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diciembre, 1976:

Hablando de El Doncel

 

En el pasado número de este semanario “NUEVA ALCARRIA” escribe don Gregorio Sánchez Doncel, canónigo de Sigüenza y catedrático de Historia de su instituto de Bachillerato, un largo trabajo en el que comenta algunas páginas de mi libro «Glosario Alcarreño», concretamente las dedicadas al Doncel de Sigüenza, y se muestra contrario a la tesis que en ellas mantengo. Quisiera muy de corazón agradecer a don Gregorio, hombre de fina pluma y hondo entendimiento de los pretéritos hechos, la lectura y el comentario de mi obra. Le agradezco, incluso, el que discrepe de mis ideas acerca de la infancia y juventud del Doncel, pues ello viene a significar que ha leído estas páginas con verdadero interés, y así viene a demostrar que mis intenciones, que no eran otras que las de despertar un interés y unas inquietudes en lo que respecta a la visión de personajes y hechos de antiguas fechas, se han cumplido. Si he tratado estas figuras de don Martín Vázquez de Arce, de don Juan López de Medina, incluso del mismo Cardenal Mendoza, con un cierto aire de irrespetuosidad, al menos por lo que respeta a las opiniones de veneración casi mítica que hasta ahora se les ha tenido, no ha sido por otro motivo que el de intentar abrir nuevos caminos en la visión de estos personajes, a los que sólo se destacaron hasta hoy las virtudes, cuando, como todos los humanos, tuvieron también muchos defectos. En el caso concreto del Doncel, el tema espinoso, y que los buenos seguntinos, a como es don Gregorio Sánchez Doncel, no han encajado en los términos de mera posibilidad histórica, ha sido el de que don Martín Vázquez de Arce, durante los 25 años que duró su vida, vivió en la ciudad de Guadalajara formando parte de la renacentista corte de los Mendoza.

Pero el artículo que don Gregorio publicaba en estas páginas la semana pasada, llevaba destacadísimas dos cuestiones que, a vuela pluma y sin posibilidad material de tiempo, quisiera aclarar en bien de todos. Primero: trata de demostrar la filiación plenamente seguntina del Doncel. Segundo: trata de demostrar que mis conocimientos de historia de Guadalajara son bastante flojos, y que escribo datos incoherentes.

A lo primero puedo, únicamente, señalar que tanto él como yo estamos imposibilitados de decir la última palabra, pues faltan claros respaldos documentales para sostener una u otra tesis. De los que apunta don Gregorio en favor de la filiación seguntina del Doncel, puedo decir:

a) Que de acuerdo con el documento que publica Minguella (1) figura un Martín Vázquez, en 1484, entre los firmantes del documento de las nuevas Constituciones y ordenanzas de la ciudad de Sigüenza, aunque al no especificar segundo apellido, podría tratarse de otra persona con el mismo nombre y primer apellido, cosa nada extraña en Sigüenza durante el último cuarto del siglo XV.

b) Que en cuanto a que don Fernando de Arce, hermano del Doncel, obispo que luego fue de Canarias, y fundador de la capilla de Santa Catalina, residió en Sigüenza habitualmente, queda muy débilmente defendido al aducir la razón de Minguella (2), pues dice que en el año 1453, don Fernando de Arce era secretario del obispo Luján, resultando (según los cálculos del señor Sánchez Doncel, que da como fecha de nacimiento de este personaje el año de 1444) que sólo tenía 9 años de edad al ocupar tan importante cargo.

En pro de mi tesis, a las razones ya declaradas, y aprobadas como buenas por el señor Sánchez Doncel, de haber tenido casas en Guadalajara los padres y hermanos del Doncel, llegando a afirmar aquéllos que habían comprado y edificado «la nuestra casa que tenemos en esta ciudad de Guadalajara», y quedando bien claro que don Fernando de Arce, padre del Doncel, ocupó el cargo de secretario del segundo duque del Infantado, aún puedo añadir la que Hernando del Pulgar (3) nos da, cuando, hablando de la asistencia del segundo duque del Infantado a la campaña de 1486, en la guerra de Granada (en la que murió el Doncel, que formaba parte de su ejército), dice… «traxo de la gente de su casa quinientos hombres de armas a la gineta e a la guisa”.

Para mí no cabe duda de la total identificación de la familia Vázquez de Arce con la casa y corte arriacense de los Mendoza, para la que trabajaron, y junto a la que vivieron en Guadalajara.

A lo segundo, en que el señor Sánchez Doncel pretende restar fuerza a mis argumentos, presentado como incoherente algunos datos que respecto a la historia de los Mendozas guadalajareños apunto, sólo consigue poner de manifiesto que su lectura de mi texto ha sido poco profunda, pues todo lo escrito con referencia a la familia Mendoza está de acuerdo con la realidad histórica. El problema está en la repetición de nombres que esta familia utilizó para sus miembros, y que ha conseguido, una vez más, enredar los hilos de la comprensión de los historiadores.

Don Martín Vázquez de Arce sí estuvo en la corte de don Diego Hurtado de Mendoza, y con él fue aprendiz de guerras. Este Diego Hurtado es el segundo marqués de Santillana, a quien los Reyes Católicos, en 1475, sobre el Real de Toro, concedieron el título de primer duque del Infantado. Vivió hasta 1479, cuando el Doncel contaba 18 años de edad, por lo que toda su formación humanística y militar la alcanzó en la corte de este don Diego Hurtado de Mendoza, primer duque del Infantado. Al afirmar en mi libro que el Doncel «fue con él aprendiz de guerra», la preposición indica una dependencia, podríamos decir, de profesor‑alumno, y no presupone una semejanza de edad física. El señor Sánchez Doncel ha pensado que yo me refería al otro Diego Hurtado, tercer duque del Infantado, nieto del primero, que tenía la misma edad que el Doncel.

En la batalla de Toro, que tuvo lugar, repito, en 1475, participaron de una manera efectiva y decisiva los Mendozas arriacenses. El mismo Cardenal don Pedro González de Mendoza se destacó en acciones guerreras importantes. Iba rodeado de «todos sus hermanos, parientes y amigos». El primer duque, don Diego Hurtado, contaba a la sazón 58 años de edad, y actuó como jefe de la casa Mendoza, rodeado de todos sus caballeros, criados, pajes y gran número de súbditos. Le acompañó, entre otros, su hermano don Iñigo López de Mendoza, primer conde de Tendilla, junto con el hijo de éste, don Diego Hurtado de Mendoza, más tarde Cardenal y Arzobispo de Sevilla, que por entonces contaba 32 años de edad. Es perfectamente lógico que en aquella ocasión, le acompañasen al primer duque su hijo don Iñigo López, futuro segando duque y a la sazón conde de Saldaña, que entonces contaba 37 años, y el hijo de éste, don Diego Hurtado, que aunque jovencillo, aún de 14 años de edad, y puesto que su único porvenir había de ser el de las armas y como todo buen caballero de finales del siglo XV, su única ilusión sería la de llegar a ser maestro en todas las artes de la guerra y la caballería, estaría en aquella ocasión presente. De su misma edad era el Doncel, para quien cabe hacerse el mismo fácil y lógico razonamiento.

Debemos reconocer en último término, que las razones de uno y otro no llegan a la definitiva supremacía de cualquiera de las tesis, y, por lo tanto, debe dejarse en el aire este tema, hasta tanto se hallen documentos fehacientes. Lo positivo, en todo caso, es que estas cosas interesen, y cada vez un mayor número de personas guste de tratar estos temas.

(1)   “Historia de Sigüenza y sus obispos…” tomo II, página 649.

(2)   “Historia de Sigüenza y sus obispos…” tomo II, página 156.

(3) “Crónica de los Reyes Católicos…” Cfr. Fernández de Oviedo, “Batallas y Quinquagenas de la Nobleza de España”, Batalla 1ª, quincuagena 1ª.

Viaje a la pizarra: El Ordial

 

En estos últimos años, El Ordial ha ido lentamente entrando en el contexto del mundo actual. Se han abierto caminos, desde Arroyo de Fraguas, y otro, más recientemente desde Aldeanueva de Atienza, que le han dado una más fácil comunicación y abierto a sus gentes una serie de posibilidades, de las cuales la más aprovechada y practicada masivamente, ha sido la de la emigración, que ha llegado al extremo de dejar actualmente sólo dos vecinos que lo pueblan de forma habitual. Con ellos se encontraron los viajeros cuando bajaron del coche en la ancha plaza del pueblo: únicos habitantes de un lugar lejano, y autoridades y súbditos indistintamente. “Si señor, yo soy el alcalde de El Ordial, y aquí, el teniente alcalde”. «Pues tanto gusto». Son hombres pequeños, de piel curtida por los aires serranos, avezados en todas las faenas agrícolas y ganaderas que se, pueden practicar en la zona: desde la recogida de setas al pastoreo de cabras, desde la caza del jabalí «a la espera», a los avatares del cereal sembrado. Recelosos del forastero, pronto se abren al ver que alguien se preocupa de sus problemas, que gusta de su pueblo y busca temas para «sacarlo en los papeles».

Juntos hemos recorrido el recinto aldeano: su distribución urbanística es muy particular. Se agrupan las casas, corrales y edificios como en un gran círculo o elipse, dejando en su centro un amplio espacio en el que cabe una fuente, una gran olma, y al fondo, cerrando el vano, la iglesia se alza con su tosca presencia rojiza. Poca pizarra, en realidad, la que sirve de material a las casas. Es piedra de gneis y granito lo que sirve de sustento a los edificios. Los tejados se cubren de teja de barro, y algunas líneas pizarrosas se alinean en los bordes de las cubiertas, dándoles un bicolorismo rojinegro muy  particular.

Llegamos ante el edificio concejil, sede que fue de los afanes comunes de un grupo de hombres que ya no están. En la puerta, de carcomida madera, cuelga él buzón de correos. En el primer piso, una ventana minúscula rompe la monotonía del paramento, de piedra rojiza. La sala es amplia, de bajo techo surcado de vigas. Junto a los muros, unas tablas arqueadas servían de asiento a los ediles. Una bombilla cuelga solitaria en el centro. El despachito del secretario huele a cerrado, a papel húmedo. En las paredes, varios retratos de Franco, uno de ellos impreso en Alemania con gruesos caracteres góticos, transportan al viajero a un tiempo pasado que es ya historia, y que en aquella habitación aún palpita, aprisionado de querencias. Legajos de cuentas; torres de boletines oficiales cargados de leyes, decretos y resoluciones que siempre pasaron por el Ordial de refilón; los restos derrumbados de una biblioteca popular; sellos de caucho y tampones de tinta violeta.

Otra vez fuera, el sol deslumbra. Llegamos a la iglesia; San Sebastián, jovencito doliente atado en su columna, balbuciendo la canción de un martirio lejanísimo. En lo más oscuro del templo, una enorme piedra tallada, ornamentada con pacienzudas manos: es la pila del bautismo. No exagero si digo que está allí desde hace ocho siglos. Los que tenga de vida El Ordial. Y al fin, la sacristía. Con su armariote cargado de telas y sedas, de sencillos candelabros, y misales desvencijados. El archivo parroquial, como un milagro, está bien conservado. No más de diez librotes son capaces de contarse toda la historia del pueblo desde el siglo XVII.

Allí está el Libro de Jazmias, dando cuenta detallada de los pagos que los vecinos de El Ordial y Aldeanueva de Guadalajara (en el siglo, XVIII este último era anejo del primero en lo eclesiástico) hacían al cura que velaba por sus almas. Vecino por vecino, con religiosa puntualidad y exactitud, daban al sacerdote las jazmias de frutos granados (centeno era la única especia cultivada) y de los frutos menudos (lana, en libras; chotos y corderos). Las medias y celemines eran las medidas habituales. Otros libros del archivo, .cuidadosamente encuadernados en pergamino, eran los de visitas episcopales; el libro de fábrica, Con la minuciosa anotación de gastos y reparaciones del templo, el libro de difuntos, en el que toda la tristeza del pueblo ha cuajado en escuetas partidas; el libro de bautizos también, y el de matrimonios, todo ello desde principios del siglo XVII. Bonito material para hacer un estudio del movimiento demográfico de un pueblo serrano en nuestro Siglo de Oro. ¿Subía, bajaba la población? ¿Crecía la riqueza, se hacían gastos «de lujo», o sólo lo estrictamente necesario? La historia de España que aún queda por escribir, y que puede y debe dar todavía muchas claves para su interpretación integral, está escondida en estos libros parroquiales a los que nadie dio importancia. ¿Por qué mueren, en el transcurso de pocos meses, varios niños expósitos del Real Orfelinato de Madrid, precisamente en El Ordial? ¿Qué epidemia, bacteriana o social, les llevó a dar con sus tiernos huesos en tan alto y recóndito lugar del mundo? Cada página de este pequeño archivo es una pregunta abierta. Al fin encontramos el que quizás sea más interesante de todos les documentos: el libro de los Estatutos y acuerdos de la Cofradía de San Sebastián, conformada por los hombres de El Ordial, y que, en su trascripción actual, data de 1798, aunque es muy probable que sus orígenes sean mu­cho más remotos. El valor social de estas hermandades y cofradías es muy grande. Su estudio minucioso es tarea inaplazable para los próximos años. Los viajeros se quedan un largo rato leyendo, palpando el pasado, prendidos de un tiempo ido que aflora vivo y latente con solo mirar tan viejas páginas. Y piensan que es lástima que nadie estudie esto, que su material sea tan desaprovechado. Pero las actitudes de los sacerdotes y autoridades civiles de los pueblos son, a este respecto, tajantes y militaroides. O niegan la existencia de estos archivos minúsculos, o están al cuidado de familias virtuosas que poco a poco van regalando los documentos a simpatizantes y amigos, o, en último caso, cubiertos de polvo, telarañas y olvido yacen en baúles o por el suelo de coros, tinados y sacristías, de donde, por supuesto, no pueden ser sacados. Ejemplos se pueden dar, desgraciadamente, a docenas. El Ordial es una excepción brillante y meritoria, digna, pues, de ser resaltada y elogiada públicamente. Para los otros, lógicamente, no quedará otra solución (y ojalá que ésta llegue pronto, a tiempo de salvar lo poco que ya va quedando), que la de trasladar tales documentos a los archivos, eclesiásticos o estatales, donde se les garantice supervivencia, ‘ buen trato y fácil acceso para el estu­dio.

Viaje a la Pizarra: La Huerce

 

Difícil será encontrar hoy, en la provincia de Guadalajara, un pueblo peor comunicado, con accesos más difíciles y abandonados, que La Huerce, en el partido judicial de Atienza, prendido en la abrupta vertiente sur de la serrezuelas que unen el Alto Rey con el macizo del Ocejón, a más de mil metros de altura. Triste «récord» el de este pueblo, si es que realmente es en esto el primero y más destacado, pero que el camino (como carretera aparece en los mapas) que a él lleva, fundamentalmente desde Arroyo dé Fraguas y Umbralejo, es una pista infernal, eso no hay quien lo discuta.

La vida es en él paulatinamente decreciente. Aún quedan algunos vecinos que se ocupan en huertos, ganadería, caza y maderas. ICONA trabaja intensamente en la repoblación forestal de la zona, y ello supone un medio de vida para algunos, pocos, vecinos. Su buen humor, sin embargo, no decae. El carácter serrano, abierto y zumbón, dado a ver siempre el lado bueno de la vida, ayuda mucho a estas gentes a pasar sus penurias.

El paisaje es realmente impresionante. Abrigado por cerros de hasta 1.800 metros de altura, la silueta del Ocejón, aún más elevado, vigilándolo todo, y profundos valles, como el del Sonsaz y el del Sorbe, precipitando los horizontes. Manchas verdes de profusa vegetación, bosques de pinos y robles, le confieren su aspecto de dureza y reciedumbre, añadido por las oscuras vetas de pizarra y gneis de las mon­tañas y calveros.

Un grupo de «hombres buenos» recibe a los viajeros y les muestra el pueblo La arquitectura popular de La Huerce, como la de los pueblos de esa zona, es muy característica e interesante. Mal estudiada hasta el momento, sólo un artículo o, repaso breve (1) y algunas interesantes fotografías (2) nos dan indicaciones de su importancia y radical diferencia con el construir popular del resto de la provincia. Un estudio más amplio y pormenorizado se está llevando a cabo actualmente (3) que nos gustaría verlo pronto terminado.

Grandes casas de paramentos pétreos, superpuestas lajas de pizarra grisácea, con algunas particularidades notables. No es la menor el ejemplo curiosísimo de un horno de pan en un primer piso, volado sobre la calle, y sostenido por vigas y apoyos de madera, todo ello en pizarra construido. Enlosados de habitaciones, patios, interiores, cubiertas bellísimas a cuatro aguas, etc. La Arquitectura popular de la Huerce es todo un mundo de bellas perspectivas que, por desgracia, ha iniciado su remodelación y pérdida. Los vecinos que se3 ven en la necesidad de reparar sus tejado y cubiertas, eliminan la pizarra y colocan “uralita”. La bofetada a la idiosincrcacia del paisaje urbano rural es atroz. Las manchas claras del material prefabricado rompen totalmente el conjunto particularísimo del pueblo

El viajero comentó este tema con los vecinos. La respuesta de éstos fue contundente y clarísima: «Mire usted, quitamos la pizarra porque pesa mucho y se estropea con facilidad; ponemos uralita porque es barato, cómodo de colocar, ligero y seguro: con la uralita no hay goteras». El tema requiere meditación, consideración realista, superación de romanticismos. Quienes se ocupan en la defensa del modo autóctono de la construcción rural, verán esto como un atentado más, gravísimo, a la arquitectura popular; como un nuevo hachazo que precipita su desaparición. «No se puede consentir», dirán algunos. El aldeano, sin embargo, ve que se le hunde el techo de su «vivienda, y, cuando llueve, le entra agua por todas partes. Quiere solucionarlo, y lo hace de la manera más cómoda, rápida y barata que le brinda la sociedad actual: se olvida de la pizarra, y pone uralita. No basta que este hombre tome conciencia de la importancia cultural de su «arquitectura popular», ni que la autoridad le impida hacer estos cambios. Su economía no le permite dudar entre uno u otro sistema: opta por lo más barato. O el aldeano de la comarca pizarrosa y serrana de Guadalajara recibe una ayuda, significativa y total, para mantener en sus viviendas la tradicional cubierta de pizarra, o paulatinamente desaparecerá tan importante muestra de arquitectura rural. Es un tema a estudiar por los Ministerios de la Vivienda, la Dirección General del Patrimonio Artístico y Cultural, el Patronato de Juan García» de ayuda a la vivienda rural, que deben exprimir todas sus posibilidades por salvar estas reliquias.

Y, al aire ya fresco y cortante de la caída de la tarde, los hombres de La Huerce siguen contando al viajero sus cosas. De las fiestas del pueblo, celebran todavía en octubre a la Virgen del Rosario, y en enero a San Sebastián. Recuerdan, como algo muy lejano (y una fotografía rancia y amarillenta  da fe de ello) la fiesta del Corpus Christie, en la que aparecían ante el Santísimo un grupo de danzantes ataviados pon cintas, sombreros y ropas de vivos colores, que evolucionaban en diversos pasos, en muy parecido ritual al que todavía hoy se practica en Valverde de los Arroyos, pueblo vecino a La Huerce. Aquí no había botarga, ni representación teatral, pero el Corpus se celebraba multitudinariamente el en inicio del verano. Son ya solamente recuerdos.

Luego entra el viajero a la iglesia, repasa sus paredes desnudas, su vacío artístico, y aun sube hasta las campanas, donde se encuentran dos piezas magníficas de principios de siglo, obradas en el taller de los Colina, en Sigüenza, que aún dan, con sólo soplarlas, sus claros sonidos juguetones: son verdes y oscuras, la campana, como el paisaje en el que yace La Huerce, último rincón para un viaje difícil, pero inolvidable. El viaje a la pizarra.

 NOTAS

 (1) López de la Osa González, L., y Toran Junquera, L., «Arquitectura negra en la provincia de Guadalajara», en «Narria (estudios de artes y costumbres populares)», número 1, enero 1976, pp. 2‑5, con bibliografía general.

(2) Flores, C., «Arquitectura popular española», tomo III, pp. 172

(3) Lo prepara el arquitecto madrileño José Luís García Fernández. 176.