Viaje a la pizarra: La Nava

sábado, 27 noviembre 1976 0 Por Herrera Casado

 

Uno más de esos varios centenares de pueblos que tiene la provincia de Guadalajara, en los que se vive densa y tristemente el tópico de la despoblación y el abandono, es la Nava de Jadraque. Del que muchos tendrán la vaga idea de unos tejados brillantes en la lejanía de su pequeña hondonada, y otros pocos quizás recuerden la polvareda que levantó el hallazgo de oro entre los terrones y pizarras de su término.

Al pie de las últimas estribaciones meridionales de los serrijones que bajan desde Valdepinillos, La Huerce y Aldeanueva de Atienza, y muy junto de Arroyo de Fraguas, La Nava se arropa de cerros grises, oscuros, de ceño grueso y amenazador. Y ella misma sonríe siempre con una claridad nacida de su estrechez y su postura tendida en el llano verdeante donde un estrecho brazo de tierras de regadío se afana en no perecer,

Inaugura La Nava, en su avanzada, la nómina de pueblos pizarrosos de nuestra serranía. Aunque Alcorlo y Semillas tienen ya sus tejados cubiertos en parte con pizarra, es aquí en La Nava donde se generaliza su uso. Modernamente ha sido suplantada esta materia por la teja de barro, quitando en parte su antigua apariencia al pueblo.

Pocos vecinos vemos en las calles. El día es de sol, y todos los habitantes aprovechan para secar las judías a las puertas de las casas. Así con todo, no más de la media docena de hogares funcionan. El piso irregular de las calles hace difícil el transitar por ellas. En la decisión, quizás crucial para el futuro de muchos de nuestros pueblos, de poner luz y agua corriente en las casas, La Nava ha desistido y se ha quedado al margen. Su futuro es pues, poco claro. No por el hecho de que sin agua en los grifos o sin luz en las bombillas sea imposible la vida. Sino por lo que ello significa de desesperanza por parte de la mayoría de sus gentes.

El viajero se pateó en poco más de diez minutos el pueblecillo. Típicas construcciones serranas en puro estado de conservación. Otras a medias reformadas. Y una horrible construcción en medio del pueblo, que tapa una calle y afea con ganas el conjunto. El viajero se dirige después a la iglesia, donde espera encontrar alguna vieja huella del pasado.

Una mujer, por el camino, va desgranando tradiciones y añoranzas, De eso vive aún su corazón fatigado. Recuerda la fiesta del patrón, San Ramón Nonato, que celebran entre el último día de agosto y el primero de septiembre. Lo más feliz de la jornada, dice, es la procesión. Sobre las andas breves, el santito va atado con cuerdas para que no se caiga: en una mano la Custodia, recordando el momento de su muerte, en el que dice la tradición que recibió la comunión de manos de un ángel; y en la otra una palma con tres coronas como anillos: son los de la castidad, la elocuencia y el martirio, con los que se ganó un puesto en los altares. Tienen la costumbre, puesto que el patrón nació en dificultosas circunstancias, de dedicarle y ofrecerle cada año los nuevos niños del pueblo. Subidos en las andas, como palomas acompañan a San Ramón por las calles de La Nava. El que ofrecieron este año hubo que atarle para que no se tirara.

Y luego pasamos a la iglesia, donde nos sorprende una magnífica pila bautismal románica, con profusión de arcos ­tréboles, puntas de, diamante y otras lindezas esculpidas tan propias del estilo. Un venerable pedrusco de mucho mérito. También recibe nuestra admiración la cruz parroquial, de plata, ejemplar dignísimo del siglo XVII, bien conservado. Los brazos y palo de la cruz semejan troncos de árbol a los que, se han cortado sus ramas. En el centro, clavado, Cristo. Es la clásica representación iconográfica de la cruz redentora como árbol que recuerda aquél del Paraíso, del que nació el primer pecado y en el que, finalmente, vino la Redención. No lleva marcas ni punzones esta joya, por lo que es imposible decir su autor o lugar de fabricación.

Aún queda más. El viajero y sus amigos han subido al campanario. Es morada del viento y las palomas. Quedan todavía, a medio vivir, las campanas que cada día llamaron a la oración y tantas veces fueron el lazo de unión de los vecinos. Son muy antiguas, salvadas de guerras y destrucciones. La gorda está dedicada a Santa Bárbara, y reza así en su fleco inferior: «Siendo Cura propio don Gorgonio López natural de Molina de Aragón ‑ Año de 1841». Así se explica que allí, en la sacristía destartalada, encontráramos un antiguo y bello grabado representando a San Vicente Mártir, venerado en la parroquia de San Pedro de Molina, de la que poco queda, y menos aún de esta romántica imagen del joven imberbe tendido dentro de una urna encristalada.

La otra campana, más pequeña y ya rota, se dedicó a San Agustín y a San Ramón Nonato. Y leemos abajo: «Se fundió en Sigüenza por los Colinas siendo ecónomo don Eleuterio Martín Vaqueriza, alcalde don Francisco Cebrián, y sacristán don Miguel Esteban. Año 1900. Es obra típica, incluso por su ornamento al frente con una cruz de ancha base en la que se inscriben corazones, del taller de fundición que tuvieron en Sigüenza en el primer cuarto de este siglo los hermanos Fernández Colina, que llenaron de campanas las torres de muchas iglesias de nuestra provincia.

Y así dejamos La Nava de Jadraque, en el recuerdo de su sencillez y de tanta fábula, basada, por supuesto, en la realidad, del oro que hubiera podido convertir a esto en una nueva California. El oro lo llevan sus habitantes puesto en el pecho, que a tanto suben los quilates de la nobleza.