Recordando en Embid a León Luengo

sábado, 25 junio 1977 1 Por Herrera Casado

 

Se puede decir cuanto se quiera, en honra y panegírico del Señorío de Molina: de sus gentes, de sus pueblos, de su riqueza y paisajes, y uno siempre se quedará corto. He recorrido sus cuatro puntos cardinales. Subido al Aragoncillo en día de nieve y viento. Bajado en caminata desde La Hoz al puente de San Pedro. Charlado largo y ten­dido con los aldeanos de Algar. Metido en las casonas de Prados Redon­dos, en la sacristía de Tordellego, en los calabozos oscuros del alcázar molinés… no pararía de contar emociones, de revivir insospechados ha­llazgos, de disfrutar en el recuerdo de andanzas por esta tierra, por este país genial e irrepetible. Pero siempre me queda algo que conocer en esta paramera latiente. No hace mucho fue la figura, ya ida y apagada, de un molinés único y sensacional: la de don León Luengo, un nombre que sólo a unos pocos dirá algo. Un nombre que quisiera, porque sería justo, luciera en alguna calle de Molina, o con letras grandes en los anales inescritos del Señorío, o señaladas con sangre de cariño en los corazones de todos los molineses.

Noticias imprecisas me llevaron hasta la casa donde largos años vivió y realizó su callada tarea: en el apartado lugar de Embid, ya en el límite con Aragón; un caserón de recia sillería dorada, con portón semicircular, rejas y balcón de colado hierro trabajado a mano, una enredadera seca por las paredes y un corralillo desvencijado a la siniestra mano. Se abrió la puerta y el olor a trigo invadió el ambiente. Un gato, dos o tres gatos, maullaron casi con alegría. Un reloj viejísimo, ya parado, señalaba las horas sin existencia del portalón. Un aire de indescriptible melancolía, de una inexplicable bondad o sonrisas sin cara, ni manos, ni aliento. Un eterno minuto de serenidad, de silencio. Escaleras arriba, la gran habitación donde fue la vida: dos camas tras las cortinas de ajada franela azul; un mesa camilla desnuda y aterida en el centro. El suelo de tablas irregular, pol­voriento. Y allí, en las paredes, las librerías humildes, restallantes de horas de estudio y sacrificio. Viejos pergaminos; ajadas inconstancias de la prensa molinesa; la «Summa Theologica» del santo de Aquino y los Anales de Zurita; libros de guerras, de religiones, de amores; y al fin aquellos rimeros inmensos de folios rallados con las noticias más peregrinas y es­condidas de las cosas viejas, de las historias y las biografías que habían hecho de Molina un encendido país de nobles y de valientes, de miles de manos en el trabajo y la guerra, en el saber y en la constancia maestras. Eran los escritos, los apuntes, las notas, las cartas, la vida toda de León Luengo.

Un temblor incontenible estremeció el aire que bailaba entre mis dedos y aquel volumen de papeles. Cuánta tenacidad, cuánta pasión, qué inmenso cariño dejados allí, ya en parda escritura dormida. Pasaba los cuadernos, abría y cerraba las carpetas, veía sin creerlo aquel inconmensurable rimero de árboles genealógicos, de hazañas guerreras, de méritos académicos, de acuerdos cortesanos, de pías fundaciones, de blasonadas instancias, y no daba crédito a mis ojos.

El sobrino de don León, guardador de su memoria y archivo, sonreía al verme. Como si para él también fuera esta alegría de revivir las horas de las que fue testigo. Y me contaba la vida de este hombre, una vida sencilla, callada, que pasó cargada de horas densas, por los altos páramos de Molina. Nació don León Luengo en Embid, el año 1875. Fuése a Si­güenza, a estudiar para cura. El latín lo hizo en Atea, Jiloca abajo; y el año que había de cantar misa colgó las sotanas. Hizo de maestro en Villa­viciosa, junto a Brihuega. Dio clases de latín en Molina, dos años. Y al fin hizo lo que más quería: se quedó en su pueblo, en su casa, en su habi­tación grande con una mesa, una cama, un candil y muchos libros, y apren­dió cuanto podía un hombre saber del Señorío de Molina. A los sesenta y cuatro años, en julio de 1939, se murió y le dieron tierra.

La figura de don León Luengo se me ha quedado prendida en un marco de dulce melancolía. No sé por qué. Quizás el aire que tiene ahora su casa vacía. Parece que su figura venerable observa al intruso que viene a remover sus papeles. Y, a pesar de ello, sonríe. No se enfada. Anduvo los caminos vivos del páramo frío. Recorrió legajos húmedos, sacristías, se­cretarías de concejos, bibliotecas y casonas. Dio trabajo a su pluma y a su mano. Dio la inmortalidad a muchas figuras molinesas. Y, al fin, su nombre se perdió, como su vida.

No es de este lugar tratar con pormenor de su aportación a la historia de Molina y de Guadalajara. Sólo decir que fue muy importante, y, en la línea de Sánchez Portocarrero, Núñez, Perruca, Díaz Millán y algunos más, fue escalón para que pasaran otros como Layna, Abánades, Sanz y Yaben. Recuperar el recuerdo de este ilustre molinés es tarea que deben anotarse cuantos a su tierra quieran enaltecer. Hombre bueno, humilde y gran tra­bajador, deberá servir de espejo donde mirar y aprender todos un poco.