Los cien nombres de Tartanedo

sábado, 24 diciembre 1977 0 Por Herrera Casado

 

Uno de los aspectos menos estudiados en nuestro contexto sociogeográfico provincial es el de la toponimia local: los nombres que las gentes han puesto en todo tiempo a los accidentes del terreno, de su terreno, por mínimo e insignificante que pareciera. La necesidad de limitar sus pose­siones, de situar meticulosamente un hecho, de orientarse con precisión en una conversación, hizo que nuestros antepasados nombraran todas y cada una de las subidas, bajadas, fuentes, barrancos, cerros, caminos y un sinfín de accidentes campestres que les hacían no sólo orientarse mejor, sino expresar así su profundo cariño hacia las cosas de su pueblo, y hasta, en ocasiones, su innegable sentido poético.

La toponimia local sigue hoy viva entre aquellos que viven y trabajan en el medio rural y que le dicen al paisano alegremente a dónde van a labrar, en dónde dejaron el ganado, hacia dónde cayó el rayo la noche pa­sada y los caminos que cruzará para viajar al pueblo frontero. Es, además, en estas denominaciones donde aflora todavía la pureza, el vigor, la rique­za inmensa de un idioma del que se han cumplido ya mil años de existencia. El castellano, como hijo directo del latín, bebe en él sus orígenes, fragua en la lengua romana sus esqueletos, pero se lanza luego a la más sorprendente creación de variaciones, de inflexiones, de leves matices que le hacen manejable y utilísimo. En estas relaciones de la toponimia local se ve cuán amplia y generosa es nuestra lengua, y qué poco nos valemos hoy día de sus propiedades.

Aún cabe hoy realizar otra tarea interesante, que sería la de una bús­queda etimológica, un ensayo de laboratorio con las palabras que en la toponimia local quedan, para reconstruir el pasado de un pueblo, para lo­calizar antiguos poblados, castillos, ermitas, caminos importantes y otros restos de los que el tiempo ha borrado hasta la última huella y que en el idioma de las gentes, aunque transformados, han pervivido.

Y si la tarea es hermosa, como digo, también es larguísima y sólo apta para esforzados trabajadores. Ya que nos encontramos de visita en Tartanedo, vamos a hacer ese ejercicio sobre un solo libro, del siglo XVII, de su archivo parroquial: el de «Fundaciones y aniversarios», por ejemplo. Es­pigaremos en él los nombres más llamativos que de toponimia local apa­rezcan, demarcando propiedades y terrenos. Recogemos ciento veinte to­pónimos. Esto puede dar una idea de la variedad y riqueza que  este tema brinda. Vámonos, pues, al campo de Tartanedo, a ese entorno áspero, di­latado de horizontes, cerealista y frío, que es el término del pueblo que vio nacer a la beata sor María de Jesús López de Rivas. Vamos a recorrer sus herreñales, sus pagos, sus bancales, sus veredas, sus hazas, sus piezas y prados, sus eras, sus sendas y pozos, sus yermos y cerradas, buscando los nombres más peculiares que, ya en el siglo XVII, lo mismo que hoy en día daban sus naturales a tanta riqueza paisajística como existe en Tartanedo.

Es sorprendente encontrarnos a veces con frases como ésta: «La plani­lla que va del cerrillo de cavo las cerradas y llega a la sorruga de los bi­llares», en la que aparecen cinco denominaciones o topónimos, que centran con precisión inequívoca un terreno. Los caminos todos tienen su apela­tivo. Hay que saber por dónde se llega a los diferentes lugares: el camino real, la calçada, la cañada de San Gil, el camino de Molina, la sendilla, ca­ñada Labros, camino de Concha, el camino de monte abajo, carrahinojosa, el camino del guixar, el camino de Tortuera, carravilla, el camino del mo­lino, el caminillo verde, cañada la biñuela y la bajadilla.

Los altos -porque en Tartanedo no existen cimas ni montes de importancia- tienen también su apelativo concreto, casi siempre en un cari­ñoso diminutivo, que viene a dar ese sentido de poca altura: el cerro de San Cristóbal, la loma gorda, el cerro de San Sebastián, el caveçudo, el cerro marimingo, la peña carralabros, los cerros, el alto de la celada, la lo­milla del exido, la lomillexa de el quiñón, la loma pedraço, la loma del casarejo, la lomilla piçapato, el colladillo, el cerrillo de mingorrubio, la peña el Mochuelo, los altos de San Gil, las cuerdas del monte, la lomilla de la Cruz, la montesina, la lomilla de begaciria, la lomilla chica.

Los hondos, los pequeños valles que quedan entre esas alturas, también tienen sus apelativos: las oyuelas de Santa María, valnegro, la rinconada de la vega, los navazos, el vallejo, val de García, la oyamarga, vallejo ga­lindo, el poço San Gil, val del poço, el oyo, lo hondo de la vega, el oyo del arenal, oyuela redonda.

Son, en fin, decenas y decenas de encantadores nombrecillos que, como digo, vienen a denominar cualquier accidente del terreno, cualquier modi­ficación hecha por el hombre, cualquier cambio que la geografía puede ofre­cer en tan corto espacio de terreno como es un término municipal. El idio­ma popular matiza sorprendentemente, dando diminutivos, inclu­so de distinto tipo, para las variantes de una u otra forma de cualquier accidente. Por no cansar con una lista interminable, aunque sabiendo que para más de uno de mis lectores será, de todos modos, breve, doy aquí finalmente los toponímicos de otros lugares varios de Tartanedo: las cela­dillas, la carrasquilla, las saleguillas, la platilla o planilla, las lagunillas de los terrenos, las heras de la guanossa, el campo gaçal, la acequia del qua­drejón, los villares de la vega, la cerraçuela, el humilladero, el casar de Naharro, el ocinillo, la cantonuela, el pradillo, la fuente aparicio, la lagu­nilla de Santa María, el prado manda mingo, la colmenilla, el cañuelo, la canteruela, la acequia de vega pardos, el quiñón, la pieza de las ánimas, majano prieto, el canto blanco… No he buscado en este repaso toponímico el solo hecho de saborear, paladear incluso, los íntimos y bellos nombres de Tartanedo, sino que he querido ser, además, una llamada para cuantos quieren dar a conocer sus pueblos, estudiando sus costumbres, su historia, su pálpito humano. He aquí una tarea que a todos y cada uno de nuestros pueblos se les brinda. Sólo es necesario pasar algunas horas leyendo los viejos libros de sus archivos (donde aún los tengan) y confrontando, en amigable charla con los paisanos, antiguas y modernas denominaciones. Los cien nombres de Tartanedo quieren ser ese prólogo necesario.