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junio, 1979:

Canales del Ducado

 

La tarde se ha vestido, en su techumbre algodonosa, de negro manteo, y con sonora retahíla de truenos va dando fe de su correría. A poco estalla la tormenta: los campos desaparecen entre unas gasas grises desvaídas. Salpica el fondo la luz adelgazada blanquísima de un rayo. La vida bulle, debajo. Los campos van poniéndose brillantes, riquísimos de luz nueva. En pocos minutos descarga el aguacero; la paz húmeda de la naciente hora se adentra entre las carnes: escalofrío. La tierra debe ser redonda, los aires quietos pregonan que algo más fuerte que el viento mueve a las nubes, y en derredor de los viajeros surge otra vez el sol, se ven flores, gotean en minúsculos iris las hojas de los robles.

La lluvia ha puesto impracticable el camino que va a Canales del Ducado. Un valiente o irresponsable empujón de la voluntad nos mete con automóvil y cinco kilómetros por delante, al cenagal. Aventura difícil incómodo preámbulo para visitar uno de los más apartados pueblecillos de la serranía del Ducado, antigua tierra dominada por los duques de Medinaceli, los orondos de La Cerda, dueños de media España y hacedores, con buen gusto, de artes y partes en nuestra tierra. Se llega, si de malas maneras, con íntima alegría por lo que se encuentra.

Canales del Ducado está apartado un trecho de la carretera que va desde Sacecorbo a Ocentejo. En un rellano de la altiplanicie alcarreña que a poco se desmoronará, entre oscuros bosques y tajadas gargantas, hacia la derecha orilla del alto Tajo. El caserío está formado de un disperso racimo de casas, corrales y valladares sin función. En medio de los montes, callado. Por el poniente, y ya a contrasol tardío, se ven radiantes de luz y agua los manzanos floridos. Los pinos tristes en su elegancia eterna, unos inmensos prados de lujuriante, de beatifico verde, y por encima, como si fueran piezas o pinceladas justas de una sinfonía, unos caballos prosiguen su lenta tarea de pastar y poner la firma viva al paisaje.

Hay una fuente. Un pilón redondo, de bien tallado sillar, que deja emerger de su acuoso redil un pilar prismático, olímpicamente fuerte; riente por sus cuatro caras. En una de ellas alguien talló unas ramas de laurel o rebollo; en otras dos, carátulas pánfilas de mofletes englobados dejan escapar de sus bocas mínimas sendos chorros de agua que es finísima. Al fin, la cuarta de la moneda pétrea dice así, con rara ortografía pueblerina: «SE ‑ HIZOSI ‑ EN DO ‑ ALCAL ‑ DE D. HI ‑ LARIO ‑ LOPEZ AÑO 1891». Curiosa fuente, inolvidable manadero ante el que nos detenemos, empapados.

Arriba está la iglesia. Diría, en datos técnicos ‑por lo tanto, aburridos y pedantes‑ como es una iglesia románica, bellísima, pequeña y bien conservada por su secular aislamiento. espadaña, baquetones, y otras varias cosas de esas que ponen en los libros de arte. Ni el titulo del templo se saben las gentes de Canales: es la iglesia… la iglesia del pueblo. Nada más. Resalta sobre los verdes campos, sobre la distancia oscura de nubes y pinares, sobre el hondón grave del Tajo que se adivina cerca.

Y abajo en la plaza se vienen a mirarnos los tres viejos que aún quedan. ¡Oh constancia de la carne, del hueso, de la roja savia! ¡Oh certera invasión de la vida entre las piedras! Tres viejos nada más, como un portento en este cuarto final del siglo veinte. El, zumbón y sabio de refranes, recuerda días de fiesta, nos da vino a beber, vino picante y salvajino, que merodea los entresijos del cuerpo, y proporciona altura. Lleva a la cabeza un gorro de lana; sobre los hombros un chaquetón de ajada pana; y en los pies abarcas de hilada goma pueblerina. Ellas generosas y educadas, nos muestran los caracoles que han cogido ‑vivos y cornudos, húmedos y antiguos‑ entre las hierbas de las no pisadas callejas; nos dan varillas de mimbre, que crecen por aquí y allá, casi sin dueño; y se hacen eco de las nostalgia de los hijos ‑tantos, y tan grandes, y tan lejos, y tan queridos siempre aunque ya no vuelvan…‑Ahora que cae la lluvia feroz de la primavera, estos viejos de Canales saben que llega el verano: se alegran porque vendrán los días en que el camino esté bueno, en que vendrán turistas, y en que vendrán ‑si Dios lo quiere‑, sus hijos, sus nietos, sus recuerdos.

Nosotros, y a pesar del barro, del múltiple peligro de un lodazal resbaladizo y traicionero, nos vamos. Contentos.

Fiestas populares molinesas (II)

 

Pero si estas costumbres‑tipo enumeradas anteriormente se ponían en la calle y en las manos de todos con variadas motivaciones, religiosas o civiles, aún queda el recuerdo de lo que con motivos concretos se hizo en Molina, como ejemplo de la capacidad de un pueblo en volcarse en fiestas, bien llevadas y dirigidas, y bien goza das por todos.

Entre las fiestas con motivos profanos, recordaremos la que en 1571 se hizo con motivo de la gran victoria hispana y cristiana en la batalla de Lepanto. La villa de Molina festejó el acontecimiento con corridas de toros, juegos de sortijas, disfraces, encamisadas nocturnas con el toro de fuego, y hogueras‑luminarias durante varias noches.

La toma de posesión del Señorío molinés por Felipe II tuvo lugar en 1556. El monarca mandó a Molina dos personeros, y los dos regidores más antiguos y nobles, vestidos con ropones de terciopelo, con los maceros delante, dieron las llaves de la villa y de la fortaleza a los Personeros. Hubo con este motivo fiesta de cañas toros y luchas de moros y cristianos.

Para la fiesta grande, en la Virgen del Carmen, también cañas, toros, juegos de sortija y corridas o descabezamientos de gansos. Estos actos eran el núcleo de los festejos populares en San Roque, San Juan, San Andrés etc. El Corpus Christie también era solemnísimamente celebrado con procesión religiosa, tiros de escopeta (salvas al salir la procesión) y cohetes «rastreros» de los que era un gran especialista tirador fray Diego, fraile de San Francisco, que gustaba de asustar, a fines del siglo XVIII, a todos los asistentes a la fiesta.

Con motivo de la llegada o simplemente el paso de figuras de gran relevancia política, se organizaban sonados festejos en los que el pueblo todo participaba con entusiasmo. Así, en el siglo XVII estuvo cierto tiempo instalado en la villa de Molina el Rey Felipe IV, al que agasajó cuanto se pudo. Pero la entrada que el licenciado Núñez recuerda especialmente y describe con todo lujo de detalles, es la que se produjo el 24 de enero de 1534, cuando viniendo desde Alemania y el paso hacia Castilla, estuvieron en Molina la emperatriz doña Isabel, esposa de Carlos V, y sus hijos los príncipes Felipe (II) y María. Llegaron a la villa por el camino de los Cubillejos, y antes de entrar adornaron el camino de llegada con «enramadas» y «arboledas». Hizo su entrada a Molina por la puerta de Valencia, saliendo hasta allí «todos los oficios de la villa, cada uno con su danza e invención». Entre esta representación artesanal figuraba una carroza en la que se veían «unos Molinos moliendo las Muelas». Esta puerta de Valencia tenía un gran «arco triunfante que representaba mucha Magestad». Otros arcos se pusieron al principio de la calle Losada; a la entrada de la calle de las Tiendas y a la entrada de la calle que va al arbollón de la Plaza Mayor. Las calles de paso de la comitiva estaban «muy aderezadas y compuestas», con adornos por sus paredes Los arcos triunfantes tenían representadas con perfección las victorias del Emperador Carlos, «con muchas letras y poesías, que daban a entender la alegría que tenía la república de Molina con aquella entrada». Salieron a recibir a la emperatriz la Justicia y Regidores, vestidos con sus ropones de terciopelo, y con sus maceros delante.

Le fueron entregadas las llaves de la villa, y fue sentada, en andas llevadas por los más antiguos regidores, cubierta de un palio de brocado, hasta la Plaza Mayor, y en la iglesia de Santa María del Conde, la soberana hizo «juramento de guardar las libertades» (fuero) de la villa y su tierra. Al día siguiente oyó misa en la misma iglesia, y fuese con dirección a Toledo.

No contamos, entre este amplio repertorio de festejos populares, aquellos otros más particulares, como celebraciones religiosas de cofradías, sus «caridades» «limonadas» y comidas de confraternidad; las romerías que en épocas diversas hacía el pueblo de Molina y sus aldeas comarcanas al Santuario de la Hoz; los familiares festejos en bodas, bautizos, regresos de soldados, y aún muertes.

Pueblo trabajador, honrado y sacrificado el de Molina. Pero también pueblo que sabe y quiere divertirse cuando la hora de ello llega. Tradiciones y motivos existen muchos. Solamente algunas celebraciones han sobrevivido al transcurso de los siglos. Muchas otras se perdieron en desuso. Pero quizás sean merecedores de ser revitalizadas. El Ayuntamiento, la juventud, el pueblo todo de Molina saben que ello puede ser realidad, con afán y esfuerzo. Y que ello bien merece la pena cuando la tradición, la alegría de la gente, y aún el incremento del turismo, está en juego.

Fiestas populares molinesas (I)

Es el pueblo molinés, el de la ciudad del Gallo y el del Señorío todo, un conjunto magnífico de gentes que a lo largo de los siglos, y en las peores circunstancias de clima y condiciones geográficas, ha sabido imponerse al entorno difícil, a la naturaleza hostil, dando el ciento por uno en trabajo, en entrega y en humanidad trabajadora y sacrificada. Sólo de un pueblo realmente esforzado puede decirse que con un territorio desfavorable sepa obtener frutos abundosos y claras rentabilidades. Los siglos largos de historia densa han hecho a los molineses como tallados y nítidos en su papel de cuasi‑héroes que dejaron sus horas y sus años en la tarea difícil de hacer humana una tierra inhóspita.

Pero este pueblo también sabe divertirse, y regadas con el sudor y el insomnio de sus hombres, han ido surgiendo una gran cantidad de fiestas y costumbres que le dan, en definitiva, un cariz de alegría y sana bullanga. Los molineses muestran, en el curso de la historia, mil y una formas diversas de expansionarse y realizar la función lúcida con que el ser humano complementa su existencia. Si hoy quedan interesantísimos aspectos de un folclore atávico y remoto (y no son las menores las fiestas de la Cofradía Militar del Carmen, la Loa y Danza de Pentecostés en la Hoz, las romerías diversas a ermitas, etc.), que hacen vibrar al unísono el corazón y las gargantas de las gentes molinesas, también son muchos los datos que perdidos en viejos papeles, hemos ido reuniendo acerca de las antiguas fiestas y costumbres de las que ya, hoy por hoy, no queda ni el recuerdo. El Ayuntamiento de la ciudad de Molina, formado por hombres jóvenes y muy animosos, en el deseo de revitalizar el ser auténtico de su pueblo, recobrando en lo posible la raíz cierta de su tradición, busca encontrarse con noticias de antiguos festejos populares, lo cual no es difícil cuando, con paciencia y entusiasmo, se busca en el viejo baúl de los recuerdos históricos. Sería magnífico que en años sucesivos la ciudad de Molina fuera recuperando, con el calor de una participación popular íntegra, en montaje, en modulación, en simple presencia espectadora, algunos de sus antiguos costumbrismos, que la harían encontrarse mejor a sí misma, y la permitirían crecer en imagen frente a las miradas de España toda.

Leyendo un viejo manuscrito del licenciado don Francisco Núñez, cura del cabildo molinés, que con el título de «Archivo de las cosas notables de Molina», escribió a fines del s. XVI, hemos ido encontrándonos con algunas fiestas que, hoy ya casi desaparecidas, dan idea cabal del modo de vivir y divertirse que tenían los molineses en tan remoto siglo, al tiempo que añaden algunos datos curiosísimos que avaloran y matizan dichas fiestas. Para quien con paciencia se entregue a la lectura de estas líneas, vamos a recordar algunas fiestas populares molinesas.

Toros

Varias eran las festividades anuales que permitían a los molineses entregarse al peligroso divertimento de correr los toros y lidiarlos. Durante el siglo XVI se hacían corridas en San Juan, San Pedro, Santiago y San Roque. También con ocasión de festejos particulares de gremios, fiestas conmemorativas de felices hechas de la Monarquía, victorias sobre el turco y otros acontecimientos. Posteriormente, quedaron relegadas a su celebración únicamente en la festividad de la Virgen del Carmen y eran sufragadas por el Concejo. Primeramente se corrían los toros a lo largo de la calle Losada, con peripecias y sustos que son fáciles de imaginar, terminando el encierro en la Plaza Mayor, ante el Ayuntamiento, donde se lidiaban a los astados.

Como datos curiosos de las fiestas de toros molinesas, el cronista Núñez nos refiere que en 1560 era torero famoso un tal Gabato, que alanceaba a los toros montado a caballo. En ese mismo año, un toro muy bravo y grande, de la ganadería de Juan García Manrique, le lanzó por los aires, tanto a Gabato como a su caballo, y poco faltó para que en el lance acabara la historia del torero. También por aquella época estuvo de moda el joven Pedro Ramírez, tan ligero que era capaz de subirse la torre de Aragón trepando por el exterior de sus muros, y, por supuesto, la Casa del Corregidor y otras principales las escalaba sin problemas, por la fachada, hasta llegar al tejado. Este Pedro Ramírez también ejercía de torero: esperaba al cornúpeta en medio de la plaza, le citaba de lejos y, cuando llegaba a él con furia, le hacía requiebros, pasaba detrás, le daba palmadas en las ancas y le burlaba de otras maneras, siendo muy aplaudido.

Cañas

Festejo muy antiguo, de tradición medieval y caballeresca, quedó luego como prueba de destreza de los caballistas, pasando a segundo término la disputa de un amor femenino o el mantenimiento de un honor mancillado. La belleza de la ceremonia y el juego seguía llenando el día y la plaza molinesa. El juego de cañas fue, muchos siglos, en Molina, lo más lucido y rimbombante (también lo que más hacía vibrar al pueblo llano) entre todo el ceremonial festivo. Los motivos por los que se celebraban cañas eran varios, generalmente se hacía en San Roque; también en la Virgen del Carmen e, incluso, en Carnaval o con otros motivos extraordinarios de victorias, conmemoraciones, etc.

Se celebraban en la Plaza Mayor, que se adornaba magníficamente, poniendo estacadas para dejar libre el lugar destinado a los caballos. Junto al Ayuntamiento se ponían dos tablados o tribunas: una, para la Justicia y Regidores de la Villa, y otra, para los jueces del juego. Unos días antes, se colocaba en el mismo lugar el «cartel de la Sortija», en que se decían los nombres de los justadores y sus motivos. Había un mantenedor, acompañado de padrinos, pajes, lacayos, trompetas y atabales; y una serie de aventureros o participantes que se hacían acompañar de sus correspondientes escuadras de criados de librea, padrinos a caballo, ricamente enjaezados; pajes y lacayos con librea, más trompetas, atabales, chirimías y sacabuches. Los aventureros eran caballeros molineses o extranjeros, que vestían coraza metálica y cubrían su yelmo y la cabeza del caballo con penachos de plumas de colores. En llamativa procesión «daban la vuelta a la tela» y luego «corrían lanzas», ejecutando difíciles ejercicios a caballo, tratando de poner la lanza en sitios prefijados, etc. Los jueces daban su veredicto y proclamaban al vencedor. Recibía éste como premio unos guantes de ámbar o un rico espejo de tafetán, que, puesto en la punta de la lanza, el aventurero lo llevaba y entregaba a su dama. Entre los famosos justadores de cañas en el siglo XVI, recuérdase a don Juan Rodríguez Rivadeneyra, señor de Rinconcillo. En un accidente del juego quedó lisiado de un hombro para toda la vida.

Carreras de caballos

Con variados motivos se celebraban estas carreras de caballos cuyo aliciente principal era la velocidad desarrollada por los corredores, venciendo el primero en llegar a la meta. Participaban los caballeros molineses y, muy en especial los de la Cofradía o Hermandad de Doña Blanca, que eran señalados por su capitán y que llevaban libreas de seda de colores especiales par ser distinguidos de los demás. Estas carreras de caballos se celebraban en la Plaza Mayor, protegiendo al público con estacadas, y, a pesar de ello, casi siempre se producían lamentables accidentes. La carrera se celebraba entre la iglesia de Santa María del Conde y el otro extremo de la Plaza Mayor.

Moros y cristiano

En muchas ocasiones de fiesta señalada se celebraban las luchas o cuicas de moros y cristianos. En algunos documentos se señala que quienes justaban eran turcos contra cristianos. Se colocaba un gran castillo de fábrica de piedra y argamasa en medio de la Plaza Mayor y se colocaban dentro los que hacían de turcos o moros. Otro grupo, vestido de cristianos, lo combatían y, finalmente, conquistaban, sacando luego «cabezas de moros o turcos» en la punta de sus lanzas, recorriendo así las calles al son de atambores y trompetas, con gran estruendo. Constituía, dice el cronista Núñez en el siglo XVI, «espectáculo muy vistoso y de mucha alegría».

Disfraces

También en ocasiones muy señaladas se hacían disfraces, especialmente en las fiestas de Carnestolendas. Los molineses se revestían grotescamente, con máscaras, recorriendo así las calles, asustando a los pequeños y extrañando a los mayores.

Hogueras

No sólo hogueras, sino también faroles y luminarias se encendían, en las plazas y ante las puertas de entrada a Molina, con ocasión de señaladas fiestas rituales (en los solsticios de Navidad y de San Juan), y generalmente las noches de vísperas de las grandes fiestas religiosas y profanas.

Encamisadas

Se hacían por las noches y consistían en procesiones de gente a caballo, vestidos de albas túnicas, con antorchas en las manos, que primero desfilaban lentamente por las calles de la villa y al final solían terminar alborotando. Estas encamisadas se unían, generalmente, a las cabalgatas en que se sacaban, también por la noche, «carros con disfraces e invenciones», imitando oficios, alusiones a hechos ocurridos durante el año, etc. Se unía también a la fiesta lo que ahora llamamos «el toro de fuego» y que consistía en sacar un becerro con «tubillos encendidos en los cuernos». En el Carnaval se añadían a esta cabalgata los «carros con músicos disfrazados que corren las calles por la noche tañendo instrumentos y cantando»

Corridas de gansos

También muy practicada esta salvaje costumbre entre las gentes jóvenes de Molina, allá en el siglo XVI, se hacía especialmente en el Carnaval, y consistía en poner un ganso o pato enterrado en el suelo, dejando asomar solamente su cabeza, y los jóvenes, jinetes en su caballo y con un palo en la mano derecha, se lanzaban de uno en uno a la carrera para intentar destrozar con el palo la cabeza del indefenso ganso.

Una fiesta recuperada: Danzas y Loas en la Hoz de Molina

 

Ha llegado el domingo de la Pascua de Pentecostés. Es día grande en Molina y su Señorío. Es día luminoso y anchísimo en el corazón de la comarca: en la Hoz del Gallo. Desde hace algún tiempo, ésta es la jornada señalada para celebrar, por todo lo alto, la romería y ofrenda del Señorío molinés a su patrona la Virgen de la Hoz. Con sol radiante, animación sin límites y varios millares de personas haciendo rebosar los rincones, las rocas y las praderas, el santuario de Nuestra Señora de la Hoz es palpitante núcleo humano en el que la tradición, la devoción, la amistad y el costumbrismo se dan la mano y consiguen rubricar una jornada única en el mosaico vario pinto de las fiestas populares de nuestra provincia.

El pasado domingo, día 3 de junio, la Hoz vibraba. Todos los molineses se habían propuesto que esta fiesta grande de la comarca ganara en realce, hiciera vibrar a muchos. Nos consta que ha sido éste el propósito de las autoridades civiles (ese joven y nuevo Ayuntamiento de Molina que viene entregando realidades, antes siquiera de haber tenido tiempo de prometerlas), autoridades religiosas, juventud dinámica y decidida, y molineses todos (aun los de la emigración lejana). Y ha resultado conforme se pensaba. Se han reunido miles de molineses en el marco magnífico del barranco de la Hoz; se ha revitalizado y recuperado una antigua y casi perdida fiesta popular; se ha ganado el futuro a base de hacer vivir el pasado.

Descripción de la fiesta

Comienza con un Rosario en marcha. Un sacerdote y algunos, no muchos, fieles, vienen andando por la carretera de Molina, unos dos kilómetros antes del Santuario, recitando y cantando el Rosario. Al llegar al Santuario, en la explanada que hay frente a la Hospedería, y con el marco ciclópeo de las rosadas y areniscas paredes ocosas, se celebra una Misa al aire libre. La preside la imagen de la Virgen de la Hoz revestida de sus mejores galas, y sobre andas. En su blanca túnica se ven bordadas las armas de Molina de Aragón. Coros de niños y niñas cantan. Se hacen plegarias por el Señorío y sus gentes. Al terminar la Misa, se lleva a la Virgen en procesión hasta su Santuario, pasando por delante de la Hospedería, realizando un muy corto trayecto. Se precede la procesión de los danzantes de la Virgen, de las autoridades, del pendón e insignias de la Cofradía de la Virgen, y de numerosos fieles.

Se celebra a continuación, en la amplia explanada delante de la Hospedería, la representación de la Loa, mezcla de juguete cómico y auto sacramental, que con el recuperado texto versificado antiguo, y la puesta en escena por parte de un animoso grupo de jóvenes de Molina, se ha recuperado este año lo que desde hacía más de quince años ya no se representaba. Magníficamente caracterizados, y con una aceptable técnica en la que jugaba gran papel la expresividad corporal, dan vida a esta Loa que, en rasgos muy generales, y con un texto pícaro y gracioso, viene a mostrarnos a un Ermitaño que guarda el santuario de la Hoz; a un Zagal sordo y bonachón que quiere honrar a la virgen, aunque bien le gusta comer y beber; a un Mayoral reflexivo e inteligente que le da consejos; a dos Diablos encadenados, fieros bailarines, que portan terribles espadas negras en las que van pintadas serpientes, y que quieren perder a los humanos; a un gallego jorobado y bobo a quien el Zagal apalea; a un Zamorano que viene de lejanas tierras a honrar a la Virgen de la Hoz por haber salvado a su hijo de un terremoto; y a un Ángel del Cielo que aparece castigando finalmente al demonio, mandándoles a los infiernos, y protegiendo a los molineses (zagal y mayoral) y a los peregrinos (gallego y zamorano) que finalmente honran como querían a la Virgen de la Hoz.

A continuación se celebra el ritual de la Danza. El grupo de danzantes se compone de ocho chicos jóvenes revestidos de jubones (cuatro de rojo y cuatro de verde), camisas blancas, y calzones del mismo color que el jubón, con medias blancas y sombrero de seda rojo o verde. Formados de dos en dos, el zagal y el mayoral van recitándoles, entre grandes saltos y gesticulaciones, coplas alusivas a cada uno de ellos, lo que despierta la hilaridad del público y de ellos mismos.

A continuación se celebran las danzas, al son de la música de una trompeta y un tamboril. Primero se realizan danzas de paloteo, perfectas de ejecución; luego una danza de espadas, valiente y lucida, en la que los danzantes entrechocan sus pequeñas adargas y cruzan en el aire sus espadas; y finalmente la danza de la cadena en la que unidos y con gran rapidez evolucionan los danzantes, el zagal, el mayoral y los diablos, formando un túnel por donde todos desfilan, y terminando con la formación entre ellos de una plataforma a la que suben al Ángel, que termina la fiesta recitando unos versos y dando un fuerte grito de «Viva la Virgen de la Hoz».

Miles de asistentes a la fiesta, en su totalidad gentes de Molina, de los pueblos y villas del Señorío, y muchos venidos desde lejanos puntos donde hubieron de emigrar, se dispersan por las orillas del río Gallo y los pinares del contorno, donde alegremente, y en numerosos grupos de familiares y amigos, comen, beben y cantan. Parte es ésta, tras el folclore colorista de la Loa y las danzas, la más importante para muchos. Porque en esta romería se cumplen las promesas hechas a la Virgen de la Hoz por favores solicitados y concedidos (sabemos de algunos y algunas que el domingo anduvieron desde Molina a la Hoz cumpliendo un voto hecho a la patrona); porque en este día se encuentran amigos, familiares, vecinos, que hace tiempo que no se veían ni hablaban. Y porque todo es alegría, confraternidad, sonrisas y esperanzas cumplidas.

Se mezclan en esta fiesta de Pentecostés de la Virgen de la Hoz, muy diversos elementos folclóricos, con raíces paganas y religiosas de heterogénea procedencia. Misa y Rosario son elementos introducidos modernamente por el catolicismo. La Loa es tradición más remota, escenificación de la lucha de los habitantes del territorio (dedicados de siempre a la ganadería fundamentalmente) contra los elementos adversos zarandeados entre el Bien y el Mal como fuerzas supremas y difíciles de obviar en su camino por la vida. Las danzas, en fin, son muy remotas, tienen un origen más agrario que guerrero, pues aunque en una de ellas aparecen espadas como elemento fundamental del baile, los movimientos de los danzantes, que dan grandes saltos verticales, vienen a ser llamadas al rápido y fácil crecimiento de los vegetales. El uso de palotes y bastones o cayados son indudablemente referencias a la agricultura y al pastoreo, sus ocupaciones habituales.

De todos modos, no puede descartarse la posibilidad de que en ellas indudablemente prima la razón agraria y pecuaria. Su origen puede remontarse a la época celta de población del Señorío. Como dato curioso, está la referencia histórica de que en el siglo XVI estas danzas se ejecutaban, de similar manera, pero con unos atuendos diferentes: Jubón Azul, falda roja, corta, con vuelo, y medias y alpargatas blancas. El parecido con las vestimentas de los danzantes de otras comarcas lindantes (Alcarrias, Sierras centrales, meseta castellana, incluso el País Vasco, etc.) les hacen integrarse a estos molineses en la corriente de danzas primaverales, propiciadoras del crecimiento vegetal.

Podemos terminar estas líneas comentando cómo es éste el camino a seguir en la recuperación de nuestro viejo y riquísimo folclore. La vuelta a unas costumbres milenarias, sentidas realmente como propias por el pueblo que las aplaude y gusta de contemplarlas. Se buscan los viejos textos; se estudian y escenifican por grupos de jóvenes que saben perfectamente lo que es trabajar por su pueblo y su comunidad; se rescatan ritos y festejos; se encadena de nuevo el ritmo de vida y de trabajo con la fiesta y el devenir anual de la naturaleza; y se es, en definitiva, más humano, más auténtico, ¿más feliz? La interpretación de hechos, de dichos, de danzas y ceremoniales quede para los especialistas y estudiosos. La vida, el pálpito, el color y la alegría de reencontrarse con la tradición, siga adelante; prospere.

Lo del pasado domingo en Molina, en su famosísimo Barranco de la Hoz, puede ser ejemplar para el resto de la provincia. Unos jóvenes entusiastas y trabajadores; un Ayuntamiento que ha dado su apoyo a la tarea de revitalizar fiestas y volver a las raíces; y, en definitiva, todo el pueblo que acoge con júbilo estas decisiones y trabajos. Ojala prosperen por nuestra geografía rasgos de este tipo. Por nuestra parte, humildemente, esta crónica sencilla, y un aplauso, una felicitación cordial.

Un jeroglífico heráldico en Embid

 

Llegará el viajero, siempre tras larga y penosa ruta, a la villa de Embid que hace guardia, a la sombra de su castillo inestable y medieval, junto a la frontera con Aragón. Hoy es Embid un poblado de escasos habitantes, en el que los viajeros edificios de piedra caliza y bien tallada muestran sus portalones adovelados, sus rejas aparatosas, y sus empinadas calles, cubiertas de piedra suelta y a veces de barro, pocas veces dejan ver el paso de un viejo, de algún aldeano que regresa de alguna tarea desde el campo. En el verano, y en las vacaciones, se van llenando las casas con los que emigraron. Pero durante el año son la soledad y el silencio sus únicos habitantes. Un castillo a punto de hundirse, y una colosal iglesia renacentista dedicada a Santa Catalina son sus principales monumentos. Además de ellas, algún viejo caserón noble hace guardia con sus escudos y su presencia pétrea entre el resto de las casas: así aún se ven los casones de los Rodríguez Villaquirán, de los Sanz de Rillo, y el de las Martínez de la Yunta, al cual llegamos como en fin de peregrinaje, y frente al que nos detenemos para estudiar su peculiar estructura y el enigmático jeroglífico heráldico que tallado minuciosamente en piedra, se nos ofrece sobre su portada, como mensaje secular de sus antiguos habitantes.

El linaje de los Martínez de la Yunta, en Embid, se remonta por lo menos a los años medianos del siglo XVI. Don Juan Martínez de la Yunta, en Embid, casó con María de la Fuente, de Zaorejas, y fundaron un linaje de ricos hacendados, agricultores y ganaderos, que en esos años de la segunda mitad del siglo XVI y primera del XVII gozaron de gran prosperidad y abundancia, fruto de una bien reglada economía y explotación racional de los recursos agrícolas y ganaderos de la comarca. Repartían sus tierras entre Embid y La Yunta, en esas anchas y casi interminables llanuras del páramo molinés, a las que sacaban sus frutos agrarios. En la ristra prolija que encarnaron aparecen señaladas figuras (clérigos e intelectuales), como su hijo D. Pedro Martínez de la Yunta y de la Fuente, natural de La Yunta, colegial en el de San Antonio Portaceli, de Sigüenza, y en el Mayor de San Salvador de Salamanca, llegando a canónigo de la catedral de Tuy. El nieto fue Francisco Martínez de la Yunta Alguacil, natural de Embid, que llegó a cura teniente de su parroquia. Su nieto segundo fue Juan Martínez de Piqueras y Martínez de la Yunta, natural de Embid, que llegó a familiar del Santo Oficio de Cuenca y en Santiago, de Galicia.

Tercer nieto en esta lista de descendientes sacros fue D. Juan Martínez Molinero, el más preclaro de todos. Nació este personaje en la «Casa del Vínculo», de Embid, junto a la iglesia. Casona que aún subsiste en su estado original, con corralón delantero cercado de alto valladar de sillarejo, y un portal recercado de piedra sillar muy limpiamente tallada, con gran cargadero de los mismo y vanos cuadrangulares de perfecta traza. En lo alto de la fachada de esta casa aparece el escudo o jeroglífico que motiva este trabajo.

El Dr. Martínez Molinero nació en ese lugar el mes de agosto de 1644 y perdió pronto a sus padres quedando su hermana mayor Catalina, al cuidado de sus cinco hermanillos más pequeños. Juan estudió en Sigüenza y Alcalá, obteniendo con aprovechamiento el grado de Doctor en Teología. Ocupó diversos cargos eclesiásticos de cierta importancia, pues fue, ya en los años finales del siglo XVII, párroco de Santiago, en Madrid, y más tarde rigió la parroquia de Santa María de la Antigua en Vicálvaro la lectura correcta siendo propuesto para el cargo de obispo de Ceuta, que no quiso aceptar. Sus virtudes y méritos ante la jerarquía eclesiástica y civil debieron ser grandes para merecer tal distinción. Murió en Vicálvaro en 1707, cuidado de su hermana Catalina, ya viuda, y de sus otros hermanos.

El cariño que D. Juan Martínez Molinero tuvo por su villa natal, Embid, quedó bien patente en los años de su mayor alza eclesial: mandó, en forma de donaciones, varios obsequios a la parroquia de Santa Catalina, entre ellos una magnífica talla policromada de la Purísima Concepción; una primorosa casulla «de tela de plata y campo encarnado con galón de plata», así como varias joyas, una caja de plata sobredorada, varios libros y una magnífica colección de tapices o reposteros que en el siglo XVIII un obispo de Sigüenza «compró» e hizo llevar a la catedral de la metrópoli.

Descendientes de este personaje, por línea de sobrinazgo, fueron el hijo de su hermana, don Fernando Martínez Alguacil Herranz, que se hizo clérigo también y llegó a cura párroco de Fuentelahiguera de Albatages, en la campiña del Henares. Este regaló a la iglesia de Embid el gran retablo mayor, dedicado a la Purísima Concepción. Fue un sobrino‑nieto de éste, don Juan Manuel Martínez Luengo y Herranz Bernal, eclesiástico que alcanzó a cura teniente de Ribarredonda y párroco de Montuenga, quien en 1786 colocó en la «casa del Vínculo» de Embid el emblema o jeroglífico literario con el que quiso recordar a todos sus ilustres ascendientes. Tallado en fina piedra caliza, sobre lo alto de la portada de este noble caserón, aparece la lápida que junto a estas líneas se reproduce. Muestra en el centro tres tipos de símbolos que vienen a resumir los cargos de esta serie de ascendientes eclesiásticos: bonete de doctor y llaves de San Pedro, como representación de un grado universitario y unos cargos parroquiales; cruz floreteada que significa haber tenido cargo de familiar del Santo Oficio de la Inquisición, prueba entonces de un alto grado de rectitud y confianza en la Fe, y una mitra que, puesta en el cuartel último, viene a decir de un obispado que fue ofrecido y rechazado: el de Ceuta, por don Juan Martínez Molinero.

A todos estos símbolos les rodean unas letras de aparente incoherencia, pero que, leídas de izquierda a derecha, las de arriba, y en dicho sentido y de arriba a abajo, las verticales, vienen a ser las iniciales de unos versos latinos que recuerdan a los antecesores de quien puso la piedra, siendo ésta

«Qinque sunt Laureati,

In hac petra figurati,

Pater, filius, tertius abnepos,

Ouartus et sextus minores.»

Y ésta, su traducción:

«Cinco son los laureados,

en esta piedra figurados,

Padre, hijo, tercer nieto,

el cuarto y sexto menores.»

Pudiéndose identificar a estos personajes con:

D. Juan Martínez de la Yunta, el padre.

Dr. D. Pedro Martínez de la Yunta, el hijo.

Dr. D. Juan Martínez Molinero, tercer nieto.

D. Fernando Martínez Herranz, cuarto nieto.

D. Juan Manuel Martínez Luengo y Herranz, sexto nieto.

Queda así explicado el enigmático escudo que sobre el portón severo de la «Casa del Vínculo» sorprende a cuantos hasta él llegan. Un capricho poco usado que viene a ser claro exponente de un ambiente literario y barroco en extremo. El escudo de una fachada, sobreponiéndose a su clásico papel de cantor de heroicas gestas y linajes hidalgos, para convertirse en pregonero de una raza de varones santos, estudiosos y de limpia memoria.