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septiembre, 1979:

La Hoz: Tradición y realidad

 

Bajando el río Gallo desde Molina, junto a los caseríos, antiguos molinos, huertas y arboledas, surge a un lado el pueblecillo de Ventosa, y a otro algo más alejado, el de Corduente que en verano se infla de gentes y ganas de vivir. Poco más allá, el viajero entra en uno de los más impresionantes espectáculos que le puede ofrecer la Naturaleza en la provincia de Guadalajara: bella sobre toda ponderación es la Hoz del río Gallo entre Corduente y Torete. Es el llamado «Barranco de la Hoz», por donde el río cangrejero discurre, torrencial o manso, límpido y frío, entre densas choperas y altos y caprichosos murallones de rojiza roca arenisca. A lo largo de varios kilómetros, serpenteando las aguas por donde el gran tajo geológico las manda, se crea un paraje que ha sido siempre justamente alabado, y que hoy sigue gozando del merecido entusiasmo con que muchos se dirigen a él.

En tal marco de agreste naturaleza, no es extraño que hasta apariciones milagrosas y sobrenaturales se hayan producido. Suelen ser estos entornos de desusada grandiosidad los que la tradición utiliza para centrar sucesos de orden milagroso y trascendental, ejes de una posterior y larguísima devoción. Baste recordar, dentro de este mismo territorio del Señorío molinés, las apariciones y santuarios de la Virgen de Montesinos, en Cobeta, o de Nuestra Señora de Ribagorda, en Peralejos. Ríos estrechos y saltarines, barrancos de misteriosa silueta, de grandiosidad sin límites: bosques y praderas, grutas húmedas. Esos son los puntos donde sucede el prodigio.

Vamos a recordar cómo fue el de la Hoz de Corduente.

Discurría uno de los años medios del siglo XII. Un vaquero de Ventosa, que había pasado el día apacentando su ganado por los alrededores y montes del pueblo, notó que le faltaba una res. Se apresuró a buscarla, yendo a internarse por la espesura del barranco de la Hoz, entonces densamente cubierto de vegetación y poblado de alimañas. Se hizo de noche y se creyó perdido. Y cuando ya flaqueaba en sus esperanzas de salir con vida del difícil trance, vio un gran resplandor junto a la basamenta de un alto grupo de rocas. Guiado por la luz, llegó hasta un lugar donde encontró, sobre un pedestal rocoso, una pequeña imagen de la Virgen, tan perfecta que casi parecía de carne y hueso.

Corrió al pueblo, donde contó el hallazgo, y las gentes en romería se acercaron a ver el prodigio. Entre unas soberanas rocas de increíble altura, sobre una especie de altarcillo natural, allí estaba la Virgen María tallada en la madera de la comarca teñida con los colores de sus cielos y sus aguas. Las gentes, entusiasmadas quisieron llevarla a lugar seguro y poblado: unos decían que a Ventosa, y otros, que a Corduente. Al fin se decidió trasladarla a la iglesia mayor de Molina. Y en su altar principal se puso. Pero ante el asombro de los molineses, al día siguiente vieron que el altar estaba vacío y la Virgen había volado, concretamente hasta el mismo punto donde se apareció al vaquero. Vuelta a llevar a Molina y puestas guardas para evitar una posible sustracción, nada pudieron hacer por impedir que, milagrosamente, la talla de la Virgen volviera a su lugar primero, a lo más abrupto del barranco del Gallo. Fue claro indicio, milagrosa urgencia proclamada de que la Virgen quería quedar en la espesura de la Hoz. Así fue que las gentes, en el lejano siglo XII, decidieron levantar en aquel lugar una ermita que, con el paso de los años y los siglos, fue tomando auge, en lo espiritual y material, pues allí se instalaron canónigos regulares de San Agustín, pasando luego a ser propiedad del obispo de Sigüenza y más tarde de los monjes cistercienses de Ovila y Huerta, que administraron largos tiempos los beneficios que un lugar de peregrinaje tan nutrido ofrecía.

La devoción de los molineses hacia su Virgen de la Hoz es general y es invariable. Durante siglos se han acercado, en romería, las gentes del Señorío, en solitaria o agrupadas en cofradías y aun municipios enteros. Pueblos como Corduente, Ventosa, Rillo, Lebrancón, Herrería, Canales, Rueda y Tierzo han hecho de siempre manifestaciones devotas hacia su Virgen de la Hoz. Una de las más sonadas y multitudinarias romerías fue la del pueblo de Odón, que, aunque hoy es provincia de Teruel, fue siempre parte del Señorío molinés. El segundo día de la Pascua de Pentecostés se acercaba el vecindario entero: hombres, mujeres y niños, montados en carros; una vez llegados a Molina, en el arrabal de San Juan se organizaba al grupo, que iba precedido de banda de música, y al día siguiente de su llegada al Santuario celebraban una solemne fiesta religiosa, tras de la cual se representaba por los mismos vecinos de Odón una loa de «moros y cristianos», que terminaba con originales danzas de «palos y espadas», similares a las que los de la «hermandad» de la Virgen de la Hoz, de Molina, solían celebrar el 8 de septiembre.

Milagros y favores dispensó de continuo la Virgen a los que con fe la suplicaron. En su santuario, prendido y abrigado entre los grandes riscos, junto al río, aún se ven hoy las huellas de una fidelidad y un continuo ir y venir de gentes, de estilos artísticos, de ex‑votos y leyendas. Un viaje a la Hoz, para un molinés, supone un encuentro con sí mismo y con la espiritualidad, añeja y tradicional, de su tierra. Para quien no lo sea, para aquel que simplemente busca encontrar nuevos lugares significativos, el barranco y el santuario de la Virgen se le meterán muy dentro en sus retinas y en su corazón, y lo tendrá por bien usado, el tiempo y el latido que en llegar hasta ese hermoso rincón del Señorío ha utilizado.

Breve relación es ésta de méritos y grandezas. Quien desee entrar más a fondo en la materia, debe buscar los libros que sobre el Santuario y sobre sus tradiciones escribieron autores como Moreno y Abánades, o el más reciente de García Perdices en torno a las advocaciones marianas en la provincia de Guadalajara. Será, de todos modos, lo voz y el verso de José Antonio Suárez de Puga la que pondrá el tono justo de poesía que aquel lugar inspira a cuantos llegan. Sobre el muro de la ermita se leen los poemas de este autor alcarreño:

A ESTA PARRA

Con qué dulce volar la rama espesa

de tu parral, ¡Oh, Virgen en clausura!,

por un delgado pámpano se apura

a hacerse vino de tu Santa Mesa.

La vieja sangre de la Biblia ilesa

dentro del dócil vegetal madura

y en el silencio de la estancia pura

derrama, peregrino, su promesa.

Promete, ¡oh, tierno tallo de esperan

un día darte la cosecha entera (za!,

de su primer racimo transparente.

Enseñándotela, pues no te alcanza,

dentro de la sagrada vinajera

de algún misacantano adolescente.

La revolución comunera, en Guadalajara

 

Una de las etapas, más cortas y, sin embargo, más radicalmente cruciales de la historia de España, fue la revolución y guerra de las Comunidades, que de 1519 a 1521 conmovieron a Castilla entera removiendo en profundidad, más allá de la anécdota externa de un pueblo contra un rey que no sabía su idioma, los estamentos sociales y aún los conceptos políticos del Estado. El alzamiento de las ciudades castellanas, confederadas y finalmente unánimes en una reivindicación política, que desató una guerra, y finalmente una represión ingratas, no fue similar en las dos Castillas, y aunque en la Nueva fue Toledo muchas veces capitana, en la Vieja fueron Valladolid, Segovia, Medina, Zamora y otras las que mantuvieron su voz directora y original. Villalar, finalmente, tuvo en sus manos la definitiva sentencia. Como en tantas otras cosas, y movimientos socio‑políticos, Castilla en las Comunidades fue doble, y diferente en sus decisiones: la teoría de Manuel Criado de Val que viene a decirnos de la existencia de dos Castillas, tienen en el episodio de las Comunidades uno de sus más claros ejemplos.

Guadalajara, ciudad, y las villas y lugares de su tierra, de la Alcarria, mantuvieron en esta guerra un papel oscuro, secundario, resultante del indeciso y ambivalente criterio de sus hombres. Concejo libre, real, era Guadalajara en esa época. Pero sólo en teoría. Pues en la práctica dominaba todo el gran duque del Infantado, tercero de la serie, a la sazón don Diego Hurtado de Mendoza, a quien todos denominaban el grande por sus alardes de magnificencia despilfarradora y su ostentación y lujo. Gran señor de inmensas tierras, desde la Alcarria al Cantábrico, en Guadalajara era un vecino más, pero el más poderoso e influyente. Como toda la nobleza, en el discurso de las Comunidades, Mendoza estuvo claramente de parte del Emperador; y los ciudadanos, de una clase u otra, aunque en general tímidamente, de parte de los Comuneros. Vamos a ver, en breves pinceladas los pasos que dio la ciudad de Guadalajara y sus habitantes en este acontecimiento de la historia española.

Aunque de escasa población (unos 3.880 habitantes al comenzar el siglo XVI) Guadalajara era ciudad dedicada en parte a la industria textil, a diferentes manufacturas, y a la agricultura. Cuando en 1519, por noviembre, se juntan ya las ciudades castellanas (y Guadalajara tenía este rango desde el siglo XV) para parlamentar en torno al movimiento de rebeldía que crece, los arriacenses asienten con el movimiento, pero piden que la gestión ante el Emperador cuente con la unanimidad de todas las ciudades.

En las Cortes de Santiago y La Coruña, en las que Carlos I solicita del país una ingente contribución económica para su empresa imperial, con nuevos y mayores impuestos, fue vencida la resistencia de los procuradores representantes de las ciudades. Por Guadalajara acudieron a estas Cortes Diego de Guzmán (regidor) y Luís Suárez de Guzmán (simple vecino) que finalmente votaron a favor del Emperador. Era abril de 1520, y entonces estalla la chispa sangrienta de la revoluci6n. Al volver a sus respectivas ciudades, varios procuradores son perseguidos y ahorcados por el pueblo. En Guadalajara, la multitud atacó las casas de estos personajes destruyéndolas hasta sus cimientos, pero a ellos no lograron tocarles. Asaltaron también el alcázar y expulsaron a los magistrados municipales. Rápidamente se organizó la Comunidad en Guadalajara, quedando netamente destacados como sus cabecillas un carpintero, Pedro de Coca; un albañil, Diego de Medina, y un famoso letrado, muy allegado a la familia mendocina, don Francisco de Medina. En los primeros días de junio de 1520, fue este abogado el que, en una arenga ante la multitud reunida a las puertas de la iglesia de San Gil, proclamó la Comunidad en Guadalajara, y se eligió por Jefe al Conde de Saldaña, hijo primogénito del duque del Infantado, joven animoso e intelectual fue desde el primer momento comprendió el movimiento, y se adhirió a el.

La situación en la ciudad se puso tensa inmediatamente. El día 5 de junio, un importante motín estalla por calles y plazas; la multitud, con los dirigentes comuneros al frente, se dirige al palacio del Infantado, penetra en él y llega hasta la galería de poniente («el corredor del estanque») donde achacoso, gotoso y con miedo, estaba el duque don Diego. Este prometió que se haría portador, ante el Emperador, de las solicitudes del pueblo, pero recomendaba ante todo moderación, cordura y respeto al poder constituido. El motín siguió. El magnate, temeroso y con una corta guardia, pensó en huir a Buitrago, pero decidió en fin abocar a la represión, deteniendo a los cabecillas y encarcelándolos; desterrando a su hijo, el conde don Iñigo, a Alcocer; y ahorcando y dejando colgado a Pedro de Coca, el carpintero comunero, con lo que, el 21 de junio, ya podía escribir el duque al Cardenal Adriano, que la situación en Guadalajara era ya de absoluta normalidad. Pero pedía, en fin, que se hicieran algunas concesiones a la ciudad, especialmente en materia de impuestos, para evitar nuevos altercados.

A pesar de esto, los de Guadalajara enviaron su representante, ‑un tal Esquivel‑ a la Junta de las Comunidades. Junto con los de otras 12 ciudades, asistió a la solemne declaración emanada del concepto comunero de entender el Estado, pero el arriacense solamente firmó en los documentos como testigo, sin llegar a prestar juramento, quizás por no tener el suficiente poder de la ciudad para hacerlo. El caso es que cuando el ejército imperial irrumpió en Tordesillas, deteniendo a varios miembros de la Junta de Comunidades, quedó apresado el de Guadalajara, y por más que insistieron los de la Junta en que la ciudad renovara a su representante, ésta no lo hizo. Se ve, pues, cómo la actitud de Guadalajara en este evento histórico fue reservada, y aunque el fondo, la generalidad del pueblo era comunero, nunca estuvo abierta y declaradamente con ellos.

Acabada la guerra, aparecen los encarcelamientos y la represión a los directamente implicados. El 27 de diciembre de 1521, muchos arriacenses temen el castigo, y el pueblo acude, nuevamente, a visitar al duque en su palacio. Achacoso, comido de la gota, éste les recibe y promete defenderlos. La gente pide que la ciudad conserve, al menos, sus privilegios y franquicias, y que no sean castigados los revoltosos. Quizás no fue del todo mala la intercesión del duque ante el Emperador Carlos, pues al salir a luz pública el decreto de amnistía el 1 de noviembre de 1522, en la ciudad de Guadalajara se produce un perdón general, siendo exceptuados de él solamente cuatro individuos. Dos de ellos pertenecientes al estado llano, y uno, un tal Torrente, con categoría de pobre de solemnidad, pues toda su fortuna consistía en algunos muebles por valor de 347 maravedises. Del estado correspondiente al patriarcado urbano, figuran con castigo Juan Urbina, y el bogado Francisco Medina, que era hombre rico y muy querido de la ciudad.

Como se ve, nada notable aconteció en nuestra ciudad con ocasión de la revolución y guerra de las Comunidades: algunos motines y el ahorcamiento de uno de los más destacados rebeldes, pero nada de importancia en cuanto a azares guerreros o destrucciones ciudadanas. Parece la nota más característica, en este episodio de nuestra historia, un cierto recelo a tomar partido por ningún bando, y una clara voluntad, a pesar de que las ideas estaban muy claras en las mentes de todos, de salvar la convivencia ciudadana por encima de los demás problemas. En brevísimo y casi telegráfico texto, este es el recuerdo de las Comunidades de Guadalajara (del programa de fiestas de Guadalajara 1979)

El retablo de Riba de Saelices

 

Muchas veces ha llegado el viajero, entre los barranquejos de la Sierra del Ducado conducido, hasta la Riba de Saelices. Recostado el pueblo sobre una suave ladera que mira al valle del río Linares, vigilante de uno de los más densos pretéritos de nuestra tierra, pues por allí moraron gentes prehistóricas, artistas exquisitos; celtíberos, árabes y cristianos luego que pondrían su devoción en un San Felices que hoy resta en su nombre y en el del pueblo frontero, Saelices de la Sal.

Y en la Riba fue en una ocasión la visita a la cueva de los Casares, que tanta admiración causa a cuantos, conocedores del arte paleolítico, recorren sus galerías y admiran sus grabados rupestres. En otra ocasión tuvo protagonismo la portada románica de su iglesia, un tanto cansada de soportar sobre sus columnas siglos y cantares; aun otro día fue la visita a un viejo amigo, a un gran hombre que allí en el pueblo reside y recuerda antañonas efemérides: don Rufo. Fue en una cuarta llegada cuando descubrí el tesoro que dentro del templo parroquial remata el muro de su presbiterio: un gran retablo mayor, de pinturas y esculturas, obra del siglo XVI, de tan gran calidad que muy pocos se le pueden comparar en toda la provincia de Guadalajara.

Nada más tiene la iglesia de Riba de Saelices. Pero éste su retablo mayor es suficiente motivo para hacerla una visita detenida. Se conservan en el pueblo los libros del archivo de la parroquia, pero por unas causas y otras todavía no hemos podido hojearlas y buscar datos a él referentes, que con toda seguridad existen. Así, de momento, sólo cabe hacer de esta gran obra de arte su descripción y elaborar conjeturas.

Llena el retablo todo el muro de la cabecera del templo. Es de estructura «de fachada» con un sentido arquitectónico renacentista colocado. De forma cuadrada, lo que es poco frecuente, la calle central sobresale muy escasamente sobre las laterales. Se divide en cuatro cuerpos horizontales, y estos a su vez, en cinco calles verticales. En el cuerpo inferior, banco o predela, cuatro cuadros muestran, por parejas, a los apóstoles de Cristo. Destacan la fuerza del trazo y posición de San Pedro y San Juan. Las otras tablas del retablo están, evidentemente, alteradas en su orden como si se hubieran desmontado y vuelto a colocar por alguien desconocedor del Evangelio. Los temas de dichas tablas son éstos: cuerpo inferior, de izquierda a derecha, el camino del Calvario, la Flagelación, Jesús ante Pilatos y la Oración en el Huerto. Cuerpo medio: la Anunciación, el Nacimiento de Jesús, Jesús resucitado se aparece a una santa mujer, la Magdalena penitente. Cuerpo superior: la adoración de los Magos una Asunción de María, otra Asunción, la Resurrección de Cristo. La calle central es de esculturas y en ella se muestra una hornacina avenerada vacía sobre ella, otra similar en la que aparece una talla de la Virgen, sedente, con el Niño en brazos, y arriba, un Calvario de magnífica ejecución. Separando tablas hay una abultada serie de frisos, molduras, pilastras y balaustres cuajados de decoración plateresca de extraordinaria ejecución. El conjunto resulta armónico bien distribuidas las piezas y los protagonismos. Es, sin duda, mucho mejor lo que lleva escultórico que lo pictórico aunque en el aspecto popular sea más llamativo lo segundo: es más amplia la superficie del retablo dedicada a pintura, pero la calidad de la talla, el arte del escultor era más depurada que el del pintor.

Así, los grutescos que cuajan en columnas, pilastras, balaustres y remates son de bastante buena factura. El Calvario que remata el conjunto, con una forzada postura de María y Juan, obtienen extraordinaria calidad plástica en su totalidad. Las pinturas, en cambio, que son sin duda de la misma mano, adolecen de unas prisas, de una falta de cuidado en las proporciones (grandes cabezas, pequeños cuerpos) que arregla, sin embargo, con el buen tratamiento de sombras y la dulzura de actitudes. Sin embargo, no es ni un maestro ni un consumado artista. Pero resulta hermoso el conjunto.

De sus autores, por el momento, nada se sabe. Aunque la existencia del archivo parroquial nos garantiza el que algún día pueda llegar a conocerse. Sin embargo, y dentro del terreno de las suposiciones, es fácil colegir que este retablo surgió de los artistas y talleres que funcionaban en Sigüenza en la segunda mitad del siglo XVI. La escuela en la que milita, y finalmente capitanea, Martín de Vandoma, uno de los mejores artistas del renacimiento seguntino, es la que produce este retablo. Tradiciones orales sin ningún fundamento señalan en el pueblo que este retablo es obra de valencianos, y que en El Escorial hay uno exactamente igual. Creo que está bastante claro que tanto en estructura como en forma de tratar las tallas la filiación seguntina es patente. Del autor de las pinturas, una segunda fila comarcal, podemos decir que imita lo que Juan de Pereda hizo en Sigüenza, y es similar a lo de los maestros de Bochones, de Bujarrabal, de Rienda o de Santamera. En el círculo de Diego Martínez, que hace la pintura de los retablos de Caltójar y Pelegrina, debe encuadrarse, por ahora, el desconocido «maestro de la Riba de Saelices».

Pero, ya con estas explicaciones someras y descripción rápida, tiene el viajero un punto de inicio, una razón más que le conmueva a visitar este enclave serrano, en el que una cueva prehistórica (la de los Casares, monumento nacional), una portada de arte románico, los restos del Castillo y la amabilidad de las gentes forman con este retablo la razón multiplicada y el poderoso empuje para su visita a Riba de Saelices. Que puede hacer ya mañana mismo.

Hernando Rincón de Figueroa

 

La ciudad de Guadalajara, en parte gracias al mecenazgo brindado por los Mendozas, y en parte también por ser enclave importantísimo en la defensa de Castilla frente a Aragón, y por ende protegida siempre con mimo por los monarcas castellanos, conoció su gran esplendor en los años finales del siglo XV y durante todo el XVI. En esas épocas se construyeron los grandes monumentos de los cuales se exhiben hoy en parte algunos, y el desarrollo de la ciudad, en cuanto a cultura, comercio y límites urbanos fue máximo. La silueta de la Guadalajara renacentista se forja en esa época, y es de todos conocido el hecho de que la arquitectura que se desprende del gótico e inicia sus resueltos pasos en el italianismo más puro, se da aquí en la ciudad (el palacio de don Antonio de Mendoza, el palacio de los Dávalos) y en su tierra (el convento de San Antonio, en Mondéjar; el palacio de los duques de Medinaceli, en Cogolludo), siempre conducida de la mano de los Mendozas y de su arquitecto, Lorenzo Vázquez.

En ese ambiente de renacentista preocupación, con la atención volcada de reyes, Mendozas y arzobispos toledanos (Guadalajara era uno de los más ricos arciprestazgos de la archidiócesis primada) sobre la ciudad del Henares, vemos surgir una gran cantidad de figuras que destacan en los campos de las letras y las artes. Y es uno de ellos principalísimo, el pintor Hernando Rincón de Figueroa, cuya polémica figura, que durante largos años dio que hablar, que discutir y casi hasta que desesperar a varios investigadores de nuestro arte, está ya bien silueteada y definida (1). Su nombre y su raíz han quedado finalmente anclados en Guadalajara. Rincón fue uno de nuestros primeros maestras renacentistas, situado en la primera fila de la pintura castellana durante los últimos años del siglo XV y primeros del XVI (2). Formado en los ambientes toledanos ‑no sobemos si haría algún viaje al extranjero‑ es clara la herencia de italianismo que en él se muestra, y, aunque es más abundante su obra perdida que la conservada, podemos sin reparo catalogarle entre lo mejor de los pintores que en Castilla inician el espléndido movimiento del Renacimiento (3)

De la categoría y consideración que en su época tuvo Hernando Rincón, nos hablan algunos datos documentalmente probados (4). Fue pintor de los Reyes Católicos, apreciado por Isabel, que era mujer de exquisito y decantado gusto artístico, y mantenido en la Corte por el viudo Fernando, estando en la estima del Cardenal Cisneros y decayendo su estrella, pues ya debía ser viejo, a la llegada del Emperador Carlos. Los arzobispos toledanos le consideraron en mucho poniéndole junto a Juan de Borgoña en las tareas más difíciles de la decoración de la catedral primada. Parece ser que tuvo el hábito de caballero de Santiago por especial deferencia y premio del Rey Fernando, quien eximió al pintor de todo tipo de pruebas para poder conseguirlo. Si en la época fue criticada esta actitud, podemos colegir de ello el posible rasgo hebreo de su sangre. Pero lo que sí es indudable, el título de examinador mayor de los pintores e entalladores destos Reynos e señoríos que en 1518 exhibía, le ponen en esa época en uno de los más altos pedestales, al menos en consideración social, de la época de la regencia cisneriana.

De su biografía son muy escasos los datos que se conocen, pero los suficientes para centrarle cómodamente como un hombre muy ligado a la ciudad en que probablemente nació y en la que vivió muchos años. Tenía su casa en la colación, o parroquia, de San Nicolás, y estuvo casado con Catalina Vázquez, hija del famosísimo arquitecto mendocino Lorenzo Vázquez, introductor del Renacimiento en España. De ella tuvo varios hijos. Su peripecia humana la situamos entre 1491, en que aparece por primera vez en documentos, aunque ya con categoría de figura señalada, y 1522, año en que con toda probabilidad debió morir, en Guadalajara, donde sería enterrada en la iglesia de San Nicolás.

Su «curriculum» artístico es lo suficientemente amplio como para acreditar la relevancia que su figura tuvo en el inicio de la Edad Moderna castellana. Por una parte figuran sus actuaciones documentadas, de las que poca cosa queda hoy en pie, y por otra las tablas y obras que se le atribuyen. Entre unas y otras podemos fácilmente subrayar su categoría y bien ganada fama. En 1491, siendo vecino de Guadalajara, suscribe un contrato con el pintor zaragozano Martín Bernat, por el que se obliga a colaborar con él en todas las obras pictóricas que a uno u otro se encomienden. Consta que durante algún tiempo residió Rincón en Aragón. Pero pronto vuelve a su tierra, y en 1494 se dedicó a pintar la historia del Espíritu Santo en los muros del claustro de la catedral de Toledo, de los cuales desapareció esta decoración, lo mismo que otra que se puso en el siglo XVI, y aun la del XVIII está ahora a punto de perderse. En 1500, Hernando del Rincón está pintando, en colaboración con Juan de Borgoña y otros artistas, el banco del retablo mayor de la catedral de Toledo. Esta camaradería con la primera figura del protorrenacimiento castellano sitúa a Rincón en su justo aprecio. Todavía en 1502‑3 está cobrando cantidades de lo que adeudaba por dicha obra. Y en ese último año consta también haber ido a Alcalá de Henares para contratar la pintura del retablo de la catedral primada, que es concedido a Juan de Borgoña. De 1503 a 1507, Rincón decora con su cada vez más depurada técnica el retablo mayor de Santa María de Medinaceli, por el que recibe la cantidad de doscientos veinte mil maravedises. Quizás en los mismos años, pues se sabe que en 1506 ya estaba terminado, hizo toda la pintura del retablo parroquial de Albalate de Zorita, iglesia en la que también puso sus primeras galas arquitectónicas el Renacimiento. Y aún en 1516 y siguiente realizó la pintura del retablo mayor de la iglesia parroquial de Fuentes de la Alcarria, señorío que era de los arzobispos toledanos; este retablo, aunque muy repintado, existió hasta 1936. Siguió luego muy destacado en realizaciones pictóricas por el territorio de la mitra toledana, y en Guadalajara mismo, quizás por encargo del gran Cardenal Mendoza, que aparece retratado en una tabla rodeado de su séquito, realizó con probabilidad el gran retablo del convento de San Francisco, que tras diversas peripecias desastrosas, en que más de la mitad de las tablas se perdieron, luce hoy fragmentado en el Ayuntamiento de Guadalajara. Durante los años de la regencia del Cardenal Cisneros, Rincón de Figueroa continuó en el cenit de su fama y actividad. De él es la pintura dada al medallón que Vigarny talló con el busto en perfil del Cardenal regente, y que hoy conserva la Universidad madrileña. De él también el retrato del gobernador del arzobispado toledano, Fco. Fernández de Córdoba, que pintó en 1518 y que hoy se admira en el Museo del Prado. De él, quizás, también, por su gran similitud de estilo y técnica, el retrato de fray Francisco Ruiz, secretario de Cisneros y obispo de Ávila, que hoy se muestra en el Instituto «Valencia de Don Juan», y muy posiblemente a Rincón se deba el retrato original de Antonio de Nebrija que sirvió luego para hacer el grabado que luce en la portada de su «Diccionario latino‑español», edición de 1550. Finalmente, y también en el capítulo de las atribuciones, contabilizamos una magnifica pintura sobre tabla, de comienzos del siglo XVI, que, procedente del convento de San Francisco de Guadalajara, tiene en depósito y muestra al público el Museo del Prado: se trata del «Milagro de San Cosme y San Damián», obra de neta influencia italiana, con delicado trato de las figuras, gusto por el detalle, ausencia de paisajes frente a un denso telón arquitectónico, y profusión de entelados y brocados que la escuela toledana usó con generosidad. El magnifico retablo de Robledo de Chavela, hoy restaurado y durante mucho tiempo atribuido a Rincón, es difícil asignárselo, y a esta resistencia nos inclina la tendencia flamenca que subyace en el fuerte plegado de paños, y otros detalles que hacen poco probable la inclusión de esta obra en el catálogo del pintor arriacense.

Si durante muchos años una niebla desdibujó la silueta de nuestro gran artista, que fue catalogado con el nombre de Antonio, por unos, y de Juan, por otros, en los últimos años ha quedado muy claro el hecho de que Hernando Rincón de Figueroa fue estimadísimo pintor de la Corte castellana, autor de notables empresas pictóricas, dueño de un estilo y técnica depurados y residente en la ciudad de Guadalajara, de donde probablemente era natural, pero en la que con toda seguridad casó, formó su hogar, murió y quedó enterrado.

Es una figura más de nuestra galería de artistas alcarreños.

(1) Sánchez Cantón, F J.: Mito y realidad de Rincón, pintor de los Reyes Católicos. Revista «Las Ciencias», 1934, n:° 1. Tormo, E.: El retablo de Robledo de Chavela y Antonio del Rincón, «Boletín de la Sociedad Castellana de Excursiones», 1903, p. 480. Díaz Padrón, M.: El retablo de Robledo de Chavela, «Comunicaciones del ICCR al XXIX Congreso Hispano‑Luso para el Progreso de las Ciencias». Madrid, 1970.

(2) Post, Ch. R.: A history of the Spanish Paintings, IV, 1933, pág. 385. Ibídem: Op. cit., IX, pág. 260. Angulo Iñiguez, D.: la pintura del siglo XVI, «Art Hispaniae», XII, pág. 261.

(3) Camón Aznar, J.: La pintura española del siglo XVI, «Summa Artis» XXIV, pág. 146.

(4) Serrano Sanz, M.: Documentos sobre la pintura en Aragón en el siglo XV, «Revista de Archivos Bibliotecas y Museos», II (1914), pág. 454. Layna Serrano, F.: los antiguos gremios de Guadalajara, Programa oficial de Ferias y Fiestas de Guadalajara, 1956. Quilez, J.: Documentos de interés para la Historia del Arte, Revista «Investigación», III (1969), página 69.

El capitán Arenas

 

La historia, breve y dramática del Capitán Arenas, es la de una valentía, la de un soldado español que, lo mismo que otros muchos miles a lo largo de nuestra historia, no tuvo miedo a la muerte, y ésta al final le tomó la delantera, en uno de los hechos guerreros más desfavorables de nuestra historia contemporánea. Su postura fue de auténtico heroísmo, despreciando el riesgo por salvar a sus compañeros en una campaña y batalla que desde mucho antes se sabía perdida. Esa serenidad en la actuación, ese desprendimiento y generosidad, ese final y sereno enfrentamiento con la muerte, es lo que agiganta la figura del Capitán Arenas, que precisamente por su vibrante juventud supo y pudo llegar a los límites últimos de sacrificio.

La carrera de Félix Arenas Gaspar había sido fulgurante. Había nacido en Puerto Rico, en 1892, hijo del Capitán de Artillería del mismo nombre que a la sazón se encontraba destinado en aquella isla americana. Pero muy poco después la familia regresó a España, y el joven Félix llegó a Molina de Aragón de donde era toda su familia, viviendo allí su infancia primera juventud, cursando los estudios en el Centro que los Padres Escolapios tenían montado en un moderno edificio, que hoy es utilizado para Instituto de Bachillerato. Aún muy joven a los catorce años, ingreso en la Academia de Ingenieros, a la sazón en Guadalajara, y a los diez y ocho de su edad ya había sido promovido a teniente, alcanzando el grado de capitán poco después, a sus veintiún años, pasando luego a la Escuela Superior de Guerra, en la que se diplomó, a los veintiséis.

De inmediato fue enviado con las tropas que batallaban en el Norte de África, librando una desafortunada «guerra colonial», en la que España puso lo mejor de sus hombres, pero sin la fe necesaria para mantener sus posiciones en un continente en el que, ideológicamente, ya nada ni nadie nos pedía continuar. El año 1921 fue en esa «guerra de Marruecos» el más desafortunado y triste. Tras el desastre de Annual, las tropas indígenas marroquíes habían crecido en moral y empuje, llegando ya, en el verano de ese año, hasta las mismas costas mediterráneas El ataque arrollador de los moros que diezmaban sin piedad al Ejército Español, sonó como un clarín de alarma en Melilla, donde se encontraba Félix Arenas, capitán a la sazón de una Compañía de Telégrafos. Con sus hombres tomó en ascenso el río Zeluan, llegando hasta la cabecera de la llanura de B ‑ Sidel, en Batel, donde se dio cuenta que el enemigo ya les cerraba el (). Allí tuvo que tomar el mando de todo el ejército que se batía en retirada, por ser el Capitán más antiguo, y en un momento de verdadero peligro, cedió su caballo a un sargento herido para que pudiese ser evacuado. Siempre en la retaguardia del ejército hispano, Arenas fue sosteniendo el empuje moro, retirándose a Tistutín, y luego a Monte Arruit. En la defensa de primero de estos enclaves, ya tuvo Arenas ocasión de mostrar su valor y genio militar. Por las noches extendía con su gente gran cantidad de paja, que rociada, prendía luego, dificultando así el avance enemigo. Dirigió con serenidad las operaciones de retirada hacia el valle, y, siempre en el puesto de mayor peligro, muy próximo ya al refugio de Monte Arruit, cayó muerto de un balazo en la cabeza.

La figura del Capitán Arenas, queridísima para cuantos habían sido compañeros de campaña, se agigantó tras su heroica muerte. Previos los trámites correspondientes, en 1924 le fue concedida a título póstumo la Cruz laureada de San Fernando. Y en 1928 se inauguró en Molina de Aragón, en un solemnísimo acto al que acudió el Rey Alfonso XIII y parte de su Gobierno, un monumento a este preclaro hijo del señorío, que aún hoy puede admirarse en el atrio de entrada al Instituto. Fue encargado de realizar este monumento, el prestigioso escultor Coullaut-Valera, y consta de un pedestal que sostiene un monolito de piedra, rematado en un castillete símbolo del Arma de Ingenieros, y sobre una repisa en su parte anterior se muestra el busto en bronce del militar que, con su gran juventud -tenía 29 años al morir- supo escribir página tan gloriosa para la historia de España y poner así su nombre en el abultado número de las figuras provinciales que merecen eterno recuerdo.