Una historia de la Guadalajara árabe

sábado, 19 enero 1980 0 Por Herrera Casado

 

Son muy escasas las noticias concretas que tenemos sobre la época árabe de nuestra ciudad de Guadalajara. Época en la que tomó su nombre definitivo y en la que, sin duda, surgió como gran ciudad estable. Es nuestro burgo, pues, de filiación musulmana, y a pesar de ello, y de haber estado durante tres siglos bajo el dominio islámico, poco, muy poco, conocemos de los detalles de su historia. El mismo Layna Serrano, nuestro gran historiador, en su voluminosa Historia de Guadalajara (1) no dice nada en concreto sobre este tema. Refiere únicamente, a título de inverosímil leyenda, que un rey moro de la ciudad, llamado Bramante o Bradamarte, fue vencido por el emperador Carlomagno, cuando este viajó hasta Toledo para casarse con la princesa Galiana. De dicha conseja recibió apelativo una de las puertas de la muralla de la ciudad: la puerta de Bramante se situaba junto al convento jerónimo de los Remedios y frente al antiguo alcázar. Reseña también Layna algunos nombres de afamados intelectuales árabes que aquí dieron su fruto de ciencia y piedad, muy especialmente el historiador Ablallah‑ben‑Ibrahim‑ el Hichari, autor de una historia general de España, y otros gramáticos, juristas y geógrafos cuyos nombres desempolvó don Juan Catalina García (2). Es necesario, además, renovar la imagen que de la estancia de los árabes en nuestro país se tiene todavía, influencia por larguísimas e inexactas  cantinelas de pretendido amor patrio y occidentalizante, poniendo a los moros como paradigma de la bestialidad y el furor y a los cristianos como cumbre del bien y la civilización. Ni tanto ni calvo. Unos y otros, en la Edad Media que algunos dicen ser época de tinieblas, dieron lecciones irrepetibles de tolerancia y benignidad, de humanismo auténtico, de convivencia sana. Cuando Layna afirma (3) que los cristianos que vivían en Guadalajara y la campiña del Henares, al llegar los árabes tuvieron que «doblar la cerviz bajo el yugo musulmán con tal de salvar su hacienda», no hace sino dejarse llevar por la corriente de riguroso maniqueísmo que ha impregnado la visión histórica de nuestro Medievo hasta hace poco. Pero no es así. Una escasa población de fondo indígena e hispano‑romano, más contados elementos directivos godos, ocupaba la campiña del Henares, protegidos por escasos y ridículos puestos militares en los escarpes del río y en tierras del interior, casi vacías, vigilantes de caminos: ese era el panorama humano que encuentran los árabes al ocupar la Meseta inferior en la primera mitad del siglo VIII. Ellos son también muy escasos en número. Dirigentes árabes y sirios, y una nutrida masa de beréberes, que arriban con su organización tribal completa. Mientras los primeros quedan en las tierras ricas y cómodas del Guadalquivir, poniendo las bases del más rico califato islámico de la Edad Media (el de los Omeyas de Córdoba) las huestes moras y berberiscas norteafricanas ascienden a las mesetas, y ocupan los puntos claves, los puestos estratégicos que les permitan tan sólo un dominio logístico de la tierra, a la que piensan ocupar (hablo de la redondez del planeta) en breve plazo. A los habitantes antiguos los dejan en sus lugares, con sus ocupaciones y sus creencias, sin molestarlos apenas. Eso sí: pidiéndoles tributos cada vez más fuertes, para poder mantener su aparato guerrero y su control geográfico. Pero eso es, al fin y al cabo, moneda corriente en nuestros días. El fondo de la población se hace mozárabe. La corriente celtibérica e hispano-rromana subyace y mantiene su estilo de vida. La historia, sin embargo, que se escribe todavía con nombres y fechas de batallas, es de signo musulmán durante tres siglos. Y es así, más o menos: Poco después de la entrada en la península ibérica de las tribus beréberes, en las Alcarrias y Serranías de Guadalajara y Cuenca se establecen las de los Huwara y Madyuna. La tribu de los Masmuda asentó en la cuenca del Guadiana, pero Salim de dicha tribu, se situó en Medinaceli (Medinat -Salim) y su hijo Alfajar asentó en Guadalajara y la pobló, dándola un nuevo nombre (Medinat-Al-Faraj). Durante un  siglo aproximadamente señorearon los Banu‑Salim a nuestra ciudad, hasta que en el año 929 Abderramán III reorganizó la Marca o frontera media destituyéndolos y colocando nuevo visir y caídes, tanto en Guadalajara como en Atienza, Talamanca, Madrid y diversos castillos de dicha Marca (4).

Según otras fuentes (5) el primer ocupante de Guadalajara fue el bereber Montil‑aben‑Parj­el‑Sanhají quien comenzó a gobernarla en nombre de los Omeyas, y poco después será Malikben‑Abd‑al‑ Rahnan‑ ibn‑Faraj quien definitivamente la constituyera como punto fuerte y ciudad auténtica, tras recibir un humildísimo villorrio en herencia de indígenas poblaciones. Yo no dudo que, efectivamente, Guadalajara actual, por su situación estratégica y su función de vigilante sobre anchísima porción del valle del Henares, fue creación total de los árabes.

Desde el mismo momento de su nacimiento, la ciudad sufrió violencias, y así en el año 862 Muza‑ben‑Muza atacó a Guadalajara, que a la sazón era gobernada por Ibn‑Salim (6). Enseguida comenzaron los de esta tribu dominante a construir el castillo o alcázar y las murallas, que hasta tiempos recientes se han mantenido. La fama de Guadalajara en el mundo árabe español creció rápidamente. En el último tercio del siglo X se consideraba «gran ciudad y célebre marca fronteriza; tiene un muro de piedra, está provincia de mercados, posadas y baños‑ posee un oficial de policía judicial y un gobernador. Allí residen los comandantes de la frontera como Ahmad‑Ibn‑Yala y Galib» (7) y aún añade otro cronista (8) que «es contra esta ciudad que tienden los esfuerzos de las tropas de Galicia».

Realmente, su importancia se basaba en ser cabeza de la zona defensiva de la Marca Media frente a los reinos cristianos de Castilla y Aragón. Comandaba y era avanzadilla de una importante serie de castillos árabes (Madrid, Alcalá de Henares, Peñalver, Hita, Cogolludo, Atienza, Sigüenza, etc.) y su territorio jurisdiccional abarcaba todo el Henares, gran parte de Alcarrias y Serranías, hasta la Sierra Central, frente a Castilla primigenia (9). Era, pues, un fuerte bastión del califato omeya, y, tras la caída de éste, quedó en el reino de Toledo, con la categoría de segunda ciudad en importancia del mismo. Quizás solamente con Mérida y Toledo pueda compararse en cuanto a la importancia práctica de su posición y fortaleza frente al avance cristiano (10).

Desde muy pronto fue codiciada presa de los ejércitos castellano‑leoneses. Ya en tiempos de Alfonso II conoció incursiones cristianas, y desde el siglo IX en sus principios fueron continuos los movimientos de hostigamiento de los norteños sobre Guadalajara y toda la Campiña. En realidad se limitaban los cristianos a operaciones rápidas de castigo, asalto, saqueo, etc. Los dos primeros siglos, los árabes fueron más fuertes: Al‑Hakam I pacificó largo tiempo la comarca, en 920, los castellanos atacaron duramente a Guadalajara, sitiando el castillo de Alcolea de Torote, donde el gobernador musulmán de nuestra ciudad los combatió y derrotó (11). También en 966 el gobernador de la ciudad se anotó un nuevo éxito guerrero frente a los cristianos que atacaron la tierra (12). En 1033, una nueva intentona castellana pudo con las fuerzas moras de Guadalajara (13), y estas tuvieron que soportar en 1043 la invasión del rey Beni‑Hud, de Zaragoza, que penetró el Henares desde arriba y tomó Guadalajara cierto tiempo, pues contaba con las simpatías de buena parte de la población. Ay‑Mamún, rey de Toledo, se alió con Fernando I de Castilla, consiguiendo recobrar la ciudad y su comarca.

Pero los embates del fortalecido reino castellano serían más numerosos y firmes. Alvar Fáñez capitán y hombre de la corte de Alfonso VI, depredará campiñas y alcarrias de la Marca Media. Será en 1085 que el rey de Castilla, en hábil y tenaz maniobra político‑militar logre incorporar a su Estado el reino de Toledo entero, incluyendo en él lugares como Guadalajara, Uceda, Talamanca, Hita, Atienza, etc. Esa fecha, y la posterior de 1212 en las Navas de Tolosa con Alfonso VIII serán las claves del hundimiento del Islam en Iberia. La ciudad de Guadalajara recibiría todavía la guerra: en 1112 ‑ 1113, la invasión almorávide, a cargo en este frente del general Mázdali que realizaba «aceifas» o incursiones guerreras veraniegas. Después, el dominio cristiano será total y perdurable.

De la época mora quedó en Guadalajara no sólo la ciudad y el nombre. Su sistema defensivo (alcázar y murallas), sus mezquitas, muchos de sus barrios y la estructura del burgo, mal organizada y de distribución anárquica en callejas estrechas y cuestudas será la herencia de esta civilización. Nombres de barrios o arrabales, como Almajit (luego calderería, junto a las Carmelitas de San José), Alamín (fue­ra de la muralla) y Alcallería (arrabal también, de cacharreros) aún perduran. Y, en fin, un cierto olor a viejo ladrillo, a estameña morisca a seda incógnita de cadí, aún flota quien lo duda, en el ambiente grato de esta ciudad nuestra, que nunca deberá olvidar esos tres siglos (los primeros, y quien sabe si los mejo res) de su existencia en la historia, en que fue urbe islámica.

NOTAS

(1) Layna Serrano, F.: Historia de Guadalajara y sus Mendozas en los siglos XV y XVI, Madrid 1942, Tomo I

(2) Catalina garcía. J.: Biblioteca de Escritores de Guadalajara y Bibliografía de la misma hasta el siglo XIX, Madrid, 1899.

(3) Layna Serrano, F.: op, cit., Tomo I, página 21.

(4) Levi‑Provencal.: Histoire de l’Espagne musulmane, París 1950‑53, II, páginas 64, n.° 2.

(5) El Jacubí: Kitab Albandín.

(6) Crónica de Ibn‑Idhari, II, 159.

(7) Al‑Himyari: Crónica de…. trad. Levi‑Provencal, p.234, n.° 185.

(8) Ibn‑Hawkal: Crónica de…. trad. Romaní, p. 69.

(9) Al‑Razi: Descripción de España (edición de Levi‑Provencal), páginas 80‑81, n.° 38.

10) El Istajarí: Libro de los caminos d e los reinos.

(11) Ibn‑Idharí: Crónica de…

(12) Ibn‑Idharí: Crónica de…

(13) Kitabn‑l‑Iktifá: Crónica de… (traducción de Gayangos), tomo II.