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abril, 1979:

Sesmas, veintenas y quiñones en Molina

 

El concepto actual de la ciencia histórica es de totalidad, agrupando en su estudio los aspectos más diversos del devenir de los grupos humanos sobre la tierra y a lo largo del tiempo. De una «historia de reyes y batallas» hemos pasado al desmenuzamiento de las causas por las que unas y otras cosas sucedieron, dando paulatinamente al pueblo el papel que en este dinámico proceso le corresponde. Aún se acentúa, como quería Unamuno, el valor de la «intrahistoria», que es ese cúmulo de pequeños hechos, al parecer inconexos entre sí, de escasa importancia, pero que unidos e interpretados en conjunto dan muchas veces la clave para comprender algún paso más significativo e importante del devenir de un país. Las grandes batallas de la reconquista son fundamentales para conocer la historia de España, pero seguramente esas batallas no se habrían dado, si no se hubieran reunido una cierta cantidad de hechos menores, pero capitales: dinámica económica de los judíos, procesos migratorios, ansias culturales o de riqueza de otros grupos, tensiones en grandes familias, epidemias, modos de asociación nuevos, etc. Y es a esos puntos a los que el investigador actual se acerca, para llegar a la comprensión total de un fenómeno que, es indudable, posee unos fundamentos extensos sobre cosas en apariencia simples.

Traigo hoy a esta habitual ventana de la historia provincial, un tema que quizás pueda parecer inútil, ingenuo, carente de valor. Es, qué duda cabe, un mínimo reflejo de la intrahistoria que aisladamente dirá muy poco, pero que puede mostrar los quilates de su verdadero valor cuando se le engarce en el contexto de un estudio más general. Tratamos de la tierra de Molina: y si ya son conocidos los señores que durante los siglos XII y XIII dieron su tono de independencia, y las diferentes efemérides que, en plan de revolución de petición de los fueros, fueron ocupando las páginas de su historia a lo largo de las siguientes centurias, quizás quedamos un tanto cortos al recordar tan sólo a don Manrique, a doña Blanca, a Sancho IV o a Beltrán du Guesclín. Porque la historia del señorío de Molina la hicieron ellos, sí, pero totalmente envueltos (no conduciendo, sino conducidos) por un pueblo con dinámica propia. Ese pueblo molinés debería ser mejor observado, para que poco a poco fuera dando las claves de muchos hechos.

Una de estas observaciones es la que ahora pongo ante la benévola paciencia del lector. Al estudioso y buen conocedor del Señorío de Molina, no se le escapa que el territorio todo está sistemáticamente dividido en una serie de demarcaciones: sesmas, veintenas y quiñones. Unas y otras, todavía utilizadas con mayor o menor asiduidad actualmente. Tales denominaciones proceden del momento mismo de la repoblación y creación del territorio, allá por el siglo XII, y están planteadas como un modo homogéneo y justo de distribuir la tierra a sus nuevos pobladores. Desde el primer momento de la ocupación del territorio tras la reconquista a los árabes (y así ocurre en otros lugares de Castilla en la misma época) se establece una capital donde va a radicar el señor, su castillo o palacio, y todo el poder legislativo, administrativo y judicial. En esa capital, y por delegación del señor, asientan unos individuos llamados sesmeros que tendrán por misión subdividir y repartir las tierras de cada una de las Sesmas o partes en que el Señorío se ha fragmentado. Eran en un principio, y como la palabra expresa, seis sesmas. De ellas sólo quedan cuatro en la actualidad (el Campo, el Sabinar, el Pedregal y la Sierra), y las otras dos se perdieron con los territorios que en el siglo XIII fueron a pertenecer a los Consejos de Cuenca, Daroca y Albarracín, entonces en imparable expansión. Cada sesma era dividida en veintenas, de las que, lógicamente, había veinte en cada una de ellas. Equilibradamente dispuestas a lo largo y ancho del territorio de la sesma, la veintena venía a corresponder con el actual municipio. Prueba de ello es que, de los 80 núcleos de población que actualmente posee el señorío de Molina, corresponden casi exactamente veinte a cada sesma. Para no alargar este artículo con una larga serie de nombres, me limito a invitar al lector a que consulte un buen mapa del señorío molinés y podrá comprobar este aserto.

Cada veintena o término municipal se dividió, y aún siguen algunos con estas viejas denominaciones, en quiñones, que viene a ser la quinta parte de un término. Estos quiñones se entregaban a individuos que por ello adquirían el título de quintaneros, y que tenían ya por misión concreta trabajar y hacer producir a ese pedazo de tierra del Señorío. Pero en esta distribución del término municipal en quiñones, aún es de destacar el carácter de proporcionalidad y equidad que este sistema tiene: cada parte definida del término era dividida en cinco partes (la vega se dividía en cinco partes, lo mismo que los carrascales, pinares, yermos» campos de cereal, etc.) y cada quiñón llevaba una parte de los diferentes parajes, con lo que a cada quintanero le correspondía una parte del municipio que era muy similar en calidades a las otras cuatro, estando prohibido, por lo menos en los años de la Baja Edad Media, hacer permutas de partes del quiñón: este se traspasaba en su totalidad o no se traspasaba. Con el tiempo se relajó esta costumbre, siendo divididos los quiñones y aún sus diversas partes, en otras muchas. El fraccionamiento de tierras comenzó a incrementarse en los siglos XV y XVI, alcanzando su máximo en el XIX.

Este curioso sistema, casi matemático, de dividir un territorio, era, sin embargo, muy lógico y útil. Por una parte, porque posibilitaba el buen gobierno del Señorío, al estar todo él representado en el Común de un modo proporcional; por otra parte porque se tenía un modo equitativo de distribuir las tierras entre colonos y nuevos habitantes; y, en fin, porque se atendía de modo cabal a los diversos aspectos geográficos de la comarca, unificando las tierras llanas (el Campo) frente a las más agrias (la Sierra) o las dedicadas al pastoreo, minas y otros cultivos. Un sistema, en fin, para seguir teniendo en cuenta hoy en día con vistas a una más racional planificación de un territorio; aunque reconociendo que son éstos métodos antiguos que gozan ya de escasa vigencia y utilidad hoy en día. Son, en cambio, muy elocuentes desde el punto de vista organizativo: en la Edad Media se sabía lo que se quería, y se ponían las medidas para conseguirlo.

¿En qué modo influyó esta forma de dividir el Señorío molinés para conseguir su prosperidad y poblamiento, su grandeza económica y social que en los siglos XVI y XVII gozó? La observación de otros datos, quizás tan simples como este, pero en razonado haz conjuntados, podrán darnos una clave para entender aún mejor el devenir de esta tierra impar que es el Señorío de Molina: que en sesmas, veintenas y quiñones tuvo su latido multiplicado durante siglos.

El Olivar, un ejemplo a seguir

 

En la tarde ventosa y gris de primavera, hemos viajado hasta uno de los pueblos que hoy más interés guardan para cuantos quieran descubrir la esencia de la Alcarria, el íntimo latir de sus pueblos: hemos llegado hasta El Olivar, que sobre la meseta alcarreña se empina frente a la inmensa vaguada, arrugada y policromada, donde el Tajo se amansa formando el embalse de Entrepeñas. Desde El Olivar, a más de mil metros de altura, se vislumbra un espléndido paisaje de tierra, de aguas, de montañas y caminos. Solamente por darle un gustazo a la vista, y poder decir sin exageración alguna que se ha estado frente al más impresionante paisaje de la Alcarria, merece la pena ir al Olivar.

Pero en el gris poblado que encontramos tras varios kilómetros de viaje por la árida meseta cerealista, hay muchas otras cosas interesantes de las que el viajero ha de tratar de conseguir el más directo sabor, la genuina esencia que se esconde tras su monótono tinte pétreo y la aparente inexpresividad de su silueta.

La historia de este pueblo es bien sencilla: construido en lugar abierto y cómodo, tras la reconquista de la comarca a los árabes, perteneció en un principio a la tierra del común de Atienza, por cuyo Fuero se rigió, pasando luego a formar en el sexmo de Durón de la tierra de Jadraque, independizada de aquella. Así estuvo en poder de las familias de los Carrillo y de los Mendoza, quedando con éstos hasta la abolición de los señoríos en el siglo XIX. Dedicadas sus gentes al cultivo de la tierra y al comercio de la arriería y de los huevos, tuvo sus momentos de esplendor en el siglo XVI, en el cual se levantaron sus edificios más notables, hoy considerados monumentos valiosos, y cuidados con mimo por sus habitantes. El último siglo, y en especial los últimos años fueron de progresividad para El Olivar, que fue viendo la masiva emigración de sus hijos, y la paulatina desaparición de sus más nobles y antañones elementos de identificación: se perdió la picota que daba señal de haber sido villa; se quemó y destrozó el altar de su iglesia, valiosa joya del Renacimiento, en 1936‑39; se hundieron ermitas y muchas de sus casas, corrales, incluso calles enteras, vinieron a ser montones de ruinas ya casi sin posible recuperación.

Pero desde hace unos cuatro o cinco años, no más, El Olivar ha tomado un giro inesperado, un ejemplar camino que comienza a señalarle como pionero y guía en lo que puede ser el futuro de los pueblos y núcleos de nuestra tierra de Guadalajara. La gente que allí nació o tuvo su ascendencia, ha vuelto al pueblo en fines de semana y vacaciones; muchas otras personas y familias, algunos artistas ilustres, y aún gentes que desean encontrar un rincón de descanso y auténtica vida rural, han escogido El Olivar para poner en él su vivienda de recreo. Pero, he aquí lo ejemplar del tema, aunque ha sido mucho, más de las tres cuartas partes del pueblo lo que se ha construido recientemente, todo se ha hecho conforme a la más completa pureza de la arquitectura popular de la comarca, respetando rigurosamente lo que ya había, o levantando de nueva planta conforme a unos cánones de pulcritud y respeto por el entorno rural, consiguiendo mostrar un pueblo habitado, vivo cien por cien, pero en nada disonante en cuanto a aspecto externo con lo que era hace cincuenta, cien, doscientos años. Se ha respetado la estructura urbana del pueblo, y se ha mantenido con rigor la arquitectura popular, en sus elementos constructivos, en su distribución, en sus materiales y aún en el espíritu vivencial que animó hace siglos a estas comarcas. Se están recuperando incluso las ya abandonadas bodegas, y en las eras se quiere respetar su antigua distribución para asegurar las magníficas vistas que desde el pueblo se goza de la Alcarria.

Este paso, único y ejemplar, se ha dado gracias al empuje de un hombre, su alcalde actual, don José María Valero Moreno, y al apoyo y comprensión que ha encontrado entre sus convecinos. No ha sido una legislación lo que ha tenido detrás para asegurar la conservación de la arquitectura popular, porque esa legislación, por desgracia, todavía no existe. Ha sido un ánimo sereno y una clara y razonable visión de lo que es levantar un pueblo: darle vida y conservar sus esencias. Porque no sólo se ha limitado este alcalde al aspecto externo de la villa; su tarea se centra en ser un adelantado de la cultura en los pueblos, haciendo que en sus fiestas sean tan numerosas los actos culturales como los de mera diversión, y tratando de formar un pequeño museo municipal, restaurar el edificio concejil conforme a su estilo primitivo, etc. Tarea para la que pedimos la máxima ayuda por parte de las autoridades competentes.

Si la villa de El Olivar sorprende al visitante por su rigurosa conservación de la arquitectura popular, que muestra la posibilidad de dar vida a un pueblo, y llenarlo de veraneantes, precisamente por ser exigentes en la construcción de sus casas, en la distribución de sus espacios comunes y en el cuidado de los detalles todos del pueblo, también posee otros elementos de arte, que bien merecen su visita detenida, su estudio paciente y de detalle, pues marcan un capítulo en el abultado libro del arte en la Alcarria.

Así, a la entrada del pueblo sorprende la ermita de la Soledad, un edificio del siglo XVI construido de recio sillar, con buena portada tallada en la que aparecen dos vanos gemelos orlados de adosadas pilastras y rematadas por clásico friso, hornacina y frontón triangular, culminando en espadaña china, sin campana ya; el interior tiene nave cuadrada y más reducido presbiterio, con cúpulas de piedra de buena fábrica.

La iglesia parroquial, dedicada a la Asunción de la Virgen (aunque en documentos figura como iglesia de Nuestra Señora de la Zarza, es obra magnífica de la arquitectura del Renacimiento. Se precede de un amplio atrio descubierto en su costado sur, el que da a la plaza mayor, rodeado de barbacana de sillar. El templo está construido con recia piedra gris de la zona, es de planta rectangular, alargada de poniente a levante, mostrando la torre cuadrada sobre el primero de estos lados, y el ábside poligonal sobre el segundo medio punto, columnas adosadas laterales sobre pedestales, friso y hornacina vacía dentro de un frontón triangular. Los muros se refuerzan al exterior con contrafuertes. El interior es de cuatro tramos (el primero de ellos ocupado por el coro alto) y rematando en presbiterio y ábside, todo ello cubiertos por apuntadas bóvedas cuajadas de complicada tracería de nervaturas gotizantes. La esbeltez y elegancia de este templo tienen muy pocos competidores en toda la comarca de la Alcarria. Está construida hacia 1560‑1580, y a principios del siglo XVII se le colocó un magnífico altar mayor, renacentista, del que no queda sino una pequeña tabla tallada con la «Ultima Cena». El altar actual está pintado al fresco sobre los muros de la capilla mayor, y es tan feo que lo mejor que podía hacerse con él era borrarlo por completo. En el suelo del presbiterio están las lápidas mortuorias de diversos personajes del pueblo, del siglo XVI. Entre ellos, que aparecen retratados y esculpidos sobre el blanco mármol de la losa, se encuentra el cura del lugar Juan Martínez del Puey, los esposos don Juan Manuel y doña Elena, fundadores del antiguo hospital del pueblo, y aún el caballero don Miguel Díaz de Espinosa con sus sucesivas esposas, ambas llamadas Mari Sánchez. También existen varios ornamentos y vasos sagrados, regalados por la reina Isabel II en 1856 cuando pasó en dos ocasiones por El Olivar, y un interesante archivo en el que hemos encontrado datos de gran importancia para la historia de la iglesia y del pueblo.

Pero una vez que nuestra breve visita concluye, y que estas cuartillas quedan plasmadas y guiadas por la admiración que nos ha despertado lo que hemos visto en este pueblo de la Alcarria, lo único que se no ocurre es pedir que El Oliver sea tomado como ejemplo de lo que, con lógica y buen hacer, puede todavía realizarse en nuestros pueblos para ponerlos en marcha, y encauzarlos en la hora actual. Alcaldes como don José María Valero Moreno, gentes como las de El Olivar, son las que está necesitando la tierra de Guadalajara para ser otra vez vida y empuje, para tener voz y recuperar su sentido.

El ancho territorio del Señorío de Molina

 

Cuando se camina por el Señorío de Molina, y se van sucediendo los paisajes a un lado y otro de la trocha, no se cansan los ojos de mirar y de admirar nuevos paisajes. Van surgiendo los campos monótonos de Tortuera o Tartanedo; lanzando su canción pinariega los recovecos de Chequilla y Orea; sorprendiendo con su grandiosidad sin límites las honduras verdes del Alto Tajo; y aún dando sosiego en el ánimo la vega recóndita de Morenilla o el caserío bien plantado de Corduente. Esos paisajes del Señorío molinés, siempre distintos y hermosos, cubren totalmente los 3.350 kilómetros cuadrados de su actual demarcación geográfica, que forma un partido judicial de la provincia de Guadalajara, y que, como en muchas otras demarcaciones territoriales de la región, no se corresponde con los límites históricos de la antigua entidad del Señorío.

Cuando, a principios del siglo XII, el conde don Manrique de Lara recibió del rey de Castilla la facultad de crear un Señorío, para sí y los suyos, en zona árida y muy despoblada, a la raya de Aragón y de territorios aún ocupados por los árabes, el noble castellano se ocupó de marcar con precisión sus límites, para delimitar no sólo el ámbito de su dominio, sino por conocer las posibilidades de poblamiento y los lugares hasta donde se extendería el uso del Fuero que para su tierra concedió él mismo.

Y surgió así el primitivo Señorío de Molina, feudo en behetría de los Lara, que durante casi dos siglos fue gobernado por sus señores independientes, y finalmente recibido en la Corona de Castilla y en ella mantenido como territorio heredado. Cuando don Manrique concede el Fuero a su dominio, en los mediados del siglo XII, inicia así su largo contenido: «Yo Conde don Manrrich fallé un logar desierto mucho antiguo et yo quiero que seya poblado et allí Dios fielmente rogado et loado». Sus fines son repoblar anchos territorios que se hallaban vacíos tras la larga presencia en ellos de los árabes, y ponerlos en la senda del culto cristiano. Las decisiones que después adopta son todas encaminadas, como cualquier código jurídico, a conseguir que la armonía se establezca entre los moradores del territorio, y a que el trabajo y la prosperidad sean sus características más relevantes.

En el antiguo Fuero se señalaban los límites del Señorío de Molina de esta manera: A Tagoenz, a Santa María de Almalaf, a Bestradiel, a Galiel, a Sisemon, a Xarava, a Cemballa, a Cubel, a la laguna de Allucant, al Poyo de Mío Cid, a Penna Palomera, al Puerto de Escoriola, a Casadón, a Ademuz, a Cebriel, a la laguna de Bernaldet, a Huelamo, a los Casares de García Ramírez, a los Almallones. Sobre esta relación, el historiador molinés Sánchez Portocarrero hace algunos comentarios explicativos, un tanto fantasiosos, aunque no puede ser de otro modo, dado que la mayoría de los nombres citados en esa relación han sufrido tales variaciones desde el siglo XII que hoy son ya desconocidos.

Lo indudable es que, en un principio, el Señorío tuvo una extensión mucho mayor que la actual, y que en líneas generales podemos delimitar con bastante aproximación. Su límite norte es bastante claro: subía desde el río Tajo, donde hoy se encuentra todavía el paso y puente de la Taguenza, hacia Selas, Turmiel, siguiendo el valle del río Mesa y llegando hasta Sisamón, en la actual provincia de Zaragoza. El límite oriental quedaba marcado y hoy reconocible por varios pueblos, como son el ya mencionado Sisamón, y luego Jaraba, Cimbella y Cubel, dejando dentro del Señorío los actuales lugares de Calmarza, Campillo de Aragón, Llumes, Aldehuela de Liestos y Torralba de los Frailes, quedando en su límite el monasterio de Piedra.

Se extendía por ese costado hasta la laguna de Gallocanta, hoy entre Teruel y Zaragoza, e incluía, también, los pueblos de Las Cuerlas y Odón, este último de gran tradición en sus romerías a la Virgen de la Hoz, en secular competencia con los vecinos de Molina. Y aún se extendía este límite oriental hasta el valle del Jiloca, en las cercanías de Calamocha: el Poyo de Mío Cid parece corresponderse con el actual poblado turolense de este nombre. El límite por el sur ascendía luego sobre el filo de la alta y abrupta serranía Menera, poniendo la frontera en Peña Palomera y bajando hasta Orihuela del Tremedal, extendiéndose el Señorío, ya por extensas regiones de bosques y montañas totalmente desertizadas, hasta Huélamo, Ademuz y el río Cabriel, formando una lengua muy prolongada de terreno en la actual serranía de Cuenca. Luego, englobando Beteta, ascendía a la meseta y llegaba hasta Armallones y el río Tajo, nuevamente. Enorme territorio que fue restringido pronto por el surgimiento de nuevos concejos, como el de Cuenca, que, tras la reconquista de la ciudad en 1177 fue muy ricamente dotado por el rey Alfonso VIII; y también el fortalecimiento de concejos como el de Daroca y el de Albarracín, que fueron ampliando su territorio dejando reducido el Señorío de Molina a sus límites actuales aproximados en el siglo XIII. El mismo concejo de Medinaceli, reciamente gobernado luego por los de La Cerda, duques del mismo título, restó algún terreno al Señorío molinés por su extremo de septentrión.

La división que este territorio tuvo durante siglos, y que muestra las cuatro clásicas sesmas de «El Pedregal», «El Campo», «La Sierra» y «El Sabinar», es seguro que en un principio, en el siglo XII, poseyó seis diferentes entidades geográficas (y de ahí el nombre de sesmas) de las cuales dos se perdieron, quizás en beneficio de Cuenca y Albarracín o Daroca.

Pero, aun dentro de los actuales límites, son muchas y muy interesantes las cosas que pueden contemplarse, y el viaje largo y denso de encuentros con la gente y el país no defraudará a quien lo inicie. Molina, su Señorío, guarda en todos sus rincones la tradición de un rico pasado de peculiaridades interesantísimas.

Es preciso correr a encontrarlas.

Hijos ilustres de Milmarcos

Escudo en la fachada de la casona de los Lopez Guerrero de Milmarcos

 

Me escribe una gentil lectora, molinesa de raza aunque residente en Madrid, pidiéndome razón de las cosas y las gentes que su pueblo, Milmarcos, ha dado al mundo. Y nada es tan agradable para mí como encontrar el aliciente de complacer a una dama ejercitando mi favorita afición de investigar el pasado, de ponerlo ante los ojos, ya poco propicios al asombro, de nuestros paisanos, que en buen número también gustan de leer anécdotas y hechos pretéritos. 

Muchos datos guardan los archivos de la parroquia de Milmarcos, y en ellos y en otros voluminosos rimeros de legajos antiguos he tomado datos para rememorar las vidas, los nombres y las semblanzas de algunos personajes nacidos en este pueblo. Quizás haya quien halague la inutilidad de este trabajo, simple relación de gentes que en siglos pasados tuvieron un relieve en su país, y aún en lejanas regiones, pero que poco han aportado al avance o a los notables hechos de la nación española en su avanzar de siglos. Tratan, estas líneas, de poner ante los habitantes de Milmarcos hoy, y ante esos otros centenares que de la villa proceden y por el mundo andan desperdigados, una razón, aunque sea mínima, de su identidad como pueblo antiguo, y poder vivir, en los nombres de sus antepasados, en sus hechos y recuerdos, la carga generosa de su propia historia. 

Para el visitante de Milmarcos, para quien ha tenido que llegar hasta este lejano enclave del Señorío de Molina, quizás fuera lo más interesante hablar de sus monumentos, de la estructura urbanística del pueblo, de los palacios que por sus calles y plazas surgen. Pero todo ello es tan notable, que va a resaltar ante su atención al primer contacto y golpe de vista Los palacios de los García Herreros, de los López Montenegro, de los López Olivas, de los Angulo, de los Inquisidores, se entremezclarán con el ámbito dulce y seguro de su plaza mayor, en la que, por un lado, el magno edificio concejil, y por otro el extraordinario ejemplar artístico de su iglesia parroquial se dan la mano consiguiendo un modélico entorno urbano, de inolvidable sabor. Por un lado y otro, desde los escudos tallados en piedra de las casonas, hasta las lápidas y los recuerdos de fundaciones en la iglesia, surgen apellidos nobles, nombres ilustres. En la memoria de las gentes han permanecido anclados el de un obispo, el de un capitán, el de un inquisidor… y saben que Milmarcos fue venero del que han surgido curiosas figuras de la historia. En ese afán de repaso, de búsqueda, de exposición sencilla, van estas líneas. 

En el siglo XVII destacan dos figuras, unidas por lazos de sangre: don Martín de Olivas nació en Milmarcos hacia finales del siglo XVI. Alcanzó altos puestos en la milicia real española, distinguiéndose en las campañas americanas. Fue su carrera hasta los puestos de Teniente General y gobernador de la Nueva Vizcaya, en Indias. En 1621, y en acción guerrera, murió. Su sobrino cardenal, don Juan López de Olivas, sirvió al Rey junto a su tío, en América, y al morir aquel volvió a España, quedando en su pueblo natal de Milmarcos, de donde era Regidor en 1626. En la zona minera de la Vera Cruz de Tapia, en Nueva España, ejerció cargos de responsabilidad, y aquí en su villa natal levantó un palacio, hoy medio derruido, sobre cuyo portón luce un bello escudo de armas en el que se lee «sicut olivas fructifera», como estímulo para continuar realizando más grandes tareas. Sobrino de éste fue don Francisco López de Olivas, que ejerció en la carrera eclesiástica, y alcanzó altos grados en la fúnebre parcela de inquisidor: llegó a comisario del Santo Oficio del Consejo Supremo de la Inquisición, y fue también canónigo y arcediano de Sigüenza y aún visitador de este obispado. 

De la noble familia de los López Guerrero de Milmarcos fue don Lucas López Novella, hijo de Francisco López de Cubillas y de Teresa Novella, que nació en Milmarcos el 27 de octubre de 1630. Su padre era, desde principios del siglo XVII, el poseedor de la casa y mayorazgo de los López Guerrera, nobles de sangre y ricamente heredados en la zona. El personaje que comentamos fue estudiante en el Colegio de Teólogos de San Martín de Sigüenza. Se graduó de bachiller en artes y Teología, ascendiendo enseguida a los cargos de visitador general de los Obispados de Sigüenza, Oviedo y Cuenca. 

A esta familia perteneció el eclesiástico don Frutos López Malo, que nació el 3 de agosto de 1660, hijo de Frutos López Alcolea y de Ana Malo de la Torre, perteneciendo ésta a la hidalga familia de los Malo de Hinojosa, de los que en dicho pueblo queda aún el palacio señorial. Se graduó de bachiller en artes, por la Universidad de Sigüenza, en 1686, y llegó a Rector del Colegio de Santa Cruz, y aún de la Universidad de Valladolid, donde murió en 1711, siendo al tiempo gran Inquisidor de Sevilla. 

Sobrino carnal suyo fue el capitán don Lucas Francisco López Guerrero y Malo, nacido en Milmarcos en 1672, y casado con doña Ana del Olmo y Manrique, natural de Almadrones, y perteneciente a la familia del Dr. don Miguel del Olmo, obispo de Cuenca. El referido don Lucas fue capitán de las Milicias de Molina en la guerra de Sucesión, nombrando para este cargo en agosto de 1706 por el Marqués de Villel, don Alonso Feliciano González de Andrade y Funes, que a la sazón era jefe de dichas milicias. Peleó con ellas, mandando una compañía, contra los austriacos partidarios del Archiduque, demostrando valor. Fue también más tarde regidor perpetuo de Cuenca. Su única hija, doña Ana María López del Olmo y Guerrero, casó hacia 1738 con don Francisco José López Montenegro y Medrano, natural de Villoslada, quien heredó títulos, mayorazgo y hasta el nombramiento de Regidor perpetuo de Cuenca. En esta estirpe de los López Montenegro, afincada en Milmarcos desde entonces, quedó el palacio de sus antecesores, que junto a la plaza mayor del pueblo luce su recia arquitectura, sus balconajes artísticos, su gran portón y su escudo de armas tallado, elegante y barroco, en piedra. 

También dio Milmarcos, como otros muchos pueblos del Señorío, un obispo virtuoso y sabio a la Patria. Se trata de don Pascual Herreros, que nació en este pueblo en el seno de una familia de linajudo abolengo y ejecutoria de hidalguías. El más grande y artístico palacio de Milmarcos, y aún posiblemente de la sesma del Campo toda, es el de los García herreros, familiares de don Pascual. Estudió este en la Universidad de Salamanca, alcanzó puestos de canónigo en León y Ávila, fue provisor y vicario general del arzobispado de Zaragoza, donde obtuvo el empleo de inquisidor de los Santos Tribunales eclesiásticos, así como también llego a diversos cargo en los tribunales de la Corte, en el Supremo general, y el de Fiscal general de la Real Junta de Tabacos de Madrid. Finalmente, fue promovido a obispo de León, puesto que ocupo varios años, hasta su muerte en 1770. Dejó en Milmarcos construida la magnífica ermita de Jesús Nazareno, y en Hinojosa la de la Dolorosa, que ostenta en su fachada el escudo de este obispo molinés. 

Venerable y curiosa la galería de personajes que por los libros parroquiales y los escritos o tradicionales memorias de Milmarcos han pasado. Datos que al hombre de hoy poco dirán, pero que, es seguro, a muchos naturales de este pueblo ha de gustar conocer, y sobre todo, saber que de entre ellos surgieron, en siglos pasados, grandes personajes que pasearon su molinesa ascendencia por los ejércitos, las catedrales y las Universidades de España.