El poblado de Villaflores

sábado, 23 febrero 1980 3 Por Herrera Casado

 

Ya en ocasiones anteriores hemos dejado en estas páginas nuestra preocupación por los elementos y conjuntos de la arquitectura del siglo XIX en nuestra ciudad y provincia. Concretamente en la ciudad de Guadalajara hay varias muestras importantísimas del eclecticismo arquitectónico de finales de la pasada centuria y comienzos de la actual, que suman uno de los conjuntos más valiosos que hoy pueden encontrarse en ciudad alguna. Muy especial es la mezcla del ladrillo y la piedra caliza que en este estilo se consigue, y en nuestro burgo encontramos ejemplos que van desde la magnificencia de la Fundación de la Condesa de la Vega del Pozo, con su panteón, su iglesia, sus edificios principales, la valla y tantos otros detalles, hasta elementos como el Mercado de Abastos, la Cárcel provincial, el conjunto de talleres y viviendas del Fuerte de San Francisco, la fábrica de la Hispano‑Suiza, el Cementerio municipal con su capilla y diversos elementos, del depósito de agua, el mismo ayuntamiento. Y muchos otros monumentos, asta ahora poco conocidos y apreciados, que ‑repito‑ suman un acervo patrimonial interesantísimo. Ello ha hecho que todos hayan sido estudiados y clasificados convenientemente en el recién concluido Inventario Arquitectónico de interés histórico-artístico de la provincia de Guadalajara.

En el actual término municipal de Guadalajara, enclavado en territorio de lo que durante siglos fue término de Iriépal, asienta el llamado poblado de Villafiores, conjunto de edificaciones y espacios constituyentes de una explotación agraria y ganadera, que en los últimos años del siglo XIX fue ordenada construir, conforme a un plan racional y homogéneo, por su propietaria la condesa de la Vega del Pozo. Se encuentra este poblado en el borde de la antigua galiana de ganados trashumantes, que desde tierras y sierras de Molina y el Ducado se dirigían a la Mancha, Extremadura y Andalucía. Subiendo desde Iriépal, remontando el barranco del Val, pasando la fuente del mismo nombre y dejando a la derecha los altos de Chicharrero y Cabaña, se llegaba fácilmente a la Alcarria de este pueblo ‑que así llaman al alto llano cerealista ocupado a trechos por carrascal y monte bajo- donde siguiendo la galiana se llega enseguida a Villaflores. Es de reseñar que este nombre fue el que llevó durante los siglos XVII y XVIII el actual pueblo de Iriépal, y que una serie de señores y familias potentadas mantuvieron durante varias centurias la preeminencia territorial del término, desde los Cárdenas en el siglo XVII, a los Ibarra y posteriormente Cortizos, propietarios de gran parte de las tierras productivas. Tras la revolución liberal de comienzos del siglo XIX, estos terrenos pasaron a los de la Vega del Pozo quienes afortunadamente para Guadalajara tuvieron una clara visión social en su actuación

Ocurrió, pues, que al recuperar Iriépal su antiguo nombre, el usado de Villaflores quedara como nominativo de una de sus más amplias parcelas. Y en ella instaló esta familia su poblado agrícola, que hoy admiramos. Consta fundamentalmente de un gran edificio central, con corrales, graneros, amplio patio, cuadras, etc.; una capilla minúscula precedida de cementerio; una serie de viviendas adosadas, de dos pisos; un palomar gigantesco, cilíndrico, va entre los campos de míes, y un par de grandes pozos con norias para extraer el agua con abrevaderos adjuntos para el ganado. También existen aún diversos almacenes, una caseta junto a la carretera de Cuenca, y una entrada subterránea a un espacio hoy derrumbado de uso incierto, quizás bodega.

Todos los edificios son grandiosos, perfectamente acabados, bellísimos de composición. En ellos alterna el ladrillo con el sillarejo calizo, siempre tratado con el meticuloso cuidado de unos indudables planos previos, en los que no sería muy aventurado pensar que habrá puesto la mano el arquitecto Velázquez Bosco. El edificio central es de proporciones inmensas. Su frente está formado por gran portalón rematado en cuerpo con el nombre del poblado, el escudo de la familia, el año de la construcción (1887) un reloj y un campanil, y a ambos lados aparecen cinco ventanales por lado, con frisos de ladrillo y segunda línea en lo alto de ventanas más pequeñas. Frente al edificio, una gran espacio empedrado apto para la trilla y faenas agrícolas.

De los otros edificios que forman el interesante conjunto de Villaflores, destacan la pequeña iglesia o capilla, con un cuerpo avanzado en el que se abre la puerta semicircular, y un cuerpo alto en cuyo frente se adosan anchas pilastras de ladrillo sosteniendo gran friso y frontón con labores finas de ladrillo. Arriba un alto campanil. Y al mismo palomar, que se columbra airoso sobre el campo alcarreño, es ya habitual elemento para quien cruza la carretera de Cuenca habitualmente: de planta circular, con alta basa de piedra, el ladrillo y el sillarejo alternan, con algunos detalles de cerámica. Todo es interesante en Villaflores: las mismas casas para la dueña y funcionarios, con sus patios posteriores, todo perfectamente diseñado; o los pozos con su airosa estructura metálica. Es, en definitiva, un conjunto arquitectónico de altísimo valor, del que la ciudad de Guadalajara debe estar orgullosa, no sobrando nunca un paseo hasta su entorno, y haciendo falta, por supuesto, que todos lo respetemos y hagamos cuanto esté en nuestra mano para que no se pierda.

La actual propiedad lo tiene aquello en relativo abandono. Grandes temporadas cerrado el edificio grande; la iglesia sin uso; las casas ya vacías y con desplomes en los patios y aleros que nadie arregla. Si Villaflores se ha mantenido hasta ahora en buenas condiciones, durante un siglo, es porque se ha utilizado y ha cumplido su misión. Pero diversos factores comienzan a amenazar el conjunto, lo que ha hecho preocuparnos. Por una parte, repito, el abandono creciente de los propietarios actuales. Por otra, la afluencia que en primavera y verano allí se observa de multitud de gentes de la ciudad que suben a pasar la tarde, ensuciándolo todo, y dejando que sus jóvenes crías se suban a las tapias y se entretengan en romper cristales y descolocar ladrillos. Deporte que, a falta de otros, siempre ha practicado con asiduidad nuestra imberbe cantera de retoños.

Y aquí viene la llamada de atención para cuantos tienen responsabilidades en la cosa común y pública. Aunque este poblado de Villaflores es un propiedad privada, supone sin duda alguna un importante capítulo del acervo de Guadalajara. El ayuntamiento de ella, el día en que se ponga a tener ideas geniales para hacer más grata la vida, el trabajo y esparcimiento de sus ciudadanos, pudiera ir dándose una vuelta por allí, y meditando qué puede hacer (qué convenio con los dueños, qué uso como lugar de esparcimiento, de convivencia, etc.) con Villaflores. Tras casi un año de trabajos concejiles de pura rutina, podría ser que se encontraran con que muchas soluciones a ciertos problemas no tratados (léase lugar de deportes, parque abierto para pic‑nic, centros juveniles, colonias infantiles veraniegas, pistas de footing, incluso centros culturales varios, de cine, de espontánea declamación o cante, etc.) tendrían un nombre y un lugar esperando: Villaflores.