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marzo, 1980:

Viaje a Milmarcos (II)

 

La pasada semana hemos hecho un repaso inicial a la villa de Milmarcos, encalvada en la misma raya de Aragón, todavía dentro del Señorío de Molina. Siempre merecedora de un viaje y detenido examen.

Pero si esto ha sido un repaso, inquieto y somero, al espíritu de Milmarcos (su historia, su afán…) hemos de comenzar ya con su corpacho cuajado de interesantes obras arquitectónicas, de curiosos rincones, de obras de arte esplendorosas. ¿Por dónde empezar, cuando tanto edificio reclama nuestra atención?

Vamos al templo, a la iglesia parroquial, dedicada de San Juan. Tuvo en siglos medievales una iglesia de segura adscripción románica. Ahora vemos, como una única reliquia de aquélla, una pila bautismal pesada y bella, con cenefa tallada al modo románico. Pero el edificio actual es renacentista, fruto de los buenos tiempos que aconsejaron tirar el viejo templo y levantar uno nuevo. Este fue terminado en 1627 (según se lee en la clave de la bóveda del coro) y es magnífico, mostrando el exterior, todo él de buena piedra sillar, una espadaña-torre de horizontal remate, sobre el costado de poniente, a la que se sube por escalera embutida en una saliente cilíndrico adosado al muro. La portada principal, al mediodía, sobre la plaza mayor del pueblo, se constituye con severas y elegantes trazas renacentistas, rematándose en hornacina que muestra una muy antigua talla de San Juan Bautista. El ábside es de planta poligonal, y el templo todo se halla completamente aislado.

El interior es de una sola nave. Se forma de varios tramos, con pilastras laterales sobre pedestales, rematando en capiteles compuestos, también adosados a los muros, de los que parten arcos fajones entre los que las bóvedas lucen gallonadas, elegantes nervaturas con claves decoradas. Es extraordinaria la riqueza decorativa de la bóveda que culmina el presbiterio. A los pies se eleva una coro alto. Añade el templo, a la izquierda de sus nave, la capilla de los López Montenegro, de finales del siglo XVIII. Por el recinto principal se exponen diversos retablos renacentistas y barrocos, con tallas y pinturas de calidad. Así, el de San Sebastián, con pinturas en las que se ve a San Jerónimo, San Blas, San Gregorio y San Roque. O el de la Virgen del Rosario, con buena talla barroca de la titular. O, incluso, el de San Francisco, con magnífica talla sobredorada del seráfico santo y algunas tablillas pintadas en la predela. Hay, en fin, otro altarcillo dedicado a la Virgen del Pilar, que lleva en el manto las armas de los Iturbe. En el coro destaca un extraordinario órgano barroco, del siglo XVIII, y en las puertas de entrada buenas cerrajas de la misma época.

Pero lo que destaca, con mucho, en este templo, es el retablo del altar mayor, obra espléndida del manierismo del siglo XVII. Se forma este retablo, que mide nueve metros de alto por ocho de ancho de tres calles en vertical, y una banco, un piso y un ático en horizontal. Se mantiene su estructura a base de columnas corintias de fustes decorados en su tercio inferior y entorchados a arpón los dos restantes. Arquitrabe, frisos y cornisas con frontón curvo partido rematan el conjunto principal. Se trata de un «retablo-fachada», y su iconografía muestra, en el banco, dos escenas de la vida de San Juan: la degollación del Bautista y el Bautismo de Jesús. En los plintos del banco se muestran buenas tallas de cuerpo entero, de algunos santos: San Vicente, San Lorenzo, San Francisco y San Antonio. En el sagrario central hay dos escenas talladas que representan a David tocando la lira ante el Tabernáculo, y el sueño de Jacob. Las estatuas del retablo propiamente dicho son las de San Juan Bautista, en el centro, de magnífica calidad artística, y otras cuatro de los evangelista. El ático alberga un calvario, con Santa Lucía y Santa Apolonia a los lados, y a los extremos San Pedro y San Pablo. También son interesantes las credencias laterales que descansan sobre grandes ménsulas. Se ven en ellas escenas representando a dos virtudes (la Justicia y la Fortaleza) en posición horizontal, y, sobre dichos cuerpos, las representaciones de San José y San Miguel. Se trata, en definitiva, de un grandioso conjunto de arquitectura y escultura, joya de la parroquia de Milmarcos.

En cuanto a los autores de este retablo, sabemos que en 1636 o poco antes fue encargado de componerlo al escultor Juan Arnal, vecino de Medinaceli (Soria), y lo empezó pero pronto cedió la obra al escultor Francisco Condado, vecino de la ciudad de Calatayud (Zaragoza), quien fue  quien realmente lo construyó y esculpió todas sus tallas. Finalmente el ensamblador Pedro Vitro, ayudado de Antonio Bastida, ambos también de Calatayud, terminaron de ajustar las piezas y de colocar el retablo en su sitio. En 1640 estaba concluida la obra, y puesta tal como hoy todavía, 340 años después, la contemplamos con admiración.

De los otros edificios religiosos de Milmarcos, hemos contemplar la ermita de Jesús Nazareno, a un extremo del pueblo, construida en 1747 a instancias y con la aportación económica de don Pascual Herreros, hijo de la villa, que alcanzó el puesto de obispo de León. Es de planta rectangular, con nave única de varios tramos y portada orientada al levante. El presbiterio es circular rematado en gran bóveda semiesférica cuajada de adornos barrocos, mascarones, pinturas y un largo y rococó etcétera de ornamentos. En sus muros, varios altares barrocos completan el conjunto inolvidable de este rural e ilustrado templo: el mayor es para Jesús Nazareno con la cruz a cuestas, y otros están dedicados a la Dolorosa, a Cristo atado a la columna y a San Juan Evangelista.

En lo alto del lugar, la ermita de la Virgen de la Muela goza de la tradición local de ser antiquísimo edificio, raíz ancestral del pueblo. La llaman «la iglesia de Aragón» por creer que caía en el reino tal. Lo que hoy venos es obra del siglo XVII, con portada a poniente, en la que se abre puerta semicircular con muy sencillos moldurajes, y encima una pequeña espadaña. El interior es de una sola nave, amplia, con altar mayor barroco bajo gran venera. La imagen de la Virgen de la Muela es románica, pero tan destrozada, repintada y revestida que ha perdido todo su interior artístico.

Continuando nuestro paseo por Milmarcos, nos vamos a otros monumentos, civiles y ciudadanos, que han de sorprender también en su variedad continua. Junto a la ermita de la Muela, en la plaza de tal nombre, asienta el teatro Zorrilla, todo un símbolo de la mejor época; cuando Milmarcos era centro ganadero y comercial, y el dinero y las gentes daban de sí lo suficiente como para mantener de continuo un teatro abierto con representaciones frecuentes. A fines  del siglo XIX se levantó este edificio, con la planta baja de sillarejo y la alta de tapial oscuro. De planta rectangular, su puerta se abre a la plaza, y sobre su dintel, de adovelados sillares se ve un escudo popular grabado. El interior, recoleto y encantador, muestra su patio de butacas, los palcos laterales, el gran escenario con embocadura de maderas pintadas y una enorme talón con anuncios de hacia 1930, año en que se restauró por última vez. Este edificio algo único en la provincia, un hálito de épocas perdidas y olvidadas, que con interés y justo presupuesto podría restaurarse y ser devuelto al comunitario uso de un pueblo que venera su teatro.

La torre del reloj, de varios cuerpos, con chapitel piramidal metálico, es grito severo y algo triste que en medio del caserío se alza. Abajo, en la plaza mayor, surge el ayuntamiento, que según dice el escudo de su fachada, antes comentado, fue erigido en 1679, por la munificencia del rey Carlos II, y, se supone, el trabajo de los del pueblo. Una gran arquería en su planta baja, y una galería abierta en la alta, le dan un tono de sonrisa y franca presencia a este edificio. Delante, la fuente monumental, puesta a fines del XIX o comienzos de la actual centuria, que se forma de gran pilar central rematado en pirámide, surgiendo el agua por las bocas de varios leones de bronce. Junto a ella, los dos viejos olmos del pueblo, centenarios con creces que fueron plantados en 1646 el uno y un siglo justo después el otro – según rezan sendas leyendas grabadas en el muro de la iglesia-. Tan grandes se hicieron, tan alto dejaron volar sus ramas, que las de uno de ellos sobrepasó el tajado del ayuntamiento, y como explosión oscura de frescor y bondad aún reciben al viajero. Pedimos para ellos- como nuestro amigo Monje Ciruelo en bellas palabras hace unos mesas- su declaración como monumentos locales y el homenaje de cuantos amen los árboles y admiren éstos.

Viaje a Milmarcos (I)

 

Largo se le hace al viajero el caminar hasta Milmarcos, lejano de cualquier parte, en su hondón recogido y silencioso, como la página de un libro antañón abierta y oferente. Pero Milmarcos, aunque lejano, callado y recóndito es lugar de vida entera, de bullicio en ocasiones, de anhelado recuerdo siempre. Aunque la emigración ha sacudido fuerte a las puertas de sus casas, dejando tantas vacías y otras en reposo, los ánimos de cuantos aquí nacieron o sienten su ascendiente, Se vuelven seguros en ansiosa mirada hacia aquel entorno molinés donde descansa el pueblo; que aún señala, en su extensión, aspecto y señas, haber sido importante de veras, emporio de riqueza ganadera, seguro puerto de empresas agrícolas y de comercios.

Del afán viajero de sus vecinos da fe un dato que al visitante de hoy sorprende: la existencia de una jerga propia, de un vocabulario amplísimo, con reglas propias constructivas, que confiere el ca­rácter de secreto lo que a voces se comunican entre sí los milmarqueños: se trata de la migaña, jerga utilizada aquí y en Fuentelsaz, y que ya pusieron en valor sus habitantes cuando recorrían toda España en los oficios de esquiladores y músicos. Juanmondas los primeros y trigos los segundos, este lenguaje iniciático, que aún se utiliza habitualmente en las conversaciones domésticas servía para matizar mejor cualquier detalle que no convenía saltara a la general conciencia. Nacido de relaciones comerciales y artesanales muy concretas, hoy se utiliza para todo tipo de conversación familiar, amistosa y festiva. En Milmarcos se conoce y se habla la migaña, y hay quien,-me consta incluso-piensa en ella. Es un elemento importante del acervo cultural molinés, que debe a toda costa protegerse.

Llegará el viajero y procurará sea un día tranquilo del verano o la primavera. En cualquier otra época del año, Milmarcos le recibirá con cierto vientecillo fresco que a nada que se altere toma la consideración de huracán gélido. Su altura-1053 metros sobre el nivel del mar- le imprime el lógico ambiente frescachón, que suele ser movido por estar entre los montes destacados en el Sistema Ibérico, raya entre Castilla y Aragón, por más señas.

Antes de entrar en pormenores conviene saber algo, aunque somero, de la historia de Milmarcos. Que perteneció, desde los primeros años del siglo XII, como aldea al Común de Villa y Tierra de Calatayud. Junto a Guisema, fue el rey de Aragón don Alfonso X el Batallador quien lo puso en esa tierra comunera. Poco después, cuando en 1129 don Manrique de Lara creó el Señorío de Molina, incluyó a Milmarcos, en su seno, como atestiguan los límites señalados en su Fuero, y en él continúa. El insigne historiador molinés don Diego Sánchez de Portocarrero, (dice así hablando de este pueblo, en su manuscrita historia que redactara en el siglo XVII «algunos pensaron que en él hubo algún antiguo Monasterio por ver en un Privilegio del Infante Don Alonso Quarto señor de Molina, por testigo a don Marzelo Abad de Milmarcos, que acaso sería Cura porque yo no hallo luz dello. Su fundación no se averigua. Su nombre claro castellano y es en él tradición que le tomó por averse vendido en una ocasión por Mil marcos de oro, suma a mi parezer muy desigual. En él hay un barrio y sitio eminente que llaman la Muela (nombre que en lo antiguo daban a lo más alto y fuerte de los pueblos) en él se ven ruinas de fortaleza y se conserva una hermita, alrededor de la qual es tradición del pueblo que vivían doze familias de los más antiguos apellidos del lugar, de los quales algunas se preservan»

En torno a los orígenes del pueblo, y de su nombre, como se ve, existen ya desde antiguo interpretaciones y leyendas. Con más imaginación que lógica, aún se dice que en su principio fueron dos pueblos muy cercanos, que se unieron en tiempo no determinado, y en conversaciones de café se insiste en que alguien pagó, en fecha arcana, mil marcos de oro por el pueblo. Yo aventuraría una explicación para su controvertido nombre, pero siempre con la salvedad de que se trata de una teoría, de una posibilidad: sin querer sentar cátedra de nada. Y precisamente porque su nombre es radicalmente castellano, viene a confirmar su clara ascendencia latina. El prefijo «mil» se utiliza en muchos pueblos y topónimos de la Hispania romana. Viene a significar «Miliarium» (puesto en abreviatura, que en las formas antiguas se enfatiza con la grafía «Mill») esto es: piedra miliar, que señalaba las distancias en los caminos. La España seca del interior sólo fue usada por los ejércitos imperiales para trasladarse, para llegar a los terrenos ricos. Por Milmarcos pasaría un camino, una calzada, y allí pondrían los romanos un «miliario» indicativo. Que casi con seguridad estaría dedicado a algún dios de su mitología, como solían. ¿No podría ser a Marte, el «dios de la guerra»? La palabra Martius-derivada de «Mars», el nominativo del dios-significa «consagrado a Marte». Derivaría posiblemente, en los largos siglos de la Edad Media a Marcius o Marcos, y así Milmarcos nos daría prontamente su secreto, su significado fácil: » piedra miliaria consagrada al dios Marte», camino de legiones y poetas, de ingenieros, legistas y carretas.

Estuvo nuestra villa prendida indisolublemente al señorío molinés, y con él pasó a la corona de Castilla y posteriormente al unificado reino de las Españas. En 1679, el monarca Carlos II concedió a Milmarcos un escudo heráldico que se puso en lo alto de la fachada del ayuntamiento. En esa piedra radica también otro de los enigmas que hoy se plantean los milmarqueños. No merece romperse demasiado la cabeza desentrañando el significado de ese escudo, que es creación moderna (del siglo XVII, por supuesto) en época con desmesurada afición por inventarse símbolos y emblemas. Algún rey de armas cortesano a quien encargaron componer un escudo para lejana villa con nombre de Milmarcos, puso en su centro un castillo y un león, símbolos unidos de los reinos básicos de la corona de los Austrias. En su orla puso las letras «M» y «C» como iniciales de dos sílabas de la palabra. Y alrededor colocó una decena de recipientes o «medidas» en reducido símbolo de esos mil «marcos» o medidas de oro a que su nombre parecía hacer referencia. Una corona real en lo alto y un recargado lambrequín de ajado y retorcido pergamino completan el escudo de esta villa molinesa.

Siglos después, siguiendo el crecimiento, quedará incluida en la efímera provincia de Calatayud -formada en 1821 de la que fue cabeza de partido judicial. Poco después disgregada esa organización nacida del trienio constitucional, pasaría al territorio molinés, quedando definitivamente en la provincia de Guadalajara desde la reforma de Javier de Burgos en 1833. Seguiría muchos años siendo centro comercial importante, ruta señalada entre Aragón y Castilla, feria grande de la ganadería serrana. Después, ya se sabe, la emigración y el silencio. Y ahora-en apogeo que debe ir a más, porque se lo merece el pueblo y sus gentes-otra vez receptáculo de querencias, de oriundos, de tradiciones y de cultura. Por mucho tiempo.

El castillo de Anguix

 

Junto a un pequeño arroyo, que baja desde la cercana meseta y altos alcarreños, hacia el cercano foso del Tajo, encontramos este pequeño caserío, compuesto de una breve serie de edificaciones modernas, a ambos lados de la carretera que va de Sacedón a Zorita. Su término está ocupado de pinares y tierras roturadas para cereal. Lo más interesante en cuanto a paisaje es la arilla del río Tajo, formada por violentas escarpaduras y acantilados entre los que se apiña densa vegetación de pinar y otras muchas especies aromáticas y de monte bajo. EL río a su paso por el término de Anguix constituye uno de los grandes espectáculos paisajísticos de la provincia de Guadalajara, avalorado aún por la estampa bellísima del castillo roquero que se alza en una alta eminencia sobre la orilla del cauce del Tajo.

Fue siempre muy codiciada esta breve tierra de Anguix no por lo más o menos productivo de su terreno, sino por lo que de valor estratégico y determinante de poder territorial suponía la posesión de un enriscado castillo junto al río. El término o heredad de Anguix pasó durante la Edad Media por los avatares históricos que ahora veremos al hablar de su castillo. En el siglo XV vino a manos de don Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, y en la casa de éste, luego marqueses de Mondéjar, continuó hasta el siglo XIX en que (1847) lo adquiere por compra D. Justo Hernández, vecino de Brihuega. Actualmente posee esta finca una conocida familia mondejana. Nada queda en ella de lo antiguo, no, una posada y la iglesia, que fue declarada parroquia por el arzobispo toledano Sr. Lorenzana.

Lo interesante de Anguix es el castillo, bastante bien conservado. Se erige sobre alto peñasco que domina gran extensión del recorrido del río Tajo, con un paisaje maravilloso en su derredor. Consta de un recinto amurallado, con los muros caídos en algunas porciones, y torreones cilíndricos esquineros.

Por una puerta de arco rebajado, obra del siglo XV, se penetra en el patio de armas, en cuyo centro subsiste el aljibe. Al mediodía, se levanta la airosa torre del homenaje, cuya planta baja sirve hoy de guarda de ganado, y las plantas superiores, con sus ventanales, permiten la vista magnífica del río desde su altura. Puede subirse a ellas a través de una escalera de caracol incluida en uno de los garitones esquineros, que se apoyan en repisas molduradas a la altura del primer piso.

Aunque su construcción data del siglo XII, lo que hoy se contempla es obra del siglo XIV o aún posterior.

La historia de este castillo de medieval estampa, no encierra hazañas guerreras notables, pues su estratégica posición sobre el Tajo, no se corresponde con una postura de control de caminos o comarcas que le diera llave de algún paso o contorno importante. Su relación de avatares, que son los mismos que los del término en derredor, con el caserío junto al camino y los montes circundantes, se limita a registrar el paso de propiedad de unos a otros personajes e instituciones durante toda la Edad Media.

Alfonso VII lo donó al caballero toledano Martín Ordóñez, quien llegó a poseer amplias propiedades en la parte baja o meridional de la Alcarria (Almonacid, Vallaga, Aldovera, Anguix, etc.) Se hizo dueño de este terreno en 1136, y por entonces se levantó el primitivo castillo. Su viuda, Sancha Martínez, en 1174 entregó la fortaleza a la poderosa Orden militar de Calatrava cuya encomienda de Zorita extendía por el Tajo y sus afluentes fuerte influencia. Pero luego en el siglo XIV encontramos que Anguix es otra vez de propiedad real, y se incluye jurisdiccionalmente en el Concejo y Común de Huete. Alfonso XI se lo regala a su fiel caballero, el montero Alfón Martínez, y su hijo Lope López, al casar con una Carrillo, lo transmite a esta familia de poderosos y revoltosos nobles, vecinos de Huete. Así, a lo largo del siglo XV lo vemos en la posesión de Juan Carrillo y de su hermano Luís. En 1464 lo toma para sí el rey Enrique IV, posiblemente por compra. Pero en 1477 se lo entrega a su camarero mayor, Lope Vázquez de Acuña, también de la familia de los Carrillo, y muy heredado por las riberas del Tajo. Finalmente, éste lo vendió, en 1484 al primer Conde de Tendilla don Iñigo López de Mendoza, y en la casa de éste, luego marqueses de Mondéjar, continuó en pacífica posesión durante casi cinco siglos completos.

La excursión de hoy puede hacerse cómodamente hasta Anguix, desde la carretera de Cuenca, que pasado Auñón muestra una desviación hacia el sur, en dirección Pastrana, y a medio camino está Anguix, o bien yendo a Pastrana, bajando el Arlés hasta la Pangía, y allí tomar la desviación hacia Entrepeñas, viendo Anguix poco después de pasar junto a Sayatón. En cualquier caso, desde el caserío hasta el castillo es preciso ir andando, pues la propiedad no permite la entrada de vehículos a la finca. Pero en un día de primavera ese recorrido se hace cómodamente y sirve para oxigenarse. No se olvidará fácilmente la experiencia.

La iglesia de San Gil

 

En la abultada nómina de los monumentos alcarreños, los hay con estrella afortunada, que han conocido el mimo y las restauraciones, y los hay también con la racha de la mala suerte acumulada, a los que les han llovido palos por todas partes. Uno de estos últimos es la iglesia de San Gil, en Guadalajara, que fué en su día cuna y corazón de la ciudad, y hoy son polvorienta ruina destartalada sus escasos restos.

Situada en la plaza que siempre se denominó de San Gil (y hoy del Concejo), muy cerca de la plaza mayor de la ciudad, durante varios siglos sirvió de asiento a las reuniones del concejo de Guadalajara y las juntas de los aportellados del Común de Ciudad y Tierra de Guadalalajara. En el atrio soleado que formaban las columnas pétreas sobre el portalón mudéjar del edificio, se reunían jueces, alcaldes y jurados para tratar de los asuntos de comunidad: distribución de impuestos; obras necesarias a realizar en la muralla, en los puentes; aprovechamientos de los pastos, de las leñas, de los montes comunales; organización de las huestes que en nombre de la ciudad y su tierra acudirían al llamamiento del rey, en campaña contra el Islam, etc. Incluso años después de construir en la plaza mayor un edificio para el Ayuntamiento, allá por el siglo XV, las gentes arriacenses tenían la costumbre de reunirse los domingos, al salir de misa, en el atrio de San Gil, y allí hacer concejo abierto, como ocurría en toda Casilla.

La iglesia de San Gil era un hermoso ejemplar de la arquitectura mudéjar del siglo XIV. Fueron muy numerosos los edificios de este estilo en Guadalajara, construidos por alarifes árabes y sus descendientes, de los que, al amparo de unos fueros humanizados, quedaron libremente viviendo con sus costumbres y religión, tras la conquista oficial de la ciudad en 1085. Clásico el oficio de albañil entre los moriscos, éstos construían iglesias cristianas con detalles arquitectónicos reciamente arábigos. Aún quedan detalles, ejemplos dignos, en las iglesias de Santiago, Santa María y Santo Tomé (hoy Santuario de Nuestra Señora de la Antigua) de nuestra ciudad. Esta de San Gil que hoy tratamos no era excesivamente deslumbrante, pero tenía su valor: de una sola nave, con torre adosada y cuadrada, varias capillas laterales irregularmente dispuestas, y un hastial principal a poniente, en el que destacaba la portada, obra clásica mudéjar consistente en gran arco de herradura apuntando o aquillado, exornado de relieves radiados de ladrillo y cobijado en sencillo y clásico alfiz. En su interior, más bien pobre, destacaba la capilla de los Orozco, obra espléndida mudéjar, consistente en recinto de altas paredes completamente cubiertas de yeserías y estucos con decoración arabizante, en la que se mezclaban las frases árabes con los escudos nobiliarios de la familia castellana, en un ejemplo magnífico de esa cultura hondamente hispana que aflora tras los arabescos gótico mudéjares.

La historia posterior de ese monumento, pasada ya en el siglo XV o el XVI su época de mayor calor popular y uso ciudadano, es triste y vergonzosa. Abandonada de cleros y deudos, se le fueron haciendo apaños y poniendo remedios, enluciendo el interior (primitivamente ladrillo visto) con yeso, empotrando un atrio bajo en la portada, abandonando a humedades las capillas. Finalmente, y ante el furor desarrollista del alcalde Fluiters, que propuso transformar a Guadalajara en una ciudad amplia y moderna, para lo que no dudó en derribar aquí y allá veneradas joyas del pasado, la iglesia de San Gil fué pasto de piqueta con objeto de ampliar la plaza en que se encontraba. Esto ocurría a finales de la segunda década del siglo XX. Ya antes en los últimos años del XIX, y al compás de otros edificios no menos ilustres (la Primitiva iglesia de Santiago, la puerta de Bejanque) cayó la aneja capilla mudéjar de los Orozco. Pero la máquina administrativa del Estado, que iba despacio y no se enteraba, en Madrid, de lo que era el pulso vivo de las provincias, siguió el trámite para declaración de monumento artístico de la iglesia de San Gil, incoado por la Real Academia de las Bellas Artes y la Comisión Provincial de Monumentos, cuando estas vieron el peligro de derribo que sobre el templo se cernía. Varios años después de haber desaparecido el templo (concretamente el 22 de agosto de 1924) una Real Orden le declaraba Monumento arquitectónico artístico. No me he parado a revisar la prensa de aquellos días, pero la rechufla debió ser general. Seis o siete años después de tirar la iglesia, el Estado la declaraba monumento. La ineficacia burocrática del Estado nunca ha estado mejor representada.

Y ante tal patinazo, pocos meses después el diario oficial (Gaceta que llamaban) publicaba una Real Orden (de 26 de mayo de 1925) autorizando el derribo de la iglesia de San Gil de Guadalajara a excepción de la portada y la capilla mudéjar de los Orozco, para las que mantenía la declaración monumental de meses antes. El triste solar de tanta maravilla presidido por los muros polvorientos del ábside, volvió a conmoverse. Finalmente, una orden aparecida en el Boletín Oficial del Estado de 16 de Enero de 1941, declaraba excluida esta declaración del Catálogo Monumental de España. Es el único caso, en la historia del patrimonio artístico hispano, en que un monumento inexistente se ha paseado por los boletines oficiales y las reales órdenes, como un auténtico fantasma de piedra y ladrillo.

Hoy queda aún, apoyado en el edificio de cristal y aluminio que el Ayuntamiento plantificó hace años en la plaza de San Gil, para mayor escarnio a la memoria de esta iglesia mudéjar que fue pálpito del burgo, el resto mínimo de su ábside. Planta semicircular y un muro de mampuesto y ladrillo en el que resaltan algunos arcos ciegos, sobrepuestos, de hermoso color y forma cuando el sol de mediodía le arranca sombras y relieves. Una casona apoyada en este ábside tapa gran parte del mismo, pero promete dar a la ciudad su estampa entera cuando la alineación de la calle que le circunda sea un hecho. Por el momento, este retazo del pasado está ya incluido en el Inventario Arquitectónico de interés histórico ‑ artístico de nuestra ciudad. El mismo día de realizar su ficha, nos acercamos por allí, y aun estaba. Esperemos que sea por mucho tiempo.

Tradiciones de Sigüenza

 

Lentamente, y con más intensidad en las ciudades, por todas partes se van perdiendo las celebraciones comunitarias que daban calor a un colectivo de habitantes y le hacían sentirse más unido y entrañablemente anclado en una tradición; fundamento éste que es clave en el sentimiento de seguridad de un pueblo. La colectividad que se desancla totalmente del pasado, al fin se inestabiliza y muere. El equilibrio mesurado entre una historia respetada con unas tradiciones vivas, y el presente dinámico creador de un futuro atrayente, es el estado perfecto de un pueblo.

La ciudad de Sigüenza, vivero de recuerdos del pasado, a grandes rasgos muestra su origen celtibérica, su esplendor romano y su plena constitución en el Medievo cristiano como cabeza de un importante señorío eclesiástico, episcopal. De tan largo trayecto en la historia, y de su ser como ciudad, pequeña, pero con todas las características de burgo agrícola, artesano, comercial e intelectual, ha heredado un acervo de tradiciones y celebraciones festivas muy denso y con influencias de todo tipo. El filón primitivo es sin duda el ritmo celtibérico de muchos de sus rituales: las hogueras de San Vicente, los cánticos y fiestas de San Juan, las rondas y tradiciones de amor, son de hontanar remoto. Aquellas que de agrícola y ganadero tienen algún sello, también lo reciben de nuestros antepasados celtíberos, y solo las que se centran en la celebración religiosa plena, cristiana por los cuatro costados, podemos decir sean emanaciones de esos siglos en que una nutrida organización eclesiástica se adueñó de la ciudad y su comarca.

Dentro de los ritos más antiguos podemos colocar los relativos al toro. Se dice que los «encierros de Sigüenza» son de los más antiguos de España, tanto como los de Cuéllar y Pamplona, y en verdad que no nos cuesta creerlo, pues de una misma raíz salen todos ellos. Durante siglos hubo la costumbre de soltar a los bichos por el campo y luego correrlos en juvenil algaraza hasta la Plaza de la lidia, que desde el siglo XV fué la actual Plaza Mayor, en la que aún vive el «Arco del Toril», por donde entraban. Fué costumbre lidiar 3 toros en las fiestas de San Roque, y en otras fiestas de cariz religioso, pagano o simplemente conmemorativo. Pero en 1783, cuando ya las relaciones andaban muy tirantes entre el señor de la ciudad (el obispo) y los hombres del concejo, don Juan Díaz de la Guerra prohibió terminantemente las fiestas de toros coincidiendo con las de cualquier santo.

También de teatro estuvieron siempre bien provistos los seguntinos. Una de las ocasiones de mayor arraigo en que se daban representaciones era la festividad del Corpus, en la que, tanto a lo largo del momento de la procesión, como en los días de la octava, se escenificaban autos sacramentales, piezas religiosas e incluso profanas, con «saraos» o bailes en el transcurso de la procesión. Este se amenizaba, lo mismo que muchas otras festividades de la religión y la ciudad, con estrenos musicales de los maestros de capilla de la catedral, organistas de fama, que componían y dirigían masas corales integrales por los Infantes de Coro, de los que hablan cronistas antiguos con admiración, pues constituían uno de los grupos de mayor importancia y calidad de la España antigua.

Para funciones comerciales y periódicas de teatro, se habilitó un típico «corral de comedias» en el patio del Hospital de San Mateo, creado en 1620, en el que durante mucho tiempo, y con gran contento de los seguntinos, se dieron «comedias, bolantines y otras públicas diversiones». Las tensiones del Obispo con el Concejo hicieron que este «corral» cerrara definitivamente sus puertas a fines del siglo XVIII. Pero en muchas ocasiones y lugares siguieron dándose obras teatrales, y así era clásico que en el mismo patio del Colegio‑ Universidad de San Antonio de Portaceli se representaran obras de los monstruos: Lope de Vega Calderón, etc. Con motivo del celebrado parto de la reina María Luís de Saboya, esposa de Felipe V se dio gran jornada teatral en la Plaza Mayor de Sigüenza. Esa tradición fué renovada, siglos después por el Grupo Antorcha que puso en escena «el Caballero de Olmedo» bajo las renacientes arcadas del Ayuntamiento.

Muchas danzas ingeniaron los seguntinos en ocasiones diversas. Así, cuando Felipe III cruzó las Alcarrias, al pasar por territorio seguntino, la ciudad le obsequio con tres vistosísimas danzas, interpretadas por diversos gremios artesanales: la una pusieron en marcha los mercaderes de paños y los joyeros; la otra, los calceteros, sastres y tejedores y una tercera corrió a cargo de los curtidores, zapateros y tratantes en corambres. Por San Roque, y en el Corpus, eran típicas las danzas de gremios y espontáneos.

Pero la tradición riquísima de ciudad como Sigüenza, de honda raíz celtíbera y castellana, se cimenta en el ciclo habitual de las fiestas profanas relacionadas con devenir de las estaciones; de las relacionadas con los diversos momentos de la vida (nacimiento, bodas muertes, etc.) y con el calendario litúrgico. Los gigantes y cabezudos, presididos por las ironizadas figuras del rey y la reina, con escobas por cetros, eran símbolos del crecimiento y la fertilidad; de origen, pues, agrario. Todavía salen para regocijo de chicos y grandes. Graciosísimas eran las cencerradas que se daban a los viudos o viudas que celebran nuevo matrimonio: solo se libraban de ellas si invitaban a los mozos a una buena merienda. Y las rondas, variadísimas en los motivos chispeantes siempre eran el más claro ejemplo de la familiaridad del núcleo poblacional, el aire de pasillo, de salón de estar que tiene la ciudad, en la que nadie es enemigo de nadie: de noviazgo, de boda, de quintos; muchas más que se extienden hasta ahora mismo, pues las pasadas Navidades fuimos testigos de las rondas varias que, durante todo el día, armados de sus laúdes, bandurrias, almireces y botellas de anís, daban la murga y soltaban al aire helado de Sigüenza graciosas coplas alusivas a la actualidad chispeante del momento, sin olvidarse, por supuesto, del alcalde de turno.

En el ciclo litúrgico (Pero con hondísimas raíces en el más puro celtiberismo) destacan las fiestas de San Vicente; la noche del 21 al 22 de enero, una gran hoguera se enciende en la plazuela del mismo nombre, frente a la casona del Doncel, y allí los chicos saltan sobre las ascuas y se tiznan las carnes con los carbones. Es luego el día 23, el «San Vicentillo» que llaman cuando se celebra el «bibitoque», tocando dulzaina y tamboril (son de Castilla primera) en los prados cercanos al castillo, y allí entregan los de la Hermandad del santo unos cuantos litros de vino, con naranjas y caramelos, a cantos se acercan. Sin duda se trata de una fiesta del ciclo carnavalesco de botargas y águedas, muy primitiva. Además son típicos los villancicos de Navidades, con música y letra muy peculiar. Incluso la Semana Santa, con la clásica «quema de Judas» tras la procesión de la torreznera el domingo de Pascua, es otra de las celebraciones litúrgicas con un cariz popular muy marcado.

Y, en fin, muchas otras tradiciones aún mantiene la ciudad de Sigüenza, cuidadas con mimo por sus habitantes, pero que deben mantenerse siempre alerta para no enturbiar la puridad del sentido de las mismas, y evitar que se pierdan. Solo así, en el entronque con la raíz de antiguos hechos y ritos, se vive más ancha y hondamente la palpitación ciudadana.