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noviembre, 1977:

El cabildo de Ballesteros en Molina

 

El Señorío de Molina, durante largos años independiente y soberano, fraguó en sus orígenes señoriales una serie de curiosas costumbres que, con el paso de los siglos, han visto su transformación, su enriquecimiento y su olvido, incluso. De una de ellas trataremos ahora, de la ya desaparecida cofradía, hermandad o cabildo de Ballesteros, que, con la advocación de San Sebastián, pervivió largas centurias, y al final ha quedado en casi ab­soluto desconocimiento de los molineses.

Quizás el más conocido de los cabildos molineses sea hoy el de los Caba­lleros de Doña Blanca, aquella hermandad de hombres fuertes y valientes que, sobre sus blancos corceles, daban escolta a su señora, y la acompa­ñaban poniendo muy alto el blasón molinés, a todas guerras y campañas en que se veía inmersa. De ellos recibió Molina el sobrenombre que, por auténtico, debería recobrar en la presente hora: Molina de los Caballeros. Su unión quedó más tarde transformada en la cofradía «Orden Militar del Monte Carmelo» o de la Virgen del Carmen, del que hizo una extensa y magnífica historia don Luís Díaz Millán, publicada en Guadalajara en 1886, y más modernamente Pérez Fuertes.

Concebida como una institución auxiliar de la anterior, la misma se­ñora Doña Blanca fundó el Cabildo de Ballesteros, lo cual venía a dar un completo marco a su ejército, pues a la caballería acompañaba esta «artillería» pedestre, formada por consumados y esforzados guerreros. Ambas instituciones, mutuamente avaloradas, jugaron un papel de importancia suma en la medieval historia de Molina, en que por varias veces la capital y el Señorío entero tuvieron que sacudirse el yugo de ajenas fuerzas. Sin embargo -la historia tiene estos inexplicables caprichos-, mientras la cofradía de los caballeros fue siempre crecida, famosa en todos los lugares, y aún lo suficientemente fuerte para llegar hasta nuestros días, la de los Ballesteros se perdió en el olvido y han sido muy pocos quienes en el siglo actual la han rememorado.

Fundó doña Blanca el Cabildo de Ballesteros en 1284, en carta dada en Molina a 1 de abril. El historiador Francisco Núñez, en su libro «Ar­chivo de las cosas notables de Molina», escrito en el siglo XVI, dice haber tenido en sus manos el documento fundacional, aunque roto en su mitad, y muy deteriorado. Por él sabemos que doña Blanca instituyó el Cabildo con 25 ballesteros, cada uno de los cuales era obligado a mantener dos ballestas en servicio de la señora, y para el pro y defensa de Molina, ha­ciéndoles, en cambio, libres de todo impuesto, de todo pecho, e de todo pedido, e de moneda, e de sal, e de Barraño. Y al final del documento se escribían los nombres de aquellos primeros veinticinco ballesteros mo­lineses, algunos de los cuales tenían oficios diversos que se les añade como apellido. Quede aquí perenne su recuerdo: don Martín Pérez, don Juan Martínez Pellejero, Jayme Cuchillero, don Beneyto el Alfajame, Janes An­drés, Julián Martínez Jorrero, Domingo Carpintero, Martín Gómez, fijo de don Jebes; Domingo Gómez, su hermano; Fortún Pérez, Ferrant Pé­rez, Domingo Pérez Cerrajero, Martín Cuchillero, don Miguel Zapatero, Pascual Martínez Zapatero, Martín Pérez Zapatero, Martín López Odrero, don Gil de Pascual Gil e su hermano…

Esta fundación, con los privilegios concedidos a estos ballesteros de Molina, fue confirmada posteriormente por sucesivos señores del territo­rio. Así, en 1302, doña María de Molina, hermana de la ya fallecida doña Blanca, la confirmó. Dos años después, el rey de Castilla, Alfonso XI, la confirma también, como señor de Molina que es. En 1379, su hijo Enri­que III. En 1419 la vuelve a confirmar Juan II de Castilla, todo ello según noticias de Núñez, quien dice que los documentos originales se perdieron y sólo quedaban copias de ellos en el archivo del Cabildo. El privilegio y confirmación de doña María de Molina, dado en 1302, lo publica íntegro Pareja Serrada en el segundo tomo de su «Diplomática Arriacense», y en este documento aumenta la señora de Molina a cincuenta el número de ballesteros, ordenando que cada vez que uno de ellos muriese sus compa­ñeros pongan otro en su lugar, a elección de ellos, y «perteneciente al oficio de Ballestería». Hizo estas modificaciones doña María a instancias de Pas­cual Pérez, «procurador de los Ballesteros de Molina», quien explicó a su señora que la mayoría de aquellos veinticinco ballesteros que inicialmente había nombrado doña Blanca en 1284 habían ya fallecido, y «por que los Ballesteros cumplen mucho en mi logar para servicio del Rey e mío, del Concejo…» reorganizaba y ampliaba la Cofradía de la manera expuesta.

Siglos más tarde, bajo las influencias contrarreformistas del catolicismo hispano, todas las asociaciones, gremios y juntas de carácter civil, adoptaron forma netamente religiosa, tomando patronímicas celestes y encauzan­do sus actividades a fines puramente píos o humanitarios. Esto le ocurrió al Cabildo de Ballesteros de Molina, que ya en 1539 tenía unas constituciones «conforme a razón y conveniente al culto divino», según refiere el historiador Núñez. En 1581 se aumentaron estas constituciones y los co­frades, que seguían siendo cincuenta legos más seis clérigos, se agrupaban bajo el patrocinio del mártir San Sebastián. Por aquello de que murió asae­teado digo yo… El caso es que, en el siglo XVI, los cofrades se reunían el 20 de enero para subir en procesión hasta la ermita del santo, llevando cada uno al hombro una ballesta y a San Sebastián en andas, detrás de un pendón en que se veía la imagen del mártir en tafetán azul. Allí cele­braban la ceremonia religiosa. Se juntaban a comer todos «el día del Sex» y se reunían cada vez que algún cofrade moría, para acompañarle en su en­tierro.

De esta tradición tan molinesa, borrada ya del mapa del costumbrismo del Señorío, deberían tener conocimiento cuantos sienten muy dentro el latido generoso de su tierra. No hablamos de revitalizar institución y fies­ta, pues cada cosa tiene su época, y el Cabildo de Ballesteros, por muy interesante, autóctono y verdadero, no por ello va a resucitar en este siglo que está demandando otros modos de actuación y convivencia. Pero tampoco hemos de olvidar estas tan hermosas y antiguas tradiciones.

El retablo de Pelegrina

 

Ya en ocasión anterior me ocupé ampliamente de esa magnífica obra de arte plateresco que es el retablo de. Pelegrina, lugar cercano a Sigüenza, enclavado en un paraje bellísimo, y meta siempre añorada de viajeros y artistas. No estará de más sin embargo, que demos nuevamente cuatro pinceladas en su torno, y ello con motivo de aportar ahora un par de nuevas imágenes del conjunto, como muestra de esas dos vertientes, pintura y escultura, que en magistral haz tapizan el muro del presbiterio de la iglesia parroquial de Pelegrina.

Poco se escribió hasta ahora de esta obra. Y en verdad sorprende al visitante su grandiosidad, su riqueza de ornamentación escultórica, la perfección grande y buena conservación de sus pinturas. Estas se disponen en dos cuerpos, llevando el inferior cuatro escenas de la vida de la Virgen: la Natividad de María, la Anunciación, El Nacimiento de Cristo y la Epifanía, mientras que el superior muestra otras tantas de la Pasión de Jesús: la Oración en el Huerto, el juicio de Pilatos, la Flagelación y el Camino del Cal­vario, con la escena de la Verónica. Rematando el retablo, aparecen otras tres composiciones pictóricas, más pequeñas, representando a los cuatro Padres de la Iglesia. En la central, cuya fotografía acompaña a estas líneas, aparecen San Agustín y San Ambrosio revestidos de sus dignidades episcopales y escribiendo sus obras. Puede comprobarse la calidad, más que regular, de la tabla.

En cuanto a la parte escultórica, es variadísima y muy curiosa. Como cuerpo bajo del retablo aparecen cuatro hondos nichos avenerados para albergar a los cuatro evangelistas, acompañados de sus correspondientes símbolos. Y luego destacan, en los fustes de las columnas y en los frisos, rellenando cada centímetro cuadrado de espacio, una profusa decoración tallada en bajorrelieve, y policromada, en la que la imaginación y el rico venero iconográfico del autor se dieron cita sobre la madera. De esta generosa profusión de temas paganos, simbólicos o meramente ornamentales, doy junto a estas líneas un nuevo ejemplo gráfico, en el que atlantes niños cargan con un friso cubierto de cabezas; dos hombres cabalgan en sendos caballos marinos, y abajo entre rigurosa decoración arquitectónica rey grutesco se advierte. Inclusive en este aspecto escultórico se muestren otras tallas exentas por repisas, hornacinas, etc.

Aunque no se conoce documentalmente a los autores de esta obra de arte, no es difícil adscribirla a la colaboración entre dos de los más distinguidos obradores del Renacimiento seguntino: el pintor Diego Martínez y el escultor Martín de Vandoma. Ello por varias razones: una porque la época de construcción del retablo (segunda mitad del S. XVI) y el estilo de una y otra faceta, hacen pensar inmediatamente en la mano directora de ambos artistas. Y otra, aún quizás más definitoria, porque conocemos el retablo parroquial de la soriana localidad de Altójar, idéntico en todo al de Pelegrina, y para el que tenemos documentalmente acreditados tanto el año de su terminación (1576) como los nombres de sus autores: Diego Martínez, pintor, y Martín de Vandoma, tallista.

Y nada más, sino recomendar vivamente a quien guste del arte de esta nuestra provincia de Guadalajara, y tenga por divertimento viajar por sus tierras y sus pueblos, no deje de llegarse a Pelegrina, donde, además de un paisaje inusitado y vibrante, de, un caserío dulcemente derramado sobre el cerro que corona el medieval castillo, encontrará en él interior de su parroquia una obra de arte de gran calidad, casi desconocida, y sugeridora de lo que la ciudad de Sigüenza tuvo, en él siglo XVI, de irradiante y peculiar fuerza en materia de arte.

Llamada de socorro: De pintura renacentista en Guadalajara

 

En la investigación y reconocimiento del arte de Guadalajara, quedan aún amplias parcelas por, abarcar y estudiar, y es ésta una tarea tan apasionante y fundamental para llegar a comprender de manera total a la sociedad y los hombres del tiempo pasado, que no podemos descansar un minuto mientras no alcancemos nuestros objetivos propuestos.

Quizás una de las parcelas que más ancha opción a la investigación ofrece, sea la del arte renacentista en Guadalajara, en donde, según ya sabemos, tuvo su primer asiento el más primitivo plateresco, traído de la mano de los opulentos Mendozas del siglo XV y del XVI. Y aún dentro de ese campo, en el que quedan muestras arquitectónicas (Cogolludo, Mondéjar, Guadalajara), y muy leves escultóricas (retablos de Sigüenza, algún enterramiento en Guadalajara y en la misma ciudad mitrada), es la pintura renacentista la que tiene aún mucho, prácticamente todo, por descubrir y decirnos su mensaje.

El arte, que siempre se utilizó como modo de transmisión de doctrinas y creencias, se pone en el Renacimiento al servicio del Humanismo, de una visión más total, de la naturaleza, aunque siempre bajo el prisma dirigente de la religión cristiana. En Guadalajara surgieron importantísimos y maravillosos ejemplos de pintura renaciente, casi todo ellos con una influencia clara de lo que en Italia se hacía. Es, además, en la segunda mitad del siglo XVI, cuando comienza la explosión de decoraciones pictóricas en techos y muros, los grandes frescos coloreados y pletóricos de expresión y mensajes. La presencia de los pintores italianos que el Rey Felipe II trajo para decorar El Escorial, se hace sentir en Guadalajara. Y así encontramos a Rómulo Cincinato a Francisco de Urbino, a los hijos del Bergamasco, y quizás otros más, hasta ahora desconocidos, que intervienen en amplias decoraciones pictóricas en nuestra ciudad y alrededores.

Por una parte, el quinto duque del Infantado, don Iñigo López de Mendoza, comienza hacia 1568 a realizar grandes obras de remodelación en su palacio arriacense, imitando en todo lo que el monarca Felipe hace en su alcázar madrileño. Si, por una parte destrozó algunas estructuras del gótico palacio de sus abuelos, por otra le aumentó en valor al cuajar de pinturas y estucos los techos de todas las salas bajas, tanto las que daban a fachada como de todas las que daban al jardín. Es Cincinato quien con toda seguridad dirige y pinta personalmente la mayor parte de estas pinturas. De todo lo que hizo, quedan hoy la gran «sala de batallas» y el «salón de caza», así Como dos pequeñas saletas adjuntas, al primero, y restos de la techumbre de la «sala de Cronos» o del Zodiaco, antesala de la Batallas. Se perdieron, al menos, otras tres salas de techos decorados con profusión de escenas mitológicas y grutescos, en el terrible bombardeo y posterior incendio y abandono de 1936. Y ocurrió, pues, lo mismo que con los grandes y magníficos artesonados mudéjares de las salas altas: que se perdieron para siempre sin estudiar, detenidamente, restando tan sólo algunas fotografías parciales que ya nada dicen para comprender el fenómeno artístico‑social de aquellas estructuras.

Otro lugar donde la pintura renacentista se vio magníficamente tratada, y hoy en trance de perderse para siempre, es en la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles, aneja a la ya desaparecida iglesia de San Miguel, que fundara a mediados del siglo XVI el doctor don Luís de Lucena. Nada nuevo voy a añadir de estas techumbres, pues creo que quedaron estudiadas de manera exhaustiva tanto en su aspecto artístico como simbólico, en el trabajo que sobre ellas publiqué en, en número 2 de la revista «Wad-al‑hayara». Quedan, de todos modos, por encontrar documentos fehacientes sobre la identidad de sus autores (muy probablemente, también Rómulo Cincinato), tarea en la que ahora trabajo.

Y aún había, en esta parcela de la pintura del Renacimiento, a lo grande y repartida por muros y techumbres, otro magnífico ejemplo, que se perdió, de manera total y absoluta, para siempre. Se trata de la gran iglesia monasterial de San Bartolomé de Lupiana, el convento principal de la orden jerónima. Sabido es que en 1569 fue ofrecido al rey Felipe II el patronazgo de, la capilla mayor de esta iglesia, y, al ser aceptado, pasó a denominarse el cenobio jerónimo de San Bartolomé el Real. Pues bien. En esos años comienza este monarca a edificar El Escorial, también entregado a la orden jerónima, y al mismo tiempo patrocina la erección de la iglesia del convento de Lupiana, encargada al arquitecto Francisco de Mora. Al mismo tiempo, manda a algunos de los pintores que decoran a diestro y siniestro su monasterio escurialense (Tibaldi, Cambiaso, Búcaro Cincinato) a decorar con pinturas las bóvedas de la iglesia y coro de Lupiana. Ni documento escrito ni, mucho menos, artístico, queda de ello. La iglesia de este Monasterio, hoy propiedad particular, está reducida a sus cuatro gruesas paredes, habiéndose hundido sus techumbres en los años veinte de este siglo. Nadie estudió estas pinturas. Nadie hizo ni siquiera una fotografía de ellas. Nadie se ocupó de apuntar en una libreta, o en un papel cualquiera, lo que allí se veía con todos los colores del arto iris.

Y en esta tarea de investigar la pintura del siglo XVI en Guadalajara, y de su mensaje a los hombres de hoy, estoy actualmente empeñado. Para ello, y aparte de la tarea fotográfica y descriptiva de lo que queda, de la parte de investigación documental que ya ha rendido algunos importantes frutos al encontrar varios planos de la reforma del quinto duque en el palacio del Infantado, queda hacer una llamada pública que podría ser de gran importancia. Considerando que hasta los años veinte estuvieron intactas las pinturas de la iglesia del monasterio de Lupiana, y hasta 1936 las de todas las salas de la planta baja del palacio del Infantado, puede haber aún muchas personas vivas que vieron aquello, y quizás alguna que lo fotografiara o apuntara en una cuartilla lo que allí se veía. Si esto es así, yo le rogaría a esa persona que se pusiera en contacto conmigo para tratar de reconstruir, para la historia, esas muestras artísticas que ya desaparecieron. Es esta, pues, una llamada de socorro en pro del arte, de nuestro arte alcarreño, que sin merecerlo ha sufrido tantos desprecios y abandonos. A nosotros toca, a todos nosotros, recuperarlo y estudiarlo. Ponerle en su dimensión auténtica.