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agosto, 1979:

Castillos del Señorío de Molina (IV)

 

Molina de Aragón, la capital del Señorío más noble y auténtico de España, está encabezada por uno de los castillos más hermosos y genialmente dispuestos del país. Relatar su historia seria, exclusivamente, relatar la de sus señores y vasallos. Desde que a comienzos del siglo XII creó el Señorío molinés don Manrique de Lara, dando Fuero al pueblo y tierras de su contorno, comenzaron a levantarse murallas, torres y almenas, como expresión máxima de un poder sobre las ondulaciones pinariegas y los cursos bravíos de los ríos.

Don Manrique fue quien, trasladando la ciudad de Molina desde su viejo emplazamiento, que ya tenía desde la época romana, junto a Rillo de Gallo, la colocó en el lugar actual, y sobre ella comenzó a levantar la fortaleza, que es, por tanto, de construcción totalmente cristiana y occidental. A pesar de su aspecto arabizante alcazareo y rojizo de lunas desérticas el castillo de Molina de Aragón es concepto y masa nacida de manos castellanas

Es muy probable que fuera primeramente levantada la llamada «torre de Aragón», fortificación que corona la ladera norte del pueblo, y que, asomándose hacia la cuenca del Jalón lejano, domina amplísimas extensiones de terreno. Probablemente fuera el rey don Ramiro de Aragón quien iniciara esta construcción, con idea de fortificar y dominar el paso de su reino al de Castilla, pues sólo con ese edificio bastaba para sus fines. El conde don Manrique, sin embargo, y a tenor de su asentamiento definitivo como Señor de Molina, comenzó a levantar torres y murallas con un afán de hacer eterno su bien ganado dominio.

Sus descendientes, los condes don Pedro, don Gonzalo y doña Blanca, se dedicaron a reforzarlo e ir completando detalles. Esta última, quinta en la lista de los señores molineses, puso su energía bien patente en muchas actividades de la ciudad del Gallo. Fundó templos y construyó monasterios. Peleó cuando hizo falta y no cejó en la tarea de engrandecer a Molina y su territorio por todos los medios su alcance.

De doña Blanca es indudablemente, la iglesia que en él recinto del alcázar molinés, junto a la llamada «torre del reloj», hubo durante siglos. Al siglo XIII pertenecen, sin lugar a dudas, los restos que de este templo netamente románico se han encontrado recientemente en las excavaciones llevadas a cabo en el castillo molinés. La planta de nave única, alargada, con ábside semicircular tras breve presbiterio, y grandes basas de haces de columnas nos dan, aunque ligera, suficiente idea de lo que fue esta iglesia castillera.

También creó ‑aunque perfeccionando lo ya fundado por su padre don Alfonso, el infante de Molina‑ el Cabildo de Caballeros de doña Blanca, pequeña corte de nobles que escoltaban a la señora, la ayudaban en guerras y custodiaban su castillo y el cinto de las murallas. Por ellos tomó Molina su auténtico sobrenombre «de los caballeras» que debería recuperar, y de este Cabildo tomó herencia la actual Cofradía de El Carmen, que con sus uniformados miembros, desfila aún por las calles de la ciudad el 16 de julio.

Tomada Molina por la Corona de Castilla, al casar su última señora, doña María, con el rey Sancho IV el Bravo, cuando Enrique «el de Trastamara» le regalaba el Señorío al francés Beltrán du Guesclín, la ciudad entera se rebeló, y el alcaide del castillo, que entonces era don Diego García de Vera, ofreció el Señorío al Rey aragonés Pedro IV, quien, al mando de 500 hombres, penetró en la fortaleza por la puerta de la muralla norte, que desde entonces se conoce como «Puerta de la traición». Entonces cambió Molina el apelativo nuevamente, siendo llamada «de Aragón», por pertenecer a la Corona aragonesa. Poco tiempo estuvo en tales manos y en 1375 pasó a Castilla mediante una indemnización al rey don Pedro y su correspondiente tratado familiar.

Seguimos señalando vicisitudes guerreras del Señorío molinés, porque en todo son coincidentes con las acciones más importantes ocurridas en el castillo mayor. Revueltas del reinado de Enrique IV, el alzamiento de las Comunidades en 1520, la guerra de Sucesión, ganada por los Borbones, y la de la Independencia, en que el Empecinado puso cerco, con éxito, al edificio, fueron breves ocasiones, aunque siempre probatorias del esforzado ánimo de sus hombres, para el lucimiento de la silueta bravía de este castillo.

Y ya descrita, aunque someramente, la razón histórica y biográfica del alcázar o castillo de Molina de Aragón, vamos ahora con algunas cosas que más tienen de anatomía castillera y cirugía alcazareña que de otra cosa. Lo que propiamente podemos considerar como castillo es un círculo de torres y muros almenados, defendidos en su altura por una barbacana que tiene unas dimensiones de 80 por 40 metros, lo que ya supone una grandiosidad desusada para lo que solía ser norma en el siglo XIII. En el muro de poniente se abre la puerta principal, coronada de arco de medio punto. El aspecto actual es, indudablemente, muy distinto del que presentaba al principio de su vida. Los muros han quedado muy bajos con relación a las torres, aún teniendo en su actual esencia la fortísima consistencia de la mampostería gruesa, de varios metros de anchura. De las ocho torres que tenía, hoy sólo restan, en relativas buenas condiciones, cuatro: entre ellas, la de «doña Blanca», «de caballeros», y de «las Armas». Los sillares esquineros, de un subido color rojizo dan una visión de incandescencia, de trepidante historia adosada a esas altas cintas, que transportan y hacen enmudecer a quien las contempla. Luego sus huecos aspillerados, algunos coronados por ventanal, completan la sensación de majestuosidad.

El interior del castillo molinés es hoy un recinto vacío. Adosado al muro norte estaba el palacio de los señores, de los condes de Molina, y en la parte sur se colocaban caballerizas, cocinas, habitaciones de la soldadesca, y los cuerpos de guardia, así como los calabozos, que es lo único que hoy subsiste, y que, especialmente el de la torre «de las Armas», conserva en sus techos curiosas frases palabras y animales dibujados, que claramente demuestran ser del siglo XV. El interior de las torres, muy transformado por obras en el siglo pasado, tiene aún, para sorpresa del viajero, una estrecha escalera de caracol que termina en la terraza donde siempre el viento saluda con su canción de hierro y de transparencia.

El recinto exterior del castillo es, todavía, mucho más amplio. Alargado de oriente a occidente, consiste en un largo discurrir de muralla, salpicado por varias torres ya desmochadas y rodeada de un foso que ya es poco profundo. Cuatro puertas tenía este recinto, que eran la actual de la torre del reloj, como entrada más practicada ahora. La puerta del Campo la puerta de la traición en el murallón norte, y la del puente levadizo en el mismo muro del castillo, frente á la torre de Aragón. En el interior de este recinto se encuentra la entrada, entre unas rocas, de la misteriosa «cueva de la mora», que aún no se sabe con certeza hasta donde va a parar, creyéndose que lo haga hasta alguna de las torres del castillo. Y además la iglesia románica del castillo, de la que hoy sólo podemos admirar su planta sencilla y típica, y el arranque de sus columnas. De este recinto exterior, aún continuaba la muralla en dirección a poniente y a levante, bajando hasta el Gallo, para cerrar con su rojizo abrazo el primitivo poblado molinés, siendo así uno de los más claros ejemplos de poblado y fortaleza feudales, que también en España, y durante su baja Edad Media, tuvieron amplias representaciones. En pocos lugares de España que es el país de los castillos medievales, se puede encontrar un ejemplo más bello, una estampa más bravía un escalofrío de autenticidad más profundo que ante la contemplación del alcázar de Molina,

Finalmente subiremos hasta la «torre de Aragón», fortín singular y señero que corona toda la población de Molina, y que en opinión de don Francisco Layna, es lo mas antiguo de todo el castillo, la más auténtica fortaleza. De pentagonal planta, apuntada hacia el norte, guarda tres altos pisos unidos por escalera y coronados por terraza almenada. Se rodea por un recinto externo que debe ser restaurado también, y se comunicaba con el castillo, por una sinuosa coracha o túnel, ya hundido y hoy con visos de trinchera. La torre de Aragón está abierta a los cuatro vientos y debería ser protegido su interior más adecuadamente.

La silueta inmensa, coloreada de rojizas turbulencias en cada una de sus mil esquinas de este alcázar medieval, es un estandarte magnífico que puede llevar nuestra tierra de Guadalajara por delante. Con orgullo y dignidad. Apliquémonos a su cuidado y su respeto.

Castillos del Señorío de Molina (III)

 

Zafra

En los alrededores de Hombrados, sobre unos suaves prados, y puestas encima de abruptas roquedas de feroz silueta se encuentran las ruinas del antiguo castillo que perteneció a los señores de Molina, y que jugó, al parecer, importantes papeles en las luchas medievales de los Reyes de Castilla con sus señores feudales.

En otra ocasión anterior, con motivo de haber sido adquirido y comenzado a restaurar, muy acertadamente, por un particular, ya nos hemos ocupado ampliamente de este bello castillo. Por seguir una relación conjunta de las fortalezas del Señorío molinés, recordamos este altivo peñón fortificado: en un sinclinal de roja peña tobiza, emergiendo como agudo navío sobre una larga y suave serie de praderas, se levanta el castillo, con sus muros completamente en vertical elevados sobre los bordes de la roca. Un gran recinto interno, con aljibe y dos patios, se circuía de alta muralla almenada, reforzada en sus esquinas y comedio de muros por torres fuertes. En su extremo nordeste se yergue la torre del homenaje, de dos plantas y curiosos detalles como puerta gótica de arco apuntado, escalera de caracol, terraza almenada, etc.

El acceso a este castillo es muy difícil, dado que la escalera de obra que en sus orígenes tuvo para un fácil acceso, se derrumbó y desapareció con los años. Hoy es preciso escalar y jugarse el tipo para llegar a su inclinado sustentáculo, desde el que se divisan dilatados y magníficos panoramas. La excursión y la escalada, merecen la pena y reportan satisfacciones al intrépido viajero.

Castilnuevo

Está situado muy cerca de Molina, en la suave vega del río Gallo, en un lugar apacible y sereno. Su existencia es muy antigua, y ya en el Fuero dado por don Manrique a mediados del siglo XII se menciona: solamente existiría el castillo, y con posterioridad se le fueron añadiendo dependencias y el caserío en derredor. Perteneció este castillo durante un tiempo a don Iñigo López de Orozco, por regalo del rey don Pedro I. Del magnate castellano pasó a la familia Mendoza y en una rama de ésta, la de los Mendoza de Molina, condes de Priego quedó Castilnuevo hasta la abolición de los señoríos.

El castillo primitivo ha quedado desfigurado con sucesivas reformas. Está enclavado en un altozano sobre el valle, y en principio tuvo una barbacana o recinto exterior, prácticamente desaparecido. Esta se aprecia mejor frente a su fachada, en el muro norte: son arcos dobles, y la puerta se halla flanqueada por sobresaliente torreón seguido de un lienzo que corre hasta la recia y cuadrada Torre mayor. Su aspecto es imponente, y aunque luego fue utilizada como casa de recreo, meramente residencial, abriéndole nuevas puertas, modificando su estructura, todavía puede el aficionado a castillos contemplar una silueta valiente y un rancio bastión de la Edad Media.

Santiuste

Entre Molina y Corduente, muy cerca ya de este pueblo, y sobre otero que domina ampliamente el valle, por aquí ancho, del río Gallo, se encuentra el reducido caserío de Santiuste rodeando a su castillo, desmochado y herido. Lo construyó, en el siglo XV, el famoso caballero viejo don Juan Ruiz de Molina, y lo hizo tal como hoy se ve: un recinto fortísimo de altos muros almenados, con cuatro torreones en las esquinas. En el paredón norte se abre la gran puerta, rematada por un desgastado escudo de los Ruiz de Molina. El interior está vacío. El mal estado de los cimientos propició hace años que una de las torres esquineras se hundiera, y aún otra parece querer seguir el mismo camino. Es éste, sin embargo, uno de los bien plantados castillos molineses, que dan prestancia y eco medieval a los paisajes que ahora el viajero contempla y recorre

Tierzo

En término de Tierzo a la derecha de la carretera que lleva hacia Terzaga y Checa, se encuentra la finca denominada Vega de Aries, hoy de propiedad particular, dedicada al cultivo de la ganadería y al descanso de sus dueños. Se extiende sobre el pequeño y delicioso valle del río Bullones, en un lugar donde muy posiblemente acampó el Cid en su camino de Burgos a Valencia y que, como se sabe, discurrió a través del actual señorío de Molina, entonces casi desierto y bajo el dominio de los árabes. Allí se encuentra la casa‑fuerte de la Vega de Arias, que no hace mucho fue declarada Monumento Histórico­-Artístico. Su interés arquitectónico es evidente: se trata de un gran caserón de planta rectangular, que aunque modificado modernamente, aún muestra restos de almenas, canecillos, ventanas gotizantes, gran portón adovelado con escudo y un amplio zaguán en su interior, con pozo. El interior muestra la estructura antigua de grandes salones con viguería de madera, aunque tabicados. Ante el caserón o casa‑fuerte, se muestra amplio patio de armas, rodeado de muralla o barbacana, que se muestra abierta en su muro central por gran puerta de arco apuntado, protegido por un airoso matacán. El conjunto de esta casa‑fuerte, y el entorno que le rodea, son aspectos inolvidables y muy característicos del señorío molinés. La época de construcción de este castillete puede remontarse a los principios de la dominación cristiana en la zona: siglo XIII casi con seguridad.

Embid

Recia y feliz estampa la que muestra el castillo de Embid para el que desde Molina a él se acerca. En inestable equilibrio su muros, protegiendo con su ancho brazo al pueblo que a sus pies se extiende, presenta un aire de desafío, una silueta irregular y peculiar como pocos: de su maltrecha torre quedan los altos muros partidos, y de su recinto perviven cortinas y cilíndricos cubos en esquinas y al centro, rematado todo ello con bien conservadas almenas. Se sitúa sobre un cerrete de rocas y arenisca que le ponen como en un pedestal. La estampa del castillo de Embid, aunque maltrecho y semiderruido, es todavía un poderoso acicate para la visita a este lejano enclave, fronterizo entre Castilla y Aragón

Esa misión da fortaleza fronteriza tuvo Embid durante varios siglos. Perteneció al caballero viejo don Juan Ruiz de Molina, y en su familia, luego nombrados marqueses de Embid, siguió durante siglos. Testigo de luchas y guerras medievales, de nocturnos asaltos, de canciones trovadorescas, es quizás un fiel resumen de esta nómina que, brevemente, pero con emoción y nostalgia, hemos repasado de los castillos molineses. Que están esperando, en su triste y airosa meditabundez, vuestra visita.

Castillos del Señorío de Molina (II)

 

La Yunta

En el extremo nordeste del Señorío molinés, asienta el pueblo hoy todavía grande, extenso en la llanura, y evocador de pasadas grandezas, de La Yunta, que quizás utilice este nombre en recuerdo de ser ése el lugar donde se «juntan» los reinos de Castilla y Aragón. Fue desde la Edad Media posesión de la Orden de San Juan, y aunque estaba incluido en el marco territorial del Señorío, nada tenían que ver en él sus señores, condes, primero, de la casa Lara, y, luego, los reyes de Castilla. El maestre de la Orden Militar de San Juan era el único dignatario que sobre La Yunta tenía poder, delegado en algún comendador allí destacado. Este militar instituto levantó en el centro del pueblo un gran torreón, de fortísimos muros y escasos vanos, donde poder refugiarse en caso de ataque. Su puerta, elevada en notable altura, sólo permitía el acceso mediante escaleras de mano. Sobre ella, escudo de la arden sanjuanista. Para el visitante de hoy, sorprende aún su magnífica presencia, que habla de su construcción en el siglo XIII o XIV.

Villel de Mesa

Como ejemplo de castillo fronterizo, enriscado y peleador, surge el de Villel de Mesa, enclavado sobre un agudo penacho de rocas, puesto sobre el apiñado caserío que se resguarda a su sombra. La presencia romántica, medieval, casi gloriosa de esta fortaleza, daría pie fácil al ditirambo y la frase hueca. Baste decir que al viajero que hasta él llega (y hoy todavía, por desgracia, son pocos los que tal hacen) se le queda grabada para siempre la valiente silueta de este castillo.

Está construido todo él con tapial, sillarejo y adobe, estando forrada de buen sillar la torre del homenaje. Sobre el peñón alargado se tiene en equilibrio la fortaleza, cayendo sus muros cortados en vertical sobre la roca. Consta de un recinto previo o pequeño patio de armas, que va a dar por estrecho portón en la torre del homenaje, coronada de almenas. Aunque esta fortaleza fue de simple apoyo a la más grande de Mesa, río arriba situada, en él se dieron batallas importantes durante la Edad Media. Perteneció por temporadas a Castilla y a Aragón. Primero estuvo en los primitivos límites del Señorío de Molina, pero más tarde pasó a la familia de los Funes, quedando con ellos por el rey de Aragón. En el siglo XV, uno de los señores de esta familia, Sánchez de Funes, hizo pacto con el castellano Enrique IV, quedando el alto valle del Mesa por Castilla, y en esta demarcación hoy prosigue, aunque geográficamente es comarca, sin duda, aragonesa.

Cobeta

Asomándose a un hondo valle que baja hacia el pintoresco de Arandilla, y escoltada de pinares y prados, se encuentra la villa de Cobeta, en la sesma del Sabinar, ya en el límite occidental del Señorío de Molina. Su nombre le viene de la torre o cubo que de siempre vigiló su caserío, y que muy probablemente se formó en torno a aquélla. Perteneció primero a los Laras; luego, al Cabildo seguntino, y, más tarde, a las monjas de Buenafuente, de las cuales vino a dar en la familia de los Tovar y Zúñiga. Uno de sus miembros, don Iñigo López de Tovar, reedificó a fines del siglo XV la antiquísima torre o castillo, colocando su escudo de armas sobre la puerta. De este castillo de Cobeta, que tenía un recinto cuadrado con cubos en las esquinas, y una torre del homenaje cilíndrica con almenas sobre el grueso moldurón de su remate, sólo queda la mitad de ésta, hueca y desalmenada, en inestable equilibrio con la vertical y la historia, ya tan lejana, de pasados siglos.

Establés

Cuando se aproxima el viajero a este castillo, procedente del valle del río Mesa, queda sorprendido al contemplar su majestuosa silueta sobre el caserío. No fue edificio que mantuviera historia singular, aunque sí en cierto modo tremebunda, pues si en un principio el lugar formó parte del Señorío de Molina, y estuvo gobernado por su señores y su Fuero, en el siglo XV pasó a pertenecer a los duques de Medinaceli. Estos, en la primera mitad de la referida centuria, mandaron un capitán de su confianza que tuvo por misión levantar una fortaleza en el pueblo. Este emisario, llamado Gabriel de Ureña, cometió toda clase de tropelías con las gentes comarcanas para edificar el castillo de Establés. Así dice de él la relación de Elgueta, antiguo cronista del Señorío: «Quedó fama de las muchas tiranías que usaba para edificarlo, porque las piedras y vigas que le parecían buenas para su castillo, las tomaba de las casas de los labradores y siendo necesario para esto les derribaba las casas y salía a los caminos, y a los pasajeros les quitaba las bestias para llevar los materiales a su castillo y les tomaba los bueyes de labor por fuerza para esto y a muchos los mataba y aforraba las puertas con los cueras».

Después, en la época de los Reyes Católicos, volvió a quedar Establés, con su castillo y algunas aldeas cercanas, hoy ya despobladas, en el Señorío molinés.

Su castillo, que está documentado como obra del siglo XV, presenta detalles arquitectónicos curiosos Es de planta regular, cuadrada, de fuerte mampostería recubierta y formada de sillarejos. Sobre tres de sus esquinas aparecen robustos cubos, y en la esquina del suroeste se alza, cuadrada y enorme, la torre del homenaje; poseyó un foso en su torno, ya cegado, y no llegó a tener barbacana exterior, pues desde un primer momento las casas del pueblo estuvieron muy cercanas a él. Hoy está reconstruido por sus nuevos propietarios y nuestra brillante su antiguo aspecto.

Castillos del Señorío de Molina (I)

 

Cargado está el antiguo Señorío de Molina de recuerdos históricos, y de notables huellas que fueron dejando sobre su parda y ancha geografía los diversos aconteceres que han conformado su personalidad. Uno de los elementos testigos, más firmes y elocuentes, de ese pasado que fue glorioso y pleno de vitalidad, son los variados castillos torreones y fortalezas varias que aún salpican con su presencia parda y gris las distancias, los llanos y los oteros de la tierra molinesa.

Una ruta, para el amante de los recuerdos históricos, podría ser la de los castillos molineses. Y aún en ella cabría desglosar dos parcelas: frente a la de los restos mínimos, los simples recuerdos o las legendarias falsedades, se pueden colocar las fortalezas que aún muestran su cuerpo y su silueta en buen estado, con torreones y almenas en desafío, con portones y aljibes don de el eco de una lejana historia cruza aún violento.

Comarca que estuvo casi desierta durante los siglos de la dominación árabe, en la que tan sólo la capital parece ser que, al amparo de fuerte alcázar, tuvo relativa importancia, tras la reconquista y posterior poblamiento por los cristianos, llegados de Castilla la Vieja, Burgos, Palencia, Rioja y Vascongadas, fueron levantándose fortificaciones múltiples, que evitaran por una parte la vuelta de unas hostilidades de los moros, todavía cercanos por Cuenca, y por otra aseguraran el dominio de una o varias familias que desde los primeros años de la reconquista e instauración del Señorío fueron haciéndose con el poder y las ventajas. Para esas familias, como eje de su señorío, de sus posesiones, o simplemente corno residencia fuerte y asegurada, fueron levantándose castillos y casas fuertes por los valles y montes de Molina. Para asegurar los caminos, pasos y encrucijadas estratégicas; se erigieron torres vigías, meros acuartelamientos de tropas donde el Conde molinés, o el Rey va señor del territorio ponía su alcalde y su destacamento protector. Así, en los varios castillos de Molina, se juntan el interés de testimonio histórico y social de cada uno, con el mayor o menor relieve que en el plano arquitectónico posean; son todos ellos tipos diversos de edificios guerreros, la mayoría de época románica y gótica, y sirven así de claro y útil testimonio de una época del pretérito devenir de nuestro suelo y nuestro medio social. También, y como la otra cara de la moneda, exhiben la posibilidad de dar rienda suelta a la ensoñación, al lírico declamar de lo ido, a la expresividad literaria de una pluma que se deje captar por lo bello y romántico aderezado con lo fantástico.

Hablar de castillos en Molina supone repasar, siquiera brevemente a los que ya no existen o muestran tan sólo los escuetos osarios de sus paredones. Ellos también conforman un importante capítulo, previo, pero fundamental, de esta arquitectura medieval en nuestros lares. Ambientan, al menos, lo que luego será más amplia relación de lo visible y real.

En los extremos accidentales del Señorío, don Manrique de Lara, primer conde, levantó en la primera mitad del siglo XII un par de poderosas fortalezas; la de San Juan y la de Santa María de Almalaff. La primera es la que, tras cruzar, por la carretera nacional de Madrid‑Barcelona, el pueblo de Torremocha del Campo, vemos sobresalir a nuestra derecha sobre un airoso otero que domina la alta llanura: es el castillo de la Luna o de Saviñán, por lo que el pueblo que a su vertiente norte se cobija se llamó luego La Torresaviñán. El otro, el de Almalaff, se puso dominando el breve y doméstico vallecico de Hortezuela que va a dar en el Tajuña. Sobre su escarpada ladera norte se alzan hoy los escasos vestigios de este castillo, junto a la ermita de Nuestra Señora de Océn. Cercana estaba la torre o castillo de Luzón, del que ya nada más que montones informes de piedras quedan. El pueblo de Codes está construido en un estratégico oteruelo rocoso, desde el que se domina un valle que daba acceso a Aragón, y permitía la comunicación entre el señorío y el concejo de Medinaceli. Fue en su origen un poderoso castillo, del que aún restan algunos muros y vestigios poco importantes, habiendo sido construido sobre su solar la iglesia y otras edificaciones del pueblo.

Sobre el valle del Mesa, vía capital en la comunicación del Señorío de Molina y el reino frontero de Aragón, se levantaron en la Edad Media varios fuertes castillos, de los que sólo resta el magnifico de Villel. Pero también fueron importantes los de Algar, Mochales (sobre un gran peñón rocoso junto al pueblo) y Mesa, que levantaba sus muros inexpugnables sobre alto y enriscado cerro que domina el valle de dicho río, entre Villel y Algar. Como un eslabón más, junto a los anteriores, de la poderosísima guarda que los Lara pusieron a este que era camino y paso de la Mesta entre Castilla y Aragón, este castillo de Mesa tuvo gran importancia en la Baja Edad Media, pero con posterioridad vino al suelo, no sólo demolido por los Reyes Católicos, sino raptadas sus piedras, una a una, por los vecinos de los cercanos lugares. Sólo restos de su foso y muros quedan.

El castillo de Fuentelsaz, también sobre empinado risco, dominando al pueblo de su nombre, estableció frontera con Aragón, y perduró hasta el siglo pasado en que a raíz de las guerras carlistas se hizo ruina y recuerdo como hoy puede verse. Por otros rincones del Señorío van surgiendo la leyenda y el dato histórico; la presencia de un paredón y el hálito de un castillo venido a tierra. En Guisema, que fue pueblo de la sesma del Campo, hubo gran fortaleza, ya perdida. También en Anchuela del Pedregal tuvieron su sede, en forma de torre o casa-fuerte los mayorazgos de la poderosa familia Ruiz Malo. En Terzaguilla aún señalan el lugar donde estuvo el castillo del moro, y en Checa también se ven por el término distribuidas, las ruinas de varios castilletes o torreones. Sobre la confluencia de los ríos Tajo y Gallo, en el lugar que llaman el puente de San Pedro, se alza a gran altura un enorme peñasco que en su base muestra denso boscaje de pinos y en lo alto remata con gris cantil calizo de atrevido aspecto. La leyenda sitúa en su altura el castillo de Alpetea que dicen tenía construido el capitán moro Montesinos, que con su poder y ferocidad atemorizaba a la comarca, siendo luego convertido al cristianismo por una pastorcilla manca a la que, por dar fe al árabe, la Virgen la restituyó el brazo. El moro fue a vivir en unas cuevas junto al arroyo Arandilla, aguas arriba de su castillo, y allí construyó una ermita (la de Montesinos, en término de Cobeta) que goza hoy de gran veneración en la comarca. Del castillo de Alpetea, si es que alguna vez existió, no queda hoy vestigio alguno. En las cercanías de Taravilla levantaron la Torre de doña Blanca, pues tuvo aquí esta señora, quinta condesa de Molina, su lugar de descanso y un gran bosque y dehesa. Por Motos, sobre el cerrete que domina el pueblo, puso castillo, mediado el siglo XV, don Beltrán de Oreja, quien se dedicó al bandolerismo por los contornos, y ha hecho perdurar la leyenda del «caballero de Motos». Sobre altísimo risco, rodeado de espesa vegetación pinariega, se ven rastros de castillo en la llamada Muela del Cuende, entre el Tajo y el Cabrilla, rodeado todo de tan magníficos parajes (es el corazón del Alto Tajo) que hacen olvidar cualquier referencia a la historia. Por último cabe mencionar la torre que en Chilluentes, pueblo ya abandonado en la falda septentrional de la sierra de Aragoncillo, aún mantiene en pie su gallarda sucesión de cinco pisos, con basamenta de origen visigodo o alto medieval, de la cual torre hice mención más pormenorizada en anterior «Glosario».