La picota de Moratilla (en recuerdo de D. Ernesto Navarrete)

sábado, 6 agosto 1977 0 Por Herrera Casado

 

Caliente aún el recuerdo de la figura y la buenahombría de ese amigo de todos, Ernesto Navarrete, que tanto amó a su patria chica, a Moratilla y a la Alcarria toda, quiero traer al conocimiento ancho de los alcarreñófilos un tema, breve y sencillo, con el que poder rendir un mínimo ‑también breve y simple, humilde como el mismo Navarrete lo fue ‑ homenaje a nuestro paisano. Hablar un poco, ponerla en imagen, a ese racimo de grises y nobles piedras que es la picota de Moratilla, cuya nostalgia bullía en los ojos pálidos’ y amables de don Ernesto. Tarea, que le tenía prometida desde hacía mucho tiempo, y que las ocupaciones y los atosigamientos me fueron obligando a retrasar su glosa de tan dilatada manera.

Moratilla es Alcarria pura, de exposición antológica. Sumida en un vallejo estrecho y verderón, sus laderas cuajadas de olivos, sus alcarrias espléndidas de cereales, su hondura preñada de hortales mínimos. El caserío desvencijado y sonriente maderas y desconchones al aire, callejas empinadas, bullicio todavía en los rincones. Su sobrenombre lo confirma. Es la tierra «de los Meleros», de los que se ocuparon en la industria rural y tierna de la miel. Los de Moratilla a producir, los peñalveros a vender. Y en esta puerta y corazón de la Alcarria, un pueblo generoso con ancha tradición. A la entrada del pueblo, en el camino que viene desde Fuentelencina, situada a una legua corta de distancia, allá donde sale el sol, está la picota. El símbolo que demostraba un rango superior, el privilegio de ser «villa de por sí» y tener el poder de la justicia sobre sus propios vecinos. En 1580, cuando se enviaron a Felipe II las relaciones topográficas, Moratilla ya era villa y no se recordaba desde cuándo. Lo fue, desde luego, en la primera mitad del siglo XVI, aunque desde muchos siglos antes había sido un punto más en el territorio calatravo de Zorita. En esos días, de final del siglo XVI, la villa de Moratilla tenía unos hombres que hacían su justicia y regimiento, nombrando alcaldes, regidores y alguaciles para el buen gobierno de sus vecinos. Habitantes llegó a tener unos dos millares, y aún más, pues es fama que tuvo grandes talleres de tejidos, además de la tradicional industria melera.

En testimonio de tan recia personalidad jurídica, con un no disimulado orgullo y justificable alegría, los de Moratilla levantaron en los años del Renacimiento hispano la Picota que demostraba su rango de villa. Colocada sobre un altozano en la costanilla de entrada al pueblo sobre el camino de Fuentelencina, «en dirección del primer sol del día», se trata de uno de los más notables ejemplares de picota de toda la provincia y aún de Castilla la Nueva entera. Lástima que, también, cuente entre las más deterioradas. Ello hace que sólo nos sea posible su muy somera descripción, y el aprecio que de ella hacemos más se deba a las sospechas de lo que fue, que a la realidad que se nos muestra.

Sobre cuatro circulares basamentos, dispuestos en escalinata, se alza el monumento, que se apoya en una grande y cúbica basa decorada en sus cuatro caras por sendas figuras masculinas. Tan desgastadas y destrozadas están estas figuras, que hoy es prácticamente imposible reconocer nada en ellas. En una se distingue, difícilmente, un hombre, desnudo, con una gran corna en la mano. Semejantes figuras aparecían en las otras caras del podium. Se trataba, indudablemente, de un simbolismo del número 4, y pensamos en que serían representaciones de las cuatro estaciones del año; o bien de los cuatro vientos (generalmente representados desnudos y con grandes cornas en la mano) o incluso de algunos trabajos de Hércules. Me inclino por la segunda posibilidad, dado el oficio de estas picotas de presidir caminos y «hablar a los cuatro vientos» de un título de villa. Más arriba, y sobre variadas molduras de clásico dibujo, aparece la columna cuyo fuste presenta dos tipos diferentes de estriación. El capitel que la remata es grande, hermoso, plenamente plateresco. Tallado en él, y sobre la cara que mira al pueblo, una figura agachada aparece con algunas espigas en la mano. Y un fruto, esta picota, de trabajos y de merecimientos. De los cuatro clásicos brazos que sobresalen de la picota, y cuyo fin remoto y teórico era el de servir de «percha» a los ajusticiados, emergen sendos leones o dragantes, ya muy desgastados, y algunos rotos.

Aún sigue ascendiendo la picota. En ansias de picar el cielo, de ser la más alta y lucida de todas. En otra estructura cúbica se decoran sus caras con rostros diabólicos, muy expresivos. Y sobre ella, otras cuatro facies, esta vez de angelillos, en perenne ascenso. Con formas vegetales se acaba, como en un rizo sempiterno, el monumento.

En el estudio que está por hacer de los rollos y picotas en nuestra tierra alcarreña, este ejemplar de Moratilla destacará eminente y meritorio. No sólo cumple su misión de documento, señalando al pueblo como villa, sino que sus anónimos autores y diseñadores quisieron cuajarlo de mensajes, refundir en él todo el significado que tal título judicial suponía para una entidad poblacional. Es un cartel, una explicación, y al mismo tiempo un alarde de buen hacer de tallista. Lástima que las injurias del tiempo y de los hombres hayan deslustrado tanto su primitivo aspecto, y hoy tenga tal apariencia de tullido, aun con ser un noble elemento arquitectónico. Para el viajero que cruce la Alcarria por Moratilla de los meleros, será parada obligatoria su vista a la picota