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septiembre, 1978:

Una historia de Guadalajara

 

Hace solamente unos meses, el afán editorial de la Institución de Cultura «Marqués de Santillana» nos brindó una publicación que ofrece un enorme interés en el campo del conocimiento de nuestra historia ciudadana. En la tarea de publicar por primera vez viejos textos inéditos, perdidos casi, y hacerlos útiles como nuevas fuentes de estudio, se ha producido esta primera aparición en letra impresa de la «Historia de Guadalaxara», del jesuita alcarreño Hernando Pecha, escrita en la primera mitad del siglo XVII, y con una larga copia de temas curiosos, biográficos, anecdóticos de la ciudad, y relacionados con la familia de los Mendoza.

El libro, en cuarto, con sobria portada de traza clásica, consta de 360 páginas de apretada lectura, llevando al comienzo cuatro grabados interesantes. Se inicia con un «Estudio de la obra» y una «Reseña biográfica del Padre Hernando Pecha», ambas debidas, lo mismo que la trascripción y ordenación del texto, al cronista provincial don Antonio Herrera Casado.

En dicho estudio previo, se nos dice cómo existió otra Historia de Guadalajara más antigua: los «Anales de Guadalajara» escritos por don Francisco de Medina y Mendoza, que hoy se consideran perdidos. Después fue esta Historia de Pecha la que se escribió y quedó reducida a un par de copias manuscritas, y posteriormente se redactaron, ya basadas en ella, las historias de la ciudad a cargo de Francisco de Torres y de Alonso Núñez de Castro. La «Historia de Guadalaxara» de Pecha es, pues -según nos dice Herrera en su estudio‑ la más antigua de las conservadas, y, en gran parte, la fuente primigenia de todas ellas, pues fue este autor quien trabó por primera vez la genealogía de la familia Mendoza, gracias a su acceso directo a los archivos de la casa, cuando ocupó el cargo de confesor y preceptor religioso de la sexta duquesa, doña Ana. De aquí sacó el autor todos sus materiales, y de la consulta de las obras más antiguas, hoy perdidas, acerca de la ciudad. Fía también algunas noticias a la tradición, y es, finalmente, cronista fiel y minucioso de su época, especialmente de la vida de la duquesa Ana, en cuyo servicio estuvo cierto tiempo.

A lo largo de sus páginas desfilan, en primer lugar, los sucesos referentes a la fundación en España (en Lupiana, más concretamente) de la Orden de San Jerónimo, que el autor analiza con verdadero cariño por haber sido unos antepasados suyas, los hermanos Fernández Pecha los que tal hicieron. Luego reseña los trazos biográficos de famosos hijos de la ciudad. En la tercera parte, la más curiosa, analiza diversos fastos relativos «a la vida seglar» de Guadalajara, relatando fiestas, hazañas de sus hombres, organización concejil, hospitales, monumentos, estancias de los Reyes y muchos otros aspectos anecdóticos. La cuarta parte, la más extensa, nos da la historia pormenorizada de la estirpe mendocina, desde sus nebulosos orígenes medievales en tierras vascas, hasta la exhaustiva vida de la sexta duquesa del Infantado, doña Ana de Mendoza, contemporánea del autor, el cual fue muchos años su, director espiritual y confesor. En este sentido, el largo relato de la vida y devociones de doña Ana, aunque con sus lógicas exageraciones, es un válido muestrario de lo que era el cristianismo, desviado hasta sus últimas y neuróticas consecuencias, en una mansión noble del siglo XVII español.

El libro es, pues, un valioso soporte para el conocimiento de nuestra ciudad en los antiguos tiempos. Ha sido muy bien acogido en ciertos sectores universitarios y científicos, y entre el público alcarreño ávido de conocer la raíz de su habitamiento. Será libro muy buscado, como todas las historias de Guadalajara hasta ahora publicadas, y agotadas, dentro de unos años.

S.

La iglesia románica de Pinilla de Jadraque

 

A orillas del río Cañamares, que nace en las serranías de Atienza, se asienta el pueblecillo de Pinilla de Jadraque. Presidiendo su breve caserío, surge la iglesia parroquial dedicada a la Asunción de Nuestra Señora. Es ésta una iglesia que, por su interés capital para la historia del arte español, fue declarada Monumento Nacional en 1965. Pertenece al estilo arquitectónico románico, y presenta varios detalles que la hacen singular en muchos aspectos. De una sola nave, orientada de poniente a levante. Construida toda ella con tallado sillar. Sobre el muro occidental apoya una enorme espadaña de remate triangular, provista de cuatro vanos para las campanas constituyendo un detalle poco usado y de gran efecto estético. Rodeando a la iglesia por el Sur y poniente, aparece una galería. porticada o atrio, en el estilo o tradición de los templos románicos de Castilla la Vieja: lugar de reunión del Concejo era éste, y sus múltiples arcos se hallan sujetos por columnas pareadas y bellos capiteles de simplicidad románica, con decoración vegetal, y, algunos de ellos, curiosas escenas de significado religioso y profano, de gran valor iconográfico. En el interior, de una nave, destaca el arco triunfal que da paso al presbiterio y ábside, él cual también se decora con capiteles. El entorno en que se halla enclavada esta iglesia es totalmente original, sin añadidos ni agresiones urbanísticas de ningún tipo. Un gran incendio a principios de este siglo la destrozó, interiormente, pero el pueblo se encargó de reponer lo perdido y arreglarla en lo que pudo sufrir al exterior.

Este magnífico monumento, tan someramente descrito, queda clavado en el corazón y el  recuerdo de quien lo contempla. Aparte su objetivo valor de documento y testimonio de una época, supone un encuentro sentimental con la vieja y aislada piedra castellana, con la raíz nuestra, que aún late en estos recónditos lugares. Como edificación románica, es indiscutible su enorme valor y significado en el contexto de este estilo en Castilla, por lo que de pervivencia y especial interpretación de unas formas tiene. Lo más importante, sin duda, del conjunto, es su atrio porticado, con sus historiados capiteles, y la gran espadaña de cuatro vanos.

El estado actual de este valioso monumento es malo; está en peligro. El peso de la espadaña ha ido haciendo presión excesiva sobre los muros, reventando esta presión en el muro meridional del atrio, cerca de su esquina suroccidental. Esta gran grieta que se ha abierto, y que en el transcurso de unos años hubiera llevado el monumento al suelo, ha sido acallada en sus amenazas con un primitivo sistema de contención: unos palos que apuntalan el atrio, y que de momento, cada vez más precariamente, sujetan la ruina. Este arreglo, doméstico, fue realizado con la prestación personal de los vecinos del pueblo, y de un entusiasta grupo de alcarreños enamorados del arte de su tierra. La fotografía de primera página ilustra acerca del aspecto de este atrio y de su apuntalamiento. Pero esa imagen está captada hace ya cinco o seis años. Ni qué decir  tiene que actualmente la amenaza de ruina es mucho mayor.

Las iniciativas para solucionar el problema de este monumento han sido varias, y hasta el momento estériles. El cronista Layna Serrano, gran estudioso del románico en Guadalajara, llevaba como una dolorosa espina este problema clavado. Sé de muy fidedigna fuente que en los momentos de su agonía (murió hace siete años) sólo tuvo en su boca este nombre: Pinilla. Y repitiéndolo angustiado, dejó de existir. Las peticiones para su restauración cayeron en el vacío. Posteriormente han sido varias las voces que se han alzado en este mismo sentido. Personalmente, hice gestiones ante la Dirección General de Bellas Artes, que sólo contestó con dilaciones. Hace 3 años y a instancias mías, el gobernador Zaragoza Orts hizo también una gestión ante este organismo oficial, recibiendo la contestación de que se encargaba del proyecto de restauración al arquitecto señor González de Valcárcel, reconocida, autoridad en las materias de restauración (y autor de las obras en el Palacio del Infantado y Santiago de Guadalajara, entre otras muchas). Al pasar el tiempo y no tener noticia de que estas imprescindibles y muy urgentes tareas reparadoras se iniciaran, nuevas gestiones por nuestra parte han obtenido la información de que el proyecto está hecho, pero que no hay dinero para realizarlo.  

La situación, pues, es bien clara: un templo románico de ejemplares características, pieza fundamental de este estilo en Guadalajara, reconocido como Monumento Nacional y, por tanto, a cargo en su cuidado y mantenimiento, del Estado. Desde hace años en condiciones de progresiva amenaza de ruina. Alcarreños, aficionados al arte, estudiosos y autoridades, haciendo gestiones para su salvación. Y la Administración del Estado dando evasivas, lanzando promesas inconcretas, olvidándose del tema. La iglesia románica de Pinilla de Jadraque está lejos, apartada de las rutas turísticas. Pocos han oído hablar de ella y aún menos la han visto. Pero como se hunda (cosa que puede ocurrir cualquier día de estos) las voces se van a oír muy lejos. Pues se habría perdido algo que es patrimonio de todos, de la nación entera, del mundo incluso. La solicitud que, mediante estas líneas, públicamente, hago por enésima vez a la Dirección General del Patrimonio Artístico, es que se inicien inmediatamente las obras de restauración de este templo. Petición que, estoy seguro, apoyan todos los habitantes de Guadalajara, y todos los conocedores del arte español.

Nieve de Guadarrama para el duque del Infantado

 

Uno de los menos conocidos oficios que en el siglo XVI español ocupaban los caminos variopintos de la meseta, era el de recogedor y transportador de nieve y hielo. La existencia de estas gentes, en todo caso poco frecuentes, permitía que cierto número de personas, siempre las de la alta nobleza y los muy adinerados, se permitieran el lujo de beber en plena canícula el agua o el vino muy fresco, y mantener en buenas condiciones de conservación sus viandas por mucho tiempo. Había también almacenes de nieve y hielo en algunos centros, especialmente en los monasterios, donde la laboriosidad de los monjes daba lugar a la existencia de unos hondos fosos donde, durante el invierno, se ocupaban de meter e apisonar grandes cantidades de nieve, cubriéndola de paja por estratos, y de esta manera alcanzaba la masa de agua helada hasta el verano, en que se usaba para refrescar bebidas y alimentos, con gran contento de todos los usuarios. De este “pozo de las nieves” que tenía el convento franciscano de San Antonio, en nuestra ciudad, al otro lado del barranco del mismo nombre, ha llegado el recuerdo hasta nuestros días.

En nuestra rebusca por los viejos papeles de nuestra ciudad, hemos encontrado un par de curiosos contratos referidos al suministro de hielo y nieve a las casas del duque del Infantado, en la segunda mitad del siglo XVI.

El primer contrato, suscrito ante el escribano Blas Carrillo de Guadalajara, tiene fecha de 13 de abril de 1573. Un vecino de Guadalajara, llamado Pablo García, se obliga a traer y dar traídos a las casas del duque del Infantado, que a la sazón era don Iñigo López de Mendoza, quinto del título, toda la nieve que necesitara para su servicio, y conforme se la fueren pidiendo su Mayordomo o veedores. La nieve la recogería y traería de las sierras de Peñalara y Manzanares, lugares donde en abril todavía hay gran cantidad del blanco elemento. Y se obligaba a ponerla en las casas del duque en Madrid, en el palacio de Heras de Ayuso (junto al Henares, donde gustaban estos magnates de pasar largas temporadas, especialmente en verano) y en el palacio ducal de Guadalajara, concretamente en la dependencia que llamaban “la botillería” o despensa.

Es curioso que este contrato no se hace para una cantidad de nieve en concreto, fijando precio del total, forma de pago en fracciones, etc., tal como se acostumbraba, sino que se realiza por el método de la contrata por temporada, de modo que el tal Pablo García se obligaba a traer nieve a las casas del duque mientras este lo pidiera, y hubiera nieve en las montañas. Lo que se contrataba era, pues, la obligación de hacer este servicio, y se ponía precio para toda la temporada. En este caso, se estipuló para el año 1573 a dos reales y medio cada arroba de nieve, y se añadía la manutención para en caso de tener que llegarse hasta el palacio de Heras a llevar la carga: en esas circunstancias, el duque daría un pan, una libra de carnero y medio azumbre de vino a la persona que lo llevara, y añadiría un celemín de cebada para cada bestia que arrastrara el carro.

Posteriormente, el 16 de mayo de 1573, y ante el mismo escribano, se extiende contrato entre el duque del Infantado, y el vecino de Guadalajara Juan García, quizás hermano o familiar del anterior, para traer nieve a sus casas de Guadalajara, Madrid y Heras en las mismas condiciones que con el anterior.

Nos imaginamos a las grandes carretas, tiradas por bueyes de pesado lustre, cargadas de nieve y pedazos de hielo hasta lo inimaginable, cubierto todo de paja para evitar su deshielo, avanzando pesadamente desde el Guadarrama hacia Guadalajara y el valle del Henares, mientras los hermanos García, pensando en los reales que el veedor del duque les pagaría, voceaban con ánimo a las bestias para que aligeraran su marcha. Un oficio, en fin, poco conocido y hoy recordado.

Noticias de los Sotomayor en Guadalajara

 

Una de las familias, de hidalgos que hubo en pasados tiempos en Guadalajara y su tierra, fue la de los Sotomayor, oriundos de Galicia, y asentados en la Alcarria, dando varias ramas ilustres, una de las cuales, la que se unió a la de los Dávalos, tuvo participación en los avatares políticos de nuestra ciudad; así como en la construcción de uno de sus más importantes monumentos: el palacio de Dávalos, en la plaza de su mismo nombre. Y queriendo añadir un dato más para la historia de esta noble casona, que fue erigida para el cobijo de una encopetada familia, y hoy ha quedado como una joya en herencia de pasadas centurias, doy a continuación la relación genealógica de la familia Sotomayor, que en Guadalajara tuvo su asiento, tomada (en hallazgo afortunado repasando viejos manuscritos en la Real Academia de la Historia) de la «Tabla genealógica de la familia Sotomayor, vecina de Guadalajara», conservada al folio 164 vuelto del volumen D‑31 de la Colección Salazar, en la Biblioteca de dicha Academia.

Comenzaré recordando los versos que el poeta Luís Zapata en su Carlos famoso (Valencia, 1566, fol.140 v.) cuando señalando todos los escudos que lucían en el friso del gran artesonado morisco del salón de linajes del Palacio del Infantado, decía así de los Sotomayor:

Las tres faxas d’escaques rexes y oro, con las vandas por medio atravessadas, y son las vandas negras condecoro ygual, en campo blanco encaminadas: Son de Sotomayor, que han mucho Moro Muerto, y hecho mil cosas señaladas, y según que se tiene dello sciencia, de Galizia es su antigua descendencia.

Este escudo, tallado en piedra, se ve hoy todavía sobre la puerta principal del palacio de los Dávalos, así como en los capiteles de su patio, y en escudetes policromados que sostienen el gran artesonado del piso alto de esta casona.

Venían los Sotomayor, efectivamente, de Galicia. Salazar recuerda y rehace la línea familiar hasta los comienzos del siglo XIV. En que aparecen don Payo Gómez de Sotomayor, casado con doña Hermesenda Núñez Maldonado, y su hijo don Suero Gómez de Sotomayor, que a su vez casó con doña Aldonza Varela. De ellos nació don Payo Gómez de Sotomayor, caballero gallego, que casó con doña Juana Terruchaón. El hijo de éstos, don Juan Páez de Sotomayor, llamado «el viejo», fue el primero que se afincó en Guadalajara, y lo hizo hacia comienzos del siglo XV. Casó con doña Catalina de Orozco, y tuvieron un hijo, también llamado Juan Páez de Sotomayor, a quien en Guadalajara le conocían por «el mozo». Aquí casó con doña Catalina de Reinoso, teniendo dos hijos que darían todavía largas series de ilustres personajes. El mayor de ellos fue don Hernán Páez de Sotomayor, contemporáneo de don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Casado con doña Teresa Arnaldez de Loaisa, tuvieron a don Pedro Páez de Sotomayor, quien, casó con doña Catalina de la Peña, y tuvieron a su vez dos hijos: el primero de ellos fue don Antonio Páez de Sotomayor, casado con doña María Carrillo de Alarcón, que casó con Bernaldo de Mata, natural de Guadalajara. El hijo de ambos tomó los apellidos, más nobles y de superior prosapia, de la línea materna: don Pedro Ruy de Alarcón y Sotomayor caballero de Santiago y Corregidor en Zamora, quien casó con doña Isabel de Salinas, teniendo a don Pedro de Alarcón y Sotomayor, militar y Caballero de Calatrava.

El segundo hijo de don Pedro Páez de Sotomayor y doña Catalina de la Peña fue don Fernando Páez de Sotomayor, quien casó en Guadalajara con doña Inés de Proaño. Tuvieron una hija, doña Catalina de Sotomayor, quien en la primera mitad del siglo XVI casó con el licenciado don Hernando Dávalos o de Avalos, constructor del palacio que aún hoy se conserva con su nombre. El hijo de ambos, y continuador en la obra arquitectónica de sus padres, fue el licenciado don Her­nando Dávalos y Sotomayor, procurador en Cortes por el estado de hijosdalgo de Guadalajara, y cuyo es el escudo nobiliario de la portada del palacio arriacense que él acabó de construir. Fue también miembro del Consejo de Castilla, y regente de la Vicaría de Nápoles. Obtuvo los títulos de marqués de Peñaflorida y señor de Archilla, orillas del Tajuña.

Continuador en títulos y excelencia fue su hijo don Alonso Dávalos y Sotomayor, segundo señor de Archilla, y aún le siguieron el hijo de éste, don Fernando Dávalos y Sotomayor, don Francisco Domingo Dávalos y Sotomayor, caballero de Calatrava, mayordomo de don Juan de Austria, y su hija doña María Dávalos, viuda del primer marqués de Villatoya, vivía aún a fines del siglo XVII. Es, pues, en esta rama de los Dávalos y Sotomayor, bien patente la ininterrumpida línea de caballeros hijosdalgo durante cuatro siglos, desde comienzos del XIV a finales del XVII. Estas últimas noticias las he tomado también de Salazar y Castro, de su obra «Casa de Lara», tomo III, fol. 281.

Para completar esta visión genealógica de los Sotomayor en Guadalajara, es preciso volver al matrimonio de don Juan Páez de Sotomayor, «el mozo», con doña Catalina de Reinoso, cuyo segun­do hijo fue don Juan Páez de Sotomayor, y casó en Alcalá de Henares con doña Francisca de Mendoza. Su hijo fue don Gaspar Páez de Sotomayor quien casó con doña Antonia de Cartagena, dando una línea primogénita, afincada en Alcalá de Henares, y otra segundona, que termina, ya en el siglo XVII, con doña Elena de Sotomayor, monja en el convento concepcionista de San Aca­cio, en la ciudad de Guadalajara.

De tanto claro varón no podemos decir que se haya borrado totalmente el recuerdo.

Queda el dato documental de su genealogía, y aún permanece en pie el palacio que en Guadalajara construyó esta familia, emparentada con los Dávalos, dejándonoslo como muestra preclara del arte renacentista.

Los caballeros de la Banda

 

En esta fecha de fiesta y regocijo para nuestra ciudad, vamos a recordar hoy alguna antigua y curiosa costumbre, que viene a enraizar, en el devenir medieval, estas jornadas festivas de ahora. Si las celebraciones ciudadanas más importantes estuvieron siempre en torno a San Lucas, por haber sido esa feria la más multitudinariamente celebrada, también la fecha del 8 de septiembre, la Virgen de la Antigua, tuvo su tradición secular en Guadalajara.

Desde la primera mitad del siglo XIV, en tiempos del rey Alfonso XI de Castilla, se vienen celebrando esta fecha. Este monarca fué muy encariñado con nuestra ciudad. En ella pasó larguísimas temporadas, especialmente en 1338, en que se alojó en el Alcázar, y allí se repuso de una grave enfermedad que había tenido. En esa temporada murió, también en nuestra ciudad, su hijo el infante don Pedro, siendo niño. Aquí convocó a todos los caballeros de la orden de Santiago, y les impulso la elección de su hijo el infante don Fadrique por maestro de la Orden.

Pero el sentir afectuoso de Alfonso XI por Guadalajara venía de muy atrás. En un manuscrito que se conserva en el Archivo Municipal, están reseñados los temas de algunos privilegios, ya perdidos que este Rey otorgó a Guadalajara y a sus pobladores. Entre otros merecen reseñarse el que dio en 1314 eximiendo del pago de portazgo (un impuesto medieval) a todos los vecinos de la antigua Arriaca. En 1316 otorgó a los mismos el derecho de andar salvos y seguros por todo el reino. En 1325 confirmó el privilegio que su abuelo Alfonso X el Sabio había concedido a los caballeros de Guadalajara referente a la total exención del pago de impuestos. El cariño de Alfonso XI hacia la ciudad del Henares queda más palpable al saber por un documento de 1326, con ocasión de la muerte de su tía doña Isabel, señora de Guadalajara, el Rey se tituló señor de la ciudad (que todavía por entonces era villa), atendido las súplicas de sus vecinos, que así lo deseaban.

La estructura feudal que, se, quiera o no, existía en la Castilla de la Baja Edad Media, hacía al Rey buscar apoyo en cuantos lugares, villas y ciudades pudiera. Así, a los caballeros, nobles y gentes armadas de esos lugares, les concedía protección y exenciones, los mimaba y regalaba, con objeto de tenerlos de su parte en cualquier lucha que contra la alta nobleza independiente y feudal pudiera surgir. La ciudad de Guadalajara fué siempre fiel a la monarquía, peleando en su favor, acogiéndola en muchas ocasiones, siendo sede de Cortes generales, guardando las personas de infantes e infantas. Y los Reyes supieron premiar esta devoción con mercedes y privilegios. Muy especialmente al estado de caballeros. Así, ya en 1262 ‑y 1263, Alfonso X eximió a los caballeros arriacenses del pago de tributos. Todos aquellos que tuvieran caballo, armas de guerra y armadura completa, se beneficiaban de la exención, y se reunían el día de San Miguel, en fin de septiembre, en «alarde» o ceremonia exhibitoria, desfile caballeresco, que se hacía en el arrabal de Santa Catalina (donde hoy la calle del Amparo) con gran boato de sedas, plumas, armas y escudos.

La prolongada estancia de Alfonso XI en Guadalajara el año 1336, hizo trabar gran confianza con los caballeros de la ciudad, y en esa ocasión el Rey les fundó una Orden de Caballería (especie de Cofradía para Caballeros) de la cual han quedado muy escasas y fragmentarias noticias, pero que nos hacen instruir lo curioso de su constitución. Nos habla de ello el padre Hernando Pecha, en su «Historia de Guadalaxara», y toma datos de «la carta vieja» de dicha hermandad, y de noticias que aporta Argote de Molina en su «Nobleza de Andaluzia». La «ORDEN DE LA BANDA» como se llamó esta hermandad, seguramente por llevar todos sus miembros una banda de tela cruzada al pecho, se hizo, para caballeros y escuderos, y tomó como muestra de sus Constitucionales a la cofradía de San Salvador de Oviedo. Se fundó el día de San Juan Bautista, todos los caballeros y escuderos de la ciudad juntos en torno al rey Alfonso. Este dispuso que la Junta de la cofradía se hiciese el día «de nuestra señora de septiembre» y que siempre que pudiera, él se acercaría a estar con ellos, como lo hizo durante toda su vida. Estos caballeros Y escuderos se reunían en fiesta pública para San Juan de Junio, haciendo también «alarde» de su pompa militar. Los primeros miembros de la Orden de la Banda pertenecían a conocidas familias arriacenses, que permanecieron durante siglos en la ciudad: varones de los Orozco, Valdés, Pecha, Beltrán, Trillo, Prado, Zavallos y Guzmán son nombrados en la «carta vieja» de la Orden,

Es también un dato curioso a recordar el privilegio que el Rey Alfonso XI concedió al Prioste de la Cofradía, al que hizo «Alcalde del Castillo de los puertos aquende» (desde la sierra de Gua­darrama hacia el sur) para que pudiese juzgar, en grado de apelación, todos los pleitos que ante el Rey fueran presentados. Era éste un señaladísimo privilegio, que confería un gran poder al prioste de esta Orden. Tal merced fue, confirmada por los sucesivos monarcas, y Hernando Pecha afirma que aun en sus días (mitad del siglo XVII) se le guardaba tal privilegio al Alcalde ó prioste de la Orden de la Banda, el cual tenía su casa y tribunal en las cercanías de la puerta de Bejanque.

Es lástima que de tan curiosa y ancestral institución no haya quedado sino este leve recuerdo. Reliquia, en que el boato guerrero y la preponderancia de una clase se hacían manifiestos, daban sin embargo un color y una relevancia a la ciudad en los días en que sus miembros se reunían en «alarde» ó «Junta». Durante siglos se mantuvo esta costumbre, que los vientos liberales del siglo XIX se encargaron de borrar, y hoy sólo esta mínima huella nos es dado traer a la consideración de cuantos gustan de conocer y rememorar estas tan curiosas tradiciones de nuestro pueblo.