Viaje a Peralejos de las Truchas

sábado, 24 marzo 1979 1 Por Herrera Casado

 

Por la que hoy es bien asfaltada carretera que desde Molina llega a Terzaga, y de allí surge un ramal a la derecha que, por intrincadas serranías y espesos pinares va mostrando sugestivos panoramas, hemos llegado a Peralejos de las Truchas, pueblo molinés incluido en la sesma de la Sierra, del que tanto hemos oído hablar, pero al que en pocas ocasiones hemos llegado, pues hasta ahora la carretera era muy mala y el camino se hacía pesado y eternizable

Las palabras y los escritos del peralejano ilustre José Sanz y Díaz nos habían animado a hacer este recorrido. Nadie como él ha investigado y escrito sobre su pueblo. Los datos de su historia, la referencia de sus tradiciones aldeanas, a él las debemos. En su prosa limpia, directa y generosa, ha sabido poner los mejores acentos cuando tocaba el tema de Peralejos, ese rincón de la Sierra Molina en que tanto él como su antiguo linaje han nacido. Nuestro deseo, una vez contemplado el bello rincón del pueblo, los grandiosos paisajes del Tajo y recibido el trato amable de sus gentes, es poner en estas páginas algunos datos para que sean otros nuevos viajeros, animados por unas comunicaciones que ya son aceptables, y espoleados por la curiosidad de conocer tanta maravilla se acerquen por ese lugar único y bellísimo que es Peralejos de las Truchas.

Se cruza en el camino el río Cabrillas y ya se saca la experiencia de lo extraordinario que en punto a paisajes es su recorrido. El río Cabrillas, junto al Hoceseca y al Tajo, son los tres brazos acuosos que ponen su pálpito de amor sobre el término de Peralejos. El resto son convulsiones de terreno: riscos y cantiles rocosos que asoman sobre los hondos cauces de los ríos; elevadas ondulaciones cubiertas de pinos; algunos llanos, muy escasos, donde aún puede recogerse cereal y algo de fruta y huerta, y caminos, trochas insignificantes que se deslizan entre piedras, subiendo y bajando de continuo, por esta geografía que muestra sus espléndidos colores (azul, verde, rojo y gris) sobre el agrio y alborotado relieve del terreno.

Quien guste andar sobre una naturaleza virgen; hacer fotografías increíbles; pescar truchas en aguas frías; buscar fósiles, minerales raros, flora poco vista; deleitarse con el trato abierto y simpático de unas gentes que tienen el corazón grande y generoso, dispuesto siempre a considerar amigo al que llega, ése debe poner ya rumbo a Peralejos, porque allí va a encontrar eso que busca.

Muestra el pueblo, contemplado desde el cerro Molina, un bello conjunto homogéneo de clásica arquitectura popular serrana, compuesto de más de doscientas casas, atravesado al centro por un arroyo escaso al que cruzan dos puentes, y que hoy ha sido ya en parte canalizado y cubierto. De los edificios peralejanos, destaca la iglesia parroquial, que está dedicada al apóstol San Mateo, y es un edificio noblote y grande, sin demasiados atavíos artísticos pero con pálpito cordial. Al exterior destaca su torre de las campanas, y, sobre el muro del Sur, se abre un pórtico amplio, al que se accede desde el atrio por un par de arcos. La fachada, sin especial relieve, muestra a sus lados, sobre las jambas laterales, tallada una leyenda que dice: «Fízose esta portada año de 1652, siendo cura párroco don Guillermo de Marcos y sacristán, Gonzalo Sep de Baresla», lo que viene a confirmar la previa sospecha del entendido en arte, de que este edificio es obra del siglo XVII. El interior es también muy amplio: tiene tres naves esperadas entre sí por arcos de medio punto, siendo la central más alta que las acompañantes. Su planta es de cruz latina, pues muestra un crucero amplio, cubierto por cúpula hemisférica, en cuyas pechinas se dibujan con vivos colores los cuatro evangelistas. A los lados hay aún capillas laterales, en un total de seis. Presenta distribuidos por el templo, diversos altares barrocos, de trazo y hechura populares, con varias tallas de la época, siglos XVII y XVIII, entre las que destacan una pareja de San Pedro y San Pablo; un San Sebastián de madera, hoy restaurado; el Santísimo Cristo; la Virgen del Carmen y la Virgen de Ribagorda, patrona del pueblo, que pasa un año en la parroquia y otro en la ermita del monte. Tiene también algunos cuadros interesantes, con dos escenas del Purgatorio y, sobre todo, una magnífica serie de lienzos de Apóstoles, colocados muy altos sobre los muros de la nave principal y que impiden ver en detalle lo que desde lejos se adivina como extraordinarios retratos, que, para mi, son sin duda, lo mejor de la iglesia.

Deambulando nuevamente por el pueblo, el viajero podrá admirar, en la plaza de la iglesia, junto al clásico Ayuntamiento, una bella fuente de cuatro caños. En la ancha calle mayor surgen varias viviendas tradicionales, con galerías abiertas, de madera, en su primer piso. Un gran trinquete o juego de pelota adorna la plaza Mayor. Y aún deberá seguir el curioso repasando las calles, las plazas, los recuestos e íntimos rincones de Peralejos. Si tiene tiempo suficiente no puede dejar de contemplar algunas casonas nobiliarias que, en la más pura tradición molinesa, albergaron durante siglos a linajudas familias peralejanas. Caserones enormes, de sillar y aparejo firme con portalones de adovelados arcos semicirculares, rematados por escudos de armas, sus ventanas cubiertas de buena y graciosa rejería, y alguna parra o arboleda dando frescor a la piedra y a la historia.

Entre ellas destacan la de los Sanz, familia hidalga originaria de Navarra, fundada por Fortún Sanz de Vera, y cuyos descendientes llegaron al Señorío de Molina en el siglo XIV. Esta casona fue edificada a fines del siglo XVI, y luego, en 1670, reedificada por el canónigo, consejero real e inquisidor, don Mateo Sanz Caja, quien la añadió una capilla de sencilla arquitectura y fuertes muros. En su portada luce el escudo de la familia. En la calle de la Cañada destaca la casona de los Jiménez, algo más moderna, pues a comienzo del siglo XVII la fundó y construyó un tal Jiménez Ramos, boticario agricultor y ganadero peralejano quien puso también escudo de armas, al que añadieron el anagrama de Cristo algunos de sus descendientes, clérigos ilustres.

También la «casa grande» de los Araúz es digna de nota: fue edificada en 1816, y albergó durante varias generaciones a esta ilustre familia, en la que destacaron políticos, escritores y ganaderos, y que hay tiene su residencia en la casa‑fuerte de la Vega de Arias, junto a Tierzo. El viajero deberá, todavía, recorrer el pueblo y asombrarse con otras casonas, como las llamadas de «doña Jacoba» y de «doña Ramona» y otras muchas de recio aspecto serrano, con dinteles de grandes piedras talladas, ventanas cubiertas de rejas, y en todas partes un aire de serenidad increíble.

Por los alrededores, y aparte de los espléndidos paisajes, puede el curioso entretener el día. La ermita, de Nuestra Señora de Ribagorda, venerada patrona del pueblo, está situada a unos cuatro kilómetros al sureste del pueblo, sobre un ameno prado, al pie de las ingentes terreras de la Muela. De muy antiguo origen, medieval sin duda, fue reconstruida totalmente en el siglo XVIII, a costa de los Araúz, de los cuales se ven algunas lápidas sepulcrales en su pueblo.

La tradición dice que en un escondido y bien protegido valle de los alrededores de Peralejos, a fines del siglo XII, quizás amparado por los condes molineses, se fundó un monasterio de monjes cistercienses, que vino a durar pacos años, pues los frailes pasaron al cenobio de Piedra, en los confines nororientales del Señorío, poco después, quedando abandonado, y hoy ya completamente perdido, dicho monasterio.

Por el término, y muy escondido entre ásperos riscos y casi impenetrables bosques, pueden verse las ruinas ciclópeas del torreón o castillo de Saceda, sobre la árida cima de una montañuela, oteando el barranco del Rincón, por donde caen en cascadas las aguas que bajan del prado de La Lobera. Otro despoblado que es interesante visitar es el de Zarzoso, en el que se ven ruinas y huellas notables de antigua población. Y aún restos propicios a la excavación o la investigación arqueológica, son los que se encuentran en el barranco de los Encarcelados. La casa del Común de Villa y Tierra es un palacio perdido en el monte, en el que dice la tradición, que se reunían los diputados de las Sesmas del Señorío, y que, aun en ruinas, también merece ser visitado.