La capilla de Luís de Lucena

sábado, 16 octubre 1976 0 Por Herrera Casado

 

Uno de los monumentos capitales que en nuestra ciudad guarda la huella del pasado, y aún puede decir mucho a las gentes, y servirlas, es la capilla de Luís de Lucena, también llamada de los Urbinas, en la cuesta de San Miguel. Su estado de conservación, por el inexorable paso del tiempo sobre un edificio abandonado y sin uso, es más que deficiente. Está ahora en un momento crucial de su futuro, y, particularmente por lo que respecta a las pinturas de su techumbre, si no se recuperar y restauran ahora, se perderán para siempre. El organismo que acometa de una manera total y homogénea la restauración de esta capilla, habrá hecho un servicio impagable a Guadalajara y a su patrimonio cultural.

No quiero hoy volver a hablar de su aspecto exterior, todo realizado a base de ladrillos, en un estilo mudéjar sorprendente y originalísimo, a pesar de haber sido construida en el siglo XVI. Quiero ahora tocar simplemente el tenía de las pinturas que aparecen en la techumbre de su interior, y que siempre fueron con razón alabadas, pero sin comprender su significado, ni siquiera conocer muy bien lo que allí se representa.

El autor, y diseñador de todo este conjunto fue un alcarreño del siglo XVI, Luís de Lucena, eclesiástico y médico. Hizo de cura de Torrejón y estudió Medicina en Montpellier. Llegó a ser médico del Papa. De familia de conversos, profesa una fe particular, erasmista como todos los intelectuales de su tiempo, y al fin se ve precisado a huir a Italia, lejos de preguntas e inquisiciones sobre el sentido de su fe. Aquí, en Guadalajara, en su patria, nos dejó este recuerdo en ladrillo tallado, y en esas pinturas aéreas, polícromas, un largo párrafo de sus creencias religiosas, de un cristianismo en el que el neoplatonismo y el erasmismo tienen la fuerza de los ingredientes máximos.

Recientemente, en el número 2 de la revista «Wad‑al‑hayara» que edita la Institución Provincial de Cultura «Marqués de Santillana», he publicado el estudio iconográfico de las pinturas de esta capilla, con abundancia de f0tografías y gráficos. Para quien de veras esté interesado en el tenía, será lo mejor la constancia, breve y escueta, pero más sonora, de lo que en el interior de esa misteriosa y triste capilla hay.

El eje de la techumbre lo constituye una serie de plafones o rectangulares pinturas, en las que aparecen, más o menos conservadas, pinturas representando escenas del Antiguo Testamento: La caída del Maná; la entrega a Moisés de las Tablas de la Ley; Aarón y Jur adorando el becerro de oro; Moisés bajando del Sinaí; batallas en el camino de la Tierra Prometida; Moisés contempla la Tierra prometida; vuelta de los emisarios que Moisés envió a la tierra prometida. Y en la techumbre que culmina el crucero de la capilla, otras escenas relacionadas con Salomón: Sadoc le unge rey de Israel; Adonías le reconoce como tal; la reina de Saba le visita, y el juicio que Salomón celebró para entregar un niño a su verdadera madre. En el centro donde confluyen unas y otras escenas, aparece el I H S o anagrama de Cristo.

Hemos interpretado las pinturas de los techos como «caminos en el cielo», y en este caso se trata de una vía hacia Cristo, por medio de esas dos figuras vétero-­testamentarias, antecedentes cristológicos, que son Moisés y Salomón. Quizás un ideal de Luís de Lucena: el viaje hacia Cristo, a esa «tierra prometida» y «reino de Dios» que es la salvación del alma.

Pero aún es más curioso lo que aparece en pinturas de los lados y en las ménsulas y lunetos de estas bóvedas. Escoltando los grandes paneles ya descritos vemos las siguientes figuras: las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza, magníficamente pintadas a todo color, y aún muy bien conservadas, cada una con los típicos atributos que les dio la simbología medieval y renacentista. Siguen otras cuatro representaciones de profetas, entre los que se distingue a David, con un fragmento de su Salmo 16. Luego aparecen las doce Sibilas, sin faltar ninguna de las que la tradición guardó siempre, y exaltó desde la época del neoplatonismo florentino, como auténticas profetisas de Cristo, desde su postura del mundo pagano. La filosofía de Marsilio Ficino, luego tan seguida y elaborada, hacía a todos los sabios y figuras de la antigüedad clásica como seres merecedores de salvación como cualquier fervoroso cristiano, intentando reconciliar todas las corrientes religiosas en una gran religión universal y única. El erasmismo adoptó en parte estos pensamientos, y así es dable ver en el Renacimiento europeo, y menos en el español, dar a las Sibilas el empleo de vaticinar la venida de Cristo. Así es como se representan en esta capilla de nuestra ciudad: cada Sibila tiene un cartel en la mano en que aparece su nombre y una frase breve, en latín, que profetiza alguna parte o sentido de la vida de Cristo.

Finalmente, aparecen también pintadas en este techo las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, a las que se añade la penitencia.

Todo ello viene a completar el sentido que ya anticipábamos para las pinturas centrales. El camino hacia Cristo debe ser ayudado con algo: las virtudes, de un tipo y otro, ayudan en ese camino. Y las profecías, que proceden del lado ortodoxo y del heterodoxo de la Iglesia oficial (profetas y sibilas) se conjuntan para anunciar alborozadamente la llegada de Jesucristo. Este sentido mesiánico lo tiene la capilla entera, pues aún en las viejas puertas de madera que dan acceso a la capilla, pueden leerse, ya borrosas, frases en latín de tono religioso, al igual que también se leen talladas en algunas piedras del exterior de la capilla.

Es curioso reseñar, incluso, el escudo de Luís de Lucena que luce sobre la puerta de entrada al pequeño templo. Una frase latina indescifrable, y una cruz sobre un calvero. Pero una cruz de la que aún no está hecho el estudio iconológico profundo: es esa cruz que vemos mucho en las procesiones de los pueblos; en pinturas también, de esta misma época: son dos troncos de árboles en los que aún asoman los inicios de sus ramas, ya cortadas. Señal de autenticidad, quizás. De ser una cruz de sacrificio divino, de redención. Muy posiblemente el «árbol del Bien y el Mal» que ha sido empleado por Dios para que en él cumpla su Hijo su tarea de Redención.

Pero toda esta teoría interpretativa de la techumbre pintada de la capilla de Luís de Lucena, no es tampoco segura. Pudiera tratarse de algo muy distinto. Veamos: el famoso médico y humanista, dejó planeado en su testamento que la parte alta de la capilla, su segundo piso (que hoy todavía existe) se dedicara a biblioteca pública, señalando con gran precisión los libros de un tema y otro que deberían ponerse en dicha librería. Quería, en suma, distribuir cultura, irradiar la ciencia que él había conseguido a todos sus paisanos. Es el primer ejemplo de biblioteca pública que hay en España.

Entonces, pensamos, que quizás el conjunto de pinturas de la capilla pueda ser una representación emblemática y articulada, programada, de la ciencia; Moisés en primer término, con referencias a las revelaciones divinas (los alquimistas tuvieron a Moisés como uno de sus patrones), seguido de Salomón, tenido en la Antigüedad y el Renacimiento como cumbre de la sabiduría. Luego las Sibilas y los Profetas, con sus revelaciones, predicciones, conocimientos misteriosos… pudiera ser, en efecto, un programa relativo a la ciencia, aunque es verdad que centrado cristológicamente.

No es necesario pormenorizar más en este tema. Quede clara una cosa: que las pinturas de la capilla de Luís de Lucena, para las que aún no hay asignado un pintor concreto (aunque es muy verosímil que lo fuera Rómulo Cincinato) son de un gran valor e interés en el contexto de la pintura renacentista, y su valor cultural, como el de la capilla toda, también lo es muy grande. Guadalajara deberá ver recuperada y restaurada esta joya artística, y empleada en un fin comunitario y verdaderamente útil. Debe, en fin, ser salvada.