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abril, 1977:

El palacio mendocino de Tamajón

 

El viajero y amador de las tierras los pueblos y las historias de Guadalajara, debería haberse acostumbrado ya al encuentro frecuente con un apellido: Mendoza, y, a una presencia, la verde­-roja y dorada de sus armas nobiliarias. Por cualquier camino alcarreño que tomemos, surgirá la sombra mendocina, el arco de iglesia, el recuerdo, de una batalla, de algún duque del Infantado, de conventos o palacetes por ellos erigidos.

La historia de España tendrá entre nosotros su pie más grande, porque entre nosotros tuvo vida y latido esta familia.

Pero la sorpresa siempre aguarda benéfica. Y es recibida con alegría. Nos, ha asaltado un día de lluvia y viento en Tamajón. En la calle principal’ del pueblo desembocando en su plaza mayor: es la presencia dorada, nobilísima, altiva incluso, a pesar de su tristeza, de lo que fue palacio de los Mendoza, señores de esta villa; y hoy ya ínfima ruina que nuestra sociedad debe tomar resueltamente en su defensa.

No demasiadas noticias sobre Tamajón hemos podido reunir. Y no es porque el pueblo, serrano no posea una historia rica y abundante. Su archivo municipal, digno de atento estudio, así lo proclama. Desde el siglo XIII figura en los privilegios del los Reyes de Castilla. En 1289 era su poseedora la infanta Isabel, hija de Sancho IV el Bravo.

Otros reyes dieron, y luego confirmación, a Tamajón sus derechos a llevar a pastar sus ganados en tierra de Ayllón, sin objeción alguna de pagar impuestos. Dejando libres también a sus habitantes, trajineros, comerciantes o arrieros, de pagar portazgos por sus mercancías en cualquier lugar del reino por donde viajaron.

La poderosa familia Mendoza tomó en su ­pertenencia la villa y su región serrana. En los repartimientos del marqués de Santillana, en el siglo XV, suena ya en su larga lista de pertenencias. Y el auge de la familia alcanza su cima en la centuria siguiente: don Diego de Mendoza ayudará mucho a la villa, y doña María de Mendoza, y de la Cerda llegará a fundar, en 1592, un, gran monasterio de religiosos franciscanos, del que aún quedan sus ruinas calladas.

Fue esta señora, sin duda, quien elevó el palacio mendocino en el centro del pueblo, pues sobre la puerta de entrada, en amplio medallón de plateresca raigambre, se ven nítidas las armas de los apellidos Mendoza y Cerdá, junto a  leyenda y fecha ya borrosas, aunque confirmatorias de estos años últimos del siglo XVI. Incluso en esos momentos Tamajón ve acudir a varios acaudalados y nobles familias que, en esa danza cortesana que los Mendoza arrastran allá donde van, dejan talladas sus casonas y plantados sus recuerdos en forma de pías fundaciones parroquiales.

En la iglesia de la villa queda la capilla de los Montúfar, acabada en 1596, fundada por don Alonso de Montúfar, natural de Tamajón, y su esposa doña Olalla Martínez. Y aún por las rectas y armoniosas calles del pueblo se ven portones de sillería recia, escudos y balconadas que muestran lo que fue Tamajón en  aquella época de esplendor.

De ella nos ha sido legado el importante recuerdo de este palacio mendocino. Y nuestra responsabilidad por salvarlo se acrecienta al mismo ritmo en que los elementos y los siglos que tiene de vida tratan de desparramarle le por el suelo. Se trata hoy solamente de la fachada del palacio, pues por lo visto hace ya años, y siendo entonces sede del Ayuntamiento de la villa, se le dejó impasiblemente venir al suelo en ruina irreparable. Un gran patio de arco semicircular servía de única entrada al edificio, todo él tapizado de buena piedra dorada de la tierra, en bien cortados sillares colocada. Sobre la puerta, un escudo redondeado que en poca pasada fue machacado concienzudamente, negándonos cualquier posibilidad de identificación. Queda en mejores condiciones el gran escudo de Mendoza y la Cerda ya citado, que se enmarca de una hornacina sujeta de dos balaustres y rematada en friso de elegante traza plateresca. Ventanas sencillas de la poca componen el resto de la fachada, que constituye un ejemplar magnífico de la arquitectura civil plateresca, hasta ahora sistemáticamente ignorado en todos los tratados y guías sobre el tema, y que no podemos, ni por lo más remoto, pensar en la posibilidad de perderlo.

Y esta posibilidad es, hoy por hoy, y desgraciadamente, la más real de cuantas se le ofrecen al edificio. A raíz de la ruina de su estructura, la sola fachada superviviente ve aparecer grietas cada día, y alterarse peligrosamente la verticalidad de su muro. En el pueblo se pensó incluso en dejarla caer, pues se trata de un auténtico peligro urbano. O derruirlo sistemáticamente. El alcalde actual, hombre de sano y recto juicio, piensa en que lo más acertado es salvarlo. De la manera que sea. Pero evitar a toda costa su desaparición. Porque es consciente de su valor y no sólo para el pueblo, sino para la provincia y la humanidad toda.

Y es aquí que surge nuestra llamada de atención hacia este monumento. Uno más, valiosísimo, de los que semignorados existen en la provincia de Guadalajara. No diremos aquí las invectivas que se acostumbran contra «el abandono de las autoridades, la desidia de las gentes, el encogimiento de hombros de quienes, debieran velar por ello». Es un monumento bello, común, enriquecedor de la vida pretérita provincial. Y, sinceramente, honradamente, cuantos puedan hacer algo por ello, deben sin tardar tomar sus posiciones. La voz está dicha. Sin acritud. Pero con firmeza.

Tradición universitaria. Fundación del Colegio de Tuy

 

Repasábamos la semana pasada la figura de un ilustre alcarreño, don Juan García Valdemora, natural del Casar de Talamanca, y que habiendo estudiado en la Universidad de Alcalá de Henares, llegó a ser en ella catedrático de artes, y posteriormente, obispo de Lugo y Tuy, en cuyo cargo hizo fundación de un colegio universitario para la institución alcalaína, donde algunos estudiantes pudieran, a pesar de su falta de recursos económicos, seguir los estudios para los que estuvieran dotados.

Hizo escritura di fundación este personaje a 21 de junio de 1619, que ‑por su curiosidad doy transcrita a continuación, de la que publica el padre Florez en el tomo XXIII de, su «España Sagrada», a las páginas 63‑64, Dice así:

En el nombre de la Santísima Trinidad… Nos don Juan García de Valdemora por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica indigno Obispo de Tuy, y por ello Señor de dicha ciudad, del Consejo del Rey nuestro Señor,… Decimos que por quanto desde doce años de nuestra edad nos criamos en la        villa e insigne Universidad de Alcalá de Henares, donde comenzamos a oír la Gramática, y continuamos nuestros estudios en Artes y Sagrada Theología hasta nos graduar de Doctor en ella, y en dicha Universidad tuvimos la Beca y Manto de Colegial en el insigne mayor de San Ildefonso, donde recibimos, grandes honores y mercedes, honrandonos con Cáthedras y Oficios, y en la dicha Villa fuimos Canónigo en la Colegial de S. Justo y Pastor, y estando en ella fue Dios servido fuésemos elegido por Obispo de la Santa Iglesia, Ciudad y Obispado de Lugo, donde habiendo asistido algún tiempo fuimos promovido a la Santa Iglesia y Obispado de dicha ciudad de Tuy, que hoy poseemos,  que sea para servir a la Ma­gestad de Dios.

Y considerando que de la dicha universidad y Estudios de ello se nos ha seguido el principio de todo el bien que tenemos: y porque los hombres debemos ser gratos a Dios nuestro Señor por las innumerables mercedes que de su poderosa mano hemos recibido, y darle infinitas gracias por ello, etc. Habiendo considerado y viendo por la experiencia, que en la dicha Universidad de Alcalá han florecido, y florecen tanto las letras, y esperamos florecerán para siempre, y en el servicio de Dios y de la República Cristiana que de los Colegios resulta, pues en ellos halla remedio la pobreza de grandes sugetos, que muchos no pasarían adelante en sus estudios por no tener comodidad para ello, y     mediante la que hallan en los Colegios, lo hacen y emplean sus in      genios en las ciencias á que se aplican y honrran su Patria y Nación, y sustentan en justicia la República, y aprovechan a las almas, y defienden la fee de las calumnias de los Hereges, y resultan otros muchos bienes. Y a esta consideración y a egemplo de otros Prelados Santos y prudentes, hemos determina do dirigir y fundar y dotar en la insigne Universidad de Alcalá un Colegio, donde algunos sugetos se sustenten y vivan en Comunidad, y allí tengan lo necesario para el sustento de la vida humana, para que descuidando de, ello puedan mejor aprovecharse en sus estudios oyendo y pasando en el dicho Colegio las Ciencias de Artes, Sacros Cánones, y Santa Theología, si­guiendo cada uno la que mejor te pareciere, y d que se inclinare, como no sea Medicina…

«Y para principio y fundación de él hemos adquirido y hecho labrar en dicha villa de Alcalá unas Casas en la Calle que vaja del Convento de Nuestra Señora del Carmen, y hacen esquina a la Calle que llaman de los Hornos, y estas dos calles abrazan las dichas casas por aquella parte, y por otra alindan con casas del Licenciado don Pedro García de Valdemora, nuestro hermano, Tesorero, y Canónigo de la Santa Iglesia de Tuy.

«Prosigue refiriendo el coste que te tuvieron dichas casas, y se las da al Colegio, con un censo de quatro mil ducados de principal contra la Villa de el Casar  y otras adherencias que en todo subían a la cantidad de «docientos setenta mil, quinientos y ochenta y dos reales”.

«La advocación del Colegio mandó fuese de «San Justo y Pasto”. Por patrono y Administrador de los bienes y rentas, nombró al Abad y Monges de San Bernardo de Alcalá; previniendo que no entrasen Colegiales, hasta que el Colegio tuviese de renta annual «quatro mil» ducados.

«Las Becas las dividió en tres partes: una para los naturales de la Villa del Casar su Patria: otra para los del Arzobispado de Toledo, y de la tercera reservó para sí el hacer señalamiento».

Es de señalar que al año siguiente, el 14 de agosto de 1620, dio una nueva disposición respecto a su Colegio, por el que decía que no debía esperarse a contar con renta de 4.000 ducados, sino que empezara a utilizarse ya, y nombraba a don Juan Gabriel de Valdemora, su sobrino, por colegial y primer rector del colegio, dejando a la decisión de sus hermanos don Pedro y don Felipe García Valdemora el nombramiento del otro colegial. La vida de esta institución no fue nunca brillante, pero cumplió una misión, en el ancho mosaico de la Universidad Complutense, Y, lo que es quizás más aleccionador, fue la presencia de un alcarreño, lo que dio vida a esta manifestación de cultura en el secular contexto alcalaíno.

Tradición universitaria. D. Juan García Valdemora

 

Otra de las figuras señeras que de nuestra tierra alcarreña han salido para dar lustre y encumbrar el espíritu universitario alcalaíno, es la de don Juan García Valdemora, natural que fue de la villa del Casar de Talamanca, hacia mediados del siglo XVI, miembro de una familia acomodada, pero de agricultores. Viendo en resumen su biografía (1) sabemos que se inició desde muy joven en los estudios, pues ya a los 12 años de su edad entró en el Estudio de Alcalá de Henares a escuchar la Gramática, continuando luego con las Artes y la Teología. Entró en el Colegio de la Madre de Dios, también llamado «de los Theólogos», uno de los de más tradición en la Universidad Complutense, y allí se graduó de Doctor, pasando después a ser Colegial «de los de Manto y Beca» en el Mayo de San Ildefonso, donde fue recibido el 17 de septiembre de 1579. Desde este puesto honroso, ganado por oposición, y tras demostrar su gran sabiduría, accedió a la Cátedra de Artes, y poco después obtuvo una Canongía en la iglesia Magistral de San Justo, famosa por ser, junto a la de Lovaina, la única iglesia de este tipo y características en toda Europa, en la que sólo podían formar parte de su Cabildo aquellos religiosos que tuvieran cátedra en la Universidad de la villa. Estuvo en ese puesto muchos años, dando a varias generaciones de jóvenes castellanos lo mejor, de su saber y elocuencia,

Sabemos que más adelante, ya iniciado el siglo XVII, el arzobispo de Toledo le envió por su visitador a los partidos de Talamanca, Hita, Uceda y Mohernando, dando pruebas en, esta misión de su honestidad y buen juicio. Lo que, unido a su fama como catedrático universitario durante muchos años, movió al Rey Felipe III a presentarle por obispo de Lugo, cargo del que tomó posesión en 1064, y gobernando aquella diócesis «con acierto y edificación, portándose zeloso de la dignidad, liberal con la Iglesia, y misericordioso con los pobres» (2). De allí pasó, en 1612, a gobernar la diócesis de Tuy, de cuya ciudad fronteriza fue, además de obispo, señor territorial. Administró con orden su obispado y señorío, y en los años que lo tuvo, de 1612 a 1620, en que murió, se dedicó a dejar grandes y provechosas fundaciones en 14 tierra alcarreña y campiñera, donde siempre tuvo su corazón. Así, para el Casar de Talamanca fundó una escuela y estudio de gramática en 1616, y, tres años después, en 1619, para la Universidad alcalaína creó el Colegio de los Santos Justo y Pastor, o Colegio de Tuy, por ser obispo de tal lugar su fundador.

Estas fundaciones, orientadas exclusivamente a promover la enseñanza y el saber entre sus paisanos del Casar de Talamanca, las hizo con los caudales, no excesivamente amplios, que obtuvo como obispo y señor de la ciudad gallega. La escuela para el Casar (que Flores llama «el Quesar» pues ese era su antiguo nombre, habiendo pasado. a llamarse por entonces «el Casar») tenía como fin, el que los niños de su villa natal, «así naturales, como del contorno, aprendan a lee., escribir y contar». Quedaba la elección de Maestro de la Escuela a la opinión de los Patronos de la institución, que lo eran el párroco, Justicia, Regimiento, Procurador General y un pariente de don Juan García Valdemora. Al mismo tiempo, instituyó una Cátedra de Gramática para su pueblo, que debía salir a oposición cada seis años, y cuyos ejercicios, que quería rigurosos, debían presidir los patronos de la memoria antes citados, además del Abad de San Bernardo de Alcalá; rector del Colegio de Jesuitas y Catedrático de Retórica de la Universidad. Señala incluso que la convocatoria de oposiciones para esta Cátedra de Gramática del Casar, debería colocarse «en las puertas de la Universidad y del Colegio Trilingüe».

Pero la fundación más ilustre de este alcarreño, fue sin duda, la del Colegio de los Santos Justo y Pastor, llamado de Tuy, por ser a la sazón obispo de esa diócesis. En la escritura de fundación, fechada el 21 de junio de 1619, reseña don Juan García Valdemora algunos datos de su biografía, y añade en un canto a la Universidad que denota su sincero agradecimiento: «Y considerando que de la dicha Universidad y estudios della se nos ha seguido el principio de todo el bien que, tenemos». Dispuso caudales para construcción y mantenimiento, hasta un total de 4.000 ducados, donando asimismo unas casas cercanas al Convento de Nuestra Señora del Carmen y esquina a la calle de los Hornos. Dotó en el colegio tres becas para estudiantes pobres o necesitados, y les dividió de esta manera: una sería para un natural del Casar de Talamanca; otra para un natural del arzobispado de Toledo, y la tercera para un, estudiante designado por él o los patrones del colegio (que fueron los monjes de San Bernardo de Alcalá). Por supuesto que, aparte estos tres becados, el colegio admitiría cuantos estudiantes quisieran entrar a él, pero ya pagando sus cuotas correspondientes. Es verdaderamente interesante la escritura de fundación de este colegio, en el que, cosa curiosa, García Valdemora advierte que podrán entrar estudiantes de cualquier materia, excepto de Medicina. La publicaremos la semana próxima.

Ahora, únicamente, reseñar la precaria existencia que llevó esta fundación docente, y cómo tuvo pocos alumnos, hasta el punto de que en 1663, el visitador y reformador general de la Universidad de Alcalá, don García de Medrano incorporó el Colegio de Tuy al de Santa Catalina, o «de los Verdes», que en 1586 fundara doña, Catalina de Mendoza, hija del Conde de Coruña y Vizconde de Torija (3). Es otra relación más, van ya unas cuantas, de Guadalajara y su tierra con la Universidad de Alcalá, en una simbiosis fructífera, honda y cordial que debería renacer nuevamente, en una tradición de siglos.

NOTAS:

(1) La trata ampliamente el P. Enrique Florez, en su «España, Sagrada. Theatro Geográphico‑Histórico de la Iglesia de España»; 1767, Tomo XXIII, pp. 61‑68.

(2). Pallarés, «Historia de Lugo».

(3) Fuente, Vicente de la, «Historia de las Universidades Españolas», 1884, tomo II, página 362.

Tradición universitaria. Alcarreños en Alclá (y II)

 

Seguiremos, recordando, como la semana pasada, figuras que dieron lustre a la Universidad alcalaína, y que fueron salidas de esta tierra de Guadalajara. En simbolismo de lo que mutuamente se han ‑influido durante varios siglos una y otra. ­La historia de la «Universitas  Complutensis», aun sin estudiar a fondo y en toda su amplísima dimensión e influencia para la cultura mundial, habría de dedicar un tomo entero a las aportaciones que de Guadalajara ha recibido, y, en contrapartida, ha entregado a la ciudad del Henares.

Baste recordar cómo, iniciada por Cisneros para realizar esa gran obra, colosal obra, que fue la Biblia (Políglota, durante la primera mitad del siglo XVI, Alcalá y sus hombres se convierten en abanderados del reformismo religioso y social, del nuevo humanismo que Erasmo impone en sus escritos. Salamanca, por contra, será siempre la imagen de un tradicionalismo medieval que se resiste a abrirse a nuevas corrientes. Y mientras Alcalá se hace bandera del erasmismo más puro, Guadalajara., Henares arriba, presenta al mundo la Corte de los Mendoza, ‑que ocupa no sólo el caserón gótico de los. Infantado, sino los múltiples palacios que van surgiendo por la ciudad ‑, en la cual Corte mendocina asientan literatos, pensadores, artistas de todos tipos, dando albergue al más importante núcleo de alumbrados de las, dos primeras decenas del siglo XVI. Sirven estos detalles para comprender que esa vega del Henares que une Alcalá con Guadalajara, ha tenido un lazo de unión, tan agrario como cultural,  en pasados tiempos, lo que justifica totalmente que ahora Guadalajara reivindique su participación plena en esta Universidad del Henares que se pretende crear.

Pero vamos a los Personajes. Nacida en Guadalajara de una de las ramas secundarias de los Mendoza (la de los Condes de Coruña y vizcondes de Torija), fue don Bernardino de Mendoza uno de los personajes más brillantes de la Corte de Felipe II. Crecido en el ambiente culto arriacense, cuajado de batallas poéticas y disputaciones filosóficas, pronto fue a la Universidad. De él dice don Juan‑Catalina García que «en edad no muy crecida, pusiéronle en estudios en la Universidad de Alcalá, donde el lustre de su casa hizo notar mejor la calidad de su talento»‑. Pudo ser, pero la verdad fue que don Bernardino era hombre valioso en verdad, trabajador ­e Inteligente. En Alcalá estudió artes y filosofía, llegando a la licenciatura en M57. Se albergó en el Colegio de San Ildefonso, el primero que tuvo el Estudio Alcalaíno. En 1562, aproximadamente, entró al servicio del Rey, fraguando así su triple carrera de militar, diplomático y escritor. En el primer aspecto fue capitán de tercio en Flandes. En el segundo, llegó a Embajador de España en Roma, en Francia, e incluso en Inglaterra, en tiempos de verdadera dificultad diplomática. Como escritor, le debe la literatura y la historia españolas dos obras exquisitas: los «comentarios a lo sucedido en la Guerra de los Países Bajos» y la «Theoría y Práctica de Gverra», traducidas de inmediato a todos los idiomas europeos, y que le ganaron fama internacional, recibida, ya ciego totalmente, en su último retiro madrileño, donde murió en 1604.

Villarroel fue famoso, médico nacido en Pastrana en los comienzos del siglo XVII, y que en Alcalá cursó sus estudios, varios, y revueltos como todos los hacían, con un afán enciclopedista al que muy pocos arribaban. Y así, aunque este personaje obtuvo la licenciatura en Medicina en 1641, años después, y cuando accedía al cargo que luego ocupó, se le nombraba «doctor por Alcalá, colegial teólogo, y sujeto muy benemérito». Pues bien, aún dedicó tiempo, y mucho, de su vida, a hacer versos, habiéndonos quedado muchos, y muy buenos, de su Pluma. José de Villarroel obtuvo en 1670 el cargo de médico de la Cámara Real, después de  haber servido algunos años, también como médico estrictamente particular, en Roma y Milán, a don Luís Ponce de León.

En El Casar de Talamanca fue nacido don José López Agurleta, y en Alcalá en el Colegio de Santa Catalina, en el que tenían becas los hijos del Casar, se doctoró en Teología. Fue hombre muy dado a historias y erudición de todo tipo, y, cuando ya caballero de Santiago, obtuvo el cargo de archivero del Convento de Uclés, dedicó toda su vida al estudio de esta orden caballeresca, hasta el punto que sus escritos son fundamentales para quien quiera conocer algo a fondo la historia de la Orden de Santiago. De López Agurleta debemos recordar, al menos, el «Bullarium» de la Orden, y la «Vida del Venerable fundador de la Orden de Santiago, don Pedro Fernández», en la que aparecen muchos datos sobre la tierra alcarreña, y, en fin, las voluminosas «Questiones Militares Jacobeas». Su vida fue en el siglo XVIII.

Deprisa ya, por no hacer interminable esta relación, pondremos también noticia de otro ilustrísimo hijo de la Alcarria, concreta: mente de Jadraque, que fue en Alcalá donde nació al mundo de la ciencia, y allí donde inició estudios y aficiones a la investigación histórica y al repaso completo de los hechos pretéritos. Si toda Universidad ha de ser, más que un número de lecciones aprendidas de memoria, mano alentadora de entusiasmos científicos, Alcalá lo fue para don Diego Gutiérrez Coronel, quien, nacido junto al Henares en 1724, veinte años después se graduó en Alcalá, en cánones y leyes, entrando poco después en la Iglesia Católica como ministro. Es también larga y prolífica su producción literaria e investigadora. Andan impresos, desde finales del siglo XVIII, la «Disertación histórica… sobre los Jueces de Castilla» y la «Historia del origen, y soberanía del Condado, y Reyno de Castilla»; mientras que sus varios escritos acerca de la Genealogía de las Casas de Mendoza, Coronel y otros ilustres linajes españoles, lo que dejó manuscritos, en elegantes volúmenes que heredaron sus sucesores, y hoy se pueden declarar perdidos, aunque en el caso de la «Historia Genealógica de la Casa de Mendoza», escrita en 1772 y dedicada al duque del Infantado, se conserva en el Archivo Histórico Nacional, en tres gruesos y hermosos volúmenes foliados, procedente de los fondos de la biblioteca de la Casa de Osuna. Gutiérrez Coronel, que tuvo la fortuna de gozar algunas prebendas ‑era, entre otras cosas, comisario de la Inquisición de Cuenca en Jadraque ‑ y ancha renta familiar, dedicó su aliento, tomado en las aulas de Alcalá, en favor del cultivo de la historia, a cavilar y estudiar la de Casti­lla.

Son todos éstos, los hombres ‑un pequeño muestrario de ellos, en realidad ‑ que contribuyeron a proclamar la utilidad formativa, sugeridora, vitalizante de la Universidad alcalaína, y, en último término, y como segundo sujeto de esta simbiosis tan prolífica, fue la propia Universidad la que devolvió con creces a la provincia de Guadalajara tan generosa oferta de sus hombres. Sin estas lecciones, ‑como todas las de la «historia ‑ que deberían aprovechar nuestras actuales generaciones.

Tradición universitaria. Alcarreños en Alcalá (I)

 

La vida universitaria de Guadalajara y su tierra ha estado de por siempre ligada a la Universidad de Alcalá, aquel cúmulo de aconteceres, instituciones y personajes, que en este extremo pendular de Europa alumbró una luz perenne de sabiduría y ciencia peculiarísimas. No podemos argumentar razones geográficas, ni hablar del paisaje, del clima o de una especial coyuntura histórica como única y primordial razón de lo que fue la «Universitas Complutensis». Sus hombres fueron, eso sí, los radicales y perpetuos motores de su valor y nombradía. El hombre, Cisneros, que la fundó y dio vida. Y aquéllos otros, unos más, otros en menor proporción, que dieron luz a las muy diversas ramas del saber que en sus aulas alentaron. Entre esos hombres, largo número fueron nacidos aquí en Guadalajara y en su regional entorno. El nombre del estudio alcalaíno está formado de muchos esfuerzos y muchas dicciones alcarreñas. Y la historia de la Universidad es, en gran parte, de la nuestra tierra. Ahora, cuando el Estado necesita propulsar una nueva Universidad para la región Central de Castilla, Alcalá se alza con la ilusión de recuperar/su tradición perdida. En ese buen camino, prometedor camino, Guadalajara sabe que ha de andar entusiásticamente, pues recobrar Alcalá será recobrar la honda tradición alcarreña del saber y la ciencia que entre nuestros paisanos ha albergado.

No son palabras, Porque si durante los tres siglos largos que la Universidad Complutense impartió y promocionó el saber, muchos guadalajareños, alcarreños, serranos y molineses pudieron acceder a unos conocimientos elevados que les dignificaran como buenos profesionales, también de esta tierra nuestra salieron hombres que llevaron en muchas parcelas, y con gallardía insuperable, las riendas de una cátedra, o el vehículo decidido de los nuevos conceptos científicos. Recordar, por ejemplo, la figura del catedrático de medicina don Cristóbal de Vega, natural de Peñalver, que en pasada semana comentábamos. Y recordar, como simples ejemplos espigados de una larga nómina gloriosa, figuras de la talla de Páez de Castro, López Agurleta y Gutiérrez Coronel, surgidos de la tierra de Guadalajara, y en Alcalá consagrados para la historia. Demos un repaso, si breve, a sus méritos y figuras.

Abre el recuerdo don Juan Páez de Castro. Historiadores posteriores le han catalogado como «uno de los más grandes ingenios que ha tenido Castilla». Así lo escribe Uztarroz. Y son múltiples los que le alaban y señalan como una de las glorias del intelecto y la cultura del Renacimiento español. Pues bien: este hombre había nacido en el cercano pueblo de Quer, hizo sus estudios en Alcalá de Henares, y allí «abrió ‑como dice don Juan Catalina García su espíritu a la luz de la ciencia». Sin perdernos en detalles y apreciaciones, siempre interesantes pero excesivamente largas, podemos recordar, como Florián de Ocampo, en su «Crónica de España», nos señala, que Páez de Castro se aplicó en Alcalá a todos los estudios que entonces se impartían: se empapó de leyes, de matemáticas, de lenguas e historia… y lo dominó todo, con un envidiable enciclopedismo del que hoy nadie puede hacer gala. Tal fue su renombre, que fue llamado por el obispo de Burgos, don Francisco de Mendoza, para ir con él a Trento, y participar en las tareas del Concilio «de la Contrarreforma». Era 1545, y allí se ocupaba de revisar bibliotecas; entablar relaciones y discusiones científicas con sabios de otros países; escribir cartas a sus amigos, que eran muchos, españoles, y escribir de todo cuanto se le ocurría. A su regreso, en 1555, el Rey le hizo capellán suyo ‑pues era ordenado de clérigo ‑ y le concedió el honrosísimo, y comprometido, título de «cronista del reino», decidiendo a partir de entonces dedicarse de un modo total a esta tarea, hermosa y trascendental, de ser anotador fiel, erudito y elegante, de cuantos hechos relacionados con España ocurrieran en sus días. Viajó nuevamente a Italia, Flandes, Aragón… y finalmente decidió regresar a Quer, a su humilde lugar de nacimiento, y allí en su casona, rodeado del afecto de los suyos, de las visitas continuas de las personas y las cartas de sus muchos amigos, y, sobre todo, de libros y manuscritos en grandes cantidades, dedicóse, también, a su tarea de historiador, de lector de extrañas lenguas, de comentarista de textos, de teórico de la cultura, de promotor y luz, en suma, de cuanto atañe al espíritu de un país, motor fundamental de su gloria. Murió Páez en aquel lugar del valle del Henares, y quedó su inmensa biblioteca, cuajada de valiosísimos códices griegos, para la que en El Escorial reunía el rey Felipe. Su recuerdo, el de este alcarreño ilustre, está grabado en oro ‑ un oro algo etéreo e intangible ‑ en los anales de la Universidad de Alcalá.

Y aún nos queda tiempo para poner nuestro recuerdo en otro personaje, natural de Guadalajara, que cede su nombre de forma irrepetible a esta nómina de alcarreños en Alcalá: se trata de Domingo Rodríguez, que obtuvo grado de doctor en Medicina por la Universidad del Henares, y aportó su importante te tarea al «corpus» bibliográfico de la institución. Recordando un poco, debemos traer a colación a Alvar Gómez de Castro, uno de los grandes eruditos y humanistas, ‑ que por cierto encontró acojo durante largo tiempo en la corte mendocina de Guadalajara, protectora de la cultura como si de una renovada Atenas se tratase – quien se ocupó en escribir el «De rebus gestis a Francisco Ximeno de Cisneros», obras en latín que, por encargo de la Universidad de Alcalá, ponía con detalle la vida y obra del cardenal fundador, de Cisneros. El interés de esta institución porque tal obra llegara ampliamente a todos los públicos, llevó a sus dirigentes a encargar su traducción al castellano. Y fue este Domingo Rodríguez ‑natural de Guadalajara según nos dice Francisco de Torres en su todavía inédita historia de nuestra ciudad ‑ médico, y poeta en ocasiones, versado en latines y elegante en el decir del castellano, quien dio remate a esta obra. Era ya el último tercio del siglo XVI. Nuestra tierra volvía a poner, uno más, su granito de arena en esta hermosísima tarea de construir y eternizar una Universidad.

Y es esa tarea en la que ahora, cuatro siglos después, Guadalajara y sus hombres se afanan. Diciendo que no es sólo el mero sentido de la justicia, o la simple cábala de la lógica, lo que les mueve a pedir que esa Universidad de Alcalá que se prepara, sea en mancomún usada y vivida por los arriacenses. Es, incluso, toda una larga y honda tradición universitaria, por sus hombres fundamentalmente, la que Guadalajara argumenta en esta hora. Tradición que verá aún aumentada, lector, en próxima semana.