Un viaje a La Mierla

sábado, 23 diciembre 1978 3 Por Herrera Casado

 

En la tarde fría, húmeda, olorosa a hojas secas, a inquietas pisadas del viento sobre los carrascales, o a ignota fogata en un navazo arcilloso, decide el viajero subirse a las sierras, ir a dar un vistazo por terrenos poco frecuentes, por veredas no vistas y que seguro encierran sorpresas. Y así llega a La Mierla.

Se recorre la Campiña del Henares hasta Humanes. Luego se inicia la subida por Razbona y Puebla de Beleña hacia las sierras de Ocejón, pero al subir a una primera y árida meseta, se toma una desviación a la derecha que nos lleva a La Mierla. Son cuatro kilómetros por mal camino de tierra, pleno de baches, de tramos difíciles, de grandes charcos. Pero se llega. El pueblo está silencioso, las gentes, ya mayores y retraídas, observan desde ventanas, tras las puertas. El viajero engarza fácilmente la conversación con dos hermanos, los Ballesteros, que aunque viven en Madrid habitualmente, utilizan con frecuencia la casa, renovada, que sus padres les dejaron en este pueblo natal. Y hablan entusiasmados de él, son unos buenos mierleños. Pasan las horas en su trato, agradable, algo estridente porque hablan alto, pero se desviven por enseñarle al viajero la picota, una ermita, su casa arreglada, las escuelas que fundó un tal don Ricardo, prohombre señalado en, los principios de este siglo, y le piden que a ver si puede hacer algo porque arreglen la carretera, terminen pronto la presa de Beleña, y restauren la iglesia parroquial, que anda por los suelos. El viajero, caminante de alcarreñas singladuras, reconoce su total impotencia para subvenir a estos, importantes problemas, pero se permite estampar en sus cuartillas estos temas que, con la mano en el corazón son desoladoramente ciertos; el camino de acceso a La Mierla desde el empalme con la carretera Humanes-Tamajón está en muy mal estado, saturado de baches, de inhiesto y agrio firme terroso, de inmensos charcos cuando llueve; la presa de Beleña dura demasiado, eso ya es sabido de todos, y el erario público se está dejando en ella más cuartos de los que fueran de desear; la iglesia parro­quial, que estuvo dedicada a Nuestra Señora de los Ángeles, es hoy un montón de ruinas, con la cubierta hundida, la torre desmochada, el abandono total y absoluto reinando por todas, par­tes. Y uno piensa que esto también es España, y que las gentes de La Mierla, además del derecho al voto, también tienen su cora­zoncito.

Al amor de la lumbre, han ido surgiendo historias. Con una taza de café en la mano, los hermanos van rememorando historias. El viajero anota impresiones, datos, y luego expone algunos recuerdos de libros que ha leído. Una vuelta final al pueblo, viene a redondear la visión completa de este enclave. La Mierla, un breve caserío que agoniza, aunque no quiere, asienta en una solana, rehundida en poco profundo y ancho vallejo por donde discurre el arroyo que llaman la rambla de Valdemierla, que viene descendiendo desde las últimas estribaciones meridionales de la serranía del Ocejón, cuyo picacho nevado asoma entre los lejanos rebollares.

Los anfitriones del viajero tienen gran interés en hacer constar su acendrada creencia en que fue cosa de moros la fundación de este pueblo. Y no sólo eso, sino que estas agarenas gentes hicieron la fuente de abajo, un castillo que hubo en las cercanías y algunas otras cosillas. No es para tanto. La verdad, más prosaica, vendría a ser más o menos ésta: a la reconquista de la zona por Alfonso VI de Castillas, en los finales del siglo XI, un pequeño núcleo de inmigrantes castellanos, aún de mozárabes, asentó en este lugar, que quedó en principio como dependiente de Atienza, y enseguida pasó a formar parte del alfoz o Común de Beleña. Entró, como esta villa, en el señorío de don Martín González en el siglo XII, pasando luego al de los Valdés y acabando en el XVI en poder de los Condes de Coruña, que lo mantuvieron hasta 1812, año de la primera Constitución, abolicionista d e los señoríos. La tradición aún refiere que durante la Edad Media quedó despoblado, y hacia 1420 dos hermanos, Juan Merino y Martín Merino, licenciados, construyeron casas y atrajeron a nuevos habitantes, haciendo así nueva fundación. Lo que sí es cierto es que en 1625 el pueblo entero se unió y compró al Rey Felipe IV el derecho de Villazgo, haciéndose independiente de Beleña, y villa por sí, colocando la picota de piedra en el centro de la plaza, tal como hoy aún se puede ver.

De monumentos, es curioso ir a la iglesia parroquial, que está prácticamente en ruinas. Presenta una torre de sillería en las esquinas y sillarejo calizo, con vanos para ventanas y campanas en sus cuatro cuerpos. Remataba en agudo chapitel, pero se ha hundido éste y el último cuerpo de la torre, en el año 1977. Presenta un atrio al sur, formado por tres columnas jónicas, con zapatas y arquitrabe de madera, en una zapata se lee: AÑO 1570, que corresponderá al de su acamiento. La portada es un sencillo elemento renacentista, consistente en arco semicircular, escoltado por columnas adosadas, flameros laterales y una gran ventana sobre el friso, todo ello mal repintado. El interior es de una sola nave. La cubierta está totalmente derruida. Presbiterio cuadrangular, sin obra alguna mueble. En el suelo de dicho presbiterio se ven una docena de lápidas mortuorias, algunas de los siglos XV y XVII, pero la mayoría del XVI. Tres de ellas son de fácil lectura, y dicen así: “Esta sepultura de de Martín Merino Familiar del Santo Oficio de la Santa Inquisición de Toledo el Heredero i de María orcajo sus padres i de Catalina Martínez su mujer, Felleció a catorce días del mes de diciembre de 1616 Año» (lleva tallado en su centro un sencillo escudo con la cruz de Calatrava). «Aquí está sepultado el honrado Juan Merino de Martín Merino falleció a beinte e cinco días del mes de noviembre año de. M565 años», y «Aquí está sepultado la honrada María Merino mujer que fue de Juan Vacas Falleció a diez días de noviembre de MDLXX» (lleva tallado un escudo con un cántaro o jarrón en su centro). Como se ve, personas de la familia Merino, de gran abolengo en el lugar: uno de ellos, inquisidor por el Santo Oficio de Toledo. A la salida del pueblo destaca la ermita de la Soledad, de planta cuadrangular, cubierta a cuatro aguas, porche y portada de doble arco semicircular con columna central, y detalles escultóricos como un «escudo de las llagas de Cristo» tenido por ángeles, un par de rosetas y una hornacina con detalles platerescos. En el interior, varias tallas modernas. Junto, a la ermita, aparece la fuente de abajo, magnífico ejemplar medieval, cuyo arco, de plata pentagonal, se forma con rudos sillares y da salida al agua por un par de gruesos caños que, dan a un pilón de la misma época. Es de notar  también el edificio  de las antiguas escuelas como. Se construyeron en el año 1931, y eran capaces, modernas; en la mente de los mierleños de hoy, que en ellas aprendieron de cuentes y de historia, están las escuelas como mitificadas. Una lápida de mármol sobre la puerta recuerda una bella historia de generosidad y amor filiar: “A la memoria de su buena madre Teresa Monasterio y Merino que nació en este pueblo el día 13 de octubre de 1821 fundó esta Escuela que se inauguró el 1º de septiembre de 1931, Ricardo Fernández de Rojas y Monasterio, hijo adoptivo que fue de esta villa y que falleció en Madrid el día 5 de enero de 1916».

En cuanto a fiestas, La Mierla tiene unas cuantas. Las patronales son para agosto, los días 15,16 y 17. En ellas festejan a la Virgen de la Soledad, a San Roque y a San Roquillo. Para San Isidro, el 15 de mayo, es costumbre ir en romería hasta la ermita de Peñamira, junto al Sorbe. Por cierto, que a ver si pudiera ser el salvar esta antigua y popular ermita de las aguas del futuro pantano, y reconstruirla en lugar más alto, como ya se hizo con otras ermitas en otros embalses. Pero la más peculiar celebración de este pueblo, aunque ya perdida, fue la de la Fiesta del Niño, el tercer domingo de enero: en ella salían los danzantes, cuatro en total, vestidos de blanco, con cintas colgando y bandas sobre el pecho, dirigidos en su baile por un botarga que se cubría de trapos de colores y cencerros, con gorro de pana, pero sin careta. Era un simple “director de la danza».Se almonedeaba las “rosquillas del Niño” bollos circulares muy grandes hechos especialmente para esa ocasión. También se hacía procesión de la imagen de Jesús Niño sobre andas, sometiéndose a subasta el Privilegio de llevarlas en los hombros.

Cae la noche, el frío, se acentúa. El viajero, satisfecho de hallazgos, repleto de bollos, pagado con la amistad de dos buenos hombres, cree el momento de marcharse. Aprovechará el regreso para ordenar recuerdos. Los escribirá en unas blancas cuartillas, con su nerviosa letra, y, quizás, si hay suerte, los publicará en un periódico de la provincia; en el “Nueva Alcarria”,  por ejemplo.