madera, fuentes y abrevaderos. Hoy se levantan en aquellos lugares torres de once plantas, apretujadas al máximo, sin memoria de los tiempos idos.

Estas ferias tradicionales de San Lucas fueron traspasadas hace ahora 17 años (en 1963) a la última semana de septiembre, pues en la fecha habitual solía llover y refres­caba bastante, lo cual deslucía con harta frecuencia las corridas de to­ros y cualquier otra actividad festiva. Se trasladó a unas fechas que también guardaban bastante tradi­ción en la ciudad: al veranillo de San Miguel, pues este día (el 29 de septiembre) era habitualmente el inicio del año «administrativo» en multitud de asuntos comunita­rios (contratos, mandatos de autoridades, elección de alcaldes y edi­les, etc.) y de siempre se había he­cho en esa jornada la vistosa «ca­balgada» o «parada» de los caba­lleros arriacenses, muy numerosos en los siglos XV y XVI, que salían lujosamente ataviados y acompaña­dos de toda su casa, pajes, escu­dos, etc., haciendo incluso juegos caballerescos, justas, cintas y cosas así en lo alto de la cuesta del Am­paro, que era límite del arrabal de Santa Ana. Así pues, las fiestas ac­tuales de septiembre mantienen una clara herencia festiva de siglos pa­sados, aunque ahora con modos y costumbres nuevas (correr el toro, actos musicales) que debieran con­vivir un poco con esas tradiciones tan antiguas de la «parada caballe­resca» que llevada a los tiempos actuales, podría ser un plato fuer­te y muy divertido. En cierto mo­do, el desfile nocturno de disfraces es, inconscientemente aplicado, un equivalente lejano de esta «para­da». Y el desfile de carrozas que hasta hace un par de años se ha hecho con aplauso de la ciudad to­da, también tenía su fuerza tradi­cional, pues en varias ocasiones al año, los «gremios» de artesanos sa­caban «invenciones» sobre ruedas con alegorías a la actualidad, ilu­minados de antorchas y recitando composiciones poéticas que a to­dos divertían. Si nuestras autorida­des municipales se dejaran aconse­jar… qué de cosas interesantes y realmente populares, tradicionales, se podrían llevar a cabo.

Para pasar las fiestas

En estas fiestas septembrinas que, el próximo martes 23 comien­zan, podrá el bullanguero pasarse en blanco seis días con sus correspondientes noches. Todo es propo­nérselo. Y hasta divertirse. Para ello, lo más adecuado y lógico, es apuntarse a unas de las muchas «Peñas» que en estos días tienen su apogeo sonoro. Todo está en ellas permitido, «dentro de un or­den», y así puede cantarse, disfra­zarse, olvidarse del trabajo y la fa­milia, marcarse un chotis o una jo­ta, correr los toros (o las vaquillas, que a esas horas ya ni se sabe lo que a uno le viene encima) y degustar pinchitos.

En pandilla o solitario, la sema­na ofrece buenas películas en los cines comerciales; obras de teatro que van del drama al vodevil, pasando por la horterada verdusca, y recitales musicales que en el Pabellón de Deportes brinda el Ayuntamiento: el grupo Mocedades es nuestro favorito; pero también vendrá un fabuloso conjunto jotero aragonés, y los de Comunidad Castellana pondrán con su valeroso ritmo y sus pendones (heroicidad suma) la nota popular, folklórica y reivindicativa.

Además se podrá uno aburrir a modo (o jugarse el sueldo, si aún le queda) en el Concurso Hípico. Con los chavales puede también el valeroso feriante hartarse a correr delante o detrás de los cabezudos. Y en el ferial cada tarde, echar un duelo con los amigos, a ver quién tira con escopeta más bolitas de anís, a ver si uno sigue duro de brazo, echando vía arriba la plan­cha esa de hierro que al final explota, o mareándose en los caballitos y en la ola. No es mala cosa proponerse visitar, noche a noche, lo mejor en restaurantes de la capital, y aunque algunos pongan lue­go cara larga, aquí señalo breve lis­ta de lugares a los que, si posible fuera, ir cada noche a cenar: para empezar, el Ventorrero; se­guir en «Rancho Blanco» con Palo­mo; ir el jueves al Hotel Pax, que tiene cocina muy selecta; seguir el viernes en los Faroles; coronar el sábado con un cenote en la Mur­ciana, y rematar la Feria, el domin­go (que lo bueno debe dejarse para el final) en el Minaya.

Con tanto baile, tanto cubata, tanto pinchito y tanta cenorra su­prema, amén de las vueltas ritua­les en la noria, lo más probable es que uno acabe sin blanca en el bol­sillo y con un estómago y una ca­beza hechas puré, de malas. No importa, con ir el lunes al Seguro…

Artesanía, libros…

Después de estos días de feria sin cuartel, el viajero que se ha enamorado apasionadamente de nosotros, de Guadalajara ciudad, de las costumbres aborígenes, y de más, puede, y debe, llevarse algún recuerdo. Según su elaborado gusto estético, puede optar por el platito ese de plástico que en su centro lleva pegada una postal del pala­cio del Infantado, y pone «Recuer­do de Guadalajara», o por la más fugaz, pero también más sabrosa, caja de bizcochos borrachos. En punto a artesanías, triste es reco­nocerlo, aquí no hay nada. Podría haber, si se cuidara, el fruto abun­dante de esos quehaceres popula­res de nuestra tierra que poco a po­co se van perdiendo, y que una em­presa con visión de futuro, o inclu­so la propia Diputación, Estado, etc. podrían montar y ofrecer una última tabla de salvación a la fac­tura artesanal de la Alcarria: cerá­micas y alfarería; trabajos de es­parto; tallas en piedra y en made­ra; muebles típicos y verdadera­mente populares; dulces de esos que en la provincia saben hacer de mil formas diferentes; telas, y cien cosas más.

Postales y libros, en todo caso, puede llevarse el turista como recuerdo de su estancia. De estos úl­timos, también, muy poca cosa. La Guía esa de la provincia que ha edi­tado Everest, que tiene muchos colores, es barata, y sirve para orien­tarse un poco por la provincia, sin más aspiraciones. O algunas de las publicaciones de la institución cul­tural «Marqués de Santillana», co­mo por ejemplo, la «Historia de la Ciudad de Guadalaxara» que escri­bió Hernando Pecha en el siglo XVII y que salió a la luz por pri­mera vez hace un par de años; o el librito, breve y útil que sobre el «Palacio del Infantado» escribió recientemente el cronista provincial. Hay también un «Guión para visitar la ciudad de Guadalajara», de­bido a la pluma y celo de don José Pradillo, que sólo cuesta veinte duros. Y luego, si uno quiere pa­sarse las horas muertas en una bi­blioteca, porque en el comercio, ni siquiera en el de anticuariado, se encuentra, puede meterse con la densa lectura de los cuatro tomos de la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas» que escribiera ha­ce cuarenta años don Francisco Layna.

En todo caso, lo que debe hacer el turista, es volver, siempre que pueda, con fiestas o sin ellas, a Guadalajara, a conocerla mejor, a saber de sus gentes, de sus cosas, de sus historias. Y el que es de aquí, el arriacense de cuna o de adopción, preocuparse un poco más por su ciudad, por saber de ella, por los problemas que tiene en su desarrollo, que no son pocos… pero que de ellos, premeditadamente, no vamos hoy a decir ni media. Porque, para eso vienen las Fiestas, y es tiempo de alegría.

¡Que lo sea para todos!

Sigüenza, ciudad

 

Tiene Sigüenza, como núcleo urbano, varias facetas, todas ellas a cual más interesante, y que de, un modo y otro ya han sido puestas de manifiesto por escritores y comentaristas. Por una parte, su rango multisecular de burgo cabeza de una diócesis, señorío durante largas centurias de unos obispos omnipotentes. Por otra, asiento del arte hispano en sus más característicos estilos y facetas. Y aún, en un sentido más moderno, ciudad eminentemente de atractivo turístico, por la voluntad de sus habitantes de mantener y defender a toda costa esos valores históricos y artísticos que la confieren rango y categoría únicos.

Otro aún es su valor o faceta de subido interés: el de Sigüenza como ciudad, simplemente; como burgo corazón de un territorio, en el que se concentra una población, unos servicios y unas funciones que le confieren supremacía sobre las villas y aldeas que la circundan. Esa función de Sigüenza como ciudad ha sido analizada en otros aspectos secundarios por diversos investigadores, recientemente. Así, Terán estudió su tipología constructiva y la división del burgo en barrios y funciones. Blázquez ha hecho un análisis cuidadoso de su funcionalismo ciudadano desde la neofundación en el siglo XII por los obispos aquitanos; y la señorita Martínez Taboada ha indagado  sobre el desarrollo y estructuración progresiva de barrios, calles y funciones a lo largo del tiempo. Esos aspectos urbanísticos, sociales y geográficos se imbrican entre sí perfectamente, y su evolución a lo largo del tiempo entronca con la actualidad. De ser una ciudad de mera avanzadilla ante territorio enemigo, árabe, pasa a ser cabeza de tierra señorial, con el prestigio que una catedral, un cabildo y un obispo le daban a una población en la Edad Media. Se circunda de murallas, abre puertas a los cuatro puntos cardinales, y ejerce sus funciones de centro jurídico, administrativo, mercantil y cultural. En ella se asientan conventos, luego la Universidad, también cuarteles y se hace con una gran Plaza de Mercado que ejerce lo que en definitiva alza y prima a un burgo sobre el resto de la tierra circundante: el poder económico. La pérdida del señorío sobre ciudad y tierra por parte de los obispos, en las postrimerías del siglo XVIII, y su consiguiente igualación -a nivel de simple ayuntamiento- con las poblaciones antaño supeditadas, parece imprimir un parón en la vida ciudadana. La igualdad social que apunta la Constitución de Cádiz, heredera directa de la Revolución francesa, parece frenar su función de ciudad con batuta. Su propio dinamismo la saca del episodio, y vuelve a tener rango y cuerda para rato. Una población muy reducida hoy en día (pero al máximo de habitantes de toda su historia) se conjunta a la perfección con su cometido: ciudad cabecera de comarca, con los servicios correspondientes. Ciudad cabecera de obispado, con otros tantos de su rango. Centro cultural en cuanto a densidad de colegios y escuelas, y en el sentido de conglomerar actividades culturales veraniegas sobre un círculo más amplio, que abarca a la capital de España. Y, en fin, burgo de capacidad y posibilidad turística, con ofrecimiento de un patrimonio histórico‑artístico de alto rango, que atrae miles de visitantes esporádicos, y con clima e infraestructura que permite el asentamiento permanente de veraneantes en creciente número. La posibilidad industrial siempre anduvo a trasmano, nunca fue pedida con entusiasmo por la población consciente de que no es ese su camino, y en el clima de permanente crisis industrial y económica que vive actualmente la sociedad occidental, está claro que no va a ser por ahí su despegue.

Sigüenza, ciudad, es en estos días núcleo festivo de toda su comarca. Acumulando funciones, los cultos religiosos y festejos populares en honor de San Roque, el hombre que anduvo errante por los caminos de Europa, son también fiesta para toda la comarca, que aquí se reúne en torno a unos fuegos de artificio, un desfile de carrozas, un pregón y unas peñas que suponen un espejo, inalcanzable, para las aldeas y lugares del entorno. Aparte de estatuas, portadas, joyas de orfebrería, castillos; aparte de abultadas nóminas de obispos y escritores, de hechos y fábricas, está la realidad densa de Sigüenza como ciudad simplemente. Como otro aspecto capital de su personalidad inconfundible.

El púlpito gótico de Cifuentes

 

La villa de Cifuentes, capital geográfica de la Alcarria, población antiquísima por su historia y rica todavía en reliquias artísticas, muestra al viajero un interesante ejemplar de escultura, que ha sido calificado como la más importante joya que posee el pueblo, en discutida confrontación con el rico acervo iconográfico de la portada de Santiago de su iglesia parroquial. Se trata del púlpito gótico que hoy luce adosado a uno de los fuertes pilares de la iglesia del pueblo, reconstruido bastante acertadamente tras la guerra civil, en que quedó muy deteriorado. Es obra de regulares proporciones, ejecutada por un solo artista en alabastro fino, de intenso tono mielado, y adopta la forma de recipiente hexagonal, con otras tantas caras, de las que hoy quedan íntegras cuatro, otra a medias, y otra que quizá nunca existió, por la que se adosaba a la pared o pilar primitivo. Se sustenta sobre base también adosada al muro, formada por paneles de calado goticismo, con escudo nobiliario y sobre curiosa figura.

Los autores que han tratado sobre este monumento (Layna Serrano especialmente, en su «Historia de la villa de Cifuentes») aceptaron sin más que se trataba de una obra gótica, ejecutada en la segunda mitad del siglo XV, y ofrecida en donación por los condes de Cifuentes a la iglesia parroquial de su pueblo, teniendo por motivo Ornamental la venida del Espíritu Santo y otros temas diversos. Creemos que el examen atento de esta pieza escultórica ha de llevarnos a otra interpretación diferente, que ahora exponemos.

Sabido es también, por cuantos conocen la historia de Cifuentes, que en esta villa hubo convento de monjas dominicas desde el siglo XIV, fundado por el señor del pueblo, don Juan Manuel, y que posteriormente, en el siglo XVII ya se trasladó a Lerma, siendo sustituidas las monjas por frailes de la misma orden, que bajo el amparo del también dominico obispo de Sigüenza, fray Pedro de Tapia, pusieron en la mitad del Siglo de Oro un nuevo convento frontero de la iglesia parroquial (edificio hoy reconstruido y utilizado para albergue de las manifestaciones culturales cifontinas). Sabido es también que tras la exclaustración de estos monjes, muchos altares y obras de arte del convento dominico pasaron a ser depositados en la iglesia parroquial.

Si analizamos detenidamente la iconografía de este púlpito de Cifuentes, nos percatamos que es una obra totalmente dominicana, no sólo con expresión concreta de diversos santos y figuras de la Orden, sino que representa el espíritu apostólico de la Orden de Predicadores en su más abierta expresión. De los monjes que vemos perfectamente tallados en cuatro de sus caras, y con diversas cartelas de muy difícil lectura, todos coinciden en vestir los hábitos de la Orden de Santo Domingo, y dos concretamente son fácilmente identificables. Así, el que presenta una estrella sobre su frente, no puede ser otro que el mismo fundador Santo Domingo de Guzmán, y aquel que a un extremo muestra una iglesia en forma de maqueta sobre su brazo, es sin duda Santo Tomás de Aquino: así se suelen representar habitualmente estos santos en la iconografía de siglos pasados. La escena central del púlpito muestra efectivamente, la llegada del Espíritu Santo, pero no es solamente sobre el Colegio Apostólico, lo que daría una interpretación estricta de Pentecostés a secas, sino que la cabeza anciana de Dios Padre deja derramar de su boca una pequeña lengüeta de fuego, que va a caer sobre un grupo de personas centrado por una mujer sentada con un libro abierto (¿La Virgen María? ¿la Iglesia Católica?) a cuyos lados se amontonan, por una parte, diversos ancianos orantes (quizás los apóstoles) y por otra diversas figuras de mártires, una mujer orante, etc. (posiblemente el conjunto de bienaventurados o justos). La escena viene a ser una «llegada de la palabra de Dios sobre la humanidad reunida en torno a la Iglesia». La base del púlpito está formada por un gran escudo en el que aparecen las armas de los Guzmán, Cisneros y otras, viéndose exclusivamente el león de los Silva en un pequeño escudo al pie de la referida escena. La familia Guzmán, titular en primer grado del complejo escudo que sirve de soporte a este púlpito es, por una parte, la de la primera señora de Cifuentes (doña Mayor Guillén de Guzmán, en el siglo XIII); por otra, la familia del fundador de la Orden dominica (Santo Domingo de Guzmán) y aun por otra, la del valido de Felipe III que protegió notablemente a las dominicas de San Blas de Cifuentes, trasladándolas desde esta alcarreña villa a la suya de Lerma, en los comienzos del siglo XVII. Una familia Guzmán que, como se ve, siempre tuvo relación con Cifuentes y su convento dominico, y que fue la que patrocinó este hermoso púlpito.

Todavía queda otro detalle a examinar en esta pieza monumental, y es la figura de doble faz que soporta, como ménsula poderosísima, todo el peso y estructura del púlpito. Es una figura que nos enseña una cabeza con dos caras: la de un hombre joven, barbilampiño, y la de un anciano de venerable y luenga barba. Esa figura sostiene en sus manos un pesado libro. La interpretación es sencilla: se trata de la Sagrada Escritura, en su doble dimensión de Antiguo y Nuevo Testamento. Y ello completa, el sentido apostólico, paradigmático, de la Orden de Santo Domingo: orden de Predicadores, como oficialmente se llama, que no podía encontrar mejor aposento que un predicatorio (púlpito) para exponer su misión: apoyados en la Sagrada Escritura, con su palabra, su enseñanza y su ejemplo constantes (idealizados en algunos de sus más preclaros monjes, como el mismo fundador y Santo Tomás) son los mediadores ante la humanidad de la Palabra de Dios, que en los púlpitos de las iglesias monacales llega a todos por su intermedio.

No cabe duda, pues, que este púlpito, obra de la primera mitad del siglo XVI, fue regalado por la familia Guzmán al convento de dominicas de San Blas, de la villa de Cifuentes, de donde luego pasaría al convento de frailes de la misma orden, y finalmente a la iglesia parroquial, donde se conserva y admira como merece.